ARTÍCULOS
TOCAMOS TODOS LOS PALOS, INCLUIDOS LOS DEL FLAMENCO
por BELÉN LÓPEZ MARÍN
Referencias y bibliografía:
—Miguel de Cervantes, Don Quijote de La Mancha. Cátedra. Edición 14ª de John Jay Allen. 1991. —Miguel de Cervantes, Don Quijote de La Mancha. Galaxia Gutenberg y Círculo de lectores. Edición del Instituto Cervantes 1605-2005. Dirigida por Francisco Rico. —Miguel de Cervantes, Don Quijote de La Mancha. Audiolibro disponible en YouTube, realizado por Joan Sandoval. —Antonio Enrique, Canon heterodoxo. DVD. Los cinco elementos. Enero de 2003. —Vladimir Navokov, Curso sobre El Quijote, publicado por Byblos en 2004. Traducción de Mª Luisa Balseiro. --Buscando a Cervantes, ficción documental con guion de Manuel Lucas y María Jaén. Disponible en YouTube. —Fernando Arrabal, Sobre el arte actual, conferencia pronunciada en Totana, Murcia, en 2005. —Felipe B. Pedraza Jiménez, conferencia De la vida a los versos, y viceversa. Disponible en YouTube.
1 Comentario
por BELÉN LÓPEZ MARÍN No soy digna siquiera de escribir su nombre, el de Emilia, mucho menos de intentar un razonamiento de crítica literaria que más les pueda perjudicar que beneficiar a su memoria y a su legado. Ojalá más especialistas y mejores que yo empujaran estas ideas mías en la dirección en que quiero hacerlo hoy, pero ni las verdades, ni las voluntades ni las acciones ajenas dependen de una, sino tan solo las propias; conque vayamos, sin más lamentaciones y con la mayor prestancia posible, a la cuestión que palpita en el fondo del artículo que tienes ante tu vista, alma lectora. Hace muy pocos años, en 2014, se estrenó en La Coruña una adaptación teatral hecha por Pedro Víllora de la novela Insolación, obra de la genial gallega publicada en 1889. El montaje viajó con bastante éxito y repercusión por España y otros lugares del mundo entre esa fecha y 2016. En provincias, y tratándose en mi caso de una filóloga distraída con familia y profesión, este remover de la novela solo me la ha puesto encima de la mesa mediado 2018 y sin haber visto el montaje. No está mal, me lo perdono, pero únicamente yo comprendo hoy hasta qué punto me habría gustado verlo, porque tengo la sensación de que constituyó la verdadera presentación en sociedad de Emilia, su consagración en la entrada al futuro por la puerta del siglo XXI: para su puesta de largo en el accidentado XX ya tuvimos Los pazos de Ulloa (1886). Como la vida sigue, después, en días sucesivos, leyendo al respecto aquí y allá, mirando algunos vídeos disponibles en Youtube, como documentales y una entrevista al adaptador —el texto no está disponible—, y artículos antiguos de la prensa digital, me encuentro comentarios que se pueden resumir en una idea que, al parecer, todo el mundo comparte sin discusión, ni matización, ni un más allá o un más acá, incluida la Wikipedia, esto es: Insolación, de Emilia Pardo Bazán, es una novela escrita a la contra de la moral sexual imperante en el siglo XIX en España, especialmente la aplicable a las mujeres de las clases altas. En efecto, lo es, y mucho, y a la escritora gallega le salió muy bien, y el tema merece que nos detengamos unas líneas en él como comprobarás, persona lectora, si perseveras, a partir del párrafo siguiente. Porque ahora, en este momento, lo que quiero oponer a esta reducción es que ignora que la novela, además, es mucho más, y en extremo trascendental, verbigracia, una pieza clave en la historia de la literatura, y eso también merece consideración y desarrollo y es, por ende, el grano de toda esta paja. Si resistes unos minutos progresando a lomos de estas líneas, encontrarás que esto también lo explico, aunque después, y que lo hago con claridad y profusión de argumentos y citas poco difíciles como corresponde a una estudiosa de segunda. Ojalá te agrade. Insolación como desafío a la moral sexual decimonónica. Tanto es así y en tan gran medida la autora consiguió su propósito de hacer retemblar la moral sexual aplicable a las mujeres de posición de la época que, en su momento, el libro hasta fue tachado de pornográfico, y se ha trabajado bastante en tiempos recientes para que se lea poco. Esta injusta valoración, junto con las consabidas de Emilia como escritora de lo desagradable, descarnada, que se regodea en lo negativo, han perjudicado notablemente la fama de este enorme talento de nuestras letras, que es mucho más que la autora de la brillante Los pazos de Ulloa, un texto extraordinario, de cartón muy bueno, que apunta una importante desviación del esquema naturalista básico, pero que no deja de ser la cómoda convención donde recluir y mustiar la imagen de una figura creativa mucho más poderosa. Si pensamos que la mismísima Carmen Polo, otra gallega famosa, esta de adopción, ocupó en 1938, y no por casualidad, el lugar de señora del Pazo de Meirás, y que, al parecer, ella personalmente, según leyenda, se encargó de destruir las cartas que aún resistían en la biblioteca personal de Emilia, y que lo hizo solo para que permanecieran ocultas las relaciones de la antigua inquilina con los intelectuales de su tiempo, varones santos cuya imagen había que proteger, nos daremos cuenta de hasta qué punto toda ella fue, y seguramente sigue siendo, además de genial, una vergüenza, un escándalo para algunos sectores en Galicia y en España, y de que, al igual que le ocurre a Cervantes, al respecto, el poder prefiere, aún hoy, cuando los insultos no funcionan, la mixtificación, y la mitificación con estatuas y museos, mausoleos y temarios, la fría piedra de las bibliotecas y pedestales de lujo, todo en pro del apartamiento de la bestia, de la propagación de la idea de que la genialidad es difícil, imperturbable, inaccesible y está bien venerarla. Pero de lejos, desde el desconocimiento. Con el Pazo, la familia Franco se quedó también con la biblioteca personal y con materiales inéditos de Emilia que, a sus nietas, no les fue permitido recuperar. Igual que operó la Iglesia medieval con los textos del mundo clásico y del árabe, aquella primera dama nuestra destruyó, o custodió o escondió materiales valiosísimos. Tal vez, alguien reservara algunos a la mirada de la señora de Franco antes de que el régimen pudiera extender sus garras sobre ellos y, con gran anonimato, esa persona o sus descendientes, nos los regalen algún día. Hay una balanza que quedaría mejor nivelada en la historia, ya que están publicadas, por ejemplo, las cartas que Emilia dirigió a Galdós, algunas muy amorosas, y en las que apreciamos la humanidad de esta gran señora; pero están perdidas las que el canario y otros amantes y compañeros le dirigieron a una escritora que merecería que apreciáramos hoy, fehacientemente, cómo estos señores importantes perdieron también la solemnidad por el arte o por las carnes de Emilia. Sí, así es, se puede estar de entrada de acuerdo con la contractura arriba mencionada, muy interesante por otra parte: Insolación es una novela innovadora, transformadora, no tanto de crítica —porque la crítica siempre encierra algún tipo de acritud— como de ingeniería social, de propuesta de evolución. Presenta una amabilísima ficción amorosa, si vieja en sus voladizos, novedosa en la arquitectura de sus cimientos; y dirigida a abrir una espita, convertible en imparable brecha o boquete, en las cerradas mentes de su tiempo —que es el nuestro—; una ventana por donde escapara la rica imaginación humana hacia horizontes más modernos, hacia espacios mucho más amplios, hacia posibilidades muy escasamente exploradas por la literatura. Es muy probable que en la vida real se produjeran situaciones y relatos personales muy semejantes a los que podemos leer en la novela, pero estas situaciones no habían entrado en la ficción, o no así, por decoro, y menos de la mano de una mujer. Del mismo modo que el anónimo o anónima autora del Lazarillo, y del mismo modo que Teresa, Juana Inés, Cervantes, y también Rojas, Moratín, Galdós, Unamuno, Valle y Lorca, iniciaron caminos de genialidad fabulando asuntos viejos en focos nuevos —que lo fueron en sus siglos— y en nuevos moldes, así también Emilia Pardo Bazán fabuló en contra de las poéticas imperantes, en su caso, rompiendo las reglas del decoro aplicables a las mujeres. Todas estas figuras nuestras eran movidas por motivaciones y fines muy parecidos: sensación de fracaso, reacción frente a la injusticia, desengaño, búsqueda del prestigio y la gloria literaria que les proporcionasen un lugar de influencia en la sociedad, poderosa intelectualidad desde los márgenes sociales. Esos márgenes sociales se concretan en el hecho de que unos eran cristianos nuevos; otros, sospechosos de serlo; otros, homosexuales; otros, ni se sabe; las otras eran mujeres… Emilia era mujer y tenía intensas conciencias de clase y de género, y olvidar eso, al leerla y estudiarla, es un gran error. Según hemos visto, su literatura fue reprobada y censurada físicamente, velada intencionadamente mediante la propagación de calificativos que no son ajustados, o ni siquiera razonables. Y esto sigue ocurriendo: ¿quién no se guarda ahora mismo, en este momento, un prejuicio negativo ante la firma de Emilia que le impele en sentido contrario al seleccionar sus próximas lecturas? Y, sin embargo, en honor a la verdad, y a la justicia poética universal, Insolación no fue censurable, ni pornográfica, ni difícil, ni desagradable: lo único que desagradaba a algunos en este libro es que lo escribió una mujer; desagradaba ayer, desagradó anteayer y desagrada hoy. Clarín la condenó nada más publicarse: pornografía. Clarín, el influencer mayor del reino, autor de múltiples cuentos sin sal y dos novelas androfílicas, restañantes como plomo; pocos libros y de una indiscutida calidad literaria, acerca de los cuales, el profesor Antonio Enrique ha escrito, por fin y con muy buen criterio, que están sobrevalorados; y muchos artículos con críticas y sentencias, además de sus tesis y ensayos sobre derecho, materia en la que era experto. ¡Qué bien escriben los malos! Al parecer, la sentencia fue firme y la condena impuesta por Leopoldo, que no estaba solo, se produjo a perpetuidad, sentando un horrible prejuicio que hoy no terminamos de superar: ese rechazo irracional y heredado hacia la figura personal e intelectual de Emilia. Es feo, no es decoroso que una dama escriba, que encima escriba muy bien, mejor que los hombres, y que además escriba “eso”. Son indecorosos, en su caso, enunciado y enunciación por igual, o por más decir, ambas faltas se potencian la una a la otra. La historia, la story de Insolación no merece, según los buenos, la calidad que le confiere Emilia, porque no se aviene a las normas no escritas que proliferaron en el XIX como espuma. Insolación no es una novelita mal escrita con dos enamorados que se besan y se tocan de forma explícita para regocijo secreto de gentes sedientas y enclaustradas; si fuera eso, sería una novela erótica respetable. Tampoco es tragedia, como las grandes del momento y, por demás, no ofrece una interpretación sobre lo femenino al uso de los tiempos, de tal modo que ella terminase, víctima de su angustia moral, suicidada, asesinada, enferma, loca, alcohólica... Insolación es una gran ironía, una antífrasis radical al modo cervantino, comenzando por el título: ¿El amor de una persona seria, del norte, hacia un andaluz simpático y gracioso, hermoso, solo se puede comprender desde el trastorno mental transitorio que produce una insolación? ¿Ese es el condicionante —que suena engañosamente a naturalismo— principal de toda la novela? En absoluto. Emilia nos pone a jugar, como Cervantes, desde la línea uno, y nos cuenta que, muy al contrario, el amor es cuerdo sobre todo si es así: natural, simple, una respuesta espontánea a la biología que se ofrenda por gusto y por cultura a la sociedad. Siguiendo con Emilia, es significativo que la cátedra que ocupó en la universidad fuera creada para ella y que accediera sin examen, sin competir con otros aspirantes a los que habría podido humillar siendo derrotados públicamente por una mujer. Quisieron evitar esa vergüenza a los demás, por decoro también. Parece bastante impensable e improbable que esta decisión de las autoridades académicas se llevara a cabo en una proto-política de cuotas. El caso es que, como decíamos, todos estos datos y requiebros vienen a cuento porque la obra de Emilia desluce especialmente por pertenecer a la pluma de una dama. Como desluce engañosamente su cátedra a dedo. Desluce de igual modo que si Crimen y castigo lo hubiera escrito una rusa en lugar de un ruso. Piénsalo, persona lectora. ¿A que no es lo mismo? Pues esto le pasa a Emilia. Lo expresaré en forma mucho más argentina: esta circunstancia biológica suya, lo de ser mujer, unida a las estructuras sociales que no han sido superadas, aún lastran el despegue y el éxito que ella merece, sumida como está nuestra sociedad en la inercia y en la herencia de la crítica decimonónica; dejemos descansar al siglo XX. Y también viene a colación porque su vida y su obra demuestran que ninguna mujer debería olvidar que es una mujer a la hora de escribir, y tampoco que su maestría y su genialidad, seguramente, dependerán de cómo haga intervenir la feminidad en su obra, siendo consciente, además, de que por muy bien que lo haga, por muy grande que sea el objetivo alcanzado, será muy difícil que sea considerada al nivel de sus colegas hombres, de tal manera que su mejor libro, probablemente, será, como mucho, considerado la genialidad puntual de una sujeta de la segunda dimensión literaria, la Weltliteratur de un universo paralelo: el femenino. Mejor esto que ser complaciente con el poder y con la tradición por un puñado de entrevistas y de euros. Sigamos. Insolación como obra sobresaliente de la Weltliteratur. Y llegamos por fin al núcleo del ensayo que, en buena hora, ya medias en lectura, ente leyente. Decíamos al principio que aquella caracterización presentaba un problema y ha llegado el momento de sacarlo a la luz del corriente y quién sabe si de los venideros siglos: ignora hasta un límite, que sí estimo casi pornográfico, la cara propiamente literaria del libro, la manera magistral en que se erige como una intervención dialógica imprescindible en la conversación y debate que mantienen entre sí los libros importantes que lo han sido y serán en la historia, y que navegan en el mar y partitura que es el canon literario, la Weltliteratur, de la que habló Goethe. Insolación no es una intervención más en el simposio eterno, en esa discusión secular, planetaria, que mantienen obras y autores, periodos y corrientes, sino que entona un aria de agudeza tal que hace estallar en mil pedazos las copas de los comensales si en esta reunión de ilustres se comiese y se bebiese. No se le puede negar a la de Emilia, con tanta ligereza, su lugar preeminente en ese conjunto de obras. No se puede despreciar, como se ha hecho y se hace, la inmensa anchura textual de la dos veces buena Insolación, y no se puede por su fuerza pragmática y su fuerza ilocutiva, capaces de conferir al libro carácter de letal torpedo disparado con absoluto éxito, pero poca repercusión por lo ya expuesto, a la línea de flotación de un esquema troncal. Emilia, la dirección de su pensamiento y el honor a la verdad merecen que Insolación sea rescatada de los análisis sociológicos, incluso de los análisis feministas, de los listados de segundones en temarios y currículos y que se sume a Los pazos de Ulloa en los manuales de literatura. Merecen, sin añadiduras, que la literatura del XIX cuente con un apartado específico para un subgénero: las novelas de mujer perdida. Un capítulo, un epígrafe, un párrafo al menos donde se explique que Emilia las demuele todas con una sola. Ella tuvo la mira puesta, seguramente no confesada, en derribar toda esa mal fundada máquina de libros ab urbe condita, pero sobre todo los de su siglo, esos caballerescos libros, esos decimonónicos escritos tan desde la gónada varonil. Ella escribió Insolación en contra de toda esa caterva de relatos repetitivos hasta la náusea, libros que desarrollaron una tradición que había organizado la vida en Occidente desde la nuit des temps, desde el big bang de la cultura occidental, en la Biblia y en La Ilíada, y que seguía alimentándose, inflamándose, bajo la apariencia de progreso y defensa de la figura femenina en tiempos de Emilia, tiempos muy cercanos a nuestro iluso presente de feliz y liberal progresía. ¡Qué dolor debía de provocarle esta cuestión a una mujer tan inteligente como ella! Con la Carmen de Merimée (1845), con la Bovary de Flaubert (1856), con la Karenina de Tolstoi (1877), y en España con nuestra Ana Ozores, La Regenta de Clarín (1885), o nuestra Fortunata, la de Galdós (1887). Y no me olvidaré de Margarita Gautier, la heroína del Dumas hijo en La dama de las camelias (1848), que tan bien supo aprovechar Verdi para la Violeta de su Traviata, la extraviada (1853). Estas son solo algunas de las principales, pero abundan, hay muchas más, y muchas segundonas. A todas estas heroínas les habría valido más no haber conocido nunca varón, en ninguno de los sentidos posibles, por muy encantadores y seductores que fuesen; ni haber leído un libro en su vida, claro. Si a Alonso Quijano el amor y la lectura le producían un tipo de locura ennoblecedora, a estas féminas los libros y los caballeros las echaron a perder, ya se sabe, terreno mal abonado, Parábola del sembrador… Ellas alborotaron, acabaron con la calma de las buenas gentes de sus poblaciones, escandalizaron a bastantes mayores y pervirtieron, con su mal ejemplo, a suficientes jóvenes. Destruyeron todo, porque su entorno lo era todo para ellas, y, finalmente, ganando la mala fama, se convirtieron en mujeres perdidas, se autodestruyeron: no se puede ser mala, tomen nota las señoras. Deshicieron la existencia ordenada y bondadosa de sus maridos, de sus medio novios, de sus amantes, de los curas de sus ciudades, de sus padres o sus amigos, haciendo picadillo la honra de esos mequetrefes, personajes ahora secundarios poco dignos de hacerse llamar hombres: no se puede ser bueno, tomen nota los señores. Y lo hicieron contando con su atractivo sexual, porque, como decimos, no han dejado de ser mujeres fatales; aunque también seducen ahora con su conversación, con su compañía amena y con su comportamiento culto, reflexivo, modales que se erigen de pronto en los nuevos recursos eróticos de las fatales, en procesos complejos de acercamiento psicológico. Aflora en estas historias, así, su búsqueda del ideal y su insatisfacción, muy semejantes a las del héroe masculino. Se produce una especie de hermandad entre los amantes, que ahora son almas gemelas, son iguales, no hay cortesía petrarquesca. Al fin y al cabo, la igualdad de derechos está instalándose en la sociedad desde la promulgación de los Humanos a partir de 1776 y 1789. Pero no nos engañemos, esa igualdad solo es para ellos, y esta nueva literatura no es más que la construcción de la nueva mujer fatal, la nueva Eva, la nueva otra, la nueva extraña, la nueva alteridad, la nueva otredad, el nuevo chivo expiatorio. Ellas, como protagonistas de las novelas, su existencia, sus sentimientos y sus acciones vuelven a poner en un brete a los personajes principales, en un eterno retorno heraclitiano. Los personajes principales, por otro lado, y el sostén de la estructura social siguen siendo ellos. Estas novelas plantean solo una variación técnica que sitúa en el papel protagonista al que había sido muy poco tiempo atrás el fatal actante que perdía al héroe de las grandes historias. Las del XIX son mujeres fatales revisadas, adaptadas, releídas, manoseadas; son esa siempre identificable femme fatale, una peligrosa y redefinida vampiresa del pasado sometida al filtro del realismo, del naturalismo, del espiritualismo. Las de antes, las mujeres malas pasadas de moda en el XIX, fueron malas y punto, sin un motivo de mayor complejidad que algún instinto básico o algún pecado capital, o la carencia de alguna virtud cardinal, sin más explicación, sin más profundidad ni justificación, sin posibilidad de expiación, sin opción al perdón religioso, ni a la reinserción social, a pesar de que, ante las instancias religiosas, hombres y mujeres tienen el mismo derecho a la confesión o a la comunión. Fueron las Evas, las Salomés, las Helenas, las Pandoras, Dalilas, Ladies Macbeth, las Laurencias, las Julietas, las Desdémonas… Sus autores, creadores o recreadores, se portaron muy mal con ellas, y fueron unos simples: nos las sirvieron crudas. Aquello era mera misoginia. Llegó el XIX, con algunos hombres investigando y formulando sobre las leyes de la evolución, la supervivencia, la herencia y el ambiente, publicando libros durante un siglo en el que este debate y esta reflexión estaba abierta y era pública. Y otros hombres, los de letras, en medio de esta revolución, fueron tan bondadosos… Los escritores del realismo transcribieron estas leyes de la ciencia a un lenguaje más asequible, el literario, que había sido desde siempre y ya lo era de forma consciente la educación sentimental de las generaciones emergentes. Fueron tan caballeros y esforzados por conservar el sentido de lo que ha de ser una señora que, lejos de condenarlas al fuego, lejos de retratarlas como lo que son, como lo que fueron, poco más que la encarnación en esos pequeños fragmentos del demonio, nos las redescubrieron angelicales, explicada ahora su conducta desviada, extraviada, reprobable, merced a condicionantes mucho más complejos, vinculados a las ciencias, externos, claro, no intrínsecos a la condición femenina, o no todos, a saber, los naturalistas: la herencia genética, la supervivencia y el ambiente. Estos autores perdonan, justifican, reparten culpas entre hombres y mujeres ante esas historias de amores desventurados, y también se adjudica una parte importante de culpa a la sociedad, el ambiente… Ellos son comprensivos, son profundos, son magnánimos, pero todas sus heroínas reciben su correspondiente castigo final, ninguno salva a la suya después de dedicar cientos de páginas a contar extensísimas anécdotas y monólogos interiores dirigidos a explicar e incluso justificar su desviación, su maldad, su presencia perniciosa. Emilia Pardo Bazán nos presenta un relato cargado de referencias al Lazarillo (se refiere varias veces a la historia como “el caso”) y a El Quijote, por la ironía y por los juegos y los planos de realidad distintos en que sitúa al narrador. Otros clásicos se olfatean en lontananza, pero lo más importante es que, aunque esté muy bien decir que escribió Insolación como una historia que desafiaba la organización de las relaciones amorosas de la época entre hombres y mujeres y todo eso… Más importante que esta cuestión, encontramos que Emilia escribió Insolación con más alta mira, como Cervantes El Quijote, para desmontar la mal fundada máquina de determinados libros —en Cervantes, no se trata en absoluto de los libros de caballerías, sino de otros, aunque hay quien aún no entiende el juego radical de ironía, defendido por Francisco Rico, que rige todo el texto—. Tantos libros quiso desmontar Emilia como esforzados y rectos autores hubo en su siglo, libros en los que una mala mujer tiraba del mantel de la mesa del almuerzo y acababa todo el tinglado desbaratado y por los suelos con la loca recogiendo los despojos y fregando los platos indefinidamente rotos. Emilia dio con la puerta en las narices a una auténtica corriente, incombustible, navegada una y otra vez por autores masculinos a lo largo de los siglos, y lo hizo utilizando sus mismas armas: una buena historia, suspense, profundidad en los personajes, análisis fino y poliédrico de la realidad, juegos con la técnica narrativa en lo que se refiere al tiempo, al espacio, a la conciencia de los personajes y al narrador… Nos contó el negativo de una película mil veces repetida: una historia, siempre la misma, de unos amores erróneos que, a la fuerza, tenían que terminar mal y que, en Insolación, terminan de otra manera, con otros fondos y otros tonos. A lo largo de todo el libro, la autora sabe crear y mantener un inteligente y divertido suspense; nos convierte en amigos y no jueces de la protagonista, en cuyos pensamientos nos sitúa el narrador constantemente, y dirige la historia en un sentido concreto con tal naturalidad que nos parece que los sucesos acaecen espontáneamente producto del libre albedrío de los personajes y de la casuística natural de la vida, y no del capricho o de la ideología del autor. De hecho, el desenlace, ni me atrevo a calificarlo de final feliz, y estoy segura de que, en Insolación, cada persona lee un libro diferente, muy en especial en esta parte que, sin duda, encierra muchos más significados de lo que parece. No se la estudia como novela naturalista, sino realista, pero es más. Al comenzar la anécdota in medias res, vivimos los acontecimientos desde una perspectiva aún más cercana a los protagonistas, y nos vamos planteando todas sus problemáticas de una forma fabulosamente simultánea a como las viven ellos, acompañándolos muy de cerca. Vivimos el minuto y no nos paramos a pensar en el Antiguo Testamento. El patrón tan repetido, tan exprimido, es desmontado por Emilia con total maestría, y en el libro, el amor vuelve a ser amor, y la vida vuelve a ser la vida, ese lugar donde no existen ni la tragedia ni la comedia, sino solo la risa o el llanto: no hay tesis, no hay moraleja, no hay sensación de que, al despachar de cientos y cientos de páginas, el escritor prodigioso, en cuyas manos nos acabamos de dejar malear durante horas, nos deja una plasta en la cabeza, un peso, una encomienda, un aviso, una cosa con olor a naftalina, y a moralina, un undécimo mandamiento…
Los otros, los escritores que menté arriba en retahíla, fueron tan políticos, tan poco docentes, tan aquiescentes, tan conciliadores entre la moral impuesta y las nuevas mujeres, entre las que se contaban las nuevas trabajadoras asalariadas, las sufragistas en ciernes, las primeras maestras… Fueron tan elegantes, tan poco imaginativos, tan poco revolucionarios estos caballeros, estos escritores, que quisieron calmar ánimos a través de estas novelas tan conformes. Y doña Emilia se rebeló. Al llegar al final de Insolación, si presto atención a la vocecilla que anida en mi ser y que a veces asume personalidades extrañas, me parece escuchar una voz femenina, con cuerpo, esta sí, insurrecta, apasionada, acompañada de una carcajada enorme y de un fuerte desenfado. Es Emilia Pardo Bazán, que exclama: ¡Váyanse ustedes al cuerno! Y yo me huelgo. por BELÉN LÓPEZ MARÍN …La actual tendencia al desdoblamiento indiscriminado del sustantivo en su forma masculina y femenina va contra el principio de economía del lenguaje y se funda en razones extralingüísticas. Por tanto, deben evitarse estas repeticiones, que generan dificultades sintácticas y de concordancia, y complican… (REAL ACADEMIA ESPAÑOLA) En el final de curso, no puedo evitar tener la sensación de que hay algunas cosas que, quizás, como profesora, no he tratado suficientemente en clase, y son importantes. Cosas que no solo tienen que ver con la asignatura de Lengua y Literatura, sino que modulan los tonos, los fondos y las formas de la convivencia en nuestro país. Llegan a adquirir tal protagonismo que se convierten en materia política, de debate, de confrontación. Entran en los programas electorales, y en los programas de televisión, y en las leyes, y en artículos de la Real Academia Española… Sí, la RAE también se equivoca. Son errores sobre temas muy técnicos, pero que corren como las malas noticias, y se vuelven vulgares, lugares comunes, falacias sobre las que pelear. Alimentan creencias falsas que van en contra de toda lógica, pero que sirven a un pensamiento caduco que busca inocularnos el virus del inmovilismo, del marasmo, del culto al dogma. Hablo de la manipulación a que viene siendo sometido en los últimos tiempos el principio de economía del lenguaje. Intentaré ser breve, que no económica. Fue a principios del siglo XX, y fueron los lingüistas de la corriente funcionalista quienes hablaron y escribieron por primera vez sobre este concepto. André Martinet se había dado cuenta de que las lenguas naturales son tremendamente eficientes. Las lenguas que erigen su estructura sobre lo que él llamó doble articulación logran un máximo de poder expresivo con un mínimo de recursos. Con tan solo veinticuatro sonidos, nuestro a, b c… De la a la z, la lengua castellana, por ejemplo, es capaz de generar, mediante un sencillo sistema combinatorio, infinitos mensajes. El único límite es el que pone nuestra imaginación. Pues bien, a esta eficiencia Martinet la llamó economía y la hizo extensiva a todos los niveles de la lengua. La cuestión es que cuando hablamos del principio de economía del lenguaje no estamos ante una ley, y mucho menos ante un precepto. Por lo tanto, no tenemos la obligación de cumplir. En absoluto estamos obligadas las personas a ser económicas. La economía en el uso del lenguaje es, más bien, un condicionante, y ha sido estudiada en tiempos más recientes por Mª José Paredes Duarte, quien realiza un magnífico resumen de la historia del concepto en su artículo, disponible en internet, ‘El principio de economía lingüística’ [http://revistas.uca.es/index.php/pragma/article/view/10]. Bajo la concepción de Martinet, se percibe a los usuarios de la lengua, a los hablantes, como seres eminentemente perezosos. Dicho de otro modo: para Martinet, y para otros lingüistas como Otto Jespersen, todas las personas, cuando afrontamos el uso de nuestro idioma, lo hacemos siguiendo la ley del mínimo esfuerzo. Puede que Martinet tuviera razón, puede que seamos bastante vagos o vagas, lo asumimos, pero que haya gente que nos quiera hacer creer que debemos serlo, eso es intolerable. Quede claro que ningún lingüista, ni ningún gramático, ni nadie, ha ponderado jamás la virtud de que nos conduzcamos siguiendo la ley del mínimo esfuerzo, que produzcamos textos, que escribamos, que hablemos, pero no mucho, y a ser posible, sin meternos en problemas. Nunca se alentó la vagancia, nunca se alabó la magantería. Nadie, ningún enseñante ni de lenguas ni de nada, aconseja a sus discentes estudiar lo mínimo posible, usar las Matemáticas lo mínimo, fijarse en el entorno natural pero solo un poco, acudir a la Historia, pero sin pasarse. Nadie aconseja huir del error, al contrario: porque solo el error enseña. Quienes defendemos nuestra lengua como bandera de comunicación, los profesores, no podemos decir ni decimos jamás, a nuestros alumnos, que escriban a bote pronto, que viajen con lo puesto o que coman cualquier cosa. No, señor. Ni nuestra lengua ni el conocimiento en general son un servicio de comida rápida. Diferenciemos ahora economía de brevedad. Hablemos de la síntesis y del análisis. Ambos son procedimientos cognitivos valiosísimos, a pesar de ser contrarios. De un lado, analizar, explicar, profundizar, exponer, desarrollar, comprender, amplificar, diversificar… Del otro, sintetizar, resumir, condensar, compendiar, simplificar, abarcar, comprender, quintaesenciar, abreviar… ¿Qué es más económico? ¿Resumir o desarrollar? ¿Ser breve o ser prolijo? Ambas cosas entrañan una gran dificultad, ambas merecen y requieren un esfuerzo considerable y ambas son igual de importantes, por lo que ninguna es económica per se. Se puede ser prolijo para ahorrar esfuerzo en resumir; por lo tanto, lo breve no es necesariamente lo más económico. Ser breve, que no económica, conlleva un esfuerzo, lo sabéis: esquemas, análisis previos, campos léxicos, reformulaciones, composiciones, uso de mecanismos semánticos, recursos gramaticales y retóricos, conocimientos enciclopédicos y del mundo… No menospreciemos la brevedad, no seamos económicos para ser breves. Tampoco seamos breves para ser económicos. Todo lo contrario: derrochemos ingenio para sintetizar de una manera excelente. Si fuéramos económicos para ser breves, correríamos el riesgo de abandonar en la cuneta saberes, cortesías, concepciones, buen trato, estructuras, caricias para el corazón de alguien. Si fuéramos demasiado económicos, si quisiéramos ahorrar tiempo y esfuerzo, nos perderíamos capacidades expresivas de nuestra lengua, por ejemplo, posibilidades de poner un potente foco, un buen chorro de luz sobre alguna idea de nuestro mensaje que nos parece interesante, o que estaba oscurecida y merece ser invitada a salir de la caverna, a emerger de las sombras. Economicemos tacañerías, ñoñerías, insultos, imprecaciones… Economicemos lo malo y derrochemos lo bueno de la comunicación. También os quiero dar un consejo, otro, si me lo aceptáis, que puede sonar muy ecuménico, pero que no es más que humanidad: poned amor en vuestro idioma, y poned amor en los destinatarios de vuestros mensajes, sabiendo además que el amor es lo contrario del miedo. Si nos desenvolvemos bajo estas sencillas premisas, el éxito comunicativo está garantizado; y con él, vendrán otros muchos logros, no todos o no todos necesariamente materiales, eso sí. Si queréis decir, o escribir, amigos y amigas. Si queréis buscar alternativas a expresiones de extendido uso hoy en día. Si queréis dirigiros a vuestro jefe con la palabra jefa porque sea una mujer. Si queréis preguntar: ¿Estamos todas? Refiriéndoos a vuestro grupo de amigos y amigas… Hacedlo. Hacedlo libremente, sin ninguna vergüenza y con total naturalidad. Y no temáis errores gramaticales ni dificultades de concordancia. El motivo bien merece un anacoluto, una situación de extrañamiento, una sorpresa discursiva, unas risas… ¿Miembra? ¿Fatala? ¿Por qué no? Solo nos faltaba sentirnos en sociedad como si existiese una policía lingüística acechando detrás de la puerta. Lo importante no es regirse por la norma, sino conocerla muy bien y dominar otros parámetros que nos ayuden a saber cuándo quebrantarla para comunicarnos mejor. El castellano ha caducado. Cada cierto tiempo ocurre. La lengua está repleta de tópicos, clichés, expresiones anquilosadas, fosilizadas, automatizadas, de formas de hablar que connotan o dejan entrever significados indeseables porque son incompatibles con nuestros valores actuales. En este punto me remito de nuevo a André Martinet. Él escribió: La economía lo recubre todo: reducción de distinciones inútiles, aparición de nuevas distinciones, mantenimiento del statu quo. Mantenimiento del statu quo, de las mismas estructuras, de las mismas significaciones, mantenimiento del orden de cosas. Martinet nos dio el concepto y, en su mismo alumbramiento, le estaba haciendo la crítica: la economía sirve a la perpetuación de lo que en algún momento fue aceptado. La economía sirve al conservadurismo y dificulta el avance hacia formas de vida mejores. Nuestra lengua es el resultado de la superposición de diversas fotos fijas realizadas en tiempos remotos, tiempos de conflictos eternizados, bibliotecas escondidas; dinastías, masonerías, monarquías y repúblicas; dictaduras, dictablandas y pseudodemocracias; tiempos de miedo, de indolencia o de violencia… Tiempos que tenemos que superar.
Sin ninguna duda, la gramática es un instrumento de transformación de la realidad que nos circunda. Expresiones como derechos humanos, derechos de los animales, conservación del medio natural, desarrollo sostenible, brecha salarial, corresponsabilidad en los cuidados, energías renovables, violencia de género… Todos estos conceptos no solo son muy políticos y muy modernos, sino que han requerido un esfuerzo creativo por parte de las personas que los verbalizaron por primera vez. Nuestra gramática está caduca también, y nos quieren hacer creer, no entiendo por qué, que no somos sus dueños, que no podemos ni debemos reinventarla para reinventar el mundo. Pero eso es falso. Claro que podemos, y debemos hacerlo. Desautomaticemos nuestra lengua, seamos creativos, es nuestra. La encomienda no es sencilla, y tiene sus riesgos, pero no nos perderemos en el camino si nuestra brújula es el respeto, el sentimiento de hermandad profunda, la búsqueda de la justicia, de la libertad y de la equidad como principios reguladores de las relaciones, el estímulo cultural de las gentes, la difusión de los saberes…. En resumen: hagamos nuestro el mundo y hagámoslo un lugar mejor donde vivir, y no tengamos miedo de nombrarlo con una lengua nueva. Trabajemos siempre en ello, no dejemos morir nuestro idioma entre libros viejos, poltronas polvorientas ni sillones orejeros. Contagiemos con desparpajo la alegría de los nuevos significados. por BELÉN LÓPEZ MARÍN Es una larga historia. El libro y yo somos viejos conocidos. Y después de leerlo varias veces e intentar profundizar para explicarlo a mis alumnos, siempre regresa esa sensación de lo inabarcable. Incluso después de ver con ellos el documental Cervantes y la leyenda de Don Quijote, que se puede disfrutar en Youtube. En él se dan algunas claves formales, narrativas, para entender el porqué del éxito inmediato de que gozó el libro tras su publicación, y también del éxito duradero que nos lo ha traído vital y vigente hasta hoy. ¿Satisfacen las explicaciones? Yo creo que no. Para empezar, hay algo que el documental acepta sin discusión: que El Quijote es una invectiva contra los libros de caballerías y que Cervantes quiso acabar con la máquina mal fundada, etc. Pero, inmediatamente, surge la pregunta: si no se leen estos libros desde hace siglos, ¿cuál es (se pregunta el narrador) la clave del éxito secular, aparentemente imperecedero, de la novela más famosa del mundo? Las respuestas se suceden en clave predominantemente formal, de técnica narrativa: la pareja protagonista, discutidora, funciona, es graciosa, refleja, además, la esencia dicotómica del ser humano y es la semilla de otras parejas literarias posteriores de gran éxito: Holmes y Watson, Abbot y Costello, el Gordo y el Flaco…; mezcla de forma magistral lo trágico y lo cómico, aunque lo trágico no se haya descubierto hasta época contemporánea; el personaje protagonista es prototipo de la honradez y tiene cierto candor, resulta simpático y, aunque termine las más de las veces apaleado, su figura es allegable a la del superhéroe actual. Las opiniones de académicos y premios Nobel no contradicen esta argumentación; la ratifican o como mucho la matizan. Pero la gran pregunta queda sin contestar en un plano profundo: ¿cuál es el gran acierto de esta misteriosa obra literaria? Y puestos a preguntar: ¿es realmente una invectiva contra los libros de caballerías o Cervantes juega con el lector ironizando incluso en este punto? ¿Dónde quedan las risas que siempre vuelven lectura tras lectura una vez que hemos hallado ese lado trágico que solo algunos ven? ¿Qué importancia, qué plano de existencia, de relevancia queda para lo que todo el mundo o casi todo el mundo ve desde el siglo XVII, el siglo que mejor puede entender a Miguel? Algunos puede que quieran ver el prestigio serio y sentado que Cervantes persiguió y no pudo alcanzar en vida en su tierra española, y que los ingleses le dan sin ningún complejo: en el país de Rowan Atkinson, la risa, el humor, la comicidad, son cosas muy serias. Tal vez, para nuestros sabios, maestros y guías no hay obra cumbre sin cara trágica. Es triste que piensen así, ¿incluso dramático? ¿Por qué en la península del libre albedrío estamos llenos de destino trágico, de sangre gitana y de saudade? Es curioso, pero real. Y nuestros sabios actuales, en lugar de desmarcarse de los gustos de los intelectuales de la época de Cervantes para valorarlo cualitativamente en lo que se merece por lo que es, se desmarcan de otra manera, les corrigen la interpretación del libro, les dicen que no es irreverente ni humorístico, que es trágico. Y claro, al hacerlo, caen en mostrarse igual de solemnes que aquellos torquemadas de tres al cuarto que tenían como lema “de mí no se ríe nadie”. Y será una farsa, no me extrañaría, porque en sus comentarios, en sus caras, en sus ojos hay un brillo travieso que nos avisa de que ellos también ven lo que cualquier mortal ve: que El Quijote no es ninguna invectiva —¿qué tiene de agrio?— y mucho menos en contra de los libros de caballerías —que Miguel, sospecho, adoraba—, sino todo lo contrario: es un libro extremadamente simpático e inteligente que toma como excusa un género literario para arremeter contra los modos necios de la Iglesia y del poder, en general, en todas sus políticas represivas, por ligeras o terribles que fueran, desde el Índice de libros prohibidos o las penas de cárcel por delitos menores hasta los autos de fe. Y, por supuesto, sin duda don Quijote es el trasunto literario de Cervantes, y de otros. Estamos ante una biografía novelada. Miguel contra la curia y la nobleza, por quienes se vio maltratado. Pero no siempre el autor es el personaje. A veces don Quijote representa al poder. Como en el episodio de los molinos de viento o de los rebaños. En aquel, Cervantes pinta en la figura de don Quijote a esos generalos, capitanos y demás politicastros que metían al país en guerras absurdas temiendo que países que trabajaban tranquilamente en conseguir el progreso nos atacasen simplemente por ser españoles, naciones más avanzadas y convertidas en sus imaginaciones sedientas de “gloria” en gigantes bélicos, porque ya se sabe que a los españoles todo el mundo nos tiene envidia, y es esa y solo esa la razón por la cual este país “glorioso” no levanta cabeza. En esas mismas batallas perdidas de antemano, llenas de ilusiones banas en las que todo el mundo salía perjudicado, también se metía el propio Cervantes, o lo metían, como aquella altísima ocasión que los siglos vieron, que lo dejó tullido y lo envió al cautiverio. Entonces quedamos en que no hay para tanta tragedia, en que El Quijote es una enorme ironía, una gran broma, un gran ajuste de cuentas a través de un recurso que no tenía precio en aquella época porque el enemigo no contaba con él: la risa. La risa no era un argumento precisamente del gusto de la Iglesia porque la dejaba completamente indefensa ante sus embates. La risa, toda la risa, la comicidad de las caídas y mamporros y el humor de la ironía. No tiene precio escuchar a Fernando Arrabal explicar el título del libro: todo en él es ironía. Ingenioso, hidalgo, don, Quijote, La Mancha… Sí, todo en el título es una broma, y, por qué no, también en el libro. Vayamos al prólogo: «Desocupado lector…». Cervantes tiene y reparte para todos, incluso para el receptor. Pero luego, ninguno de los elementos de la comunicación se ve libre de recibir un elegante e hilarante garrotazo por parte de Miguel: el emisor —¿será Cide Hamete o algún sabio encantador?—, el código —parodia el lenguaje retórico de la literatura de la época—, el canal —aquel manuscrito que andaba volando por las calles, que se perdía y que se encontraba por casualidades increíbles— y el contexto —esa visión satírica de la sociedad—. «Invectiva contra los libros de caballerías». ¿Qué invectiva? Todo es pura ironía. El Quijote es una gran obra de ingeniería, ingeniería pesada, podría decirse, y también podría decirse, ya puestos en decir, que después de pasar en la vida por todo lo que pasó, resulta impensable que Cervantes se empeñara en una empresa tan brutal solo para ridiculizar un género literario y realizar una exaltación del idealismo del que seguramente él mismo hizo gala en sus años mozos antes de que la vida lo convirtiera en un sanchopanza curtido de la vida e ilustrado de los libros. El Quijote pone a cada cual en su sitio, y a Cervantes en un plano de inaccesibilidad para nuevos ataques u obstáculos relacionados con el poder. Tal vez se dirigía a una persona concreta, el pagador o el actor que se ocultaba detrás de Fernández de Avellaneda. Pero ese es tema para otro artículo. Hay dos frases del libro, seguramente más, que son claves en la interpretación del libro, y una, como en toda generalización, escapa a la norma: no es una ironía, aunque sigue siendo una broma, ahora basada en otra figura retórica: la dilogía. Esta es la primera que analizamos. Se trata de la famosísima frase «Con la iglesia hemos dado, amigo Sancho». En el contexto del libro, no parece que tenga el sentido que tiene en el uso popular actual, pero lo curioso es que probablemente sí fuera ese su sentido original en el curso de la composición de la novela. Cuántas veces, a lo largo de su existencia, no pronunciaría Miguel estas palabras con el sentido que tienen en la actualidad. Pero no podía expresar aquello abiertamente en un texto o corría el riesgo, él y quizá alguien más de su familia, de pasar por un proceso judicial, quién sabe si llegar con el papel protagonista al tablado de uno de aquellos terroríficos autos de fe. La tradición oral cervantina ha sabido conservar su sentido auténtico. Hoy, cuando decimos «con la Iglesia hemos topado» nos referimos a un problema grave, un obstáculo imposible de remover, generalmente la propia Iglesia. Nadie se acuerda del palacio de Dulcinea. Pero, ¿en qué quería Cervantes que pensáramos cuando escribió estas palabras? «Con la Iglesia hemos dado» era ya una frase hecha de la época. ¿Ustedes qué creen? Es parecido a ese chiste popular, el de un señor bajito que iba cada día a la frontera para que le dijeran “alto”. Se trata de crear la situación en que un personaje dice algo con una significación adecuada a las circunstancias, pero los receptores aíslan esas palabras y entienden que tienen otra intención completamente distinta que tiene que ver con las circunstancias políticas y sociales del momento. Con la Iglesia hemos dado… El caso es que el alcalaíno quería escribir esa frase, y quería que todo el mundo la entendiera como lo que es: la expresión de una crítica. Quería escribirla y que todo el mundo la entendiera, incluidos los clérigos, incluida la Inquisición, burlarse de ella y denunciarla, pero quedar a salvo de represalias. Astucia, inteligencia y sentido del humor. La justificación a una condena judicial contra el autor de la frase «con la iglesia hemos dado» habría resultado poco seria ante cualquier tribunal. El argumento del fiscal no habría tenido más remedio que consistir en la explicación de un chiste. Y la risa desarticula inmediatamente un ataque. La invectiva es, en realidad, un alarde loco de inteligencia, un jaque mate a la censura eclesiástica, que se ve incapaz de atrapar al autor de un delito contra la necedad y el aburrimiento. Carece de capacidad para defenderse de la risa quien no hace uso de ella. Más adelante, El Quijote se prohibió —porque, como denunciaba Unamuno en las formas de algunos prohombres de principios del siglo XX, «de mí, no se ríe nadie»— y Cervantes estuvo exiliado, apartado de los círculos literarios, aunque no había motivos tangibles, según lo anteriormente expuesto. Era un porque sí, el resultado de un pataleo sin razón: que si está lleno de disparates, que si es que el protagonista es un loco, que no enseña ni es edificante… Era irreverentemente respetuoso con la Iglesia, como un vendedor de maneras delicadas, vestido de frac, que muestra y vende ante un público cómplice los “simpáticos” horrores del holocausto nazi. ¿Qué daño podía hacer aquel libro? En definitiva, los frailes veían ese enorme ejercicio de libertad, ese discurrir natural y fluido de las normas bajo el arco del triunfo del escritor, todas las normas habidas y por haber, y se les abrían las úlceras. Por otro lado, el libro entusiasmó al público precisamente por eso, por ser tan libre, por tomarse esa gran libertad, por convertir en algo liviano y ridículo el yugo eclesiástico, por unir a la población en torno a una misma risa que se proyecta como una bomba atómica sobre el enemigo común: eran los empleados riéndose del jefe, los alumnos riéndose del profesor, un gran ataque de risa colectivo en medio de una conferencia tediosa. La predicación de la libertad y el sentido común como principio vital: ese era el delito de Cervantes. Y defender que, de los malos, mejor reírse. Después de todo lo vivido, no tenía miedo de nada. Encarcelado, humillado, reprimido, fracasado, desengañado. Allí, en el fondo de su celda de Sevilla, si aguzáramos el oído, tal vez todavía escucharíamos alguna carcajada que oportunamente le provocaba su mente hiperestimulada, llena de fantasía y de imaginaciones varias, la risa de alguien que se contempla a sí mismo, y al mundo, por fin, con condescendencia. Y un hombre que ve claro cuál es el escollo, quién tira en realidad las piedras, desde siempre, a la sociedad en general, sin que pueda hacerse nada: el poder, también el civil, cómo no. De ahí su soledad de última hora y la pérdida de los mecenazgos con los que contó: nobleza e iglesia le retiraron su apoyo. El Quijote no era un libro que contribuyera precisamente a la perpetuación del sistema “rey, nobleza, iglesia, pueblo”. El Quijote sigue el espíritu de su tiempo y legitima el ascenso de la burguesía. Si es que la hubiera, esa es la verdadera invectiva, la invectiva contra la Iglesia primero, contra el poder civil, después. Pero está implícita, y hay que saber verla. Cuánto jugo puede extraerse de la segunda parte: el intelectual agasajado y burlado a un tiempo por los marqueses. Miguel era un kamikaze. ¿Y no resulta chocante el episodio del escrutinio de la biblioteca de don Alonso? Encierra un doble, si no triple simbolismo. Es, sí, de acuerdo, un ejercicio de crítica literaria, pero la destrucción de los libros no seleccionados es realizada —no lo podemos olvidar— por el cura y el barbero, el cura y el médico del franquismo, los poderes fácticos, gente poco instruida que ve maldad donde no la hay. El Index, la censura. Esos son los objetivos de la “invectiva” de Miguel, los quemadores, no los quemados. «No hay libro tan malo del que no pueda sacarse algo bueno»: he aquí otra excepción a la ironía general. El escrutinio es uno de los primeros esperpentos de nuestra historia literaria; seguro que Valle-Inclán lo tuvo muy presente a lo largo de su trayectoria creadora. Es el esperpento de una quema de libros perniciosos para la salud en una sociedad, en un país en el que muy poca gente lee. Ahí sí hay ironía. Estos médicos del cuerpo y del alma están recreando, en broma, episodios consuetudinarios de la época que sí eran terroríficos: los autos de fe, la quema de personas. Estos dos personajillos están imitando a “sus mayores” limpiando España de herejes y de libros malos. Lo que pudo disfrutar Miguel leyendo los disparates de las Sergas de Esplandián para él se quedan. ¡Cuánto se reiría! Y los leería enteros, sin abandonar una lectura a la mitad, saboreando cada palabra, cada disparatado pasaje. Cervantes banaliza la cultura en general a través de esta quema de libros, descarga de solemnidad y de peligro los saberes en general. El único peligro que entraña la cultura, para él, es el de generar suspicacias en quienes no acceden a ella. Los suspicaces pueden matar si ostentan el poder. Cervantes, seguro, nunca habría quemado libros, ninguno, aunque tampoco les daba demasiada importancia, porque los conocía, aunque eso sí: los libros avivan el ingenio. ¿Aún creen que la locura de don Quijote viene de leer libros? Eso es otra broma, porque en este país nunca se ha leído demasiado. ¿A quién puede sucederle lo que a don Quijote si nadie lee? De hecho, El Quijote sigue siendo un libro misterioso y serio para mucha gente. Además, el loco alimenta su locura con lo que tiene alrededor. Alonso ya era un poco maniático antes de leer los libros de caballerías, y las razones están claramente mostradas en el libro: vive en un lugar cuyo nombre es mejor olvidar —seguramente un lugar de locura—; en La Mancha —ese secano aburrido y monótono—; es hidalgo —es decir, pobre y sin posibilidad de trabajar—; ya tiene una edad y no tiene hijos. Seguramente, hablamos del aburrimiento que más tarde dará origen al bovarismo de Ana Ozores, la Regenta, pero en este caso, es masculino. El aburrimiento, la ausencia de herederos, hijos que den quehaceres, preocupaciones, que centren la psicología de este hombre cincuentón, recién pasada seguramente la crisis de los cuarenta y sin ningún fármaco que le ayudara a salir de ella. En definitiva, nadie se vuelve ateo por leer a Erasmo, si acaso crítico con la Iglesia, crítico y constructivo. Y eso es lo que le reprocha Cervantes a la censura, que quiten de la circulación libros interesantes que pueden ampliar la capacidad de decisión de la gente. Los ingleses han entendido a Cervantes antes y mejor que nosotros. Y no le buscan la tragedia, eso lo hacemos aquí porque España es un país católico, y para los católicos esta vida es un valle de lágrimas. Para ellos, para los británicos, es fácil reírse de lo sacro, porque rey e iglesia son la misma cosa. Aquí, las burlas quedan para el rey y el respeto para el obispo. En Inglaterra, cuando lo práctico y lo religioso han entrado en conflicto, como es natural, siempre ha pesado más el lado práctico, sin que eso tenga consecuencias negativas para la vida eterna de nadie. Así cualquiera: como la decisión la toma una misma persona. En España, sin embargo, cuando los intereses entraban en conflicto, era la Iglesia la que decía cómo tenían que hacerse las cosas. La incomprensión era abismal. Al país le conviene la apertura al exterior, el comercio, la tecnología, la medicina… A la Iglesia le interesa conservar su poder sin tener ningún mérito para ello. Ante este conflicto, y ante el riesgo de arder en el infierno, y quién sabe qué otras peligros más terrenales, mejor para el rey cerrar fronteras y prohibir los avances en general. Cervantes se rió de sí mismo y se rió de la Iglesia, las dos cosas más difíciles que había en la época. No hay que buscarle el lado trágico porque no lo tiene. Cervantes sanó muchas de sus heridas, satisfizo muchas de sus necesidades expresivas al escribir el libro tal y como lo escribió. No hay ningún episodio ni tono trágico en la novela. Lo único trágico es que «alguien de tanta inteligencia y habiendo escrito un libro tan bueno no obtuviera riquezas y méritos mundanos, que no se convirtiera en un famoso conferenciante o que no le dieran el premio Nobel». Pero eso es la perspectiva de sus colegas actuales, que se ven en su pellejo y tiemblan de terror. Son historias completamente diferentes. Cervantes es don Quijote, sí, y no siempre, pero la tragedia de la vida de Cervantes, enloquecer de cultura fracaso tras fracaso como escritor, persecución tras persecución, se reelabora, se convierte en otra cosa en la carne de este personaje loco de remate que no ha salido en su vida de su lugar: se convierte en materia cómica. Los bachilleres, los hombres de libros, como hoy, seguramente resultaban entonces de lo más hilarante. Probablemente, Cervantes vivió momentos así, momentos en que gente llana se reiría de él por su modo de hablar, por su pedantería. Y llegada la madurez, seguramente en un ejercicio de humildad, se dio cuenta de que esta gente llana tenía sus razones para reírse de tanta prepotencia: al fin y al cabo, qué sabía de la vida, si todo lo aprendió en los libros. Esta humildad, esta cura de humildad, le vino sin duda con sus experiencias como soldado, como tullido, como cautivo y finalmente como preso por causa civil. Ningunos humos le valdrían en ninguna parte. Terminó de quitárselos escribiendo El Quijote. Además de un brillante ejercicio de crítica en libertad que esquiva con inteligencia y elegancia los embates de la censura, también es un inmenso ejercicio de humildad.
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