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TOCAMOS TODOS LOS PALOS, INCLUIDOS LOS DEL FLAMENCO
UNA ANTOLOGÍA
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por PEDRO GARCÍA CUETO José Luis García Martín lleva muchos años en las letras, es director de la extraordinaria revista Clarín, pero también es ensayista, articulista y poeta. En todos esos espacios ha cultivado una palabra atenta que mira al tiempo, inmortal viajero. En José Luis late ese hermanamiento de culturas, ese paisaje abierto hacia otras épocas, como si la vida fuese un eterno instante en la que conviven aquellos que nos precedieron, los que vivimos ahora y los que vendrán. En Ediciones Nobel apareció hace casi dos décadas la poesía que abarcaba desde 1972 a 1998, veintiséis años de creación, como si tejiese un hilo fino de palabras, en cuyo verso fuese cincelando el tiempo que no morirá. En Lección sobre la sombra, que data de 1972, el adolescente que fue vuelve envuelto en espacios de luz y sombra: Ciudad anochecida, lluvia en mi corazón. Borrosamente recuerdas, donde soñaste ser feliz un día, viejas sombras amigas, tibios cuerpos apenas existentes cuando a oscuras dejaban en tu cuerpo semillas de desgana y melancolía. Azota el tiempo desde ese poema titulado ‘Adolescencia’, porque ya han pasado muchas derrotas y victorias en la memoria. Aún el joven es «cuerpo apenas existente», borroso por ese afán de identidad que busca el joven al amar a otro cuerpo. En Muestrario, de 1981, hace García Martín un homenaje a poetas como Pessoa, Lorca o Sandro Penna. Hay uno dedicado al gran Eugénio de Andrade que dice: «Lleno de sombra y de frescura de agua / en las lindes del bosque / apareció el muchacho». Como si el muchacho fuese la pureza, aún el poeta imagina ese amanecer en que conoció la dicha y fue feliz. El poema va pasando del amanecer al mediodía, como si el resplandor de ese cielo azul fuese cobrando nuevas pinceladas, para terminar en la noche cuando dice: «Danzan las horas solas / amo / las manos del verano / en su cintura». Música que va dejando el día como dos cuerpos cuando se aman, este poema representa ese mundo de sensualidad que vive el poeta en ese libro. El poema que dedica al maestro Brines dice en uno de sus versos: «Miro incendiarse el día en sus pupilas / lentas, diminutas. Agoreras las aves / gimen en torno suyo. Ese muchacho / ¿qué guarda? ¿qué persigue? ¿a quién espera». En la obra de Brines, después de ese vuelo iniciático que fue Las brasas, donde había luz y ceniza, llegó El barranco de los pájaros, con esos muchachos que, desnudos, incendian el día y el agua en su resplandor. Percibo en sí esa influencia en García Martín, ese deseo que se satisface de su propio cumplimiento, que es la pureza del tiempo ido. Llegará El enigma de Eros en 1982 con poemas muy hermosos, como ‘Grandes pupilas negras’, cuando vuelve a ese tiempo que no muere, que está renaciendo siempre: «Grandes pupilas negras / asustadas, el bosque silencioso, / el mar azul y rosa entre los árboles, / un inmenso laurel, la risa / cercana y joven / de un jinete invisible». Esta pleamar de sentimientos, como el amado que se acerca al ser que quiere gozar no tiene parangón, es ya la felicidad del instante, el surco que se abre entre dos seres que son ya el uno para el otro. Hay en este libro un acercamiento pleno al otro ser, un desvelamiento a su interioridad y en ese descubrimiento vida plena. Llega Tinta y papel en 1985 y José Luis García Martín sigue esa senda del poeta que al descubrir al otro ser se ve a sí mismo como en un espejo donde se desdobla. Esa imagen prevalece en su obra. Hay un poema que me gusta especialmente, titulado ‘Del brazo de la sombra’: En la mano tendida del otoño, unas pocas monedas. La mañana por mi lado pasa sin mirarme, esbelta y original. Del brazo de la sombra cruzo el parque amigo. Como bastón de ciego un semáforo guía a la calle decrépita. Ese paisaje de otoño que también ciega, porque la vida nos mira sin mirarnos, nos ofrece su mano y nos la niega, nos va desnudando en miseria y soledad. El poema termina con ese goce de una doncella, como si esa ambigüedad latente del hombre que se sabe distinto pudiera ofrecer el amor de igual manera, lo que me recuerda a ese deslumbramiento de Thomas Mann al llegar a Venecia y crear su famosa novela al conocer a un muchacho polaco. Vuelve en Treinta monedas, de 1989, la idea de un mundo que se compra y vende, pero siempre una pureza que permanece inalterable, un más allá intocado e intocable. En ‘Vida de poeta’ refleja ya el sino del ensimismado, el letraherido, el que vive ya para su interior: «¿En qué piensa ese niño que no juega, / siempre distante y mudo, sin amigos? / Sin alcohol, sin amor, entre papeles / custodia el joven no sé qué secreto». Quizá sea el destino del poeta, errante, envuelto siempre en sombras, como ese paisaje de Rilke o esas nubes de Cernuda, García Martín se sabe poeta herido, que habla en el tono de otros, como si fuese un traductor de la música que llevan. Y en El taller de la memoria, escrito en 1990, escribe un poema que habla de ese desgaste de la vida, dedicado a Thomas Hardy, porque el tiempo nos horada, nos deja solos ante las vestiduras de la vida, nos desabriga: «Cómo insiste tu voz llamándome, llamándome, / recordándome que ya no eres como eras / cuando todo lo fuiste para mí / en aquellos remotos días tan hermosos». Vivir en el recuerdo, dice en otro verso, quizá sea esa la llama del poeta, su luz y su ceniza, García Martín lo sabe al alumbrar este libro. En El pasajero de 1992 hay un poema corto que representa ya de por sí el fracaso de la vida, solo existente en la música del verso: «A menudo / pienso en mi vida como un relato / desvalido, distante, incongruente / solo verdad en la ficción del verso». Quizá sea así la vida del que sueña, oasis solo al escribir, pero sequía al contemplar el mundo cuando no hay un lenguaje que descubrir. Y en Principios y finales, de 1997, una canción es un eco dormido, que le recuerda al tiempo ido. A lo mejor al que no ha muerto para siempre porque vive en él: «Insiste en el silencio de la casa, / apenas si se entiende lo que dice: / “ayer”, “adiós”, “la ruina de los años” / solo vagas palabras en una voz distante». Una canción como una caricia, como un beso perdido, como un adiós en plena noche, para el poeta la vida es siempre una canción que suena lentamente. Y en Material perecedero (1998) me quedo con un poema que cito entero, porque es todo un mensaje al corazón. Se titula ‘Cerca del fuego’: Toma una copa o dos del vino que te ofrezco reposa un rato más cerca del fuego, cuéntame nuevas cosas de tu vida. Yo nunca duermo. Nunca hablo con nadie. De memoria me sé todos los libros. El camino que llega hasta mi puerta no acaba aquí: mira esas rocas que sobrevuelan aves intranquilas. Bebe despacio el vino que te ofrezco, no te apresures a ponerte en marcha es largo el camino que te espera. pero nadie te espera al final del camino. Magnífico poema donde al final no somos nada, solo una llama que se extingue, una luz que se agota, un furor que se apaga. García Martín logra con este libro decirnos algo que se nos queda para siempre, somos el tiempo que se muere, pero solo en el instante, a través del poema, de esos libros de memoria, de esa música. Pudiese no morir. Toda una lección de vida esta mirada a la vida del poeta asturiano.
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