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TOCAMOS TODOS LOS PALOS, INCLUIDOS LOS DEL FLAMENCO
EL SÍNDROME DE KOTOV Una relación entre ajedrez y literatura por ROGER TORRALBO Las conexiones del ajedrez con la literatura son innumerables, raíces y ramas de un mismo árbol. Se mezclan y se entrelazan, compartiendo personajes, ficciones, realidades y colores. Es esta la razón por la cual es casi imposible realizar un decálogo general de las relaciones de la literatura con el ajedrez, y viceversa. Sin contar, claro está, con la basta literatura ajedrecística. El arte del ajedrez y de la literatura están, pues, íntimamente ligados. Voy a intentar demostrarlo, así que simplemente me muevo un poco de mi sillón y cojo el primer libro a mi alcance, La vuelta al mundo en ochenta días, y me pregunto que tendrá de ajedrecístico esta fantástica obra del pionero de la ciencia ficción Julio Verne. El protagonista, Philleas Fogg, se encuentra en el London’s Reform Club antes de realizar su famosa apuesta, la que lo llevará a dar la vuelta al mundo en ochenta días. Allí, según nos dice el texto original, los caballeros juegan a ajedrez. Ya tenemos una pequeña raíz, intentemos tirar de ella. Fogg, no obstante, no juega al ajedrez, juega al whist, un juego de naipes que gozó de gran popularidad, y se tenía por un juego de cálculo y de inteligencia. Algo me dice que volveremos al whist. Sigo tirando de la raíz “verniana” y encuentro una novela donde sí aparece el ajedrez de un modo relevante: Hector Servadac de 1877. Una novela extrañísima, que plantea una catástrofe astronómica al caer un cometa y llevarse un fragmento de La Tierra, que engloba Gibraltar, Ceuta, Malta y Argelia. En esa parte de tierra están nuestros protagonistas, un almirante del ejército francés y su ayudante, que van encontrando diversos personajes durante el transcurso de la aventura. La diversidad de los personajes es el pretexto para que Julio Verne saque a relucir sus “fascinantes” prejuicios raciales. Destacan los dos ingleses, que tienen una partida entre manos de ajedrez desde antes de la catástrofe, y aparece de este modo en el capítulo XIII de Hector Servadac: —Si usted me lo permite, voy a tomarle un alfil —dijo el brigadier Murphy que, después de dos días de vacilaciones, se decidió al fin a hacer esta jugada, profunda y detenidamente meditada. —Me es imposible impedirlo —respondió el mayor Oliphant absorto en la contemplación del tablero de ajedrez. Esto ocurría en la mañana del 17 de febrero (antiguo calendario), pero pasó todo el día sin que el mayor Oliphant respondiese a la jugada del brigadier Murphy. Hacía ya cuatro meses que había empezado esta partida de ajedrez y los dos adversarios no habían hecho hasta entonces más que veinte jugadas. Ambos eran de la escuela del ilustre Filidor, que pretende que nadie es fuerte en este juego si no sabe manejar bien los peones, a los que llama el alma del ajedrez. Por esta razón, no se había movido ningún peón sin previas meditaciones profundas. Y era que el brigadier Henage-Finch Murphy y el mayor sir John Temple Oliphant no dejaban nada a la casualidad y en ninguna circunstancia hacían nada sino luego de reflexionar mucho. El brigadier Murphy y el mayor Oliphant eran dos oficiales ilustres del ejército inglés, a quienes la suerte había reunido en una estación lejana y que en los ratos de ocio se distraían jugando al ajedrez. (…) (…) El brigadier y el mayor habían vuelto a colocar sobre el tablero las piezas derribadas por la sacudida y continuaban jugando flemáticamente su interminable partida. Quizá los alfiles, los caballos y los peones, más ligeros que antes, se mantenían peor que en otro tiempo sobre la superficie del tablero, especialmente los reyes y las reinas, cuyo mayor tamaño los exponía a caídas más frecuentes; pero, con alguna precaución, Oliphant y Murphy concluyeron por asegurar sólidamente su pequeño ejército de marfil. (…) Julio Verne demuestra que tiene conocimiento del juego. Al leer el fragmento me llaman la atención dos detalles: 1º) Los jugadores están absortos en su partida de ajedrez, incluso vagando por el sistema solar en un cometa a la deriva. Verne, pues, si no jugaba él mismo al ajedrez, conocía la mente del jugador. 2º) ¿Los nombres de los oficiales no les llaman la atención? El brigadier Murphy y el mayor Oliphant. Teniendo en cuenta lo dado que era Julio Verne, como todo escritor, por otro lado, a los dobles sentidos y al juego de palabras —hay que tener en cuenta que el nombre de la novela, H. Servadac, al revés es cadavers, cadáveres en francés—, tenía un final preparado para los protagonistas, pero se interpuso su editor: Murphy, muy parecido a Morphy, el gran jugador norteamericano, y Oliphant (Elephant), la figura del alfil en el shantraj. Parece que la raíz “verniana” ya nos ha dado algún fruto, sin embargo, antes de abandonarla, podemos seguir con los juegos de palabras, ya que si estas suposiciones son ciertas, hay un último guiño en la obra de Julio Verne: El secreto de Wilhelm Storitz. Novela publicada póstumamente, en la que Verne da su versión de El hombre invisible de H. G. Wells. Se habrán dado cuenta del enorme parecido del nombre con el de Wilhelm Steinitz, primer campeón mundial de ajedrez en 1886. El ajedrez que inspira a Verne dio el saltó a la realidad gracias al escultor Paul Corbineau, que expuso en 2011 en Nantes, ciudad natal del escritor, un tablero con piezas inspiradas en las novelas del pionero francés. Bien, nuestra raíz empieza a crecer. Pero antes de seguir esta cepa, volvamos al origen, a La vuelta al mundo en ochenta días, e intentemos sacar una segunda variante de la raíz literajedrecistica, una segunda línea de relaciones. Aprendamos de Julio Verne. Si le diéramos la vuelta a las palabras, nos aparece La vuelta al día en ochenta mundos, una de las obras más especiales del argentino Julio Cortázar, escritor que incorporó el ajedrez en su obra de forma constante. Cortázar se apasionó por el ajedrez en su juventud, y lo introdujo en prácticamente toda su obra literaria. En la obra de Cortázar el juego es fundamental, y es a través de él donde nos expresa su visión del mundo. Estas palabras cobran más sentido al abrir mi ejemplar de la obra maestra de Cortázar, Rayuela, de 1963. Al fin y al cabo, es el nombre de un juego. En ella encontramos, en una de las descripciones de la Maga, personaje principal de la historia, este fascinante párrafo: Como no sabías disimular me di cuenta en seguida de que para verte como yo quería era necesario empezar por cerrar los ojos, y entonces primero cosas como estrellas amarillas (moviéndose en una jalea de terciopelo), luego saltos rojos del humor y de las horas, ingreso paulatino en un mundo-Maga que era la torpeza y la confusión pero también helechos con la firma de la araña Klee, el circo Miró, los espejos de ceniza Vieira da Silva, un mundo donde te movías como un caballo de ajedrez que se moviera como una torre que se moviera como un alfil. La novela está llena de referencias al juego y a su significado. Cortázar lo usa como metáfora y lo incluye dentro de su prosa, modelándolo a su gusto. …solamente que la pureza venía a ser un producto inevitable de la simplificación, vuela un alfil, vuelan las torres, salta el caballo, caen los peones, y en medio del tablero, inmensos como leones de antracita, los reyes quedan flanqueados por lo más limpio y final y puro del ejército. [...] —Jugada veinticinco, las negras abandonan —dijo Morelli, echando la cabeza hacia atrás. De golpe parecía mucho más viejo—. Lástima, la partida se estaba poniendo interesante. ¿Es cierto que hay un ajedrez indio con sesenta piezas de cada lado? —Es postulable —dijo Oliveira—. La partida infinita. —Gana el que conquista el centro. Desde ahí se dominan todas las posibilidades, y no tiene sentido que el adversario se empeñe en seguir jugando. Pero el centro podría estar en una casilla lateral, o fuera del tablero. —O en un bolsillo del chaleco. —Figuras —dijo Morelli—. Tan difícil escapar de ellas, con lo hermosas que son. Ya tenemos dos ramas de la misma raíz. Por un lado, el camino de Julio Verne, y por otro el de Julio Cortázar, ambas nacidas de la misma raíz literaria y ajedrecística. En el delicioso cuento titulado ‘Cartas de mamá’, con prólogo de Borges, Cortázar se ayuda del ajedrez para envolvernos en su magia literaria, y resulta indispensable que sea el ajedrez, ya que si se sustituyera por otro juego o entretenimiento, el cuento carecería de sentido. —No te hablé antes porque no quería afligirte. Me parece que mamá... Acostado, dándole la espalda, esperó. Laura guardó la carta en el sobre, apagó el velador. La sintió contra él, no exactamente contra pero la oía respirar cerca de su oreja. —¿Vos te das cuenta? —dijo Luis, cuidando su voz. —Sí. ¿No creés que se habrá equivocado de nombre? Tenía que ser. Peón cuatro rey, peón cuatro rey. Perfecto. —A lo mejor quiso poner Víctor —dijo, clavándose lentamente las uñas en la palma de la mano. —Ah, claro. Podría ser —dijo Laura. Caballo rey tres alfil. Empezaron a fingir que dormían. Tanto en la literatura de Cortázar como en la de Borges, ambos argentinos, existen muchísimas referencias ajedrecísticas. Fue precisamente en un cuento que el primero dedica al segundo, titulado ‘Reunión con un círculo rojo’ donde aparece una nueva referencia: Usted, como pasa tantas veces, no hubiera podido precisar el momento en que creyó entender; también en el ajedrez y en el amor hay esos instantes en que la niebla se triza y es entonces que se cumplen las jugadas o los actos que un segundo antes hubieran sido inconcebibles. Para terminar con Cortázar, un texto, de nuevo publicado póstumamente, como ocurrió con Verne, llamado El ajedrez en Marte. Un inteligente y estrambótico texto que empieza de la siguiente manera: Los marcianos juegan al ajedrez a distancia, enviándose las jugadas por mensajeros. Las jugadas se describen con montoncitos de ceniza procedentes de diversos cráteres y, por lo tanto, diversamente coloreados, y los mensajeros soplan las pulgaradas de ceniza y el jugador observa las nubecillas de ceniza, las combinaciones de colores que se van formando, y comprende así la jugada que le comunica su adversario. Aquí podría nacer una nueva rama de nuestro árbol. La del ajedrez de los alienígenas, con The chessmen of Mars de Edgar Rice Burroughs, y sus numerosos seguidores, que crearon un ajedrez extraterrestre, con reglas y nombres muy complicados, y varias sagas de aventuras. Pero esta es una rama que podemos dejar para otra ocasión. Volvamos en este punto a la rama “verniana” allí dónde la dejamos. Hablábamos de la versión de El hombre invisible de Julio Verne: El secreto de Wilhelm Storitz. Wells, mundialmente conocido por su obra La guerra de los mundos, escribió en 1887 un ensayo sobre ajedrez donde podemos leer que no era muy amigo del juego. Según la mayoría de crónicas, era un gran aficionado al ajedrez, eso sí, su afición era inversamente proporcional al nivel de su juego. Querido Herbert, te comprendo a la perfección: La pasión por jugar al ajedrez es una de las más inexplicables en el mundo. Derrota la teoría de la selección natural en la cara. Es de las ocupaciones más absorbentes, la que menos satisface los deseos. Es una excrecencia sin rumbo sobre la vida. Aniquila a un hombre. Usted tiene, digamos, un político prometedor, un artista en alza, que desea destruir. La daga o la bomba son arcaicas, torpes y poco confiables, pero enséñale ajedrez. ¡Inocúlalo con el ajedrez! Así encontramos en la literatura un gran retractor del ajedrez, pero, por supuesto, no fue el único. Tenemos en esta categoría al célebre autor de relatos Edgar Allan Poe. Poe escribió en abril de 1836 un artículo para un periódico titulado ‘El jugador de ajedrez de Maelzel’. En este artículo habla de la actuación de Maelzel con “el Turco”, el mítico autómata de madera que jugaba al ajedrez. Poe nos descubre en el texto no solo que es un fraude, sino que además desprecia el juego como algo banal y sin sustancia. Pienso en “el Turco” y recuerdo la novela La máquina de ajedrez de Robert Löhr, donde se ficciona la fascinante historia de “el Turco” y su creador el Varón Von Kempelen. El ajedrez aportando temas y argumentos a la literatura. Un trabajo en equipo. Volviendo a Edgar Allan Poe, es en uno de sus mejores relatos, Los crímenes de la calle Morgue, donde castiga con fuerza el ajedrez: Un jugador de ajedrez, por ejemplo, lleva a cabo lo uno sin esforzarse en lo otro. De esto se deduce que el juego de ajedrez, en sus efectos sobre el carácter mental, no está lo suficientemente comprendido. Yo no voy ahora a escribir un tratado, sino que prologo únicamente un relato muy singular, con observaciones efectuadas a la ligera. Aprovecharé, por tanto, esta ocasión para asegurar que las facultades más importantes de la inteligencia reflexiva trabajan con mayor decisión y provecho en el sencillo juego de damas que en toda esa frivolidad primorosa del ajedrez. Cuál fue mi sorpresa al seguir leyendo de nuevo Los crímenes de la calle Morgue al encontrarme con el siguiente párrafo: Desde hace largo tiempo se conoce el whist por su influencia sobre la facultad calculadora, y hombres de gran inteligencia han encontrado en él un goce aparentemente inexplicable, mientras abandonaban el ajedrez como una frivolidad. No hay duda de que no existe ningún juego semejante que haga trabajar tanto la facultad analítica. El mejor jugador de ajedrez del mundo sólo puede ser poco más que el mejor jugador de ajedrez; pero la habilidad en el whist implica ya capacidad para el triunfo en todas las demás importantes empresas en las que la inteligencia se enfrenta con la inteligencia. ¡El whist! Este era el juego con el que encontramos a Phileas Fogg en La vuelta al mundo en ochenta días. La rama “verniana” se confirma. Todo empieza a crecer por todas direcciones, conectado a su vez con la raíz, como la gran copa de un árbol. Sé perfectamente dónde encontraré más ajedrez en la literatura, desde Sherlock Holmes a Arthur C. Clark, pasando por Nabokov, Zweig o Alicia en el país de las maravillas, pero es demasiada información para un primer contacto. Habrá tiempo de hablar de todos. Decido cerrar el libro de Poe donde leía Los crímenes de la calle Morgue y vuelvo a sorprenderme al ver que la traducción al español era de Julio Cortázar. Las ramas se conectan. Cortázar, junto con su esposa y escritora Carol Dunlop, publicaron en 1983 una novela titulada Los autonautas de la cosmopista, donde se narra un viaje en furgoneta por las autopistas francesas. En esa novela, Cortázar habla diversas veces de Marco Polo, el viajero italiano, y de las similitudes de sus viajes con las andanzas del matrimonio. Aquí vuelve a crecernos la rama y aparece Marco Polo hablando con el gran Kublai Kan, emperador de los tártaros, sobre los viajes del primero a las ciudades del imperio tártaro, ciudades que el emperador ni siquiera conoce. Todo eso sucede dentro de la novela Las ciudades invisibles del italiano Italo Calvino, donde Marco Polo enseña todo lo que ha visto al emperador usando un paralelismo con el tablero de ajedrez, y le muestra un imperio en ruinas a través de la disposición de caballos, peones y alfiles. A los pies del trono del Gran Kan se extendía un pavimento de mayólica. Marco Polo, informador mudo, exhibía el muestrario de las mercancías traídas de sus viajes a los confines del imperio: un yelmo, una conchilla, un coco, un abanico. Disponiendo en cierto orden los objetos sobre las baldosas blancas y negras y desplazándolos uno tras otro con movimientos estudiados, el embajador trataba de representar a los ojos del monarca las vicisitudes de su viaje, el estado del imperio, las prerrogativas de las remotas cabezas de distrito. Kublai era un atento jugador de ajedrez; siguiendo los gestos de Marco observaba que ciertas piezas implicaban o excluían la vecindad de otras piezas y se desplazaban según ciertas líneas. Desentendiéndose de la variedad de formas de los objetos, definía el modo de disponerse los unos respecto de los otros sobre el pavimento de mayólica. Pensó: “Si cada ciudad es como una partida de ajedrez, el día que llegue a conocer sus reglas poseeré finalmente mi imperio, aunque jamás consiga conocer todas las ciudades que contiene”. Calvino era un gran aficionado al ajedrez, la geometría y las matemáticas. En la novela, el amor al ajedrez está en todas y cada una de las páginas, de los textos y de las palabras. Una joya para cualquier aficionado al ajedrez y a la literatura. Nuestro árbol ajedrecístico-literario ya tiene forma en nuestras cabezas. Un árbol de variantes sobre la influencia del ajedrez en la literatura. Un árbol literario a través del ajedrez, como los que creaba Kotov en su libro Cómo pensar como un gran maestro, donde las ramas de variantes ajedrecísticas crecían en todas direcciones. Entrenamiento para ajedrecistas. Alexander Kotov nació en 1913 y fue uno de los grandes jugadores de Rusia en el siglo XX. Leo, sorprendido, que existe un “síndrome de Kotov”, descrito en su obra ajedrecística de referencia Piense como un gran maestro: Éste fenómeno se produce cuando un jugador dedica largo tiempo al análisis de una posición compleja, sin encontrar una continuación satisfactoria. El jugador entonces se da cuenta de que ha consumido mucho tiempo y rápidamente hace un movimiento, frecuentemente malo, que conduce a la derrota. Se trata de un mal común e incurable que afecta a jugadores de cualquier nivel, incluso Campeones del Mundo. Me llama muchísimo la palabra incurable, porque, probablemente, si no hay cura para los árboles de variantes ajedrecísticas, tampoco la habrá para los árboles ajedreliterarios. Pienso entonces en el síndrome paralelo en la literatura, el de “la página en blanco”, síndrome que lleva al bloqueo creativo del artista, que llega al punto de no poder ver una página en blanco sin sentir angustia… ¿Les pasará eso mismo a los jugadores de ajedrez con un tablero vacío? George Orwell, en su novela del año 30, traducida en español como Venciste Rosemary, nos enseña un personaje, Gordon Comstock, que es incapaz de acabar un poema sobre la ciudad de Londres. Está completamente bloqueado, y le da tantas vueltas que acaba sin escribir nada que esté a la altura previa al bloqueo. Un personaje literario de ficción con el síndrome de Kotov. Una maravilla. Podríamos seguir con Orwell y el papel del ajedrez en la gran novela del escritor británico, 1984. Cito la parte final de la novela, donde Winston vuelve a la cafetería El Nogal (un árbol), a la rutina, después de todo lo sucedido, y encuentra el problema del Times y el tablero y piezas que le trae el camarero: Era un final ingenioso. «Juegan las blancas y mate en dos jugadas». Winston miró el retrato del Gran Hermano. Las blancas siempre ganan, pensó con un confuso misticismo. Siempre, sin excepción; está dispuesto así. En ningún problema de ajedrez, desde el principio del mundo, han ganado las negras ninguna vez. ¿Acaso no simbolizan las blancas el invariable triunfo del Bien sobre el Mal? El enorme rostro miraba a Winston con su poderosa calma. Las blancas siempre ganan. El ajedrez le sirve a Orwell para contarnos que el Gran Hermano siempre gana. Inquietante. Volvamos, para finalizar, a Kotov, que también fue el autor de una biografía sobre el campeón mundial Alexander Alekhine, quien tuvo una vida llena de controversia y fue acusado de antisemitismo, entre otras cosas. Sin embargo, y sin desmerecer la vida del Maestro Alekhine, es quizá más interesante su muerte: sólo y paranoico en el sillón de su habitación en Estoril en 1946. La causa oficial: asfixia provocada por un trozo de carne en la garganta. En la novela Teoría de las sombras Paolo Mausering nos acerca a los días anteriores a su muerte en un texto a en el que cuesta separar los hechos reales de la ficción, cosa que lo hace extremadamente interesante. Pero basta, que ya me estoy yendo por las ramas. Dejémoslo aquí por hoy, y volvamos al árbol de Kotov, que para mí es el paradigma de la idea de tener un plan. Nada más lejos que el árbol ajedreliterario que hemos plantado hoy, que nos recuerda el valor de no tener ningún plan, de perderse en las palabras y las casillas, y dejar que nuestro instinto cazador nos guíe por el bosque de la cultura ajedrecística. La figura del árbol de Kotov es un árbol dentro del gran bosque de los ajedreces posibles, como nuestro primer árbol, que solo contiene una pequeña parte, un arbusto quizá, del bosque profundo y tupido que forman literatura y ajedrez, en el que cada partida es una nueva promesa, ya que cada movimiento crea una nueva historia, que como ya hemos visto, nos puede llevar, gracias al arte de las palabras, a una nueva rama de un bosque tan bello como interminable, porque el ajedrez es un arte, el arte del pensamiento. (*) Roger Torralbo forma parte del programa radiofónico Coolturaescacs de Cooltura FM. Este artículo nace en relación a los temas desarrollados en dicho programa: [coolturafm.com/programes/cooltura-escacs].
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