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EL COLOQUIO DE LOS PERROS

ARTÍCULOS

TOCAMOS TODOS LOS PALOS, INCLUIDOS LOS DEL FLAMENCO

EL MUELLE DEL PUERTO GRANDE

9/11/2019

1 Comentario

 
por MARCEAU VASSEUR
     Al borde del muelle del Puerto Grande, con los pies tras un pequeño muro de cemento, Luis añora la barandilla de hierro oxidado sobre la que uno podía apoyarse frente al mar.
                   Está de pie, en sus zuecos, debajo de la boina.
     A la derecha, un brazo verde de musculatura irregular agarra la bahía por la cintura. A la izquierda, un brazo de cemento se rompe en ángulo recto hacia alta mar. Sobre el hombro, del mismo lado, un edificio blanco, la lonja, llena de rumor o de silencio, parece salir al mar.
                   Luis, con un dedo, hace un hueco en su boina.
                   Nadie llama.
     Hace sol esta mañana, las nubes son gris perla. Enfrente, en la costa del Ris, tres pinos a contraluz se fabrican un espacio de estampa japonesa. Tras el tríceps del brazo derecho, los Plomarc’h algodonean.
                            “¡Señor Auguste Le Mao, al teléfono!”
                   Luis, con el mismo dedo, hace otro hueco en su boina.
                            “¡Treisour”
     A través de sus gruesos cristales ahumados, Luis mira. Unos pescadores le llaman desde un barco. Él baja con pasos cortos por una lengua de cemento que el muelle le saca al puerto. Con sus dedos prestos libera una argolla corroída del nudo de la amarra, la toma en su mano izquierda, salta a su barca negra, la aleja empujando con el remo contra el varadero, cingla.
     Las casas que se suben unas por encima de otras para ver mejor la bahía reflejan en sus ventanas los escupitajos cegadores del sol. Los Plomarc’h se descubren: aparecen los contornos rechonchos y verdes de las casitas grises y macizas, los árboles de altos troncos paralelos. Las gaviotas baten olores de hierba fresca en el aliento fuerte de las olas.               
Luis arrima su barca contra un balandro, agarrando el borde con las dos manos. Dos pescadores caen pesadamente sobre cubierta. Un tercero pasa unas cajas de caballa, de pescadillas, de agujas, salta a su vez. Luis menea su barca hacia el varadero.
Sus ojos son negros y saltones.
     Las callejas y callejones del barrio del puerto bajan hacia el muelle: bailando, girando, verdosas, rotas, abiertas, sin salida, sombrías, soleadas, húmedas, neblinosas, resbaladizas de baba, Alcyons4, de cielo movedizo, cortadas por el hipo de una escalera, por la coma de una fuente, Boudoulec, hinchadas de viento, inmóviles, acarreando siluetas azules a veces oscilantes, siluetas negras, lentas de cabeza blanca, Rosmeur, no conocen más que una letra del alfabeto, la i griega de madera donde está tendida la ropa.
Luis amarra su barca a una argolla situada más arriba en el varadero, porque la marea sube. Uno de los pescadores le da algunas caballas que un cordel une por las agallas.
                   “¡Señor Auguste Le Mao, al teléfono!”

“¿A cuánto has vendido tu pescadilla, Hervé?”; unos coches circulan por la calzada, la marea sube, los hombres están ajetreados, empujan el paisaje, el vuelo de las gaviotas, las casas de los Plomarc’h, los árboles de altos troncos paralelos. Los peces muertos se derraman por la ciudad.
Luis extiende el periódico “Le Télégramme” sobre la mesa de la única pieza de su cabaña de madera, verde, con techo alquitranado, situada sobre el muelle. Deja allí sus caballas, saca de su bolsillo un cuchillo, despliega la hoja, corta la cuerda que las une, ataca al bajo vientre, lo abre hacia arriba y libera las tripas, ordena los peces azules en un plato de flores, sale para lavarlos con el agua de la fuente cercana, vuelve, sale de nuevo, llevando las tripas en el periódico, baja por el varadero redondo, tira su paquete al mar. Las gaviotas argénteas se apresuran.
     Acequias de piedras desiguales llevan las aguas al pie de los muros blancos, ocre-arena, grises, perforados a veces por ventanas miopes, con la barbilla en la calle, con los cristales pintados formando pequeños rectángulos amarillos y rojos, por las puertas marrones con el dintel redondo, por las casas de las callejuelas que, por la mañana temprano, hacen reverberar las cadencias secas de los zuecos, engomadas de las botas, las voces rocosas de los pescadores bretones, graves, ásperas, roncas, oxidadas, hechas para el mar y contra el viento.
Luis en lo alto del varadero, se quita la boina, la golpea contra el muslo. Su pelo es blanco, su rostro curtido.
Los tejados azulean y afilados, cortan el viento, o se posan negros y blancos bajo el sol como un tablero entrecortado, o cubren la ciudad en las tardes de bruma, coloreada como una coraza de caballero medieval.
Luis tiene una amplia sonrisa demacrada que estría sus mejillas morenas picadas por pelos negros y blancos.
     Una moto, con el motor apagado, se desliza sobre el muelle, atrapada bajo un hombre de chaqueta beige, entre unas piernas de pana marrón. Frena despacio, pone el pie derecho en el suelo, describe en el aire un semicírculo con la pierna izquierda, empuja la máquina contra un muro, se va con pasos largos, con la mirada viva, con cuatro dedos vueltos contra el pulgar y el borde de la manga, vira en un bar.
                  Luis lleva ropa de tela azul.
El cielo se alza, el sol se pone en ángulo recto, el muscadet y el vino tinto suben y bajan en los vasos, las gaviotas trazan líneas blancas, los barcos descansan, los ojos se atornillan en la luminosidad del momento.
Luis se atarea cerca de su hornillo de gas; unas llamas pequeñas saltan el culo de la sartén, hacen que chisporrotee el aceite, y después las caballas, que mueve y da vuelta de vez en cuando.
     El reloj, frente al puerto, se ha detenido a las cuatro menos diez.
    El cielo es un bello lienzo, la mar de seda. Con cara de triángulo, al borde del muelle, con ojos muy azules, un tipo tatuado más bien musculoso deja que le hiendan verticalmente los rayos de sol.
Luis, sentado al borde de la cama, con un plato sobre las rodillas, corta su caballa, desprende la piel de sus patatas hervidas.
     Unas gaviotas voraces se precipitan en un desorden blanco sobre un pez que flota boca arriba; gritan, se pelean, golpean el aire y el agua con sus alas hasta que el pez huye en un pico. Luego, tranquilas, se van a buscar a otra parte.
Sentado sobre una barca vuelta del revés, Luis hace la digestión, escudriñando los colores movedizos del mar. De vez en cuando, respira profundamente.
                            “¡Señor Auguste Le Mao, al teléfono!”
     Los charranes histéricos rayan el azul con sus gritos y sus vuelos agudos, se zambullen verticalmente.                  
                          “¡Señor Auguste Le Mao, al teléfono!”
Luis clava sus ojos cerrados en el calor del sol,  da una calada con una mueca a su colilla que le quema los labios.
     En la rue du Sémaphore, unas sábanas que están secando se creen velas, se hinchan y chasquean de placer en el aire arenoso.
     Al borde de esta tarde, en los bares, los hombres beben en silencio.
Luis, al pasar, mira su imagen, con trasfondo de puerto y de barcos, en el ventanal del café “Aux loups de mer”, el último de esta parte antes del urinario al final del muelle.
     Autos, camionetas circulan de nuevo; algunos motores de embarcaciones se ponen en marcha, el señor Auguste Le Mao debe llamar por teléfono. No.
                            “¡Señor Auguste Le Mao, al teléfono!”
     Es una voz suave, un poco velada, de mujer, llamando por el altavoz de la lonja, que atrapa el barrio del puerto en una red de seda sonora.
     Una luz gris recorta con agudeza las aristas de las casas y de los tejados.
Luis lleva en su bote de tablas lisas como las de una pista de baile a cuatro pescadores de pie, uno detrás de otro. Masajea el agua con su remo, propulsándose con ochos largos y amplios.
     Las nubes del mar se vuelven plomizas. Una gaviota, más blanca, se burla. Una mancha de fuel con reflejos arcoiris se divide bajo la roda, vuelve a formarse bailando. Los charranes gañen al tajar el espacio. Otras gaviotas descansan, sueñan, sueltan su guano sobre una vieja sardinera que cabecea. Otra se aburre sobre un yate.
Luis vuelve, solo. Guarda su barca negra contra las piedras húmedas, marrones y verdes del varadero redondo, deja su remo en el suelo, coge la amarra, sube, da unos pasos, la anuda a una anilla de hierro.
    Cerca de su cabaña, al pie de un gran muro, unos botes boca abajo se secan el vientre recién pintado de marrón rojizo de pintura submarina o de negro alquitrán, donde se mezclan los excrementos blancos de las aves marinas y, como una coma, el jugo de tabaco mascado de los viejos pescadores que conversan en lo alto del muro.
                            “¡Señor Auguste Le Mao, al teléfono!”
     El sol ha cumplido su trayecto sobre los tejados de la ciudad. Acaba de encontrar una abertura a través de las nubes, incendia la isla Tristán.
    El muelle del Puerto Grande está en la sombra, pero la orilla del Ris está iluminada. Unas velas se tragan la luz. Planean gaviotas de oro.
     -¿Luis, qué tal? Pregunta un pescador.
     -Bien, sí.  Cari no scre ou pech.
      -Sí, hemos cogido unos cangrejos. ¡Anda, Yves, dale un cangrejo a Luis ! ¿Y la salud ?
    - Croc ki sa mour va den hospito ki rou dano mehor langoust so mero tani.
    -Ha llegado uno de Mauritania, el Júpiter, con treinta toneladas.
    -Sí.
    -Vente a tomar algo donde Rose.
    -No, no.
    -Toma Luis, el cangrejo.
    -No, no.
    -¡Que sí!
    -Merci.
                   Luis se lleva el cangrejo a su cabaña verde.
    -Luis nunca va al bar.
    -No, sólo bebe agua.
    -¿Es portugués o español?
    -Qué sé yo.
    -Hola Rose, dos tintos. Anda, La Brume, ¿qué te pasó ayer ?
    -Hola tío, jo, me detuvieron por ir borracho.
    El sol se estrella en el mar.
Luis echa su cangrejo en una cacerola donde hierve el agua. Las patas rojas emergen tiesas en el vapor. Luis las empuja gruñendo, pone una tapa y una piedra encima. Se asiente al borde de la cama, se apoya en la mesa cercana, mira sobre él la barra de madera en diagonal donde cuelga su ropa. El cangrejo araña el aluminio del recipiente.
    Unos autos avanzan lentamente como tortugas relucientes, tras los embudos blancos de sus faros.
                   “¡Señor Auguste Le Mao!”
    Las luces de las altas farolas dan bocados a los granos de llovizna, las ventanas de los bares forman manchas amarillas verticales, que desbordan un poco horizontalmente sobre la acera donde se distorsiona la sombra del cliente.
                   Luis chupa las patas del cangrejo.
     En las callejuelas oscuras se pasean a media altura los puntos rojos de unos cigarrillos.
Luis camina, lleva un impermeable amarillo. Sus zuecos lo equilibran sobre el muelle viscoso. Las olas negras chapotean, los barcos se golpean. Se detiene. El mar rezuma, amistoso, muerte y sabor de otro día.
     Mañana, se levantará a las tres para llevar a los pescadores a bordo. Se oirá el jaleo oscuro de los hombres que, en su barco, se prepararán para salir. La luna se columpiará como un farol entre las nubes. Caballas fosforescentes como la espuma que sueltan las hélices se retorcerán en cubierta. La madrugada descubrirá un pelotón de unos veinte botes inmóviles, al acecho del pescado.
     Tal vez mañana, a una hora algo tardía, una barca naranja zarpe. Los aficionados charlatanes y cantarines que la ocupen solo traerán unas muestras de ese tipo de peces teleósteos marinos de tamaño medio o muy pequeño, de carne tierna y ligera muy estimada, de la familia de los gádidos.
                  Luis, con pasos lentos, vuelve a su cabaña verde.
Traducción y notas: Marceau Vasseur y Miguel-Angel Real

Luis, un barquero gallego en Bretaña, por Miguel-Angel Real
 
El texto de Marceau Vasseur “Muelle del puerto Grande” rinde homenaje a una figura particular de la localidad bretona de Douarnenez, importante puerto sardinero hasta un pasado relativamente reciente. Se trata de Luis Blanco Martínez, originario de Malpica de Bergantiños, pequeño pueblo de pescadores en la parte norte de la Costa da Morte de Galicia.
Como tantos otros, Luis huyó de España durante la Guerra Civil para escapar de las represalias que ejercieron los franquistas contra todos aquellos cuyas ideas parecían “sospechosas” para con su bando. De este modo, el 28 de junio de 1937, el pesquero Ciudad de Montevideo se aleja de las costas gallegas, sin rumbo fijo y con once hombres a bordo. Unos días después, el barco llegará a Douarnenez.
Después de diversas peripecias, tras la segunda Guerra Mundial, Luis se instala definitivamente en Douarnenez, donde termina trabajando como barquero para traer a los marinos desde sus barcos hasta el muelle del puerto a cambio de un poco de pescado o de algunas monedas. Fue alguien muy apreciado por la población local que trabajaba, tal y como cuenta Marceau Vasseur en su relato impresionista y lleno de poesía, en una pequeña cabaña verde en el muelle del Rosmeur o “Puerto Grande”.
En 1966, Luis conocerá a su hija Lolita, nacida poco después de su huida de Malpica en 1937. En efecto, toda su familia se quedó en España. Su hija viaja hasta Douarnenez pero no podrá convencer a su padre de que vuelva a su tierra natal. Será solamente en 1971 cuando, gravemente enfermo, Luis viaje a Galicia, donde muere el 2 de septiembre. Luis será enterrado junto a su mujer Dolores, fallecida en 1938, en el cementerio de su Malpica natal.
 
[Fuente: Elisabeth Hascoët,  Revista “Mémoire de la ville” n°39, Douarnenez, noviembre de 2017]

Texto original publicado en francés en la revista Mémoires de la ville, N°5, Douarnenez 1986 y en Le Nouveau Commerce, N°73/74, 1989.
NOTAS:
1. La costa del Ris: playa cercana, frente al puerto.
2. Plomarc'h: Paseo cercano al puerto, con ruinas romanas y una granja.
3. Treisour: "barquero", en bretón.
4. Rue des Alcyons, Rue Boudoulec, Rue de Sémaphore y otras calles reseñadas, son de la población de Douarnenez.
5. El varadero redondo es uno de los varaderos del puerto pesquero de Rosmeur, donde se desarrola la escena.
6. Muscadet: vino blanco.
7. Isla Tristán: Isla al fondo de la bahía de Douarnenez, no muy lejos del puerto pesquero.
8. Luis no hablaba español. Su forma de hablar era una mezcla del gallego, del bretón y del francés.


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UN IMPERDONABLE OLVIDO DE LA LITERATURA ARGENTINA: LIBERTAD DEMITRÓPULOS

3/11/2019

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por MARTA LEDRI
PREGUNTAS DE UN OBRERO QUE LEE
 
¿Quién construyó Tebas,
la de las Siete Puertas?
En los libros figuran
sólo los nombres de reyes.
¿Acaso arrastraron ellos
bloques de piedra?
Y Babilonia, mil veces destruida,
¿quién la volvió a levantar otras tantas?
Quienes edificaron la dorada Lima,
¿en qué casas vivían?
¿Adónde fueron la noche
en que se terminó La Gran Muralla, sus albañiles?
Llena está de arcos triunfales
Roma la grande. Sus césares
¿sobre quiénes triunfaron?
Bizancio tantas veces cantada,
para sus habitantes
¿sólo tenía palacios?
Hasta la legendaria
Atlántida, la noche en que el mar se la tragó,
los que se ahogaban
pedían, bramando, ayuda a sus esclavos.
El joven Alejandro conquistó La India.
¿El sólo?
César venció a los galos.
¿No llevaba siquiera a un cocinero?
Felipe II lloró al saber su flota hundida.
¿No lloró más que él?
Federico de Prusia
ganó la guerra de los Treinta Años.
¿Quién ganó también?
Un triunfo en cada página.
¿Quién preparaba los festines?
Un gran hombre cada diez años.
¿Quién pagaba los gastos?
A tantas historias,
tantas preguntas.

Imagen
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Considero que este poema tan conocido y tan solidario con los anónimos de la Historia puede constituir una de las tantas puertas de entrada a Río de las congojas de Libertad Demitrópulos (1922-1998). Novela releída infinitas veces. Novela para no guardar. Su urdimbre narrativa sin ser apretada se teje con tantos hilos y todos pueden conducirnos al centro del laberinto o perdernos. Es necesario marcar una ruta. Si nos dejamos seducir por todas las virtudes narratológicas y de sentido, podemos quedarnos en la puerta de esta magnífica construcción narrativa.
         De difícil clasificación, esta novela injustamente olvidada por el canon oficial es, a mi juicio, una de las más bellas de la literatura argentina. Y esta es mi intención: difundirla para que otros lectores la gocen, la habiten, se deslumbren. Fue el gran crítico Ricardo Piglia quien la eleva al lugar que le corresponde y la emparenta con dos novelas más: El entenado de Saer y Zama de Di Benedetto, constituyendo así una trilogía.
         Todas las civilizaciones tienen su trilogía. Pensemos en los trágicos griegos, en los dramaturgos españoles del Siglo de oro, en los narradores rusos de San Petersburgo, en los poetas simbolistas franceses. Así como nuestra literatura carece de una épica genuina, de gestas y corajes, de transmisión oral y anónima, de versos heterométricos, donde las tribus y las montoneras canten el valor de un héroe, el siglo XX nos regala una trilogía narrativa que se ubica en las orillas del tiempo histórico y la memoria cada vez más borrosa de la época pre-colonial. «Territorio fantasmal» define Piglia al tiempo del enunciado de esta novela.
         En el prólogo de la novela hay una cita de Marguerite Yourcenar que destaca —y no pretendo ser textual— que la historia carece de las voces que no fueron escritas o documentadas. Hay más silencios que palabras en nuestra historia. La historia como ciencia positiva se basa en documentación y archivos; la literatura, libre, sin ataduras, puede elegir un contexto y otorgarle la voz a los albañiles que construyeron Tebas, a los que se ahogaron en las heladas aguas en la Armada Invencible, a los que en tiendas de campaña cocinaban grandes banquetes para la gula de Alejandro y los Ptolomeos.
         Quién se embarcó con Juan de Garay el vizcaíno, cómo llegó de Lima a Asunción, quiénes cargaron sus baúles con jubones de raso y lujos inútiles para estas tierras, quiénes pusieron la espalda inocente para que él descargara sus frustraciones. Esas voces no pudieron contar el viaje, las ilusiones, las mentiras, el abandono.
         Sabemos que Garay tenía como propósito buscar un puerto con salida al mar para facilitar el comercio de Asunción. Qué mestizos lo acompañaron por las aguas del Paraná, qué otros partieron por tierra. Nada sabemos por ellos de esa larga travesía amenazada constantemente por las tribus guaraníes y los animales de esa exuberante naturaleza.
         Libertad Demitrópulos, fiel a su nombre, se propone, sin pedir permiso a la historia, abrir un espacio para que resuenen esas voces amordazadas. La novela coral o polifónica se orquesta bajo la dirección de una excelente narradora que no pierde de vista la musicalidad y lo sublime de la melodía. Una prosa llena de ritmos, de cadencias, de tonalidades, que acompaña la letra de una historia jamás contada y que por no ser histórica no deja de ser verdadera. Una historia de hombres y dioses, un mito.
         Dice Saer: La ficción, desde sus orígenes, ha sabido emanciparse de esas cadenas (…) Al dar un salto hacia lo inverificable, la ficción multiplica al infinito las posibilidades de tratamiento. No vuelve la espalda a una supuesta realidad objetiva: muy por el contrario, se sumerge en la turbulencia, desdeñando la actitud ingenua que consiste en pretender saber de antemano cómo esa realidad está hecha. No es una claudicación ante tal o cual ética de verdad, sino la búsqueda de una un poco menos rudimentaria.
         Estamos ante una obra ficcional, pero no por eso menos verídica. La autora se arroja a un río de palabras para ir al encuentro de aquellos que se quedaron en las barrancas a cuidar a sus muertos, se sumerge en sus aguas barrosas a remover el lodo del olvido, pesca voces, se detiene ante los pensamientos flotantes del río que son los camalotes, esquiva su furiosa animalidad y se deja llevar por su fluir constante. La narradora con artística audacia ha mezclado historia y ha echado a la deriva algunos personajes que Río de las congojas con el limo del tiempo sedimentará en mito.

ABORDAJE NARRATOLÓGICO

       Una de las primeras distinciones que hizo el formalismo ruso y que continuaron varias décadas después los estructuralistas franceses fue la de historia y relato.
         La literatura es materialidad, forma, significante. Esta historia de amor en tiempos de conquista sin la ingeniosa elección que ha hecho la autora de las categorías narratológicas podría simplificarse en un enunciado referido al tema central de la historia y que es el amor constante más allá de la  muerte.
         Abre el discurso una primera persona gramatical que será uno de los enunciadores y al mismo tiempo sujeto del enunciado.
         Es un yo intradiegético y homodiegético. Se apropia de la lengua para justificar por qué decidió no formar parte del éxodo emprendido por los primeros habitantes de Santa Fe a la ciudad refundada de Buenos Aires.
          El aquí y ahora es la soledad, la barranca a orillas del río Paraná y el abandono por tierra que hacen los pobladores de Santa Fe para ir tras la ilusión de la ciudad del sur. En tanto él, un anciano de cien años, se queda a cuidar de su muertita y de los siete mestizos sublevados que llegaron de Asunción junto a Garay y fueron ajusticiados en la plaza. El yo que enuncia mira el pasado donde los despueses ya son parte de los tiempos pretéritos mientras focaliza el río.
         Focalizar es la relación entre un sujeto que focaliza y un objeto focalizado. Blas, la primera voz escuchada en el acto de lectura focaliza como un mestizo. Se mira desde lo que pensamos: El mestizaje no es solamente un alboroto de sangre: también una distancia dentro del hombre, que lo obliga a avanzar, no sobre caminos, sino sobre temporalidades. Todo se va trabajando al revés de los otros. ¿De cuáles otros? Ahí está la cuestión. Todos son los otros. Uno es el mestizo. El distinto. (Demitrópulos, p. 35)
        Ve el mundo desde su condición de escindido, en su interior se entabla un agón que le otorga la condición de trágico. Como tal la fatalidad se cernirá sobre él y como todo héroe le hará frente aún sabiendo que nunca podrá vencerla. Todo personaje focalizador deja huellas en su discurso de la cercanía o lejanía con el objeto focalizado. Estos subjetivemas le permiten al lector conocer más sobre quién dice qué sobre lo que dice. Blas enuncia cerca del río y  lejos de la plaza donde corrió tanta sangre inocente. Pero también focaliza desde la memoria y es ahí donde aparece María Muratore, doncella criolla asunceña que se embarca junto a Garay para fundar Santa Fe.
      María y el río se confunden, son asociados por su devenir inexorable, por sus transformaciones, por la incertidumbre de si el agua y ella volverán a pasar por ahí.
        Bella y triste la voz de Blas, el primer enunciador personaje que tiene la responsabilidad de construir la gran analepsis o retroceso discursivo para alejarnos del tiempo de la enunciación y del lugar desde donde enuncia (la barranca).
         Es así como, llenando las indeterminaciones, nos ubica en Asunción y narra la búsqueda del Adelantado de un lugar estratégico para llevar hacia España las riquezas de Potosí. Con él vienen españoles, damas casaderas, mestizos con promesas de tierra y mando y dos mujeres rescatadas de la calle del pecado: Ana Rodríguez y María Muratore.
       Muchas anacronías dispuestas con artístico criterio cooperarán para construir las historias individuales de los personajes. Pero junto a estos retrocesos estarán también las prolepsis o despueses que harán del acto de lectura un ejercicio que intente dibujar una línea temporal siempre en fuga.
         La narradora omnisciente es discreta en su intromisión. Permisiva con las voces de los enunciadores personajes. Rara vez utiliza el verbo dicendi y es por esta razón que los primeros capítulos confunden al lector que no sabe con certidumbre cuál de todos los personajes narra. Hay momentos de dos voces, duetos que se contraponen (sopranos o tenores y bajos o contraltos) sin llegar al discurso indirecto libre. Pues estos segmentos, más que el fluir de la conciencia, son otras posiciones de mirar y valorizar los hechos. María, desde la intadiégesis, narra analépticamente su vida en Asunción y su caída en desgracia que la lleva a vivir en la calle del pecado. Calle que volverá a trazarse en la recién fundada Santa Fe. Siempre en las orillas, alejada del centro de la ley, del cabildo, la plaza y la iglesia, y cercana a los peligros del monte donde se presienten los belicosos quiloasas. María es montaraz, desciende sinuosamente los senderos hacia el río o escala barrancas. No busca lo plano del damero. Siempre en los márgenes, siempre en peligro de caída, siempre en el desmesurado desafío de pisar la raya. María encarna la hybris griega. Desde su idealización, focaliza al adelantado, al hombre de Brazo Fuerte y también mira y dice con desdén de su querida Ana Rodríguez. Otro de sus sujetos focalizados y construidos desde su voz, es el mestizo Blas de Acuña a quien no puede amar. María tiene muchas voces como el río, a veces se remansa en la dulzura del amor o embravecida, toma el arcabuz y dispara, María como leeremos al final de la novela va contra la corriente, buscando el naciente, tal vez buscando el origen para desandar tantas desventuras.
         La última voz intradiegética, inesperada pero tal vez necesaria para la ordenación de esta polifonía es la de Inés Descalzo, la responsable de iniciar y custodiar el mito de su rival: María Muratore. Esa voz trasciende las situaciones comunicativas ficcionales y se lanza a las futuras generaciones. Es la voz de la memoria. La que erige la tumba y señala el axis mundi de Blas. La tumba es una réplica de montaña. Es el indicio que queda de que un día allí hubo moradores. Es el omphalo u ombligo cuyo cordón atará a todos los descendientes de Blas.
         Inés, la despreciada, la mujer real, la mujer de tierra, es la chacra donde Blas siembra su descendencia. Es la mujer americana, sumisa y trabajadora como Úrsula de Macondo. Toda polis necesita de una necrópolis para ser tal. Cuando nada haya quedado serán los muertos los que habiten esos parajes que un día fueron promesas vanas para los primeros fundadores.
         Río de las congojas se opone a cualquier novela de prosa vertiginosa, desaforada en los acontecimientos. Es morosa en la construcción de la belleza y esta labor no constituye ningún obstáculo para crear una historia fragmentada que el lector deberá reconstruir. Injusto, a mi juicio, es el abandono de Río de las congojas. Desleal para la literatura que no se reedite, una terrible pérdida para exigentes lectores que no se hable de ella. Hoy lo hago yo llena de amor y agradecimiento.
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    ARTÍCULOS

    El Coloquio de los Perros.
    Revista de Literatura.
    ISSN 1578-0856


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    LA ESCRITURA OBSTINADA: LOS CUENTOS DE JESÚS GARDEA
    "SEDA" DE ALESSANDRO BARICCO Y SU AFINIDAD CON HERMANN HESSE
    CONTEXTOS DE "EL AMERICANO" DE HENRY JAMES
    23 DE ABRIL. DÍA DEL IDIOMA
    EL DESBORDE EN LA POESÍA DE FRANCISCO LAYNA RANZ
    VERSOS CELEBRATIVOS Y EXQUISITOS: BASILIO SÁNCHEZ
    MEDITACIÓN POR LA PUREZA: NIEVE, SANGRE Y ÉBANO
    ASÍ LOS CREADORES
    UN NUEVO MODELO DE MUJER EN LA LÍRICA HISPANA DEL BAJO BARROCO
    LA LITERATURA DOMINICANA DEL SIGLO XXI
    OMNE ANIMAL POST COITUM TRISTE EST
    LA CUEVA DE MONTESINOS: UN DESCENSO A LOS INFIERNOS
    13 HABITACIONES PROPIAS EN UN CULIACÁN DESPUÉS DE LAS BALAS
    EL MUELLE DEL PUERTO GRANDE
    UN IMPERDONABLE OLVIDO DE LA LITERATURA ARGENTINA: LIBERTAD DEMITRÓPULOS
    AL OTRO LADO DE LA TRINCHERA HABÍA UN POEMA.
    EN TORNO A AFGANISTÁN: DIARIO DE UN SOLDADO
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    EL DESTINO Y LA IMPOSIBILIDAD DE SER FELIZ EN LA COSMOVISIÓN GRIEGA
    PICASSO Y LA POESÍA
    JACK FINNEY, DETECTIVE DEL TIEMPO
    "LA VIDA PERRA DE JUANITA NARBONI" DE ÁNGEL ÁZQUEZ: LA DIÉGESIS DE UNA NEUROSIS
    MÁNCHESTER: LA CAPITAL INGLESA DE LA MÚSICA ROCK (1976-1991)
    EL SÍNDROME DE KOTOV
    HOMENAJE A ANAHÍ LAZZARONI
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    LA SANTA MENTIRA
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    PAPEL PINTADO
    SANTIAGO AGUILAR Y CARLOS GARDEL. EL ESPAÑOL QUE SUPO QUE EL REY DEL TANGO ERA FRANCÉS
    DEL SILLÓN A LA JUNGLA
    ILDEFONSO RODRÍGUEZ: EL OFICINISTA DEL RÍO
    EL MUNDO DE 1984 Y SUS PARALELISMOS CON LA REALIDAD CONTEMPORÁNEA
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    LA SOMBRA DE DELIBES ES ALARGADA
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    EMILIA PARDO BAZÁN, LIBROS Y CABALLEROS EN EL SIGLO XIX
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