ARTÍCULOS
TOCAMOS TODOS LOS PALOS, INCLUIDOS LOS DEL FLAMENCO
por PERE MATEU TELLA Rosario Castellanos anunció Lección de cocina poco después que se publicara La mística de la feminidad de Betty Friedan, obras que componen una reflexión profunda sobre la realización de la mujer dentro del matrimonio convencional. Ambas fueron presentadas antes de los ochenta, pero con unos ideales revolucionarios que siguen vigentes en nuestro siglo. Paula Melchor en su obra Amor y pan, publicada recientemente, revoca parte de estos pensamientos al hablar de los rituales de comida, relacionándolos con la melancolía y la ausencia teniendo la mesa del comedor como escenario clave del mundo familiar, lugar en el que aparecen los primeros silencios, las primeras manchas y las primeras decepciones.
Construimos estos rituales desde la desorientación: Castellanos presenta la esposa perdida dentro de la cocina; no conoce este espacio, no ha recibido estas enseñanzas, pero tampoco quiere aceptarlas. Recuerda la libertad de la soltería, la mujer que cocina por supervivencia y no por el placer de un tercero. A través de un plato de carne expone su relación matrimonial que en ocasiones aparece como demasiado grande (referido al papel del matrimonio y a la relación de sumisión) y otras como un alimento insuficiente (demasiado pequeño para sus ideales de independencia y sus recuerdos de soltería). Incluso presenta la idea de carne pasada, con humo negro y olor nauseabundo para referirse a los problemas en el matrimonio, a los celos y a la locura controladora del marido: «A esta carne su mamá no le enseñó que era carne y que debería comportarse con conducta». Como respuesta a estas ideas propone dos escapes: el primero es el disimulo, ocultar los hechos, fingir una falsa felicidad y seguir adelante, escondiendo los sentimientos y mintiendo en la relación, este es el paso que han seguido muchas de las amas de casa a lo largo de la historia, ya fuese por miedo a las represalias o por costumbres inculcadas en la crianza. La segunda vía posible es la del desafío, relacionada con la lucha de pensamiento, la libre expresión, y mostrando la discusión como una salida, ya que sin controversia no llegamos a ningún sitio. Esta última es la que permite avanzar a la sociedad, en lo político y cultural y en las relaciones. Presenta un punto de vista revolucionario, muestra una esposa que ha perdido su individualismo, su propio nombre: «Perdí mi antiguo nombre y aún no me acostumbro al nuevo, que tampoco es mío». Relaciona este título de la escala tradicionalista con la pérdida del pasado, de la memoria, de la identidad, pero no solo eso, sino que también con la pérdida de aspiraciones futuras y de una mejora. Con todo se muestra inflexible, con unas ideas claras e independientes, no quiere cambiar su forma de ser ni de vivir por alguien, quiere seguir siendo ella y tiene claro que no va a coser botones ni a preparar exuberantes comidas. No busca responsabilidades de criada sin una intención monetaria, está en contra de estas ideas preconcebidas en los matrimonios clásicos. No quiere ser una mera pieza de tablero, quiere diseñar el juego, aunque eso incomode al marido y a la sociedad que le rodea. Así decide convertirse en lo que planteaba César Vallejo en sus escritos: «He almorzado solo ahora, y no he tenido madre, ni súplica, ni sírvete, ni agua».
1 Comentario
por JAVIER ALCORIZA 1. UN TEXTO IRRESPIRABLE. En el prefacio-carta a su traducción de Hamlet, André Gide polemiza con las anteriores traducciones de la obra. No pretende ser más literal, sino que su texto pueda servir para una representación. Shakespeare no ha sido un pensador en Hamlet, señala Gide, sino un poeta. El texto no es el de un “raciocinio áptero”, sino, digamos, un vuelo de Ícaro. La dificultad, el ser o no ser de su traducción, podría estar en la lengua misma. La lengua francesa es prosaica. ¿Podrá elevarse a las alturas de la poesía de Hamlet? Tal vez el francés no sea el instrumento adecuado para hacer sonar a Hamlet. Como le dice a Guildenstern, que nadie se proponga hacerle sonar como un caramillo (III, ii). ¿Habría en ese ataque una prolepsis de toda traducción de Hamlet? Haber captado esa dificultad al traducir Hamlet ya es un hallazgo del autor de Los monederos falsos. La novela de Gide comenzaba con la revelación sobre la filiación de su protagonista: «Más vale sudar que llorar». ¿Y si descubrimos que no somos quienes creíamos ser? ¿No es esa la pregunta de Hamlet para todos sus lectores, la distancia entre nuestro presente y nuestro destino, cualesquiera que sean? ¿Y cómo puede accederse al destino sino por una revelación? ¿Por un razonamiento? ¿Con un “raciocinio áptero”? ¿Significará eso que para leer Hamlet hay que repudiar la razón? ¿No razona bien el propio Hamlet cuando le aclara a su madre la diferencia entre la apariencia y la esencia del dolor, que “sobrepuja a todas las exterioridades” (I, ii)? Con todo, hay una profundidad en ese dolor que parece dominante en la obra entera. El de Hamlet sería un texto minado. ¿Cómo dar entonces, usando la frase de Henry James, con las «contraminas del arte»? El traductor, como hace Gide, ve los escollos en esa travesía. El traductor, como Hamlet hacia Inglaterra, ya está embarcado. No ve Hamlet desde la orilla de la lectura. El traductor es su intérprete. El riesgo de ser demasiado literal puede derivar en que el texto, como advierte Gide, sea «irrespirable». Ahora bien, ¿no se ha captado de esa manera una cualidad inherente a la obra misma? ¿No es Hamlet una obra irrespirable? ¿No es esto lo que pretende ser desde la pregunta inicial? «¿Quién vive?». 2. EL TRÁNSITO DE LA MELANCOLÍA. Pasar del bosque de Arden al castillo de Elsinor no es solo cambiar de lugar, como es obvio, sino de humor. ¿Es coherente el contraste? Tal vez lo más llamativo sea el título. A vuestro gusto, como otros títulos de Shakespeare que emplean frases (Mucho ruido y pocas nueces o A buen fin no hay mal principio), no destaca a ningún personaje. La tragedia de Hamlet es nominal. «Amleth», recuerda Harold Bloom, designa en antiguo noruego a «un loco tramposo que finge la idiotez». La comedia pone en pie de igualdad a diversos personajes. A vuestro gusto acaba con múltiples enlaces. Rosalinda era la maestra de ceremonias, hasta que delegaba en el dios Himeneo. La tragedia queda absorbida por el protagonista, sea Hamlet, Otelo o Macbeth. No todas las muertes son iguales. Sí hay promesa de igualdad en la felicidad del amor, que quiere consumarse en el matrimonio. Todo es promesa en la comedia, en lo mejor de ella, mientras que la tragedia culmina en un silencio póstumo. Hamlet no quiere que se desconozca su verdadera historia, que no es realmente la de su locura fingida. Hamlet quiere enmendar su nombre. Consideró oportuno «afectar unas maneras estrafalarias» (I, v) para no despertar sospechas tras la revelación del Espectro. La locura de Hamlet quedaba contenida en su melancolía. Podría decirse que era otra expresión suya, la más comunicativa. Podemos suponer que, desde la muerte del rey Hamlet, el príncipe se había sumido en el silencio. Lo primero que pronuncia, en un aparte, es un juego de palabras, como si su pensamiento fuera por delante del lenguaje: «Un poco menos que primado y un poco más que primo» (I, ii). Así será en el resto de la obra. El pensamiento de Hamlet avanza sobre los acontecimientos y retrocede sobre sí mismo. El monólogo será su acto de habla suicida por excelencia. La revelación del Espectro provoca un cambio de fase en la melancolía de Hamlet. Lo perturba por la exigencia de que ejecute la venganza por el crimen del que su padre ha sido víctima. La venganza es un acto. Sabemos que Hamlet someterá a crítica la revelación, por si el Espectro era «el diablo». La locura fingida será la coartada para su extraña conducta, de la que Claudio y Gertrudis ya se habían percatado: «No estés continuamente con los párpados abatidos, buscando en el polvo a tu noble padre» (I, ii). Aunque Polonio dé a entender que su locura proviene del rechazo de Ofelia, Claudio no lo aceptará. ¿Hasta qué punto no habrá acrecentado ese rechazo la melancolía de Hamlet? Shakespeare no pierde la oportunidad de echar más leña al fuego. ¿Era real o fingida la actitud de Hamlet que Ofelia describe a Polonio (II, i)? El «leal y honrado» Polonio se jacta de haber descubierto la causa de la locura del príncipe (II, ii): «...como lo advertí, fuerza es que os lo diga, antes de que mi hija me hablara de ello». Se lo contará después de las noticias que Voltimand trae del rey noruego sobre el arresto de Fortinbrás. Fortinbrás aparecerá justo después de la matanza de la escena final. La obra presenta estas inversiones, como la que hay de la locura fingida de Hamlet al verdadero trastorno de Ofelia. La melancolía no es compatible con el amor. En A vuestro gusto, Jaques, el viajero, se enfrentará a Rosalinda y a Orlando. Como señala Ted Hughes, en la mente del público Jaques no se distingue de Jaques du Boys, el estudioso hermano de Orlando que informa de la conversión del Duque Federico. El melancólico Jaques lo seguirá hasta su retiro. Ese retiro sería una prisión como Dinamarca: «Dinamarca es una cárcel» (II, ii). La melancolía puede llevar de la comedia a la tragedia. 3. AEGRITUDO. El antecedente de Hamlet, sin embargo, puede buscarse más allá de los dos Jaques. Ted Hughes apunta que Shakespeare compuso A vuestro gusto en el dantesco mezzo del cammin. A mi juicio, tanto o más que Dante, merece evocarse el nombre de Petrarca. Franciscus, la voz del autor en Mi secreto, podría ser una raíz de la melancolía de Hamlet. También Hamlet guarda su secreto. Primero les hace jurar a Marcelo y Horacio que no revelarán lo que han visto esa noche. Luego sabemos que ha hecho de Horacio su único confidente: «Esta noche se representará un drama ante el rey, y en él hay una escena de cierto parecido con las circunstancias que te conté de la muerte de mi padre. Te suplico que cuando llegue dicho paso observes a mi tío con toda la penetración de tu alma» (III, ii). El diálogo comenzaba con la distinción que hace Hamlet de Horacio por no ser esclavo de sus pasiones. No ser esclavo de las pasiones no significa estar exento de ellas. ¿No es la razón la que guía a Hamlet cuando decide fingirse loco o cuando, de manera improvisada, aprovecha la presencia de los cómicos para intercalar los versos con los que atrapar la conciencia del rey? La conciencia, el «temor de un algo», concluye Hamlet en su más célebre monólogo, hace de todos nosotros unos cobardes (III, i). Sobre esa palabra gravita la condena o la salvación del alma. La psicología en Hamlet está bajo la influencia de la teología: «¡O que no hubiese fijado el Eterno su ley contra el suicidio!» (I, ii). Más adelante, en el monólogo yuxtapuesto al de Claudio, teme que la venganza sea contraproducente. Las dudas de Claudio se suceden: «¿Qué hacer, pues? ¿Qué recurso me queda? Probemos lo que puede el arrepentimiento. ¿Qué no podrá? Y, sin embargo, ¿qué podrá cuando uno no puede arrepentirse? ¡Oh miserable condición la mía!». Hamlet razona así: «Un infame asesina a mi padre y yo, su hijo, aseguro al malhechor la gloria» (III, iii). No oye decir a Claudio que «palabras sin pensamiento no van al cielo». Se puede fingir el arrepentimiento. Claudio actúa durante toda la obra, mientras que lo que siente Hamlet está más allá de toda representación. William Hazlitt se preguntará si acaso puede interpretarse a Hamlet: «Un aire pensativo de tristeza debería posarse con reluctancia en su frente, pero sin apariencia de pesar fijo y sombrío. Está lleno de debilidad y melancolía, pero no hay aspereza en su naturaleza». Lo metateatral, como bien sabe Shakespeare, es el límite del arte. Hamlet instruye a los cómicos al decir que el arte ha de ser un espejo de la humanidad (III, ii). La interpretación no debe recargarse. La recomendación puede leerse en consonancia con el elogio de la templanza de Horacio. Horacio será el amigo en quien depositará Hamlet la confianza de preservar su historia. La historia de Hamlet sería incomprensible sin el secreto que se ha visto forzado a guardar. Durante toda la obra se renueva la pregunta de si Hamlet espera la ocasión propicia para vengarse o si tiene demasiados escrúpulos para matar a Claudio. «¡Matar a un rey!» (III, iv), exclamará su madre en la escena más especular de toda la tragedia, cuando Hamlet se haga eco de las palabras de su madre como «puñales» (III, ii) y le muestre enfrentados los retratos de los hermanos. El carácter de Hamlet, por mucho que lo consideremos un «libre artista de sí mismo», está dado de principio a fin, tal como explica Robert Ellrodt al apuntar a Montaigne como trasfondo adecuado de la lectura de Shakespeare. El efecto dramático magistral en Hamlet consiste en hacer que su carácter coincida con su destino en el acto V. Pero a Hamlet lo domina la melancolía como a Franciscus la aegritudo. El secreto de Hamlet es tan corrosivo como el de Petrarca. El del poeta del Cancionero sería un estado intermedio entre la inmutabilidad de Dante y la mutabilidad de Shakespeare. También Franciscus dialoga con un espectro, el de Agustinus. La crisis producida por la lectura de las Confesiones podría estar a la altura de la revelación del Espectro para Hamlet. ¿Acaso no sabía Petrarca que el laurel de la gloria poética suponía una amenaza para el efecto salutífero de la higuera en San Agustín? Como en Hamlet, el marco de referencia es más teológico que psicológico. Sin embargo, los tiempos están cambiando. 4. ¿ROMANO O DANÉS? «Retirémonos juntos y tened siempre, os ruego, el dedo en los labios... ¡El tiempo está fuera de quicio!... ¡Oh suerte maldita!... ¡Que haya nacido yo para ponerlo en orden!» (I, v). Horacio y Marcelo —y el Espectro— escuchan aquí a Hamlet. El Espectro es una revelación del pasado. Aún no ha purgado sus pecados. Cuando canta el gallo, decía Horacio, el incrédulo, «ningún espíritu se atreve a salir de su morada» (I, i). El Espectro confiesa haber muerto «segado en plena flor de mis pecados... con todas las imperfecciones sobre mi cabeza» (I, v). Hamlet dirá: «El espíritu que he visto bien podría ser el diablo, pues que al diablo le es dado presentarse en forma grata» (II, ii). Sin embargo, tras escuchar el ruego de que se acuerde de él, había declarado que iba a borrar «de las tabletas de mi memoria todo recuerdo trivial y vano, todas las sentencias de los libros, todas las ideas, todas las impresiones pasadas, que copiaron allí la juventud y la observación». Así como hay dos Hamlet, padre e hijo, hay dos Hamlet, el piadoso y el desconfiado. La dificultad estriba en que la piedad pasa por el recuerdo de un «mandato» cruento, que haría mezclarse a Hamlet con «este jardín de malas hierbas sin escardar» (I, ii), «este desquiciado globo» (I, v), esta «hedionda y pestilente aglomeración de vapores» (II, ii). Al modo socrático, Hamlet consentiría en que es preferible padecer el mal a infligirlo. Su condición filosófica, en el quicio del tiempo, o de las épocas, le hace pasar de la obligación de la sangre a la sospecha racional. Hamlet no es solo el personaje del «ser o no ser», sino del ser y no ser. En él coexisten lo antiguo y lo moderno, el catolicismo (que preservaba la creencia en el contacto ritual con los muertos) y el protestantismo, que sometería a crítica la Eucaristía como repetición de la institución sacramental. ¿Cómo va a ser capaz Hamlet de «poner en orden» el tiempo? Bruto, en Julio César, anticipa al honorable Hamlet: «¡Nos hemos levantado todos contra el espíritu de César, y en el espíritu del hombre no hay sangre! ¡Oh, que no pudiésemos inmolar el espíritu de Cesar y no desmembrar al César! Pero, ¡ay!, ¡César tiene por ello que verter su sangre» (II, i). Bruto advertía que «entre la ejecución de un acto terrible y su primer impulso, todo el intervalo es como una aparición o una horrorosa pesadilla». Hamlet dirá que podría ser el rey del espacio infinito en una cáscara de nuez si no fuera por sus «malos sueños» (II, ii). Las afinidades de Hamlet con Bruto dibujan el escenario de ambas tragedias, con su lección póstuma de integridad. Antonio pronuncia el elogio de Bruto: «Su vida fue pura, y los elementos que la constituían se compaginaron de tal modo que la naturaleza, irguiéndose, podía decir al mundo entero: ¡Este era un hombre!» (V, v). Horacio, a punto de suicidarse, dirá tener más «de antiguo romano que de danés». Tras la primera aparición del Espectro, recuerda que «en la época más gloriosa y floreciente de Roma, poco antes de sucumbir el poderosísimo Julio, las tumbas quedaron vacías...» (I, i). El rey Hamlet y Julio César quedan juntos en la mente del espectador. ¿Cómo no iban a estarlo en la del príncipe Hamlet, estudiante en Wittenberg, que recita los versos del pasaje inspirado en el relato de Eneas a Dido sobre la muerte de Príamo a manos de Pirro? Ese es el telón de fondo, el de la historia antigua y el mito clásico, sobre el que cobra relieve la figura de Hamlet, la más viva de la tragedia, a pesar de que se presente, en palabras de G. Wilson Knight, como «embajador de la muerte». No podemos escapar, afirma Harold Bloom, a los progresos de la interioridad que observamos en Hamlet. ¿Ha puesto Hamlet en orden el tiempo? ¿No ha borrado de nuestra memoria, hasta cierto punto, todos los libros que habíamos leído? ¿Es tan «profética» (I, v) el alma del poeta como la del protagonista, que parece conocer la revelación del Espectro antes de oírla? ¿Cómo podrán recuperarse los monólogos en los que Hamlet vierte, por así decirlo, la “sangre” de su espíritu? Por la puesta en escena, están fuera del alcance de Horacio, más romano que danés, más antiguo que moderno. Todos somos Hamlet, se atreverá a escribir Hazlitt, para quien el personaje no puede ser interpretado. ¿No deberá, en todo caso, interpretarse Hamlet contra Hamlet? 5. LA CARGA ARCAICA. ¿Se puede aspirar a esa interpretación sin incurrir en el pecado original del historicismo? Que la época de Shakespeare no contenga todas las claves de su riqueza no debería empujarnos a una idea desaforada del genio de Shakespeare. Es cierto que Shakespeare parece haber batido a Christopher Marlowe en su propio terreno, cuando crea Shylock frente a Barrabás. El judío de Venecia parece desafiar a la comedia en que se ve inmerso. Shakespeare, como dice John Middleton Murry, es magnífico a la hora de humanizar el melodrama: sus personajes cobran vida en virtud de esa capacidad. ¿Qué podía dejar atrás Shakespeare, aun sin proponérselo? Roberto Calasso lo subraya en su texto marginal, para la solapa de una edición del teatro de Marlowe, en Cien cartas a un desconocido. Primero nos cita el elogio de Swimburne: «Marlowe es el mayor descubridor, el pionero más audaz y más inspirado de toda la literatura poética inglesa». Luego emite su propio juicio: «El teatro de Marlowe pasa por alto y excluye la reducción de los hechos a una convención psicológica que será, en diversas formas, la línea dominante en el teatro europeo de las épocas posteriores a él, hasta derivar en el naturalismo... En este gran poeta, sabio y especulativo, actuaba una poderosa carga arcaica». Como lectores de La ansiedad de la influencia, tendemos a considerar a Shakespeare como el rival victorioso de Marlowe. Sin embargo, la gran influencia de Shakespeare no estaría en haber procurado, en ningún caso, la reducción psicológica de los hechos que ocurren en sus obras. ¿Estamos en condiciones de leer las tragedias de Shakespeare? Desde el punto de vista del constitucionalismo literario, según George Anastaplo, la necesidad de la tragedia vendría dada por la oportunidad de extraer de ella lecciones de prudencia. El lector filosófico querría estar a la altura de ese desafío. Sin embargo, las obras de Shakespeare también eran las “escrituras”, por así llamarlas, de los Anarquistas Conservadores Cristianos. Bajo esa denominación se encontraba el historiador americano Henry Adams, cuyo diagnóstico de la multiplicidad moderna no dejaría lugar a dudas sobre la fuerza de la inercia que se habría apoderado del curso de la historia en el siglo XX. Para el medievalista, el mundo antiguo no habría sido, como es obvio, ninguna Edad de Oro, pero las manifestaciones artísticas, desde la poesía épica hasta la arquitectura gótica, habrían perdurado como testimonio de las aspiraciones vivas de una fe común. ¿No habría sido aquel mundo como el repositorio y contexto tanto de la carga arcaica de Marlowe como de la nueva forma de elevación que parece presidir todas las fuertes expresiones de Shakespeare? La reducción psicológica sería incompatible con el pathos de tragedias como Hamlet o El rey Lear. ¿No se habría convertido el lector no filosófico en la víctima de aquel naturalismo intelectualista que pretende brindar un arte socialmente edificante, pero lejos del impredecible impacto que la representación o la mera lectura de Shakespeare puede producir? ¿Y no reside en gran medida la potencia de esa lectura en el rastro que ha dejado el hecho de que el poeta haya tratado de satisfacer a un público complejo, compuesto tanto de espectadores instruidos (o filosóficos) como bárbaros (o no instruidos)? 6. LITERATURA DE PODER. ¿Es Hamlet una obra de pensamiento? En todo caso, como decía Thoreau, de «pensamiento salvaje». Está fuera de duda que ha satisfecho a un público complejo. Seguimos estudiando Hamlet, seguimos leyendo Hamlet. John Gielgud, uno de sus mejores intérpretes, tiene sus dudas sobre la conveniencia de aprovecharse para Hamlet del impulso adquirido por las numerosas representaciones. Volvemos así a nuestro punto de partida. ¿Son “respirables” las traducciones de Hamlet? ¿Es Hamlet respirable? Decía Oscar Wilde que la gran cuestión planteada por Hamlet es si los críticos están locos o solo fingen estarlo. Hemos indicado que el teatro dentro del teatro es el techo (o cielo) de la especulación hamletiana. No en vano, Shakespeare parece dirigirse con Hamlet tanto a los actores como a un público variado. John Wain afirma que es crucial preguntarse siempre en Shakespeare quién habla a quién. Las palabras en escena están a un paso de convertirse en acciones. Cuando Hamlet le cuenta a Horacio su travesía, vemos que en ese trance —el peligro de muerte— se reafirma su capacidad de improvisar. Sustituye la carta de Rosencrantz y Guildenstern y los envía a la muerte. Horacio le dice al embajador que el rey «jamás dio orden alguna para tal muerte» (V, ii). El espectador participa en la comprensión de esa escena tanto como de la descripción que hace la reina de la muerte de Ofelia. El espectador, al final, está en una posición más favorable que Horacio para volver a contar la historia de Hamlet. ¿A quién se la contará? ¿Por qué? Tanto Horacio como los espectadores somos conscientes de que la tragedia no puede reducirse a una serie de “actos impúdicos”. Pero los monólogos de Hamlet no son transmisibles. Tampoco deberían aislarse del contexto en que son pronunciados. Aunque el monólogo central soporte la tensión del agnosticismo de Hamlet y, por delegación, del propio Shakespeare, sus límites vienen dados por una escena en particular. Los monólogos serían lo que haría de Hamlet el «poema ilimitado» (II, ii) al que se refiere Polonio. Sin embargo, la boba retahíla de Polonio no tiene ese sentido. Usar la tragedia de Hamlet más allá de sí misma podría convertirse en la última tragedia de Hamlet. ¿Qué correctivo puede aplicarse para retomar, al menos en nuestra imaginación, el modo más adecuado para devolverla a su lugar central en el canon de Shakespeare? Bloom integra a Hamlet en la familia de personajes cuya vitalidad desborda la literalidad. Como Falstaff o Rosalinda, por aludir a los ya mencionados, Hamlet parece guardar aún más de lo que dice. Sigue latente en nuestro recuerdo de la obra. Parece pedir ir más allá de sus términos: poema ilimitado, poesía interminable. A mi juicio, una manera de resolver esta encrucijada entre el personaje y su obra es volver a las convicciones que Shakespeare declara por boca de sus personajes: «Cuando sucumbe el monarca, la majestad real no muere sola, sino que, como un vórtice, arrastra consigo cuanto le rodea; es como una formidable ruda fija en la cumbre de una altísima montaña, y a cuyos enormes rayos están sujetas y adheridas diez mil piezas menores que, al derrumbarse, arrastra consigo todos estos débiles adminículos que, como séquito mezquino, la acompañan en su impetuosa ruina» (III, iii). Creo que nuestra pregunta por la genialidad de Shakespeare no debería perder de vista la respuesta indirecta que ofrece el comentario de Rosencrantz a la petición del rey para que acompañen a Hamlet a Inglaterra. Se podría objetar que no es otra la retórica del orden jerárquico que emplea Ulises al responder a Agamenón sobre las dificultades de los griegos tras la cólera de Aquiles en Troilo y Crésida. Pero Shakespeare no es un héroe de la retórica, como Ulises, sino un poeta. La parte de verdad que debe a su público sería equiparable a la parte de verdad sobre la distribución y el ejercicio del poder que asigna a su rey o príncipe. Por supuesto, la intervención del pueblo, como hemos visto en Enrique IV, no puede ser descontada de la ecuación que contiene la variable de la majestad. En todo caso, ni el príncipe ni el pueblo están interesados en los sentimientos privados del poeta. Shakespeare, como Mozart, aprende a conocer a su público en cada una de sus creaciones. No es un arte de consumo, decía Wain, sino de participación. ¿Se puede llegar a participar de la tragedia de Hamlet? ¿Es suficiente admitir, con el crítico, que todos somos Hamlet, o será preciso extender la consideración hasta el orden político que venga a garantizar la continuidad del reino más allá de esa escena final sembrada de cadáveres? ¿No es otra manera de procurar la supervivencia de la literatura, no comprometerse ideológicamente con el régimen político sin desentenderse de la reflexión que lleva a sus últimas consecuencias el respaldo o el rechazo de las decisiones que adoptan quienes ejercen el poder? Ya sabemos que Hamlet, por usar la frase de Thomas de Quincey, es literatura de poder, no de conocimiento. Sus resultados no pueden ser trascendidos. La pregunta es si sus efectos no pueden llegar a esterilizar nuestra imaginación cuando tratamos de colonizar con sus principios —o su cuestionamiento de todo principio— una época que ya no le corresponde. ¿Puede el ser humano juzgarse “ahistóricamente” el heredero de Hamlet o de la gran literatura? ¿Quién ha de erigirse en heredero de Hamlet? Solo alguien que, con la misma osadía, haya lanzado a sus hombres a una conquista lógicamente absurda, pero que colma toda la sed de honor del espíritu humano. Desde ese borde del precipicio sigue asistiendo el propio Hamlet a la tragedia de la locura humana. Ser testigos de su reacción nos deja en la posición especular que habría postulado el príncipe como autor de su poética. ¿Queda en pie algún presupuesto del mundo antiguo? ¿No son la firmeza de la fidelidad y el valor del honor lo que causaría tan fuerte impresión tras la lectura difícil y corrosiva de Troilo y Crésida? Se ha dicho que esa es la obra que habría escrito Hamlet. 7. LECCIONES DE HAMLET. Con Shakespeare, decía Emerson, seguimos de puertas afuera. Y todo lo lejos que podemos llegar en esa exterioridad tiene que ver con el alcance de la representación. Los siglos verán la puesta en escena de la muerte de Julio César, un acontecimiento que se sobrepone a la motivación de sus perpetradores. “La ratonera” seguirá siendo en cada puesta en escena de Hamlet la obra dentro de la obra para poner de manifiesto la culpa de Claudio. He ahí la distancia entre antiguos y modernos. Como hemos visto, no puede dejarse a Shakespeare en un solo platillo de la balanza. Su individualidad resultará problemática si la observamos con la lente de nuestro tiempo. La unidad de Shakespeare no parece dialéctica, sino orgánica. Compaginar todos los personajes, todas las escenas de una obra, debía de ser su problema personal. Hamlet nos impide pensar que tal problema sea más perentorio que el sentido de elevación con el que la tragedia se aproxima a su final. De nuevo, su final es la cima más alta de la tragedia más difícil de Shakespeare. Las lecciones de la filosofía suenan pedestres en comparación con esa culminación de su estructura. Son las lecciones que Hamlet le refiere a Horacio. Primero, alaba su templanza, que le permite recibir con igual semblante «los favores y reveses de la fortuna» (II, ii). Más tarde, en el cementerio, le insiste a Horacio en que podemos ver con la imaginación cómo la grandeza desciende a lo ínfimo (V, i). ¿Quién lo dice, cuándo, a quién lo dice? Atender a ese proceso «con toda moderación y verosimilitud» sería la mayor recompensa que podemos obtener de una obra que, según se ha dicho, parece albergar “la nada” en su mismo centro. Sin embargo, cabe la sospecha de que esa nada sea una aportación del lector, un “algo” que no se desprende de la lectura misma de la obra. Seguir leyendo Hamlet con todas las cautelas posibles suena como una última recomendación que el príncipe nos haría antes de desaparecer. La tentación de olvidarla es muy grande, cuando venimos de borrar los registros del pasado y de enfrentarnos a la profecía fatal de que el resto es silencio. ¿No es entonces el momento de recuperar las primeras palabras de la obra, de entender como un reto al Espectro la pregunta de Bernardo a Francisco: «¿Quién vive?». * Este ensayo se corresponde con la cuarta conferencia del seminario temático Shakespeare, “profesor de filosofía”, celebrado entre enero y junio de 2023 y organizado por la Biblioteca Regional y el CPR de la Región de Murcia. La tercera sesión estuvo dedicada a A vuestro gusto. BIBLIOGRAFÍA
The Oxford Shakespeare. The Complete Works, ed. de J. Jowett, W. Montgomery, G. Taylor y S. Wells, Clarendon Press, Oxford, 2005. WILLIAM SHAKESPEARE, Obras completas, trad. de L. Astrana, Aguilar, México D.F., 1991, 2 vols. —, Hamlet, trad. de A. Gide, Gallimard, París, 1946. HENRY ADAMS, La educación de Henry Adams, trad. de J. Alcoriza y A. Lastra, Alba, Barcelona, 2001. HAROLD BLOOM, Shakespeare. La invención de lo humano (1998), trad. de T. Segovia, Anagrama, Barcelona, 2002. —, La ansiedad de la influencia, trad. de J. Alcoriza y A. Lastra, Trotta, Madrid, 2009. ROBERTO CALASSO, Cien cartas a un desconocido, trad. de E. Dobry, Anagrama, Barcelona, 2007. THOMAS DE QUINCEY, Works, James R. Osgood, Edimburgo, 1873 ROBERT ELLRODT, Montaigne and Shakespeare. The emergence of modern self-consciousness, Manchester University Press, Manchester, 2015. RALPH WALDO EMERSON, Hombres representativos, trad. de J. Alcoriza y A. Lastra, Cátedra, Madrid, 2008. , trad. De M. Berástegui, Alba, Barcelona, 2001. WILLIAM HAZLITT, Personajes de Shakespeare, trad. de J. Alcoriza, Cátedra, Madrid, 2023. TED HUGHES, Shakespeare and the Goddess of Complete Being, Faber, Londres, 2021. G. WILSON KNIGHT, Shakespeare y sus tragedias. La rueda de fuego, trad. J. J. Utrilla, FCE, México, 1993. JOHN MIDDLETON MURRY, Shakespeare, Jonathan Cape, Londres, 1936. FRANCESCO PETRARCA, Mi secreto. Epístolas, trad. de R. Arqués Corominas, Cátedra, Madrid, 2011. REGINA MARA SCHWARTZ, Sacramental poetics at the dawn of secularism: when God left the world, Stanford University Press, Stanford, 2008. HENRY DAVID THOREAU, Escribir, trad. de J. Alcoriza, A. Lastra y A. Casado da Rocha, Pre-Textos, Valencia, 2008. FERNANDO VELA, Wolfgang Amadeus Mozart, Alianza, Madrid, 1985. JOHN WAIN, El mundo vivo de Shakespeare, trad. de J. Siles, Alianza, Madrid, 1964. |
ARTÍCULOS
El Coloquio de los Perros. ESTARÉ BESANDO TU CRÁNEO. "PRINCIPIO DE GRAVEDAD" DE VICENTE VELASCO
LOS AÑOS DE FORMACIÓN DE JACK KEROUAC ALGUNAS FUENTES FILOSÓFICAS EN LA NARRATIVA DE JORGE LUIS BORGES EDWARD LIMÓNOV: EL QUIJOTE RUSO QUE SINTIÓ LA LLAMADA A LA ACCIÓN EXILIO Y CULTURA EN ESPAÑA VIGENCIA DE LA RETÓRICA: RALPH WALDO EMERSON, MIGUEL DE UNAMUNO Y EL AYATOLÁ JOMEINI LA VISIÓN DE RUBÉN DARÍO SOBRE ESPAÑA EN SU LIBRO "ESPAÑA CONTEMPORÁNEA" PUNTO DE NO RETORNO JOSÉ MANUEL CABALLERO BONALD: ENTRE LA NOCHE Y LA CREACIÓN EL HIELO QUE MECE LA CUNA NO FUTURE MUERTE EN VENECIA: DE LA NOVELA AL CINE GUILLERMO CARNERO: DEL CULTURALISMO A LA POESÍA ESENCIAL ARCHIPIÉLAGOS DE SOLEDAD DENTRO DE LA PINTURA JUAN GOYTISOLO, NUEVO PREMIO CERVANTES, LA LUCIDEZ DE UN INTELECTUAL CONTEMPORÁNEO LA INFLUENCIA DE LUIS CERNUDA EN LA OBRA DE FRANCISCO BRINES EL LENGUAJE POÉTICO, REALIDAD Y FICCIÓN EN LA OBRA DE JAIME SILES EL ENSAYO COMO PENSAMIENTO GLOBAL EN LA OBRA DE JAVIER GOMÁ DESIERTOS PARADÓJICOS, DESIERTOS MORTÍFEROS DOS POETAS ANDALUCES Y UNA AVENTURA EXISTENCIAL "NEO-NADA", DE DOMINGO LLOR EL SOMBRÍO DOMINIO DE CÉSAR VALLEJO LAURIE LIPTON: DANZAS DE LA MUERTE EN UNA ERA DEL VACÍO MUJICA. LA SAPIENCIA DEL POETA IMITACIÓN Y VERDAD. JOHN RUSKIN LA OBRA LUMINOSA DE ÁLVARO MUTIS A TRAVÉS DE MAQROLL EL GAVIERO SIEMPRE DOSTOIEVSKI. REFLEXIONES SOBRE EL CIELO Y EL INFIERNO ANÁLISIS DEL PERSONAJE DE OFELIA EN HANMLET DE WILLIAM SHAKESPEARE EL QUIJOTE, INVECTIVA CONTRA ¿QUIÉN? ESQUINA INFERIOR DERECHA, ESCALA 1:500 BAUDELAIRE Y "LA MUERTE DE LOS POBRES" "ES EL ESPÍRITU, ESTÚPIDO" CONEXIÓN HISPANO-MEJICANA: JUAN GIL-ALBERT Y OCTAVIO PAZ LADY GAGA: PORNODIVA DEL ULTRAPOP LA BIBLIA CONTRA EL CALEFÓN. LAS IMÁGENES RELIGIOSAS EN LOS TANGOS DE ENRIQUE SANTOS DISCÉPOLO VILA-MATAS, EL INVENTOR DE JOYCE. UNA LECTURA DE "DUBLINESCA" UNA BOCANADA DE AIRE FRESCO: EL NUEVO PERIODISMO COMO LA VOZ DEL ANIMAL NOCTURNO. BREVES ANOTACIONES SOBRE LA TRAYECTORIA POÉTICA DE CRISTINA MORANO JOHN BANVILLE: LA ESTÉTICA DE UN ESCRITOR CONTEMPORÁNEO KEN KESEY: EL MESÍAS DEL MOVIMIENTO PSICODÉLICO CINCUENTA AÑOS DE UN LIBRO MÁGICO: RAYUELA, DE JULIO CORTÁZAR LA INCOMUNICACIÓN Y EL GRITO QUEVEDO REVISITADO: FICCIÓN, REALIDAD Y PERSPECTIVISMO HISTÓRICO EN "LA SATURNA" DE DOMINGO MIRAS LAS RIADAS DEL ALCANTARILLADO MÚSICA EN LA VANGUARDIA: LA ESCRITURA DE ROSA CHACEL MULTIPLICANDO SOBRE LA TABLA DE LA TRISTEZA: UNA APROX. A LA TRAYECTORIA POÉTICA DE JOSÉ ALCARAZ RUBÉN DARÍO EN LOS TANGOS DE ENRIQUE CADÍCAMO THE VELVET UNDERGROUND ODIABAN LOS PLÁTANOS "TREN FANTASMA A LA ESTRELLA DE ORIENTE" DE PAUL THEROUX: EL VIAJE COMO FORMA DE CONOCIMIENTO EL TEMA DEL VIAJE EN LA PROSA FANTÁSTICA HISPANOAMERICANA GUERRA MUNDIAL ZEUTA LA HAZAÑA DE PUBLICAR UN NOVELÓN CON SOLO 25 AÑOS JACINTO BATALLA Y VALBELLIDO, UN AUTOR DE REFERENCIA EL OJO SONDA: LA MIRADA DE TERRENCE MALICK SURF Y MÚSICA: MÚSICA SURF EL PERSONAJE METAFICCIONAL DE AUGUST STRINDBERG MARCELO BRITO: PRIMEROS PASOS HACIA EL TREMENDISMO EN LA OBRA DE CAMILO JOSÉ CELA EPIFANÍAS JOYCEANAS Y EL PROBLEMA AÑADIDO DE LA TRADUCCIÓN EL VALLE DE LAS CENIZAS RASGOS BRETCHTIANOS EN "LA TABERNA FANTÁSTICA" DE ALFONSO SASTRE AL OESTE DE LA POSGUERRA. JÓVENES EXTREMEÑOS EN EL MADRID LITERARIO DE LOS CUARENTA LORD BYRON Y LA MUERTE DE SARDANÁPALO JUAN GELMAN. UNA MIRADA CARGADA DE FUTURO FRANZ KAFKA: UN ESCRITOR DISIDENTE Hemeroteca
Archivos
Julio 2024
Categorías
Todo
|