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TOCAMOS TODOS LOS PALOS, INCLUIDOS LOS DEL FLAMENCO
por PEDRO GARCÍA CUETO John Banville ha ganado el Premio Príncipe de Asturias de las Letras por su obra, un premio que reconoce a un escritor de estilo meticuloso, de prosa deslumbrante y de mirada honda, uno de los mejores de nuestra narrativa contemporánea. Banville ha triunfado con sus novelas de misterio, con el pseudónimo de Benjamin Black, en la línea de su añorado Raymond Chandler, donde las descripciones brillan con singular fuerza. Para el escritor irlandés la literatura es un espejo de la belleza, solo así se produce el milagro literario, el deslumbramiento del lector ante las palabras luminosas de un inspirado escritor. Si en la novela negra asistimos a un juego de luces y sombras donde lo importante es el muerto, como él mismo ha confesado, donde el protagonismo del asesinado late en toda la novela, nos va dejando retazos de su presencia, lo sentimos en la piel, en sus novelas más literarias, si puede utilizarse esa expresión, Banville araña la condición humana, crea a través de unos personajes la trama interior que siempre late arañada de dolor, como ocurrió en uno de sus grandes libros, El mar, donde vemos y sentimos a los personajes, la evocación del ayer, frente al mar, como un eco sonoro que vuelve siempre, una experiencia mágica que produce la lectura afortunada, cincelada casi de Banville, todo un universo del lenguaje y de la imaginación. En El mar asistimos al mejor Banville, la novela ganó el Premio Man Booker en el 2008, es una meditación honda sobre la pérdida, acerca de la memoria y su punzante eco, a través de un personaje, Max Morden, el cual se retira a un pueblo costero en el que veraneó de niño con sus padres. Es la huida de un hombre que ha perdido a su mujer tras una larga y penosa enfermedad, pero también es el reencuentro con el ayer, con lo que ha marcado su vida, donde la infancia se vuelve un paraíso, que podemos reconstruir desde el presente, modelando sus aristas, envolviendo su luz en un espacio nuevo, que nace de la experiencia y de la vida ya dejada atrás. El mar es una novela que nos atrapa, sus páginas son como un cúmulo de arena que se adentra en nuestra piel, nos viste, se adhiere a nosotros para que sintamos su árido tacto envuelto junto a la sal del mar. La novela nos acompaña en su lectura, nos deja el rastro del verano, del sol y los atardeceres, de la mirada amorosa del niño que soñó con una mujer imposible, pero también del niño que amó y sufrió en silencio su impotencia ante un amor imposible. Entre el presente y el pasado, la novela nos transforma, nos hace ver lo vulnerables que somos, lo débil que es nuestro existir, un vano y presuntuoso esfuerzo para dotar de trascendencia a todo aquello que carece de ella. Max recuerda a la señora Grace, nos la describe con poderoso influjo y la vemos, la sentimos, captamos su olor, su tacto, toda ella, gracias a la prosa de Banville: La señora Grace apareció en la orilla. Había estado en el mar, y llevaba un traje de baño negro, ajustado y de un brillo oscuro, como una piel de foca, y encima de él una especie de falda cruzada hecha de una tela diáfana, que se sujetaba en la cintura con un solo botón y se abría a cada paso que daba para revelar sus piernas bronceadas y bastante gruesas, aunque torneadas. Pero el recuerdo y la evocación no es solo una descripción física, sino un universo interior que la prosa del escritor irlandés va trenzando, como una madeja, un hilo fino que nos enreda irremisiblemente: La señora Grace está sin aliento, y se hincha la tersa ladera de su pecho, color de arena. Levanta una mano para apartarse un pelo que se ha quedado pegado a la frente mojada y fijo la mirada en la secreta sombra que hay bajo la axila, azul ciruela, el tono de mis húmedas fantasías en noches venideras. No solo el recuerdo de la señora Grace y de su hija Chloe crean en la novela un universo apasionante, sino también el presente, la mujer que va muriendo, la esposa de Max, condenada por una terrible enfermedad de nuestro tiempo, donde sentimos cómo somos cuerpo, cómo toda nuestra vanidad es nada, cómo la vida comprende solo un espacio de lodo y dolor: Era algo que no debía haberle ocurrido, que no debería habernos ocurrido. Nosotros no éramos de ésos. La desdicha, la enfermedad, la muerte prematura, esas cosas le pasan a la buena gente, a los humildes, a la sal de la tierra, no a Anna, ni a mí. El mar es el fondo del dolor, el lugar de reencuentro, el espacio de la eternidad, donde nos contemplamos, para hacernos preguntas sin respuestas, donde nos vemos, para sufrir, con la quietud de un tiempo que pasa sin que apenas nos demos cuenta, llevando el dolor a cuestas, el cáncer que crece dentro, como un mal imparable, al ritmo de las olas, de las aguas que nadie ni nada pueden contener. Ver fotografías a través del dolor, eso hace Anna, sabiendo que los rostros amados ya son historia, que jamás verá las fotos que vendrán después, la muerte como un vendaval se llevará su cuerpo, quedará solo el eco de una foto, el sonido callado de una palabra que apenas podemos pronunciar: Anna esparció las fotografías a su alrededor, y las estudió ávidamente, los ojos iluminados, eso ojos que por entonces habían comenzado a parecer enormes, que comenzaban en el armazón del cráneo. Las fotos que ve denotan el horror, la enfermedad latente, una mujer sin pecho, un bebé hidrocéfalo, la ira de Dios, la que cuestiona Banville como si fuésemos marionetas manejadas por un ser insensible y cruel, que llena el pecho de los curas, pero que maltrata a los seres humanos, los lleva a la cosificación más cruel. Novela dura, desgarradora, que nos deja una honda impresión, si el eco del mar nos salva de la crueldad humana en el pasado, en el presente, esta se manifiesta, nos hiere hasta el tuétano, tan inmenso es el desacuerdo entre nuestro sentir y el que nos ofrece un mundo que se acaba, de injusta manera. Queda el mar, el sol, la Naturaleza en su esplendor, la que vive Max, sabiendo que un día también serán epitafio, su propia tumba, el lugar que presenciará su muerte, recordando los versos terribles de Pavese: Vendrá la muerte y tendrá tus ojos. Acabo con esa presencia, con ese aroma que fundamenta una novela dura, sin concesiones, pero luminosa, porque lucha en cada página contra la muerte, con el afán de permanecer, a través de la belleza del mundo: Era un ocaso igual a éste, la tarde de domingo cuando llegué para quedarme, después de que Anna se hubiera ido para siempre. Aunque era otoño y no verano, los rayos de sol, de un dorado oscuro, y las sombras negrísimas, largas y finas, con la forma de cipreses caídos, eran los mismos, y reinaba la misma sensación de que todo estaba cubierto de gemas y con el mismo azul ultramarino del piélago. Me sentí inexplicablemente ligero; era como si la tarde, empapada y goteando con su falaz patetismo, me hubiera quitado temporalmente el peso del dolor. Sin duda alguna, Banville sabe que mirando el mar nos volvemos leves, nos hacemos insignificantes, todo lo importante de nuestra vida se queda en nada, somos ligeros, porque allí empieza y acaba todo, en el vaivén de las olas, en ese transcurrir del día hacia el ocaso, donde la vida pierde su trascendencia y solo existir, sin nada más en nuestro interior, es lo importante. Antigua luz, por otro lado, es un libro luminoso en la prosa de Banville. Alexander Clave es un viejo actor de teatro que recuerda su viejo amor, encuentra en una joven el eco del pasado, su vuelo interminable. Es una novela que retoma la importancia del ayer, la sensualidad, más acentuada que en El mar, de una época que fue luz y ahora es sombra, el peso liviano de toda trascendencia, en la línea de sus anteriores novelas. Lo más destacable es el esfuerzo de Banville por hacernos ver el mundo interior del protagonista, su vanidad, sus deseos, el fracaso de su universo, donde el teatro es el escenario de una historia que siempre ofrece flecos, nuevas sombras, luces de neón que llevan los telones rasgados, los de la pérdida de la felicidad. Antigua luz crece como un cáncer en nuestra retina, es la historia de una dolorosa ausencia, un latido que se deshace, un tiempo que se desvanece, unas luces que se apagan antes de finalizar la función. El esteticismo de Banville, su maestría para crear universos, está presente, como final de mi estudio, de una interesante y brillante novela que deja páginas inolvidables, cerca de la perfección que aquí se escapa, pero que casi toca la misma: Era junio, pleno verano, época de tardes interminables y noches blancas. ¿Quién puede imaginar lo que sentía un muchacho al ser amado en esa época del año? Lo que yo era demasiado joven para reconocer, comprender, era incluso cuando el año está en su mejor momento ya siente el impulso de su declive. En estas líneas está la clave de la novela, todo impulso muere, cuando está en alza, porque, nos dice Banville, la vida es un declive continuo, una evocación del ayer, un recuerdo del pasado siempre, vivimos el presente muriendo, haciéndolo pasado, queriendo preservar su belleza, como el enamoramiento de este hombre de teatro de una joven que es espejo de su antiguo amor, queremos recomponer las piezas, como en las fotografías que veía Anna, la mujer de Max, en El mar, fotografías horrendas que nos alivien, pensando que estamos vivos y que, al final, lo único que importa es estar, sin más pretensiones, mirando al mar y sentirnos ligeros.
Banville logra el premio Príncipe de Asturias por una prosa cuidada y esmerada, que busca permanecer. Es, sin más, un gran escritor de nuestro tiempo.
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por JUANDE MERCADO El tiempo líquido que hoy es el reloj de arena de nuestras vidas hace difícil valorar en su justa medida esa década en que se vivió peligrosamente denominada acertadamente contracultura. Durante la década de los sesenta y, especialmente en Estados Unidos, se produjo un estallido juvenil vital tan sísmico que puso en jaque el status quo pacientemente construido durante la era Eisenhower. Aunque no se consiguió el ambicioso fin de que el capitalismo fuese un sistema económico puesto al servicio de la natural alegría de vivir del hombre, sí se puede afirmar, sin una glorificación fatua del pasado, que muchos de los actuales estilos de vida hedonistas y libérrimos adoptados por parte de la clase media occidental son deudores de esos cambios sísmicos originados durante la contracultura norteamericana. Quisiera centrar mi artículo en uno de esos visionarios americanos que, a principios de los sesenta, supo captar como nadie que los tiempos estaban cambiando e intuyó que (esta vez sí) el motor de cambio iba a ser una juventud ansiosa por romper la aburrida normalidad de la vida de sus padres. Me estoy refiriendo al lúcido y carismático Ken Kesey. Es curioso e, incluso, paradójico, que el hijo del fundador de una cooperativa agrícola de Oregon se convirtiera en un agitador cultural encargado de capitanear un grupo llamado Merry Pranksters (Alegres Bromistas), organizadores y protagonistas de una serie de fiestas totales lisérgicas bautizadas con el nombre de Kool Acid Test (Pruebas de Ácido) en la costa oeste: la zona del show-time por excelencia. A finales de los cincuenta, Kesey era uno de los integrantes de la bohemia de Perry Lane, cerca de Palo Alto (California), que cursaba estudios de escritura creativa en Stanford. Un amigo de este círculo, Vic Lowell, le animó a presentarse como cobaya humana en una serie de pruebas científicas auspiciadas por la CIA para estudiar los efectos de ciertas drogas sobre los humanos. Una de estas drogas fue el LSD y las pruebas acontecieron un par de años antes de que Leary y Alpert “institucionalizaran” la ingesta de LSD dándolo a consumir a sus alumnos de Harvard. Para Kesey, esta experiencia lisérgica fue su particular caída del caballo yendo hacia Damasco y, casi sin quererlo, se convirtió en el principal proselitista del LSD en la costa oeste intentando que la bohemia de Perry Lane adoptara esta droga como el nuevo elixir juvenil. Kesey empezó a trabajar como celador nocturno en el Menlo Park Hospital y, en este hospital psiquiátrico, pudo escribir en solo nueve meses Alguien voló sobre el nido del cuco, una novela que fue un superéxito de crítica y ventas y que le convirtió, con solo veintiséis años, en la nueva sensación de la literatura americana. En esta novela, un joven llamado R. McMurphy, ingresa en un hospital psiquiátrico haciéndose pasar por loco para evitar cumplir una condena en una granja penitenciaria y, soliviantado por la crueldad de la que es testigo, instiga a los enfermos a la rebelión contra la Gran Enfermera, ideóloga de las vejaciones a la que son sometidos estos con total arbitrariedad. Paradojas de la vida: en 1968, el mismo Kesey tuvo que cumplir una condena de seis meses en una granja penitenciaria por posesión de marihuana. La realidad, a veces, se inspira en la ficción. ¿Qué harían la mayoría de jóvenes escritores cuya primera novela publicada se convierte en un gran éxito literario? Seguramente, dilapidar el dinero ganado y buscar nuevo material para escribir la segunda novela. Kesey no fue una excepción pero, en cambio, innovó con un “way of life” particular que distaba, en mucho, de convertirse en otro escritor más apoltronado. Con el dinero ganado por las ventas del libro y la adaptación teatral que se hizo a continuación (guiño para mitómanos: Kirk Douglas interpretó a McMurphy), Kesey compró un rancho en La Honda, una zona boscosa de California, donde escribió Casta invencible y donde fundó una comuna que, al principio, dio cabida a unos pocos y escogidos espíritus libres. Esta comuna iba a ser el embrión primigenio de los Merry Pranksters. En una literatura tan acunada por las directrices del mercado cultural como la actual, Kesey de destapó como uno de los primeros escritores punks que, incapaz de ser víctima de su propio autoengaño, creyó que la escritura como forma artística era algo anticuado y apostó todo su capital vital y económico a descubrir nuevas formas de expresión artística que desembocaron en los espectáculos totales de experimentación sensorial que fueron la norma unos años después y que no hubieran existido sin la singular imaginación y sin la fecunda provocación de Kesey. ¿Quiénes fueron los Merry Pranksters? Un colectivo de personas tan dispares como Ken Babbs, piloto de helicópteros en Vietnam y amigo de universidad de Kesey, Page Browning, un Ángel del Infierno, y, por encima de ellos, un resucitado Neal Cassady, el amigo de correrías beat de Kerouac de En el camino, que guiados por el carisma de Kesey, adoptaron el gamberrismo socarrón como natural forma de expresión en un mundo que estaba a un paso del Armagedón nuclear. Fue Cassady quien se encargó de conducir el mítico Furthur, un autobús escolar americano graffiteado con colores psicodélicos, durante las giras de los Pranksters por toda la geografía americana y, al igual que los beats en el pasado, pudieron admirar la proverbial habilidad de Cassady en el arte de la conducción de vehículos de motor. Todos ellos protagonizaron un viaje lisérgico desde la costa oeste a la costa este con un doble objetivo práctico: en primer lugar, acompañar a Kesey en la promoción en Nueva York de Casta invencible (1964) y, en segundo lugar, abrazar en comunión lisérgica al otro grupo apologeta del LSD llamado Liga para el Descubrimiento Espiritual, fundado por Leary y Alpert, y cuyo cuartel general se encontraba en Millbrook Farm, Nueva York. Gracias a una nevera cargada con botellas de zumo de naranja (con LSD diluído dentro) y a un gran cargamento de marihuana y speed, este viaje fue la primera piedra inaugural de una era de experimentación colectiva que buscó ahondar en el propio conocimiento personal mediante el uso de drogas cuyo fin, ya fuera perseguido voluntariamente o no, era derribar la puerta del mundo consciente para lograr aprehender la esencia de los pensamientos y sentimientos de forma natural, sin ningún tipo de esfuerzo intelectual. Al frente de la nave, Kesey ejercía su papel de “no líder” canalizando la fuerza creativa de sus Pranksters sin ningún tipo de autoritarismo y animándoles a mostrarse como eran, sin ninguna capa de barniz hipócrita. Kesey conducía su rebaño lisérgico recitando aforismos crípticos, imbuidos de cierta carga budista, muy en boga por aquella época, entre los cuales, el más famoso era “o estáis en el autobús o fuera del autobús” que era una forma de persuadir a aquellos Pranksters (y, en general, a aquellos que quisiesen participar en la revolución psicodélica en ciernes) que pudieran albergar alguna duda sobre la razón de ser de la empresa. Entre 1964 y 1966, dentro del movimiento psicodélico, la facción Prankster de Kesey tomó la delantera a la facción espiritual de Leary y se convirtió en la preferida por esa juventud estudiantil de Berkeley y aledaños que estaba en contra de la guerra de Vietnam. Leary y los suyos no vieron con buenos ojos la deriva lúdica de la revolución psicodélica que propugnó Kesey y las relaciones entre ambos próceres fueron frías, por no decir inexistentes. Al final, ambos se hicieron amigos y Kesey fue una de las últimas personas que llamó a Leary poco antes de que este falleciese en 1996. Esa juventud americana de principios de los sesenta, deseosa de tomar las riendas de su vida y de romper con el estilo de vida encorsetado de sus padres, creyó que una revolución pacífica era posible y que drogas como la marihuana o el LSD iban a ser inseparables compañeros de viaje para llevarla a cabo. Kesey fue lo suficientemente listo para percatarse de que, sin menoscabo del espíritu lúdico-hedonista de su grupo, se podía llegar a un mayor número de jóvenes organizando unos happenings lisérgicos totales llamados Pruebas de Ácido en los que se proporcionaba LSD de forma gratuita a todo aquel que lo pidiera y en los que tuvieron cabida todas las expresiones artísticas susceptibles de seducir a millares de jóvenes: música psicodélica improvisada por grupos como Grateful Dead (su líder, Jerry García, ya era amigo suyo desde los tiempos de la bohemia de Perry Lane), juegos de luces estroboscópicos y proyección de rollos de película filmados durante el famoso viaje lisérgico de costa a costa. Los Merry Pransksters se encargaron de amenizar estas fiestas disfrazados de superhéroes de cómic de Marvel y con improvisados “speeches” de Kesey o Babbs en los que exhortaban a la juventud a que expandieran sus posibilidades de percepción sensorial a través de la ingesta opípara de LSD. Tras una gira exitosa de Pruebas de Ácido por toda la costa californiana, las altas instancias políticas tomaron cartas en el asunto con el objeto de neutralizar la onda expansiva de un movimiento psicodélico que estaba creciendo sin parar y cogiendo la fuerza necesaria para poder contaminar al “cuerpo sano” de la juventud norteamericana: aquel que se limitaba a disfrutar de las fiestas de graduación en las high schools, aquel que gustaba de la retransmisión de partidos de fútbol americano, aquel que se aprovechaba de la oscuridad de los autocines drive in para magrearse impunemente. A finales de 1966, se producen dos hechos importantes que significaron dos hachazos importantes para el movimiento psicodélico y, por extensión, para la supervivencia de la contracultura como movimiento de masas: por un lado, se prohíbe el consumo de LSD (otra aleccionadora lección de la doble moral americana: ¿quién empezó a investigar sobre los posibles efectos de esta droga en los humanos? La CIA) y, por otro lado, Kesey se ve obligado a exiliarse en México porque tiene dos causas pendientes con la justicia por posesión de marihuana. Babbs cogió el relevo de Kesey al frente de los Pranksters mientras este estuvo exiliado pero con el hándicap insuperable de no poder irradiar el carisma especial de Kesey. No obstante, la revolución psicodélica había prendido ya en las cándidas almas de la juventud californiana y las gratas experiencias de las Pruebas de Ácido habían dejado ya su huella en ella. Durante 1967, el año en que Kesey y parte de su círculo estuvo alejado del mundanal ruido, Haight-Ashbury, dos populosas calles de San Francisco, iban a ser las pioneras de una nueva forma de vivir y organizar la sociedad. Millares de jóvenes de toda la geografía americana emprendieron su particular viaje a Ítaca para enseñar al mundo que era posible otra forma de vivir más feliz y solidaria y en la que el lucro personal iba a ser algo totalmente aborrecible. Emergieron agitadores interesados en sacar beneficio económico del movimiento como Bill Graham que, plagiando el ejemplo Prankster, mercantilizó las fiestas de los viajes lisérgicos en recintos como el Fillmore Auditorium, capaz de albergar a un gran número de universitarios ansiosos de nuevas experiencias, y otros más altruistas, como Emmet Grogan, fundador de los Diggers, colectivo contracultural que se dedicó a abrir Free Stores, establecimientos donde se repartía comida gratis por todo Haight-Ashbury, y cuyo héroe personal era, precisamente, Kesey. Estos experimentos de ingeniería social solo duraron un par de años, de 1967 a 1968, lapso en el que el gobierno americano pergeñó una estrategia para acabar con un movimiento lúdico-drogata-pacifista que amenazaba con extenderse a todos los campus universitarios norteamericanos. Dicha estrategia, concebida por mentes retorcidas (1968 fue el año en el que Nixon y sus esbirros conquistaron el gobierno), consistió en inundar Haight-Ashbury de heroína barata, una droga que inhibe completamente el deseo de querer cambiar el mundo. Sin ir más lejos, Grogan, fundador de los Diggers, murió de sobredosis en un metro de Nueva York en 1978. Kesey, cansado de su exilio forzado mexicano, decidió volver a Estados Unidos. En su vuelta a casa, vivió como un fugitivo, encerrado en la casa de un amigo. No obstante, consciente de que está protagonizando la “película” del Gran Hermano, se decantó por jugar a “policías y ladrones” utilizando las armas Prankster: apareciendo por Haight-Ashbury a plena luz del día (su altura, su musculoso cuerpo de antiguo deportista de lucha y su sombrero y botas de cowboy no le ayudaron a pasar desapercibido) y concedió una entrevista para una televisión, emitida en diferido, donde expuso su teoría de ir más allá del ácido, es decir, conseguir la misma sensibilidad perceptiva que proporciona el ácido sin tener que necesariamente ingerirlo. Sus travesuras le pasaron factura y fue detenido en una autopista, camino a Palo Alto, por el FBI. Al final, las dos causas pendientes por posesión de marihuana fueron juzgadas y, en una de ellas, se le obligó a cumplir seis meses de reclusión en una granja penitenciaria. Alguien capaz de mandar su carrera literaria al carajo cuando empezaba a despegar, ya está cansado de no poder vivir “su propia película”. De hecho, aunque no lo supiera en ese momento irrepetible vivido tan deprisa, se acababa de convertir en el primer mártir de la contracultura. En tan solo cinco años (1962-1967), fue capaz de convertirse en la gran esperanza de la literatura americana, de aglutinar a su alrededor a un grupo de amigos idealistas con el deseo compartido de profundizar en el autoconocimiento, de idear y organizar las Pruebas de Ácido que dieron a conocer la nueva era psicodélica a la juventud de la costa oeste y, en definitiva, este agitador cultural, puente entre beats y hippies, supo poner patas arriba el ideario tradicional de la juventud norteamericana. Sin él en libertad, todo los Pranksters se disgregan por Estados Unidos: Babbs se va a San Francisco, Cassady se exilia en México y allí, de borrachera en borrachera, encuentra la muerte y, Montañesa, con quien Kesey tuvo una hija, se une a los Grateful Dead. A su salida de la granja penitenciaria, Kesey decidió emprender viaje hacia su Oregón natal y retirarse a una granja con su mujer Faye y sus tres hijos. Allí sigue recibiendo visitas de numerosos Pranksters, en especial de Babbs, su fiel lugarteniente y, allí, se entera de la muerte de Cassady en México y le dedica un texto elegíaco titulado ‘El día después de la muerte de Superman’, incluido en su libro La caja del diablo. En 1998, cuando Jean-François Duval le entrevista para su libro Kerouac y la generación beat, Furthur, el autobús escolar psicodélico, está varado en la parcela, escondido entre las ramas de los árboles, vestigio glorioso de un pasado irrepetible. por PEDRO GARCÍA CUETO EL AUTOR, EN SU CENTENARIO 1914. Nace Julio Florencio Cortázar, hijo de Julio Cortázar y María Herminia Scott. «Mi nacimiento (en Bruselas) fue un producto del turismo y la diplomacia», explicaría jocosamente años después. Bruselas se hallaba bajo dominación alemana. 1916. La familia Cortázar se instala en Suiza, donde aguarda el fin de la Primera Guerra Mundial. 1918. Regreso a la Argentina. La familia se instala en Bánfield, un suburbio de Buenos Aires. El padre, de quien Julio no quiso nunca saber nada, abandona a su mujer y a sus dos hijos. Julio se cría con su madre, una tía, su abuela y su hermana Ofelia, un año menor que él. «Nunca hizo nada por nosotros», dirá de su padre. Enfermedades frecuentes, brazos rotos, asma, primeros amores. El cuento ‘Los venenos’ tiene rasgos autobiográficos. 1923. Primeros ejercicios literarios. «Mi primera novela la terminé a los nueve años», dirá. También escribe poemas. La familia sospecha que son plagiados, lo cual produce en el joven Cortázar una gran desazón. 1928. Cursa estudios en la Escuela Normal de Profesores Mariano Acosta (cuya atmósfera recreará en el cuento ‘La escuela de noche’), a la que califica de «pésima, una de las peores escuelas imaginables». Rescata el nombre de dos profesores: Arturo Marasso y Vicente Fattone. 1932. Obtiene el título de Maestro Normal, que lo habilita para ejercer el magisterio. Ese mismo año intenta sin éxito viajar a Europa en un buque de carga, con un grupo de amigos (fracaso que podemos encontrar explicitado en ‘Lugar llamado Kindberg’). «Buenos Aires era una especie de castigo. Vivir allí era estar encarcelado», declara años más tarde en una entrevista concedida a Luis Harss. 1932. En una librería de Buenos Aires descubre el libro Opio de Jean Cocteau, cuya lectura cambia «por completo» su visión de la literatura y le ayuda a descubrir el surrealismo. 1935. Obtiene el título de Profesor Normal en Letras e ingresa en la Facultad de Filosofía y Letras. Aprueba el primer año, pero como en su casa «había muy poco dinero y yo quería ayudar a mi madre», abandona los estudios para iniciarse en el profesorado. 1937. Es designado profesor en el Colegio Nacional de una pequeña ciudad de la provincia de Buenos Aires, Bolívar. Lee infatigablemente y escribe cuentos que no publica. 1938. Publica su primera colección de poemas, Presencia, con el pseudónimo de Julio Denis. De ellos dirá que eran unos sonetos «muy mallarmeanos» y que el libro fue «felizmente» olvidado. 1939. En julio de ese año fue trasladado a la Escuela Normal de Chivilcoy. 1941. Con el pseudónimo Julio Denis publica un artículo sobre Rimbaud en la revista Huella, que junto con la revista Canto fueron importantes vehículos de expresión para los jóvenes escritores. 1944. Se traslada a Cuyo, Mendoza, y en su universidad imparte cursos de Literatura Francesa. Publica su primer cuento, ‘Bruja’, en la revista Correo literario. Participa en manifestaciones de oposición al peronismo. 1945. Cuando Juan Domingo Perón gana las elecciones presidenciales presenta su renuncia. «Preferí renunciar a mis cátedras antes de verme obligado a “sacarme el saco” como les pasó a tantos colegas que optaron por seguir en sus puestos». Reúne un primer volumen de cuentos, La otra orilla. Regresa a Buenos Aires, donde comienza a trabajar en la Cámara Argentina del Libro. 1946. Publica el cuento ‘Casa tomada’ en la revista Los anales de Buenos Aires, dirigida por Jorge Luis Borges. Ese mismo año publica un trabajo sobre el poeta inglés John Keats, La urna griega en la poesía de John Keats en la Revista de Estudios Clásicos de la Universidad de Cuyo. 1947. Colabora en varias revistas, Realidad, entre otras. Publica un importante trabajo teórico, Teoría del túnel. 1948. Obtiene el título de traductor público de inglés y francés, tras cursar en apenas nueve meses estudios que normalmente insumen tres años. El esfuerzo le provoca síntomas neuróticos, uno de los cuales (la búsqueda de cucarachas en la comida) desaparece con la escritura de un cuento, ‘Circe’, que junto con ‘Casa tomada’ y ‘Bestiario’ (aparecidos en Los anales de Buenos Aires) será incluido más adelante en Bestiario. 1949. Publica el poema dramático Los reyes, ignorado por la crítica. Durante el verano escribe una primera novela, Divertimento, que de alguna manera anticipa Rayuela. Divertimento será publicada póstumamente en 1986. 1950. Escribe otra novela, El examen, rechazada por el asesor literario de Losada, Guillermo de Torre. Cortázar la presentará a un concurso convocado por la misma editorial, sin éxito. Esta novela también será editada tras la muerte del escritor, en 1986. 1951. Publica su primer libro de cuentos, Bestiario, en la editorial Sudamericana, donde ya figuran algunas de sus obras maestras en el género. Pero el libro —salvo para un puñado de lectores— pasa inadvertido. Obtiene una beca del gobierno francés y viaja a París, con la firme intención de establecerse allí. Comienza a trabajar como escritor en la UNESCO. 1953. Se casa con Aurora Bernárdez. 1954. Viaja a Montevideo, durante el año en que la UNESCO realiza allí su conferencia general, en calidad de traductor y revisor. Se aloja en el hotel Cervantes (ya frecuentado por Jorge Luis Borges), donde transcurre su cuento ‘La puerta condenada’. Anda por la ciudad, visita el barrio del Cerro, en el que ubicará a La Maga. Continúa trabajando como traductor independiente de la UNESCO. Sigue escribiendo lo que luego serán las Historias de cronopios y de famas, que había iniciado en el año 1951: «Una noche, escuchando un concierto en el Thèatre des Champs Elysées, tuve bruscamente la noción de unos personajes que se llamarían cronopios», explicó años después. Viaja a Italia, donde empieza a traducir los cuentos de Edgar Allan Poe. 1956. En México publica el libro de cuentos Final del juego, en el que aparece el cuento ‘Los venenos’, al que Cortázar considera «autobiográfico». También lo es el que da título al volumen. Asimismo publica la traducción de Obras en prosa de Poe en la Universidad de Puerto Rico. 1959. Publica Las armas secretas, que incluye el cuento largo ‘El perseguidor’. Este cuento supone un sesgo en la narrativa de Cortázar. «Fue una iluminación. Terminé de leer ese artículo (que anunciaba la muerte de Charlie Parker) y al otro día o ese mismo día, no me acuerdo, empecé a escribir el cuento. Porque de inmediato sentí que el personaje era él (...) era lo que yo había estado buscando». Cortázar dice que allí aborda «un problema de tipo existencial, de tipo humano, que luego se ampliará en Los premios y sobre todo en Rayuela» (Los nuestros, Luis Harss). 1960. Viaja a Estados Unidos (Washington y Nueva York) y publica la novela Los premios, escrita durante esa larga travesía en barco «...para entretenerme». 1961. Realiza su primera visita a Cuba, donde tomará conciencia de «el gran vacío político que había en mí, mi inutilidad política. Desde ese día traté de documentarme, traté de entender, de leer». Ese mismo año la editorial Fayard publica Los premios, primera traducción de una obra de Cortázar. 1962. Publica Historias de cronopios y de famas en la editorial Minotauro, de Buenos Aires. 1963. Publica Rayuela en la editorial Sudamericana, de la que se vendieron 5.000 ejemplares en el primer año. «Escribía largos pasajes de Rayuela sin tener la menor idea de dónde se iban a ubicar y a qué respondían en el fondo (...) Fue una especie de inventar en el mismo momento de escribir, sin adelantarme nunca a lo que yo podía ver en ese momento», dirá. (La fascinación de las palabras). Ese mismo año participa como jurado en el Premio Casa de las Américas, en La Habana. 1965. La editorial Pantheon de Nueva York publica la traducción inglesa de Los premios y Luchterhand, Berlín, Geschichten der Cronopien und Famen. 1966. Publica el libro de cuentos Todos los fuegos el fuego (Sudamericana, Buenos Aires). En Nueva York, Pantheon publica la traducción al inglés de Rayuela y Gallimard la traducción francesa de Laure Guille-Bataillon. 1967. Aparece La vuelta al día en ochenta mundos, un volumen que reúne cuentos, crónicas, ensayos y poemas, con una diagramación extremadamente original concebida en gran parte por Julio Silva. El libro, según Cortázar, fue imaginado como un homenaje a Julio Verne «pero de una manera muy indirecta». 1968. Publica en Buenos Aires 62, Modelo para armar. La novela provoca un cierto desconcierto en la crítica. Cortázar había dicho que le gustaría «llegar a escribir un relato capaz de mostrar cómo esas figuras constituyen una ruptura y un desmentido de la realidad individual, muchas veces sin que los personajes tengan la menor conciencia de ello». Ese mismo año publica en Buenos Aires, con fotografías de Sara Facio y Alicia D’Amico el libro Buenos Aires, Buenos Aires. 1969. Publica otro de sus libros “almanaque”, Último round, donde se recogen ensayos, cuentos, poemas, crónicas y textos humorísticos. La edición (Siglo XXI, México) está imaginada como un edificio de dos plantas, alta y baja, y cuenta con profusas ilustraciones. El libro contiene (planta baja) una extensa carta de Cortázar a Roberto Fernández Retamar escrita en Saigón el 10 de mayo de 1967, publicada en la Revista de la Casa de las Américas. «Esta carta se incorpora aquí a título de documento, puesto que razones de gorilato mayor impiden que la revista citada llegue al público latinoamericano». La carta estaba centrada en la situación del intelectual latinoamericano. Pantheon de Nueva York publica la traducción inglesa en Historias de cronopios y de famas y Einaudi (Torino, Italia) la de Rayuela. 1970. Viaja a Chile, invitado a la asunción del gobierno del presidente Salvador Allende. La editorial Sudamericana publica el libro Relatos, en el que se incluye una selección de cuentos de Bestiario, Final del juego, Las armas secretas y Todos los fuegos el fuego. 1971. Publica Pameos y meopas (Barcelona, Ocnos), que incluye poemas escritos entre 1944 y 1958. 1972. Publica Prosa del observatorio (Barcelona, Lumen, con fotografías del propio Julio Cortázar y la colaboración de Antonio Gálvez). 1973. Aparece Libro de Manuel (Buenos Aires, Sudamericana), que obtiene en París el Premio Médicis. Cortázar viaja a Buenos Aires para presentar el libro. De paso visita Perú, Ecuador y Chile. La novela levanta una considerable polvareda: «...si durante años he escrito textos vinculados con problemas latinoamericanos, a la vez que novelas y relatos en que esos problemas estaban ausentes o sólo asomaban tangencialmente, hoy y aquí las aguas se han juntado, pero su conciliación no ha tenido nada de fácil, como acaso lo muestre el confuso y atormentado itinerario de algún personaje», escribió en el prólogo. En Barcelona (Tusquets) publica La casilla de los Morelli, cuya edición, prólogo y notas estuvieron a cargo de Julio Ortega. 1974. Aparece el libro de cuentos Octaedro (Sudamericana). En abril participa en una reunión del Tribunal Russell II reunido en Roma para examinar la situación política en América Latina, en particular las violaciones de los derechos humanos. 1975. Viaja a Estados Unidos invitado por la Universidad de Oklahoma. Allí dicta un ciclo de conferencias sobre literatura latinoamericana y sobre su propia obra. Los trabajos leídos en esa ocasión y dos textos suyos fueron reunidos en el volumen The Final Island: The Fiction of Julio Cortázar (1978), una primera valoración crítica de su obra en lengua inglesa. Publica Fantomas contra los vampiros multinacionales (México, Excelsior), una historieta, publica Silvalandia (México, Cultural GDA), una serie de textos inspirados en cuadros de Julio Silva. 1976. Realiza una visita clandestina a la aldea de Solentiname, en Nicaragua. Publica Estrictamente no profesional. Humanario (Buenos Aires, La Azotea) a partir de fotografías de Alicia D'Amico y Sara Facio. 1977. Aparece el libro de cuentos Alguien que anda por ahí (Madrid, Alfaguara), en el que se recoge el texto ‘Apocalipsis en Solentiname’. 1978. La editorial Pantheon publica en Nueva York la traducción inglesa de Libro de Manuel. Cortázar hace en él una advertencia al lector norteamericano: «Este libro se completó en 1972. La Argentina estaba entonces bajo la dicadura del general Alejandro Lanusse, y ya entonces la intensificación de la violencia y la violación de los derechos humanos eran evidentes. Tales abusos han continuado y han sido incrementados bajo la junta militar del general Videla (...) las referencias a Argentina y otros países latinoamericanos son hoy tan válidas como lo fueron cuando se escribió este libro». Publica Territorios, textos relativos a la pintura (México, Siglo XXI). 1979. Publica Un tal Lucas (Madrid, Alfaguara). En octubre visita Nicaragua luego del triunfo de los sandinistas. Algunos de sus textos son utilizados en la campaña de alfabetización del país. 1980. Publica el libro de cuentos Queremos tanto a Glenda (México, Nueva Imagen). Realiza una serie de conferencias en la Universidad de Berkeley, California. 1981. En uno de sus primeros decretos, el gobierno socialista de François Miterrand le otorga la nacionalidad francesa, el 24 de julio. 1982. Publica un nuevo libro de cuentos, Deshoras (México, Nueva Imagen). En noviembre muere su esposa, Carol Dunlop. 1983. Aparece el libro Los autonautas de la cosmopista, escrito a cuatro manos con Carol Dunlop, en el que se narra un viaje de treinta y tres días entre París y Marsella a razón de dos párkings por día. Entre el 30 de noviembre y el 4 de diciembre viaja a Buenos Aires, para visitar a su madre después de la caída de la dictadura y la asunción del gobierno por el presidente Raúl Alfonsín. Las autoridades ignoran su presencia, pero es calurosamente recibido por la gente, que lo reconoce en las calles. Se publica Nicaragua tan violentamente dulce (Managua, Ed. Nueva Nicaragua). 1984. El 12 de febrero Julio Cortázar muere de leucemia y es enterrado en el cementerio de Montparnasse, en la tumba donde yacía Carol Dunlop. En México (Editorial Nueva Imagen) aparece su libro de poemas Salvo el crepúsculo. 1986. La editorial Alfaguara emprende la publicación de las obras completas de Julio Cortázar, incluso aquella que habían permanecido inéditas hasta su muerte. Con ese propósito crea una colección especial, Biblioteca Cortázar. El diseño de las cubiertas fue confiado a Julio Silva. CINCUENTA AÑOS DE UN LIBRO MÁGICO Se cumplen cincuenta espléndidos años de un libro que despertó oleadas de entusiasmo, libro que aún desprende el aroma de la Maga en cualquier rincón, historia de amor que desprende el tejido de la vida, los hilos donde la ciudad se convierte en un halo de luz, donde los personajes se vuelven personas de carne y hueso, caminan con nosotros, se nos meten en nuestras camas, como si aún pudiésemos creer que la literatura nos salva de la vida. En tiempos donde la literatura ha perdido tanto aroma, donde las novelas parecen calcadas unas de otras, Rayuela supone un experimento realmente brillante, un boceto de lo que quiere ser la vida, la respiración de Cortázar a través de sus personajes por París, Oliveira es el raro, ser que desconoce la estrategia para sobrevivir, La Maga es la mujer que todo lo trastoca, mujer de impulsos que ama a Oliveira por su cultura, pero no entiende sus sombras, Rocamadour es el niño, tocado por la enfermedad, niño que representa la ternura de la Maga, su madre, el ser que ha sido incendiado por Dios, al que se aferra a ella, al que desprecia Oliveira, desde su raciocinio. Rayuela es París, sus pulmones, sus aceras, sus tranvías, sus bulevares, pero también la luz de una ciudad que recorre, con sus fantasmas las obsesiones de Oliveira, antes de irse con el circo que llevan Horacio y Talita, seres extraños, convertidos en la imaginación de Cortázar en parte de nosotros. RAYUELA: SU ORIGEN En 1963, cuando se publicó Rayuela, Cortázar estaba cerca de cumplir cincuenta años, ya había publicado Final de juego (1956), Las armas secretas (1959), Los premios (1960) e Historias de cronopios y famas (1962). Si el cuento había sido su preferencia en esos años, la novela se le antojaba necesaria, para dar rienda suelta a sus mundos interiores. La idea de crear una novela que recogiera, como un collage, su forma de ver la vida, sus monólogos profundos, sus digresiones vitales, se convirtió en una obsesión para Cortázar. Por ello, como nos recordó Andrés Amorós, en su prólogo a la edición de Rayuela, publicada por Cátedra, en el año 2010, en su segunda edición, el libro asimila tendencias, crea profundas raíces donde podemos ver la importancia que va a tener la novela ante la inminente llegada de la literatura del boom hispanoamericano: Asimilación natural de las técnicas renovadoras de la novela contemporánea, profundización de las raíces del mundo hispanoamericano, la fantasía creadora, que no se opone al realismo, sino que lo potencia, intento, como decía Carlos Fuentes, de conducir con una sola mano dos caballos: el estético y el político. (p. 18) Rayuela es todo eso y mucho más, es el conglomerado de miradas en una, es una fantasía que se pone delante de nuestros ojos, para hacernos partícipe de lo extraño que es vivir y cómo nosotros somos, sin darnos cuentas, espejos de Oliveira o la Maga. Cortázar, que se fue con una beca en 1951 a París, aunque naciera en Bruselas en 1914, vivió en Argentina su niñez y, tras llegar a la capital de Francia, el escritor asume el mundo cosmopolita de la ciudad, su poesía interior. Si Argentina es el fondo de su vida, donde el mate y las charlas filosóficas contribuyen a crear al intelectual, París será la bohemia, la vida elegante, refinada, pero envuelta siempre en un aire irreal, como si navegase un extranjero en un río caudaloso, así se siente Oliveira en la novela, sin duda, el personaje que más se parece a Cortázar. La novela la escribió en un par de casas, comenzó a redactarla por la mitad y sin un plan preciso, escribió durante años y sin prisas, porque la novela crecía en su interior, era un pulso latente en su conciencia. La muerte de Rocamadour el hijo de la Maga es el momento de inflexión, cuando Oliveira se da cuenta de que ya no ama a la Maga, decide irse al circo, con sus amigos Talita y Horacio, la novela se enreda, a veces pierde la coherencia, en páginas que nos invitan al vacío, llenas de palabras incomprensibles, pero luego recupera, en algunos momentos, como si fuese una radiografía de la vida, la lógica, luces y sombras en un mismo texto, un puzle que nos obliga a leer de varias maneras, tan lejos de las novelas convencionales de hoy día. Hay en Rayuela la sensación de esperpento vital, en la línea que señala Amorós en el prólogo antes citado, como si la voz de Valle-Inclán y su Luces de bohemia volviese, vida absurda para personas que han de vivir el absurdo vital, envueltos en la incertidumbre de todo gesto, ya que nada tiene sentido en realidad, la muerte de Rocamadour certifica la muerte de Dios, no hay omnipotencia, todo se relativiza, la vida es accidente, un hecho casual que no ha de conducirnos a ninguna trascendencia, así vive la Maga, como si fuera el último día, rompiendo los esquemas, viviendo de verdad cada momento, en cambio, Oliveira vive extrañado, empujado a su interior, sin compartir la espontaneidad de ella, su capacidad de disfrutar de cada instante. ALGUNOS PÁRRAFOS INOLVIDABLES DE RAYUELA Toda la novela destila momentos mágicos, como cuando se cae un terrón de azúcar y la Maga lo persigue por debajo de las sillas en un restaurante, causando revuelo entre la gente, pero el principio de la novela es uno de los más hermosos que he leído nunca, por ello, cito unas líneas del mismo: ¿Encontraría a la Maga? Tantas veces me había bastado asomarme, viniendo por la rue de Seine, al arco que da al Quai de Conti, y apenas la luz de ceniza y olivo que flota sobre el río me dejaba distinguir las formas, ya su silueta delgada se inscribía en el Pont des Arts, a veces andando de un lado a otro, a veces detenida en el pretil de hierro, inclinada sobre el agua. Pero la Maga es todo, es el destello de la ciudad, es su ritmo, es su oxígeno, por ello, dice Oliveira: Oh, Maga, en cada mujer parecida a vos se agolpaba un silencio ensordecedor, una pausa filosa y cristalina que acababa por derrumbarse tristemente, como un paraguas mojado que se cierra. Las sesiones de cine mudo, Oliveira con su cultura y la Maga, virgen de cultura, sin saber qué decir o sentir ante esas películas, porque la Maga es la vida y Oliveria la cultura, en definitiva, una ficción de la vida, una representación de la misma. Y el amor, como una búsqueda necesaria por las calles de la ciudad, siempre presente, el amor externo, el que viven en las calles y el de la casa, tan importante, donde ceban mate, sin que sus tradiciones argentinas queden olvidadas, siempre dentro de ellos, extranjeros en la ciudad de la luz: El tercer cigarrillo del insomnio se quemaba en la boca de Horacio Oliveira, sentado en la cama; una o dos veces había pasado levemente la mano por el pelo de la Maga dormida contra él. Todo es casualidad, Dios ya no nos rodea, el accidente de un viejo en la calle, cuando Oliveira entra, mientras llueve intensamente en París, a ver el concierto de Berthe Trepap, una señora mayor, a la que acompaña a su casa, todo está rodeado del absurdo de la vida, de un dejarse llevar hacia ninguna parte, porque nada debe estar escrito, todo ocurre en el instante, el destino ya no existe, jugamos nosotros con nuestra propia temporalidad. Y Rocamadour, el niño que se va muriendo, como si ya nada pudiese salvarlo, en la casa donde conviven ambos, porque el niño es el alma de la Maga, rota ya por el dolor ante la creciente enfermedad del hijo: Oliveira cebó despacio el mate. La Maga fue hasta la cama baja que les había prestado Ronald para que pudieran tener en la pieza a Rocamadour. Con la cama y Rocamadour y la cólera de los vecinos ya no quedaba espacio para vivir, pero cualquiera convencía a la Maga de que Rocamadour se curaría mejor en el hospital de niños. RAYUELA: UNA NOVELA QUE ES TODAS LAS NOVELAS Sin entrar en más detalles, para que el lector se adentre en la poesía de sus páginas, leer Rayuela es leer todas las novelas, porque hay psicologismo, introspección, prosa poética, personajes que son uno y muchos a la vez, monólogos que se hacen y se deshacen en cada instante, radiografía de la vida en cada respiración. Cincuenta años ya de Rayuela, la mano sabia de Cortázar antes de la magistral Cien años de soledad, ya nos dejó su poesía interior, en este libro, que es, sin duda alguna, una obra maestra, de múltiples lecturas, tan lógica e ilógica como la propia vida, que los lectores jóvenes se acerquen a la novela supone un reto admirable entre tantos vanos entretenimientos de nuestro tiempo, entre la literatura de usar y tirar, leer Rayuela es guardar un tesoro para acercarse a él cada cierto tiempo, como es, sin duda, nuestro paso ante la vida, ante las certidumbres e incertidumbres que nos rodean. por LUCCIANO STOLA La vida no acepta más protagonistas que la vida: las casas, los cigarrillos, las máscaras que se levantan y se amueblan por rechazo a la quietud —tan sinónimo de muerte— o los vacíos; los paseos de esas máscaras que no sabemos adónde se dirigen; todo esto son papeles secundarios, quizás tan vinculantes como un grupo de banquisas que se desplaza por un mar de azul lavanda... mucho más activos y nerviosos —sin duda que podemos celebrar la vida—, pero seguimos sin saber adónde. Si algo distingue a los maestros del neorrealismo es la utilización de la cámara como si esta fuese un simple observador, un pacto de no agresión entre el deseo creativo y el cauce de las cosas; aunque en todas las películas del movimiento, y todos los exponentes que le dan forma: Roberto Rosellini, Visconti, Fellini, Vittorio De Sica o el cineasta que pretendo analizar en este espacio Michelangelo Antonioni, cuidan (en algunos momentos de sus cintas, ya que en otros muchos se dedican a grabar sin interrupción, sin corte) su puesta en escena de un modo tan visible y tan sutil como puede ser el silencio en una partitura. Antonioni nace en una familia de clase media, en Ferrara, en 1912. Tras alcanzar su juventud estudia Filosofía y Letras, además de Economía y Comercio en el instituto técnico de Bolonia. Sus primeros trabajos serán como crítico de cine para Il Corriere Padano hasta finales de los años treinta. Después se mudaría a Roma y comenzaría a trabajar para la revista Cinema, de nuevo en calidad crítico. En 1942 entra de forma más directa en el mundo del cine, y lo hace como ayudante de dirección en varias películas: I due foscari de Enrico Fulchignoni; Le Visiteur du soir, en manos de Marcel Carné, son algunas de ellas; ese mismo año desarrollaría el guión de Un pilota ritorna, dirigida por Roberto Rosellini. A finales de 1942 tuvo que interrumpir su actividad, a causa de la guerra, durante cinco años. En 1947 vuelve a ejercer de guionista en la cinta Caccia trágica de Guiuseppe de Santis; al mismo tiempo colabora en revistas de cine, tales como Film Revista, Film d’oggi o en el periódico Italia Libera. Ese mismo año realizaría su primer cortometraje, que llevaría por nombre Gente del Po, y facilitaría en mucho las cosas para que en 1950 viera la luz su primer largo: Cronaca di un amore: en esta grabación, un empresario decide vigilar a su joven esposa cuando sospecha que ésta puede serle infiel. En el transcurso de la película, podemos apreciar cómo una mujer que fue enterrando poco a poco su pasado, para alcanzar una posición social descubre que la fuga, el papel de mujercita feliz —por no llamarla el mueble más importante de la casa— consagra y constituye una fosa aún mayor que aquella de la que estaba huyendo. En 1953 rodaría Los vencidos, una obra que en cierta forma se adelantó a la nouvelle vague y que fue censurada en Francia, Italia e Inglaterra por ser los países donde unos jóvenes cometían una serie de asesinatos: un grupo de burgueses en París, un contrabandista en Italia y, por último, la muerte de un intelectual. Ese mismo año, también terminaría La signora senza camelie. No volvería a rodar hasta 1955, y lo haría con una adaptación de Las amigas de Cesare Pavese para la gran pantalla. A partir de 1960, el estilo y la poética del maestro italiano alcanzan un peso específico con La aventura, esta película marcó una línea argumental de la que rara vez lo veremos distanciarse en un futuro: la insignificancia del sentido que cualquier ser humano puede darle a su vida. La mayoría de los personajes se ven atrapados en una red que nunca muestra sus límites, no saben dónde nace —cuál es el punto de inflexión que cambió su historia—; no comprenden que en muchas ocasiones comparte el peso de las horas y la química del aire, y lo que todavía es peor, tienen miedo de que nunca puedan liberarse o de que dicha liberación —basada en el conocimiento empírico del deseo fallido—, sea muy distinta de la paz o plenitud imaginadas. La aventura le aporta, por fin, el reconocimiento internacional a su trabajo; en 1961 rueda La noche; y El eclipse, que llegaría a los cines en 1962, cierra su genial trilogía que había comenzado en La aventura. En 1964, llevaría hasta los cines El desierto rojo. En 1966 recibe la Palma de oro por Blow Up, película inspirada en ‘Las babas del diablo’, un cuento de Julio Cortázar. En 1970 rueda Zabriskie Point, allí habla de las revueltas estudiantiles y el movimiento negro que se dio en los Estados Unidos durante los sesenta. Así al menos empieza la película, con una asamblea universitaria donde jóvenes estudiantes debaten el mejor modo de establecer una revolución y afianzarla. Pero las preocupaciones de la multitud se disuelven al poco tiempo de metraje, y entonces la película se adentra en la consumación del individuo: en el minuto veintiocho puede verse cómo el protagonista, Mark Frechette, dispara —o al menos esa era su intención, pues más adelante nos revela que el proyectil había salido de otro sitio— a un policía que acaba de asesinar a un estudiante negro. A partir de ese momento decide huir y llamar a su compañero de piso, éste le comenta que es mejor que desaparezca un tiempo, que un amigo llamó porque había visto que la policía estaba buscando, a través de imágenes difundidas por televisión, a un joven parecido a Mark por la muerte del funcionario público. Acto seguido Frechette decide convertirse en fugitivo, ve pasar un avión y se conduce al aeropuerto, una vez allí, calmado y con determinación, se hace con uno de los aparatos donde despega sin permiso rumbo al desierto... En ese mismo lugar, sobre una carretera rodeada de arena, conduce Daria Halprin, en busca de una ciudad en el desierto de la cual ni siquiera está segura de su nombre; está huyendo de su vida, no quiere hacerlo de forma permanente, pero algo dentro de ella la empuja a buscar. Algo le dice que la vida tiene que ser algo más, que a través de los barrotes de la rutina —la única materia visible de la realidad— se le está escapando algo. Y a partir de aquí, comienza la elipsis de la búsqueda: se detiene dentro de un pequeño pueblo para llamar a Rod Taylor y decirle que lo verá en Phoenix. Cuando termina de hablar con él, le pregunta a un hombre sentado a su derecha si conoce un pueblo llamado Genville o Ballyville, y este responde con una negativa. Entonces el camarero interviene en la conversación, le pregunta si el pueblo que está buscando se llama Barkstead, fonéticamente parecido en inglés, y Daria responde que sí, que aquel era, sin género de dudas, el nombre exacto. Segundos después el camarero le confirma que se ha detenido en Barkstead sin ni siquiera saberlo, y que aquel pueblo está tan alejado del paraíso como de cualquier otro lugar. Una vez constatado de que aquel viaje no había logrado los resultados que esperaba, emprende su camino hacia Phoenix y se encuentra con Mark Frechette, este la sobrevuela hasta que consigue llamar su atención y arrojar desde la avioneta una camisa roja para la chica. En los minutos consecutivos ambos se encuentran en medio del desierto y empiezan a comunicarse, se detienen en el margen de una antigua cantera, despreocupados, comienzan a sentirse cómodos —si no ya huérfanos de la mentira del mundo— con un paisaje que les permite sacar, por decirlo así, una fotografía de su juventud y de su alma. Pero tarde o temprano tienen que volver a la realidad, tienen que jugar de nuevo su papel de náufragos, así que después de pintar con todo tipo de mensajes y fantasías el avión robado por Mark el inicia el vuelo para devolverlo al mismo sitio de donde lo había sacado y ella sube al coche para dirigirse a Phoenix. Una vez en el aeropuerto, la policía está esperando al peligroso muchacho que trata de enmendar su error, apenas unos segundos después de haber tocado tierra, tres coches de oficiales inician la persecución que dura breve, como el instinto maternal en las arañas, y el ruido de la pólvora sustituye de facto al intenso sonido del motor, dejando claro que los seres con imaginación lo tienen algo más difícil en un mundo lleno de personas que piensan con los pies y la cabeza. En 1975 comienza un intento de aproximación al gran público con una serie de trabajos que no obtendrían buenos resultados: El reportero de 1975, o Il mistero di Oberwald, en 1980, son dos claros ejemplos de esta hipótesis. En 1982 se pondría de nuevo detrás de una cámara para rodar Identificazione de una donna. Rodaje que marcaría una época de silencios creativos hasta la fecha de su muerte; puesto que tres años después, en 1985, sufre un accidente cerebrovascular que dificulta seriamente tanto su movilidad como su habla. En 1989 realiza, junto con otros grandes directores como los hermanos Bertolucci, Francesco Rosi o Lina Wertmüller, el documental 12 registi per 12 città. En 1995 recibe una propuesta del director de El cielo sobre Berlín, Win Wenders, para codirigir Más allá de las nubes. Pasarían de nuevo casi diez años hasta que Michelangelo Antonioni volviera a ponerse detrás de una cámara, en 2004 verían la luz La mirada de Antonioni, un documental filmográfico sobre su obra y la película Eros, donde narra, con la sutileza propia de su nombre, la incomunicación del ser humano. El 29 de septiembre muere en Roma en último gran maestro del neorrealismo italiano, apenas 24 horas después de Bergman, como si la muerte, tan de este mundo, tan próxima a la vida, los hubiese señalado por capricho. QUEVEDO REVISITADO: FICCIÓN, REALIDAD Y PERSPECTIVISMO HISTÓRICO EN "LA SATURNA" DE DOMINGO MIRAS2/6/2014 por CARMEN MARÍA LÓPEZ LÓPEZ 1. Introducción. Un acercamiento a La Saturna de Domingo Miras El propósito de este artículo consiste en abordar el estudio de La Saturna, una obra teatral en doce actos en la que Domingo Miras, el dramaturgo oriundo de Ciudad Real, otorga vida y entidad literaria a uno de los personajes más pintorescos y realistas de las letras españolas: Aldonza Saturna de Rebollo. Este personaje, mejor conocido como Saturna, se reconoce como la madre de don Pablos, personaje protagonista de El Buscón, obra escrita por don Francisco de Quevedo y Villegas. En concreto, Domingo Miras retoma el episodio en el que el hermano menor de Pablos, Clementico, muere azotado de manera vil durante su estancia en la cárcel: «Murió el angelico de unos azotes que le dieron en la cárcel» (Miras, 2005: 484). A partir de este episodio de gran simbología en la literatura española, Miras recrea los ambientes y espacios dramáticos en que pudieran haber habitado Saturna y Clementico, en una historia en la que intervienen distintos personajes que cruzan los planos de ficción y de realidad: Quevedo, don Pablos o Saturna. En cuanto a algunas notas sobre la representación y valoración de la obra, como apunta Ricard Salvat en el prólogo intitulado ‘El resplandor de la hoguera’, a la edición del Teatro escogido de Domingo Miras, La Saturna obtuvo el Premio Diego Sánchez de Badajoz en 1774. Asimismo, solo tres años después, fue estrenada por la Compañía Corral de Almagro, bajo la dirección de César Oliva, en Ibiza el 1 de octubre de 1977. A partir de ese momento, vieron la luz otras representaciones, como la de Madrid en el Centro Cultural de la Villa el 8 de octubre de 1980, a cargo de la Compañía Española de Teatro Clásico que en aquel tiempo dirigía Manuel Canseco (1). La recepción crítica de la obra fue, en general, muy positiva, pues supieron apreciar la lucidez teatral de Domingo Miras al combinar con los episodios literarios una reflexión histórica (Serrano, 1991: 89). 2. Ficción y realidad entre don Francisco de Quevedo y don Pablos Los cuadros I y XII de La Saturna llevan a la práctica un procedimiento teatral en que se cruzan los planos ficcionales con la realidad más inmediata. Por ellos deambulan de manera indistinta el autor de El buscón, don Francisco de Quevedo y Villegas, así como el pícaro protagonista de la obra, don Pablos. 2.1. Don Francisco de Quevedo y Villegas, un autor en busca del nombre de un personaje En el cuadro I, Domingo Miras ofrece en la clave del metateatro la imagen del escritor, ante el folio en blanco, pero no desde el punto de vista romántico, sino como escena de soledad, típica del oficio del escritor. Es Don Francisco de Quevedo y Villegas, quejándose de lo enfadoso que resulta enmendar y corregir sus obras, pero preocupado fundamentalmente por la censura. En concreto, la censura se manifiesta como un aspecto que ha preocupado a buena parte de los escritores, como sucede con Goya en El sueño de la razón de Buero Vallejo, donde el tratamiento de la censura se explica en el contexto histórico del reinado absolutista de Fernando VII. En este punto, emerge la voz de su personaje don Pablos, protagonista de El Buscón. En La Saturna el autor don Francisco de Quevedo y Villegas busca la inspiración, pero más allá de la acuciante imagen del escritor romántico ante el folio en blanco, el genio barroco no atrae a las musas. Comienza entonces un diálogo del autor con el personaje, que establece una clara distancia y obliga tanto al espectador como al lector a estar en guardia, a mirar la acción con cierto perspectivismo, en relación con la teoría de Baquero Goyanes (1963). El problema capital de Quevedo estriba en que el nombre de su protagonista no pasará la censura, porque desconfía de que en la corte de Felipe VII esté bien vista una obra donde la protagonista se llama Aldonza de San Pedro, nombre con claras referencias a la santa fe católica. El temor de Quevedo se fija, por tanto, en la figura de los censores, que hemos de entender en el contexto histórico que recrea la obra: la España del siglo XVII, siglo de luces y sombras, con el escepticismo inherente del escritor. Ante este clima social, Quevedo pide a Pablos que le cambie el nombre de su protagonista. Así pues, la madre de Pablos se muestra tildada con los atributos de «un poco alcahueta, un poco hechicera, un poco puta…» (Miras, 2005: 416). En este punto, Don Pablos da la idea a Quevedo de que llame a su madre y protagonista de la historia Aldonza Saturno de Rebollo, nombre más digno que, si no es verdadero, «agora lo hacemos de verdad nosotros» (Miras, 2005 : 417), según don Pablos. Así pues, el personaje de la Saturna se convierte en figura del acervo popular en el clima de la época, en el que opera un rebajamiento en el nombre propio (de Aldonza de San Pedro a Aldonza Saturno de Rebollo), procedimiento empleado por Cervantes en el capítulo XVIII de El Quijote, cuando se dispone a mencionar el nombre de los distintos capitanes: «el señor de la trapovana» (en lugar de tropa vana); «Pentapolín», en sentido etimológico “cinco veces burro”; o el topónimo «carcasón», ciudad medieval amurallada que alberga la palabra carcajada. Estos personajes son de baja estofa, de baja calidad moral y espiritual, por lo que no son dignos de tener un nombre cristiano que no casa bien con sus sospechosas cualidades. En la obra de Quevedo, el cambio del nombre adviene como procedimiento para esquivar la censura. Se pudiera extrapolar esta situación de la censura no solo en el contexto del tiempo interno de la obra, el siglo XVII español con don Francisco de Quevedo y Villegas como personaje histórico de la cultura española del momento. Más allá de ese momento histórico concreto, el teatro de postguerra ha vivido de manera escabrosa los avatares de la censura. Mediante el diálogo entre el personaje y el autor, Quevedo extrae la información sobre la vida de Don Pablos, sobre la figura de su padre Clemente Pablo, de oficio barbero, y sobre la imagen de su madre, Aldonza Saturno de Rebollo, mezcla de alcahueta, hechicera con el aderezo de ser entendida en hombres. De este modo, don Francisco de Quevedo y Villegas va conformando los atributos de historicidad o realidad que luego habrán de verterse en materia literaria mediante la escritura de la obra. Igualmente, don Pablos presenta a su hermano Clementico, que ayudaba a su padre en el oficio de barbero. Sin embargo, la información que Don Pablos proporciona a Quevedo no siempre es fiable, porque se somete al modelo de verdad que anteriormente la Saturna reveló a su hijo Pablos: QUEVEDO.— ¿Y qué se hizo de Clementico? ¿Heredó el mayorazgo paterno, mientras tú te hiciste pícaro por ser el segundón? DON PABLOS.— ¿Quiere vuesa merced saber la herencia que tuvo? Mi madre me dijo unas cosas y ocultó otras, pero atando cabos con lo poco que me acuerdo y lo que luego oí de otras gentes… QUEVEDO.— Cuéntame todo, Pablos. No te detengas (Miras, 2005: 418) 2.2. Saturna, don Pablos y Quevedo En el cuadro XII se retoma el ejercicio metateatral, con una acción situada al mismo nivel ficcional que el cuadro I. Vuelve a aparecer Francisco de Quevedo, reconociendo que se acabó el cuento, como en el capítulo XX de El Quijote, cuando en la aventura de los Batanes Sancho relata a viva voz a su amo el cuento del pastor Lope Ruiz y de la pastora Torralba. No obstante, a Quevedo no lo interrumpen como a Sancho, sino que más bien el autor de El buscón siente que se ha perdido la unidad en la historia, que es demasiado larga, por lo que el autor aúna esta idea de estirpe cervantina: «Abrevia, Sancho». Sin embargo, si en la oscuridad se oye la voz de don Francisco de Quevedo, pronto el autor pide que haya «¡luz, más luz!», recordando las palabras de Goethe en su lecho de muerte. Con todo, Quevedo no va a morir, sino a despertar hacia el reino de la imaginación literaria y los fantasmas del escritor. La singularidad de este último cuadro de La Saturna estriba en el diálogo meta-literario que establecen autor y personaje. Don Pablos, personaje de El buscón, pregunta a su autor qué le ha parecido la historia contada, de manera que autor y personaje pueden comentarla. Quevedo la encuentra prolija y, además, excede el tema de El buscón en que el protagonista ha de ser don Pablos y no su hermano Clemente. Para el ideal de la brevedad de Francisco de Quevedo, la historia relatada por don Pablos podría compendiarse en esta idea: «Murió el angelico de unos azotes que le dieron en la cárcel» (Miras, 2005: 484). El personaje interroga al autor sobre detalles de la historia, de modo que Quevedo se siente intrigado por saber qué pasó después de que azotaran a Clementico. ¿Qué fue de la Saturna? La reconstrucción histórica está presente, esta vez en virtud de las palabras fidedignas de don Pablos: QUEVEDO.— ¡Famosa Saturna!... Y dime, ¿qué fue della? DON PABLOS.— Luego que mataron a mi hermano se dio más a la hechicería, que antes no había hecho sino florear. Años después, siendo yo mozo, la prendió la Inquisición y la quemaron en Toledo. (Miras, 2005: 485). El autor, en pos de escribir una verdad fundamentada en ciertos personajes del contexto histórico del siglo XVII español, fundamenta su escritura en las palabras de su personaje don Pablos, de manera que puede saber que Saturna fue quemada en la hoguera por la Inquisición, si bien es cierto que «las historias nunca acaban». Entre historias, Don Pablos y Don Francisco de Quevedo y Villegas pasan la noche, no para salvarse de la muerte como Sherezade, sino de la vida y sus demonios. De esta manera, don Pablos puede entender su historia, su vida como pícaro que adquiriría forma literaria en El buscón. En La Saturna los cuadros I y XII constituyen el relato marco teatral en el que se sustentarán los otros diez cuadros intermedios. Los diez cuadros restantes son el resultado de una historia desarrollada en un tiempo interno de dos horas que, en palabras de don Pablos, es el tiempo de duración del relato de su vida. La Saturna es una obra que solo por la validez histórica y universal de los cuadros I y XII merece considerarse como una de las grandes obras del teatro de posguerra. No obstante, no debiéramos considerar estos cuadros I y XII como un simple guiño pirandelliano, si bien Quevedo reconoce que don Pablos es un mero personaje: «Pero yo soy de carne mortal, y tú no. Agora es cuando puedes soplar el candil». (Miras, 2005: 485). Quevedo pide a don Pablos que apague el candil, quizá porque solo entonces podrán emerger las luces de la imaginación, los faros de la conciencia. Esa luz es la inspiración de un escritor que ha escuchado una historia contada por el personaje protagonista de una de sus grandes obras: El buscón. La originalidad es mayor cuando casi al término de la obra, emerge la voz de La Saturna, personaje que ha cobrado vida para pedir al autor que no se duerma. La Saturna reivindica su estatuto de realidad, hasta el punto de revelarse contra Quevedo por su voluntad de adquirir una entidad realista, más allá de la ficción. QUEVEDO.— Es la fiebre que tengo, solo fiebre y delirio… Esa lumbre, no es sino mentirosa apariencia, ilusión vana de mis sentidos, tramoya y fingimiento… SATURNA.— (Gritando.) ¡Tramoya y fingimiento, dices! ¡Ay, sí! ¡Para ti sí lo es, pero no para mí! ¡Ay, si para mí también lo fuera! Entonces, estaríamos iguales; pero no lo estamos, no. ¡No son fingidas las hogueras que a mí y a los míos nos abrasan vivos! ¡No son fingidas las torturas y las cárceles! ¡Ni el hambre ni la miseria, ni el dolor y la desesperación! ¡No, no son fingidas para nosotros, sino muy verdaderas! ¡Para ti sí, que sólo te las imaginas, pero nosotros las sufrimos! ¡Esa es la diferencia que va de unos a otros! ¡La maldita diferencia! QUEVEDO.— También yo padezco, Saturna, créeme. Siento tus dolores en el corazón… SATURNA.— ¡Ay, yo los siento en toda mi carne! ¡Siento hervir la grasa y romperse los nervios y tendones! ¡En el corazón no siento dolor, ahí no tengo sino odio… ¡Malditos seáis tú y cuantos son como tú! ¡Malditos seáis todos! ¡Todos los que escribís y los que leéis, los que coméis y dormís mientras las hogueras alumbran las palabras y los gritos rompen el aire! ¡Los que sufrís fingidamente un dolor que sólo es nuestro!... Vuestro dolor de corazón no nos sirve de nada ni en nada nos ayuda vuestra mala conciencia es cosa vuestra, no esperéis gratitud a cambio della… (Miras, 2005: 487). El dolor de Saturna universaliza la experiencia. La crueldad en sus palabras se justifica por el dolor inherente de las mismas, hasta el punto de que llega a culpar a Quevedo de la muerte de su hijo. No solo don Pablos sino también la Saturna constituyen personajes o voces eternas que han de gritar su verdad. Por encima de todo, son fantasmas del Quevedo del siglo XVII y fantasmas de la España de la posguerra, que tenía que vivir siempre con la culpa a cuestas, bajo la sombra de una guerra fratricida y dolorosa. 3. Conclusiones A lo largo de este estudio, se ha pretendido establecer algunos vínculos entre la visión del personaje de Saturna adoptada por Quevedo y por Domingo Miras. De esta manera se puede concluir que Domingo Miras conoció la estatura dramática de un escritor de la entidad literaria de Francisco de Quevedo, de modo que supo integrar en su producción teatral a algunos de los personajes de El buscón, así como al propio autor de la obra: Don Francisco de Quevedo y Villegas. La Saturna se erige, por ello, como un testimonio histórico, literario y, por añadidura, artístico, que sobrepasa su contexto de escritura y se eleva como cima dramática en la que confluyen el horror de la opresión y la virtud esperanzadora que al final se desprende de las palabras de Saturna, ante Quevedo: SATURNA.— (Gritando.) ¡Tramoya y fingimiento, dices! ¡Ay, sí! Para ti sí lo es, pero no para mí! ¡Ay, si para mí también lo fuera! Entonces, estaríamos iguales; pero no lo estamos, no. ¡No son fingidas las hogueras que a mí y a los míos nos abrasan vivos! ¡No son fingidas las torturas y las cárceles! ¡Ni el hambre y la miseria, ni el dolor y la desesperación! ¡No, no son fingidas para nosotros, sino muy verdaderas! (Miras, 2005: 486) Saturna se rebela porque todavía cree en la esperanza, en el amanecer de la justicia en que el ser humano viva su libertad por encima de yugos y cadenas. Como escribió Buero Vallejo en El sueño de la razón, «¡Si amanece, nos vamos!». Que amanezca, debiera pedir cualquier lector de La Saturna, para que los errores del pasado no se sigan sucediendo y para que la literatura descubra mejores a los hombres. Quevedo, Pablos y Saturna desbordan la categoría de personajes para coronarse como verdaderos símbolos en la sociedad del siglo XVII, una sociedad de la que el hombre del siglo XXI puede extraer un mensaje más allá de los siglos. _____
(1) La obra La Saturna. Pipirijaina Textos (1974) va precedida por un texto «Entrevista con Domingo Miras», a cargo de Alberto Fernández Torres, en el que se ofrecen algunos datos reveladores sobre el contexto de escritura de la obra (apud Serrano, 1991: 89). Referencias bibliográficas —Aristóteles (2010): Poética, Madrid, Alianza. [Nueva reimpresión, traducción, introducción y notas de Alicia Villar Lecumberri]. —Baquero Goyanes, Mariano (1963): Perspectivismo y contraste (de Cadalso a Pérez de Ayala), Madrid, Gredos. —Buero Vallejo, Antonio (1984): El sueño de la razón, Madrid, Espasa-Calpe. Cervantes, Miguel (2004[1605]): Historia del Ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, Barcelona, Austral. —Miras, Domingo (2005): Teatro escogido, Madrid, Asociación de Autores de Teatro. [Coordinación, introducción, bibliografía, Virtudes Serrano; prólogos, César Oliva, Mariano de Paco et al.]. —Oliva, César (1989): El teatro desde 1936, Madrid, Alhambra. —Quevedo, Francisco (1994): El buscón, Madrid, Castalia. —Serrano, Virtudes (1991): El teatro de Domingo Miras, Murcia, Universidad de Murcia. |
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