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TOCAMOS TODOS LOS PALOS, INCLUIDOS LOS DEL FLAMENCO
por LUCCIANO STOLA Al igual que un vertido de aceite sobre la superficie de un charco puede generar irisaciones con la luz apropiada, ciertas emociones humanas pueden enmascararse de virtud e incluso de pureza —como si un crótalo pudiese anticipar una de canción de cuna—; para quedar constituidas tarde o temprano por lo que realmente son, un desierto donde el ser humano, con aquello que ve, supone o encuentra, quiere construir una cabaña donde sentirse fuerte —sino completo o absoluto— como un pequeño embrión de Dios. Muchos dirán que el cine de Lars von Trier estimula con demasiada frecuencia un lado del ser humano que limpia, dejando desnudos y apilados los cálamos del alma; películas sórdidas sobre temas sórdidos, como si su punto de vista, en este aspecto, fuera personal con respecto a los grandes maestros de la cinematografía o la literatura de los países nórdicos. Basta recordar a Bergman, Carl Theodor Dreyer o Günar Ekelof para constatar que el hielo mistifica de algún modo la dureza. Lars von Trier nace el 30 de abril de 1956 en Copenhague, donde cursa sus estudios en la Escuela de Cine y se licencia en 1983. Al año siguiente, con 28 años, rodaría su primera cinta, The Element of Crime, galardonada con diversos premios en el festival de Cannes. En 1987 ejerce de guionista —trabajo que repetirá en variadas ocasiones— así como de actor en Epidemic, segunda película de una triología sobre el viejo continente que cerraría finalmente con Europa, rodada en 1990, y que versa sobre la devastación prolongada de la segunda guerra mundial: el personaje principal, encarnado por él mismo, llega desde Estados Unidos a una Alemania de postguerra. La cinta está rodada en blanco y negro, a excepción de algunas escenas donde se incluye el color, y estas son, una por una, escenas clave donde los personajes muestran diversos indicadores de que son humanos, a fin de cuentas, en medio de una apatía que permanece suspendida en el ambiente como partículas de polvo o quizás de sangre seca. La primera escena sucede cuando el personaje masculino está próximo a subirse al tren, apenas lo separa una valla; la segunda cuando ve por primera vez al personaje femenino; en el minuto 38 dos niños ejecutan al alcalde de Frankfurt; la cuarta corresponde al beso con la mujer que ama; la quinta y sexta escena, que no son las últimas, corresponden a la caída del patriarca cuando el ejército de ocupación termina con la obra de su vida lográndosela arrebatar, algo que ni siquiera los nazis habían conseguido. Durante toda la película, se evidencia como la destrucción de unos produce el éxtasis en otros, hombrecillos sedientos de poder que buscan lucir un epitafio, donde ponga, expresamente: Aquí yace el rey de la montaña. Una de las escenas más hermosas de la película tiene lugar en una iglesia —se está oficiando la misa por un muerto— que carece de techo, y la nieve se precipita cubriendo el paisaje: el suelo, los bancos de la iglesia, la cabeza y los hombros de aquellos asistentes, como si el cielo quisiera darle una sepultura más liviana. Allí se encuentran los personajes principales, y allí también, es donde comienza la verdadera reflexión de la película, los personajes se mueven cada uno por una línea concreta que llaman realidad, incluso algunos, inteligentes y aparentemente cuerdos, aplican lógica y relevancia sobre los distintos acontecimientos que pueden verse en el progreso de la cinta (algunos de ellos los veremos comportarse como si sólo existieran dentro de un manicomio en llamas). En 1996 comienza su segunda trilogía, la llamada “Corazón dorado”, con Breakin the waves. Tanto él como Emily Watson —su actriz protagonista— serían nominados y receptores de un buen número de premios cinematográficos, a él le sería otorgado nuevamente el premio del jurado en el festival de Cannes. Antes lo había conseguido con Europa. En 1997 trabaja como guionista y actor en Riguet II. En 1998 rueda Los idiotas, segunda cinta en relación a la trilogía que cerrará dos años después con Dancer in the Dark, Palma de Oro a la mejor actriz (la cantante Björk) y premio Goya a la mejor película extranjera entre otros muchos reconocimientos. En 2003 rodaría Dogville, título que afianza, no solo su carrera, si no su estilo cinematográfico y sobre la cual me veo obligado a detenerme: la película está ambientada en los años veinte, los locos años veinte, ya saben: ametralladoras, gánsteres y toda suerte de chiquilladas que tan bien resuelven al hijo pródigo del mono. En su inicio muestra la personalidad, al menos en superficie, de los habitantes de un lugar llamado Dogville. Todos ellos gente tan sencilla, amable y representativa de lo que constituye la tranquilidad de un pueblo, como las piedras, el légamo y las ninfas pueden serlo si hablamos del lecho de los ríos (la disposición de los escenarios, y perdónese aquí el anacoluto, también debe resaltarse por la fuerza que solo pueden generar las cosas más sencillas, el cineasta habla de los cimientos del alma, algo que solo puede observarse —y siento menospreciar la satisfacción de los productores por corregir los presupuestos a la baja— en la desnuda intimidad del ser...). Decíamos que los personajes muestran una suerte de bondad que mezcla saudade y cenizas, y esto queda claro cuando en el primer capítulo, el protagonista masculino —como un pequeño amante de la pintura de Lucien Freud—, le revela al personaje de Nicole Kidman algunos rasgos de la vida de aquellos sus conciudadanos: Olivia y Jun, una madre negra y fuerte que vive con su hija invalida; gracias a que el padre de Tom, un hombre tan piadoso como el resto de la congregación —véase como un grupo de organismos vivos puede conformar una barrera de coral, una sociedad o una medusa— les cede la casa donde viven a cargo de que Olivia desempeñe su trabajo como mujer de la limpieza. Chuck y Vera, que se odian con toda la fuerza que permite un corazón, son padres de siete hijos que se alimentan con más pan que hambre y más hambre que otra cosa. Los Hanson, unos pequeños estafadores que lijan el borde de los vasos de mala calidad para poder venderlos como un producto diferente o mejorado. Pero el personaje más revelador, por ser o parecerme —vindico ese derecho a equivocarme—, una concreción del resto es Jack Mackey, el más bondadoso y desvalido personaje de la cinta: un ciego que se niega a relacionarse abiertamente con los demás por temor a que descubran aquel secreto que, casa por casa y por otra parte se conoce, todos permiten que Jack se perpetúe en su mentira, todos omiten que sus ojos solo pueden ver la oscuridad. Grace, el personaje de Nicole Kidman, comienza a realizar pequeñas labores para todos ellos a modo de compensación por la buena voluntad de los aldeanos, se aplica con entrega y gratitud, como un regalo que solo pide humanidad para mantener su función y su belleza, aunque de forma paulatina y sutil, al menos al principio, comienza a desencadenarse la lógica de la crueldad —la forma más rápida y sencilla de que una persona cobarde acometa un acto de valor es persuadirle de que nunca sufrirá las consecuencias—. Si alguien ha visionado la película, sabe muy bien que la protagonista no tiene a donde ir, y que el acuerdo establecido por todos recogía la condición de que Grace podía quedarse en Dogville, siempre y cuando ni uno sólo de los habitantes expusiera alguna queja. Poco después, con la recompensa de cinco mil dólares por Grace se vuelven ladinos y codiciosos, todos, por separado, se encuentran en una situación de superioridad, de ventaja sobre ella, aún así, no dudan en buscar el apoyo de los demás —pequeños e insignificantes gusanos que sueñan comerse una manzana a dentelladas—, comienzan los abusos, las violaciones y, tras un fallido intento de fuga, el régimen de esclavitud. Por supuesto, su moralidad se adecua a su comportamiento, se visten de ella como si fuera un abrigo que les induce a confundir las moscas y los pájaros o las raíces de un árbol con sus ramas más altas. Manderlay, en el año 2005, fue la segunda parte de una trilogía inconclusa, puesto que Washington, la última entrega de Tierra de oportunidades, no llegaría a realizarse. En 2009 volvería dirigir una de sus mejores obras. Para aquellos que padecen la ceguera de lo inmediato, la cinta puede contar con escenas de un salvajismo gratuito; desde mi punto de vista —y esto podrían interpretarlo como un pequeño trazo de victoria o de razón—, si dejamos a un lado la vanidad, sabremos que la perfección ha nacido muerta. Véase el signo del vacío sobre la tumba de Ozu. Pero nada es gratuito en la de obra de Trier, para eso están las labores de montaje. La película de la que estoy hablando es Anticristo, y en ella la poesía presente solo en las imágenes iniciales es poderosísima: en los primeros instantes de la cinta, Trier remarca la ingravidez de los cuerpos y convierte en perspectiva la concreción de los sentidos. El agua de la ducha parecen copos de nieve en una secuencia a esa velocidad y en blanco y negro; la armonía de la banda sonora, y el lenguaje gestual e interpretativo de Willem Dafoe y Charlotte Gainsbourg son tan sublimes como las imágenes de los objetos, ellos son los protagonistas, sin duda, pero al mismo tiempo son elementos del paisaje: el extractor de humos devorando el vapor de agua como una sólida metáfora del principio y el fin de los instantes. La escena de la ventana que se abre, afuera un aluvión de nieve se desprende del cielo, como si fueran luciérnagas muertas, despojos de insectos que desafían a la noche. Frente a la ventana, hay unas figuritas de plomo que hablan de la insignificancia y anteceden la idea de lo que puede ocurrir. El pie que se levanta de la báscula; el oso de peluche sujeto por uno de sus brazos a un globo de helio, véase como la forma de un objeto puede narrar la condición de un ser humano —un cuerpo puede ser preadamita, si se abandona a la sublimación de los sentidos—, los calcetines del niño jairados de estrellas; la botella de agua que derriban en mitad de la pasión y cómo ésta vierte, mientras el chico se acerca a la ventana, el líquido más vital que existe en el planeta. El prólogo es algo indispensable para comprender la película, y así mismo, las imágenes que más tarde serán reveladas como la verdadera autenticidad de aquellos minutos donde, indefectiblemente, la vida cambia por completo. Al margen del prólogo, la primera escena revela una maestría y sensibilidad extraordinaria para el lenguaje cinematográfico. La cámara enfoca, desde el interior del coche, allí donde descansa su hijo muerto. Puesto que la vivencia de ese echo será, durante el resto de la película, el eje principal para los protagonistas, pero también para los espectadores. La desesperación se infiltra y se propaga como la sal del mar sobre las piedras o los diversos cuerpos a su alcance, de forma lenta y victoriosa. Recurro al minuto 36, segundo 38, y al simbolismo del miedo a cruzar el puente, de encontrarse cara a cara consigo misma, o lo que es peor, desvelar a los demás su auténtica naturaleza. Puesto que el personaje de Charlotte Gainsbourg se comporta como una mujer enferma, desquiciada, como si le hubieran enseñado desde niña que el maquillaje se fabrica con las alas de las mariposas. Pero la simbología en Lars von Trier es proteica y maravillosa, véase el ejemplo de las bellotas, la frustración del esfuerzo —recupérese la voz de la naturaleza es sabia— o la imagen del zorro devorándose a sí mismo como un augur salvaje de cuanto el resto de la cinta nos reserva.
En 2011 presenta Melancolía, de nuevo con Charlotte Gainsbourg y una inconmensurable Kirsten Dunts en el papel protagonista. De nuevo la sutilidad de Trier se hace evidente desde los primeros segundos de la cinta. Superado el breve prólogo de imágenes podemos ver una pareja de novios que llegan tarde al banquete de boda. Ellos van montados en una limusina que excede por mucho la capacidad de paso con la que cuenta el camino, es decir: ambos personajes comienzan con demasiadas expectativas el tránsito de una vida en común que debiera ser más fluida y que terminan por realizar andando. Más tarde el director profundiza en las aguas sobre las que se ha construido el matrimonio, la novia no quiere casarse y, poco a poco, toda la celebración va tomando su genuina identidad de burla. El personaje femenino lucha con una verdad que sospecha a cada instante, intenta revelarse ante lo que puede ser uno de los mayores errores de su vida. Y todo se acelera, o utilizando términos culinarios, se clarifica, cuando el novio le muestra con toda nitidez el futuro que ha presupuesto para ellos sin tener en cuenta la voluntad —si cierto es que ambos pueden concebirla— del único elemento en la pareja que puede alumbrar la vida. Él le enseña una fotografía de la casa que ha comprado, réplica exacta y nada accidental de la casa donde él vivió su infancia; en aquella imagen, el personaje de Kirsten Dunst ha quedado relegada a la convicción de un hombre que, como buen nostálgico, confunde el tiempo que perdió con el espacio que le rodea. Poco a poco la novia va descubriendo que todos los asistentes a la boda están allí por muy diversos motivos, en lo que debería ser el día más feliz de su vida, todo son causas ajenas a su felicidad. La ternura cristaliza casi al final de la cinta, cuando Justine, convence al niño de que la esperanza es una posibilidad, de que ella puede construir una cueva mágica que acaba teniendo la forma, al menos en su esqueleto, de un pequeño tipi donde los tres personajes que todavía se muestran, se cobijan uniendo sus manos y logrando, en las últimas secuencias de la película, de nuevo una poesía visual poderosísima. En 2013 vería la luz Nymphomaniac, que, junto con el documental The five obstructions: Scorsese vs Trier del vigente 2015, cierran la obra de un cineasta que boxea sin contemplación, como Sjöström, buscando, tal vez, la claridad en el azul del hielo.
1 Comentario
por LUCCIANO STOLA ![]() La vida no acepta más protagonistas que la vida: las casas, los cigarrillos, las máscaras que se levantan y se amueblan por rechazo a la quietud —tan sinónimo de muerte— o los vacíos; los paseos de esas máscaras que no sabemos adónde se dirigen; todo esto son papeles secundarios, quizás tan vinculantes como un grupo de banquisas que se desplaza por un mar de azul lavanda... mucho más activos y nerviosos —sin duda que podemos celebrar la vida—, pero seguimos sin saber adónde. Si algo distingue a los maestros del neorrealismo es la utilización de la cámara como si esta fuese un simple observador, un pacto de no agresión entre el deseo creativo y el cauce de las cosas; aunque en todas las películas del movimiento, y todos los exponentes que le dan forma: Roberto Rosellini, Visconti, Fellini, Vittorio De Sica o el cineasta que pretendo analizar en este espacio Michelangelo Antonioni, cuidan (en algunos momentos de sus cintas, ya que en otros muchos se dedican a grabar sin interrupción, sin corte) su puesta en escena de un modo tan visible y tan sutil como puede ser el silencio en una partitura. Antonioni nace en una familia de clase media, en Ferrara, en 1912. Tras alcanzar su juventud estudia Filosofía y Letras, además de Economía y Comercio en el instituto técnico de Bolonia. Sus primeros trabajos serán como crítico de cine para Il Corriere Padano hasta finales de los años treinta. Después se mudaría a Roma y comenzaría a trabajar para la revista Cinema, de nuevo en calidad crítico. En 1942 entra de forma más directa en el mundo del cine, y lo hace como ayudante de dirección en varias películas: I due foscari de Enrico Fulchignoni; Le Visiteur du soir, en manos de Marcel Carné, son algunas de ellas; ese mismo año desarrollaría el guión de Un pilota ritorna, dirigida por Roberto Rosellini. A finales de 1942 tuvo que interrumpir su actividad, a causa de la guerra, durante cinco años. En 1947 vuelve a ejercer de guionista en la cinta Caccia trágica de Guiuseppe de Santis; al mismo tiempo colabora en revistas de cine, tales como Film Revista, Film d’oggi o en el periódico Italia Libera. Ese mismo año realizaría su primer cortometraje, que llevaría por nombre Gente del Po, y facilitaría en mucho las cosas para que en 1950 viera la luz su primer largo: Cronaca di un amore: en esta grabación, un empresario decide vigilar a su joven esposa cuando sospecha que ésta puede serle infiel. En el transcurso de la película, podemos apreciar cómo una mujer que fue enterrando poco a poco su pasado, para alcanzar una posición social descubre que la fuga, el papel de mujercita feliz —por no llamarla el mueble más importante de la casa— consagra y constituye una fosa aún mayor que aquella de la que estaba huyendo. ![]() En 1953 rodaría Los vencidos, una obra que en cierta forma se adelantó a la nouvelle vague y que fue censurada en Francia, Italia e Inglaterra por ser los países donde unos jóvenes cometían una serie de asesinatos: un grupo de burgueses en París, un contrabandista en Italia y, por último, la muerte de un intelectual. Ese mismo año, también terminaría La signora senza camelie. No volvería a rodar hasta 1955, y lo haría con una adaptación de Las amigas de Cesare Pavese para la gran pantalla. A partir de 1960, el estilo y la poética del maestro italiano alcanzan un peso específico con La aventura, esta película marcó una línea argumental de la que rara vez lo veremos distanciarse en un futuro: la insignificancia del sentido que cualquier ser humano puede darle a su vida. La mayoría de los personajes se ven atrapados en una red que nunca muestra sus límites, no saben dónde nace —cuál es el punto de inflexión que cambió su historia—; no comprenden que en muchas ocasiones comparte el peso de las horas y la química del aire, y lo que todavía es peor, tienen miedo de que nunca puedan liberarse o de que dicha liberación —basada en el conocimiento empírico del deseo fallido—, sea muy distinta de la paz o plenitud imaginadas. La aventura le aporta, por fin, el reconocimiento internacional a su trabajo; en 1961 rueda La noche; y El eclipse, que llegaría a los cines en 1962, cierra su genial trilogía que había comenzado en La aventura. ![]() En 1964, llevaría hasta los cines El desierto rojo. En 1966 recibe la Palma de oro por Blow Up, película inspirada en ‘Las babas del diablo’, un cuento de Julio Cortázar. En 1970 rueda Zabriskie Point, allí habla de las revueltas estudiantiles y el movimiento negro que se dio en los Estados Unidos durante los sesenta. Así al menos empieza la película, con una asamblea universitaria donde jóvenes estudiantes debaten el mejor modo de establecer una revolución y afianzarla. Pero las preocupaciones de la multitud se disuelven al poco tiempo de metraje, y entonces la película se adentra en la consumación del individuo: en el minuto veintiocho puede verse cómo el protagonista, Mark Frechette, dispara —o al menos esa era su intención, pues más adelante nos revela que el proyectil había salido de otro sitio— a un policía que acaba de asesinar a un estudiante negro. A partir de ese momento decide huir y llamar a su compañero de piso, éste le comenta que es mejor que desaparezca un tiempo, que un amigo llamó porque había visto que la policía estaba buscando, a través de imágenes difundidas por televisión, a un joven parecido a Mark por la muerte del funcionario público. Acto seguido Frechette decide convertirse en fugitivo, ve pasar un avión y se conduce al aeropuerto, una vez allí, calmado y con determinación, se hace con uno de los aparatos donde despega sin permiso rumbo al desierto... En ese mismo lugar, sobre una carretera rodeada de arena, conduce Daria Halprin, en busca de una ciudad en el desierto de la cual ni siquiera está segura de su nombre; está huyendo de su vida, no quiere hacerlo de forma permanente, pero algo dentro de ella la empuja a buscar. Algo le dice que la vida tiene que ser algo más, que a través de los barrotes de la rutina —la única materia visible de la realidad— se le está escapando algo. Y a partir de aquí, comienza la elipsis de la búsqueda: se detiene dentro de un pequeño pueblo para llamar a Rod Taylor y decirle que lo verá en Phoenix. Cuando termina de hablar con él, le pregunta a un hombre sentado a su derecha si conoce un pueblo llamado Genville o Ballyville, y este responde con una negativa. Entonces el camarero interviene en la conversación, le pregunta si el pueblo que está buscando se llama Barkstead, fonéticamente parecido en inglés, y Daria responde que sí, que aquel era, sin género de dudas, el nombre exacto. Segundos después el camarero le confirma que se ha detenido en Barkstead sin ni siquiera saberlo, y que aquel pueblo está tan alejado del paraíso como de cualquier otro lugar. Una vez constatado de que aquel viaje no había logrado los resultados que esperaba, emprende su camino hacia Phoenix y se encuentra con Mark Frechette, este la sobrevuela hasta que consigue llamar su atención y arrojar desde la avioneta una camisa roja para la chica. En los minutos consecutivos ambos se encuentran en medio del desierto y empiezan a comunicarse, se detienen en el margen de una antigua cantera, despreocupados, comienzan a sentirse cómodos —si no ya huérfanos de la mentira del mundo— con un paisaje que les permite sacar, por decirlo así, una fotografía de su juventud y de su alma. Pero tarde o temprano tienen que volver a la realidad, tienen que jugar de nuevo su papel de náufragos, así que después de pintar con todo tipo de mensajes y fantasías el avión robado por Mark el inicia el vuelo para devolverlo al mismo sitio de donde lo había sacado y ella sube al coche para dirigirse a Phoenix. Una vez en el aeropuerto, la policía está esperando al peligroso muchacho que trata de enmendar su error, apenas unos segundos después de haber tocado tierra, tres coches de oficiales inician la persecución que dura breve, como el instinto maternal en las arañas, y el ruido de la pólvora sustituye de facto al intenso sonido del motor, dejando claro que los seres con imaginación lo tienen algo más difícil en un mundo lleno de personas que piensan con los pies y la cabeza. ![]() En 1975 comienza un intento de aproximación al gran público con una serie de trabajos que no obtendrían buenos resultados: El reportero de 1975, o Il mistero di Oberwald, en 1980, son dos claros ejemplos de esta hipótesis. En 1982 se pondría de nuevo detrás de una cámara para rodar Identificazione de una donna. Rodaje que marcaría una época de silencios creativos hasta la fecha de su muerte; puesto que tres años después, en 1985, sufre un accidente cerebrovascular que dificulta seriamente tanto su movilidad como su habla. En 1989 realiza, junto con otros grandes directores como los hermanos Bertolucci, Francesco Rosi o Lina Wertmüller, el documental 12 registi per 12 città. En 1995 recibe una propuesta del director de El cielo sobre Berlín, Win Wenders, para codirigir Más allá de las nubes. Pasarían de nuevo casi diez años hasta que Michelangelo Antonioni volviera a ponerse detrás de una cámara, en 2004 verían la luz La mirada de Antonioni, un documental filmográfico sobre su obra y la película Eros, donde narra, con la sutileza propia de su nombre, la incomunicación del ser humano. El 29 de septiembre muere en Roma en último gran maestro del neorrealismo italiano, apenas 24 horas después de Bergman, como si la muerte, tan de este mundo, tan próxima a la vida, los hubiese señalado por capricho. por LUCCIANO STOLA ![]() Los personajes de Terrence Malick siguen una pauta común, tienen un mismo espíritu, y digo espíritu porque el rostro, y por supuesto el sexo, nos pueden llevar a situaciones individuales, pero todos son un mismo ser, un abanico decorado con la flor de lo imposible. Son un hombre que busca la armonía entre la confusión del mundo, cual si un niño que hubiese perdido sus lentillas en la playa —abandonado, como un elemento más de los paisajes— y sondeara con la superficie de sus manos en la arena numerosa. Terrence Malick nace en Ottawa, Illinois, en 1943. Su infancia y su adolescencia se dividen entre Oklahoma y Texas. Después ingresaría en Harvard para licenciarse en Filosofía, iniciando una tesis doctoral sobre Heidegger, que no llegaría a concluirse, en el Magdalen College de Oxford. Sin embargo, durante su juventud se fue decantando por la cámara. Estudió cinematografía en el American Film Institute, escribiendo y tomando las labores de director en sus primeros cortos. En 1969 rueda Lanton mills, dirigiendo a Harry Deas Staton y Warren Oats. En 1971 colabora en el guión de Drive, he said, dirigida por Jack Nicholson; un año después escribiría, por entero, el guión de dos nuevas películas: Los indeseables, protagonizada por Paul Newman y Lee Marvin y otra comedia llamada Deadhed miles, realizada por Vernon Zimermman. No sería hasta 1973 cuando dirigiera su primer largometraje, Bad lands, un drama criminal ambientado en los años 50 e interpretado por Martin Sheen y Sissy Spacek. Su ópera prima, realizada con tan sólo treinta años, fue galardonada con la Concha de Oro del Festival de San Sebastián y con el Oso de Oro de La Berlinale (dos años después de Malas tierras, que pasó desapercibida para el gran público, se divorciaría de su primera mujer, Jill Jakes, con quien se había casado al comienzo de su vida en Los Ángeles). En 1974, y bajo el seudónimo de David Whitney, escribe el guión de The Gravy Trains para el cineasta Jack Starrett. Su segunda película, Días de cielo, se rodaría en 1978 —con la fotografía de Nestor Almendros, premiada en esta ocasión con un Oscar, se iba consolidando la marca de la casa, la frondosidad de imágenes que Malick incorpora en sus películas— protagonizada por Richard Gere y Brooke Adams. De nuevo, la taquilla no estaría de su parte, pero con apenas treinta y cinco años sería galardonado como mejor director en el festival de Cannes. Tras Días de cielo fija su residencia en París y pasa algunos años viajando continuamente. ![]() En 1988 compra los derechos de una novela escrita por James Jones a su viuda Gloria, lo hace junto con los productores Robert M. Geisler y Jhon Roberdau. Tardaría diez años en adaptar la novela al cine, pero La delgada línea roja vería la luz con increíbles resultados. Ambientada en la batalla de Guadalcanal, la película se inicia con una reflexión filosófica —sello propio en las películas de Malick—, mientras una coreografía de imágenes se entrelazan para darle al narrador un refuerzo poético, que incluso, en ocasiones, alcanza a crear un narrador alternativo. Niños de las Islas Salomón perfeccionan las conductas naturales más sencillas para obtener comida: valerse de una piedra para romper las nueces. Se sumergen en las aguas de una costa que desconoce la industria y el progreso. Bucean entre el coral y la luz de superficie, mostrando una conducta tan primitiva como adaptada al entorno natural que les rodea. No son ajenos a la naturaleza del ser humano —pensar lo contrario sería tan ingenuo como risible—, pero permanecen alejados de las conductas avanzadas, ese híbrido brutal que oscila y se confunde entre la civilización y la barbarie. La armonía del mundo, que siempre ha contado con la enfermedad y con la muerte, parece suficiente para ellos. Dos desertores norteamericanos se encuentran tan integrados en la isla como suele estarlo el cauce con las aguas. A los pocos minutos de la cinta, la delusión de la huida, quizás de pertenencia, desaparece cuando divisan un patrullero norteamericano que los devuelve a la realidad de su mundo, un mundo tan distinto y evolucionado que se comporta como un manicomio en llamas. Sustraídos a su deber —una palabra que, pese a contar con pocas sílabas, tan pocas que parece un número ridículo, tiene un peso mayor que muchas otras, por ejemplo, la palabra espíritu— se descubren confinados en un barco rumbo a la isla de Isatabu o Guadalcanal. En las pocas escenas que suceden en ese afinamiento, antes del desembarco, puede notarse en diferentes personajes el estado de ánimo común. Nos encontramos con los integrantes de la compañía Charlie, soldados tan supersticiosos y atemorizados como cualquier hombre envuelto en una guerra. Todos ellos apartados de la gloria —ese instante que acaba por superarnos con el tiempo—, muchos tan jóvenes y convulsos que previamente, bajo las faldas de mamá o entre las piernas de esa chica que corona los últimos años de instituto, se creían inmortales. La demencia de aquella situación se muestra de forma inequívoca en el minuto diecisiete con treinta y dos segundos de la cinta, cuando el personaje encarnado por Jhon Travolta se dirige al comandante, Nick Nolte, y, desde su estatus superior, tranquilamente le sondea y argumenta: JOHN TRAVOLTA: Nadie quiere esa piedra. Pero usted, ¿qué hará por conseguirla? NICK NOLTE: Lo que haga falta, señor. El contenido de la respuesta es algo tan rotundo y tan abstracto como una jungla fertilizada por cadáveres. Más tarde podremos comprobarlo en la toma de la colina, donde los soldados norteamericanos, empujados por las órdenes de un mando militar que fantasea con la guerra de Troya como pudiera hacerlo un gato con el calor de una manta, y bajo el fuego de posiciones ocultas, se desploman continuamente para avanzar los escasos metros que logran cada día. El profundo mensaje antibélico de la cinta revela su mayor intensidad al final de la batalla. Los fieros japoneses son un puñado de huesos. Los estadounidenses se valen de las partes de un cigarrillo para taponar su nariz y apaciguar así la intensidad del olor a carne quemada y descompuesta. Alguno de los orientales mantiene la integridad o la compostura con el ejercicio del rezo, pero la mayoría parecen pellejos que se aterraran de su sombra. En 2002 produce Happy times, que fue dirigida por el cineasta chino Zhang Yimou, y tres años después participaría en el guión de Che, dirigida por Steven Soderbergh. ![]() También en 2005 realizaría El nuevo mundo, una película que retumba espiritualidad en la figura encarnada por Q’orianka Kilcher. La historia del primer asentamiento británico en las costas del continente americano. Colin Farrell y Christian Bale interpretan a los dos personajes masculinos, son las dos etapas en el amor o la vida de la actriz principal, que desde el primer momento de la película se nos muestra como un ejemplo de sumisión, pero no a la voluntad de un hombre, sino a una voz, un llamamiento presente en todo cuanto la rodea y que ella misma llama madre, refiriéndose, canora y sutilmente, al espíritu de la tierra. De nuevo Terrence Malick vuelve a una época de reflexión, de silencio. Durará hasta 2011, cuando termina el rodaje de la película que, en la humilde opinión de quien firma este artículo, es sin duda su obra maestra. El árbol de la vida, con Sean Penn, Brad Pitt y Jessica Chastain es una película tan singular y maravillosa que establece un vínculo innegable entre la impotencia de los seres y la plenitud de la existencia. En ella, como en ninguna otra cinta, recurre al lenguaje elíptico y sutil de las imágenes. Veamos uno de los primeros ejemplos, sucede en el minuto cinco y cuarenta segundos de metraje: el personaje de Jessica Chastain, después de conocer la muerte de uno de sus hijos, camina a lo largo de la calle, los árboles están frondosos y altos, el césped de los jardines está húmedo y verde, y ella recorre, de un lado a otro, la única porción de calle que cuenta con hojas muertas. La cinta continua con una introspección de los actores principales, Brad Pitt y Jessica Chastain, se enfrentan, cada cual a su manera, a esa ausencia tan presente. El padre con un ejercicio de rabia contenida; la madre se deja acompañar de otras mujeres e interroga, en su silencio, la base primordial de sus creencias —después de una breve escena donde la sombra de tres niños se proyecta, a tamaño natural de los huesos y la carne, sobre el firme más real de la calzada— la podemos escuchar preguntando lo siguiente: «¿Qué has ganado con la muerte de mi hijo?». ![]() Las siguientes escenas trascurren en un futuro, donde Sean Pean, que interpreta al hijo mayor en su edad madura, no ha terminado de superar la ausencia de su hermano. Se debate con frecuencia entre dos emociones que lo azotan —aquí podemos percibir de nuevo la maestría de Malick, las primeras escenas de este personaje están tomadas en espacios amplios y vacíos—: comienza por mostrar paisajes desolados, puertas olvidadas, estampidas de gaviotas y salinas cuya verdadera extensión se pierde en lo voraz del horizonte, luego aparece en una mañana normal, iniciando su día a día, levantándose de la misma cama donde su mujer se ha levantado unos minutos antes, y donde todavía lo contempla al erguirse, espalda contra espalda, como dos personas cuya distancia comienza por el aire que respiran. Todas las secuencias siguientes hasta el minuto doce de la cinta son prodigiosas por sutiles, a la luz de un bosque en una tarde de invierno, un pequeño silencio a gritos, que demuestra, con la impecable ayuda de Sean Penn, la intensidad que dos fuerzas opuestas pueden alcanzar en el interior de un ser humano. A lo largo de toda la cinta se va desarrollando una historia carente de protagonismo, aunque no de sentido. Son los personajes —y las sucesivas secuencias de imágenes— los que aportan en El árbol de la vida la difícil mezcla —digo difícil porque la vanidad humana no acepta ninguneos— de un universo tenaz y prodigioso donde nada importa nada. En 2013 estrenó su sexta y última película, llamada To the wonder; podemos reconocer en ella los rostros de Ben Affleck, Olga Kurilenko, Javier Bardem y Rachel McAdams. En este film, aunque cuenta con las inconfundibles técnicas del maestro norteamericano, no encontramos, por desgracia, la mirada y habitual profundidad de su trabajo. |
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LOS AÑOS DE FORMACIÓN DE JACK KEROUAC ALGUNAS FUENTES FILOSÓFICAS EN LA NARRATIVA DE JORGE LUIS BORGES EDWARD LIMÓNOV: EL QUIJOTE RUSO QUE SINTIÓ LA LLAMADA A LA ACCIÓN EXILIO Y CULTURA EN ESPAÑA VIGENCIA DE LA RETÓRICA: RALPH WALDO EMERSON, MIGUEL DE UNAMUNO Y EL AYATOLÁ JOMEINI LA VISIÓN DE RUBÉN DARÍO SOBRE ESPAÑA EN SU LIBRO "ESPAÑA CONTEMPORÁNEA" PUNTO DE NO RETORNO JOSÉ MANUEL CABALLERO BONALD: ENTRE LA NOCHE Y LA CREACIÓN EL HIELO QUE MECE LA CUNA NO FUTURE MUERTE EN VENECIA: DE LA NOVELA AL CINE GUILLERMO CARNERO: DEL CULTURALISMO A LA POESÍA ESENCIAL ARCHIPIÉLAGOS DE SOLEDAD DENTRO DE LA PINTURA JUAN GOYTISOLO, NUEVO PREMIO CERVANTES, LA LUCIDEZ DE UN INTELECTUAL CONTEMPORÁNEO LA INFLUENCIA DE LUIS CERNUDA EN LA OBRA DE FRANCISCO BRINES EL LENGUAJE POÉTICO, REALIDAD Y FICCIÓN EN LA OBRA DE JAIME SILES EL ENSAYO COMO PENSAMIENTO GLOBAL EN LA OBRA DE JAVIER GOMÁ DESIERTOS PARADÓJICOS, DESIERTOS MORTÍFEROS DOS POETAS ANDALUCES Y UNA AVENTURA EXISTENCIAL "NEO-NADA", DE DOMINGO LLOR EL SOMBRÍO DOMINIO DE CÉSAR VALLEJO LAURIE LIPTON: DANZAS DE LA MUERTE EN UNA ERA DEL VACÍO MUJICA. LA SAPIENCIA DEL POETA IMITACIÓN Y VERDAD. JOHN RUSKIN LA OBRA LUMINOSA DE ÁLVARO MUTIS A TRAVÉS DE MAQROLL EL GAVIERO SIEMPRE DOSTOIEVSKI. REFLEXIONES SOBRE EL CIELO Y EL INFIERNO ANÁLISIS DEL PERSONAJE DE OFELIA EN HANMLET DE WILLIAM SHAKESPEARE EL QUIJOTE, INVECTIVA CONTRA ¿QUIÉN? ESQUINA INFERIOR DERECHA, ESCALA 1:500 BAUDELAIRE Y "LA MUERTE DE LOS POBRES" "ES EL ESPÍRITU, ESTÚPIDO" CONEXIÓN HISPANO-MEJICANA: JUAN GIL-ALBERT Y OCTAVIO PAZ LADY GAGA: PORNODIVA DEL ULTRAPOP LA BIBLIA CONTRA EL CALEFÓN. LAS IMÁGENES RELIGIOSAS EN LOS TANGOS DE ENRIQUE SANTOS DISCÉPOLO VILA-MATAS, EL INVENTOR DE JOYCE. UNA LECTURA DE "DUBLINESCA" UNA BOCANADA DE AIRE FRESCO: EL NUEVO PERIODISMO COMO LA VOZ DEL ANIMAL NOCTURNO. BREVES ANOTACIONES SOBRE LA TRAYECTORIA POÉTICA DE CRISTINA MORANO JOHN BANVILLE: LA ESTÉTICA DE UN ESCRITOR CONTEMPORÁNEO KEN KESEY: EL MESÍAS DEL MOVIMIENTO PSICODÉLICO CINCUENTA AÑOS DE UN LIBRO MÁGICO: RAYUELA, DE JULIO CORTÁZAR LA INCOMUNICACIÓN Y EL GRITO QUEVEDO REVISITADO: FICCIÓN, REALIDAD Y PERSPECTIVISMO HISTÓRICO EN "LA SATURNA" DE DOMINGO MIRAS LAS RIADAS DEL ALCANTARILLADO MÚSICA EN LA VANGUARDIA: LA ESCRITURA DE ROSA CHACEL MULTIPLICANDO SOBRE LA TABLA DE LA TRISTEZA: UNA APROX. A LA TRAYECTORIA POÉTICA DE JOSÉ ALCARAZ RUBÉN DARÍO EN LOS TANGOS DE ENRIQUE CADÍCAMO THE VELVET UNDERGROUND ODIABAN LOS PLÁTANOS "TREN FANTASMA A LA ESTRELLA DE ORIENTE" DE PAUL THEROUX: EL VIAJE COMO FORMA DE CONOCIMIENTO EL TEMA DEL VIAJE EN LA PROSA FANTÁSTICA HISPANOAMERICANA GUERRA MUNDIAL ZEUTA LA HAZAÑA DE PUBLICAR UN NOVELÓN CON SOLO 25 AÑOS JACINTO BATALLA Y VALBELLIDO, UN AUTOR DE REFERENCIA EL OJO SONDA: LA MIRADA DE TERRENCE MALICK SURF Y MÚSICA: MÚSICA SURF EL PERSONAJE METAFICCIONAL DE AUGUST STRINDBERG MARCELO BRITO: PRIMEROS PASOS HACIA EL TREMENDISMO EN LA OBRA DE CAMILO JOSÉ CELA EPIFANÍAS JOYCEANAS Y EL PROBLEMA AÑADIDO DE LA TRADUCCIÓN EL VALLE DE LAS CENIZAS RASGOS BRETCHTIANOS EN "LA TABERNA FANTÁSTICA" DE ALFONSO SASTRE AL OESTE DE LA POSGUERRA. JÓVENES EXTREMEÑOS EN EL MADRID LITERARIO DE LOS CUARENTA LORD BYRON Y LA MUERTE DE SARDANÁPALO JUAN GELMAN. UNA MIRADA CARGADA DE FUTURO FRANZ KAFKA: UN ESCRITOR DISIDENTE Hemeroteca
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