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TOCAMOS TODOS LOS PALOS, INCLUIDOS LOS DEL FLAMENCO
por MANUEL ÁNGEL GÓMEZ ANGULO Si quiere que le cuenten lo que desea oír, vaya usted a una agencia de viajes. Gabriel Herzog I —Jamás repetiría lugares —me afirmaba un amigo con resolución, tras el lejano fallecimiento de su esposa y haber visitado, años después, París con otra pareja. Repeticiones. Yo repetí aquella isla. Ciertamente no había nada que ocultar, que borrar, que limpiar de otras experiencias, de la primera visita (tampoco en la segunda, dicho sea de paso). La isla era, para ambos, para ella y para mí, virgen. No existía deseo de huida hacia ninguna parte. Fueron simplemente unas vacaciones distintas. Y recuerdo que, en esa primera vez, apenas escribí nada, un par de líneas. Apenas leí nada, un par de líneas. Apenas me dejaron ver tranquilamente la propia isla, un par de líneas en el horizonte. Si hubiera sido pintor o escultor, tampoco me habrían dejado pintar o esculpir, ni paisajes ni cuerpos, tal vez un par de líneas sinuosas en un lienzo o unos leves y lineales golpes de cincel en una piedra. Y, en esa primera vez, delicias del mundo, me pidieron en matrimonio. Hermoso lugar para hacerlo. Pero, aquella petición de unión de vida para siempre, en lugar de iluminar el universo, nubló el espacio arbolado y húmedo, envolvió en extraños matices las olas risueñas, apagó el bello y variado color de puertas y ventanas de las casas de madera del sureste, acabó por conferir al viaje algo de triste novela rusa o japonesa, sin un final definido, o más bien desabrido relato americano. ¿Por qué lo haría cuando la relación, sin que se hubiera estancado definitivamente, había entrado ya en un terreno minado, de suspicacias y lejanías, si ni siquiera tenía la intención de presentarme a su familia? Como quiera que fuese, esa isla de mezclas, de colores, de carácter, de sorpresas, de encuentros y de climas, resultó, en la pugna continua y absurda en la que se había transformado nuestra relación, una agradable y embebida tregua en pleno verano. Constituyó un paréntesis, decorado real, arrancado a un sueño diferente y azucarado, por el que nos movíamos de verdad en un cochecito de alquiler, tono verde manzana, de una punta a otra, el calor adherido al espinazo y el asombro por descubrir hechos, ambientes y escenarios que nos sugerían la creencia de haber viajado a la misteriosa y enigmática África. ¿Por qué lo haría si ni siquiera tenía la intención de presentarme a sus padres? Para empezar, ya alguien nos advirtió de que no viajáramos a la isla por esas fechas; de que en verano empezarían los chaparrones intempestivos, inesperados aguaceros de anchas cuerdas tibias, tormentas con gotas de grueso calibre que despertaban de la nada, sin que dos minutos antes se viera en el cielo una nube, capaces por sí solos de transformar un arroyo en una cascada islandesa. Pero, aun así, viajamos. Y nuestra sorpresa fue esa: comprobar que de un cielo limpio pudiera caer, de repente, sin previo aviso, tanta agua. Un agua, por otra parte, agradable de recibir por todo el cuerpo, aunque nos empapara las ropas y nos estropeara los zapatos o, precisamente, por eso. * De aquel viaje, apenas me quedó, pues, una palabra, pero tampoco una foto. De hecho, creo que no tengo ninguna —ni fotos ni líneas escritas, pero sí profundos recuerdos, como arrugas, como pinchazos, como heridas, como cicatrices—, a no ser que escudriñe hasta el último rincón de aquellos discos duros que me compré por entonces para almacenarlas, como si fueran álbumes con carcasa de metal, que se llenaban muy rápido con apenas unas cuantas imágenes y otras tantas películas, a menos que haya quedado alguna también en la torre del ordenador que duerme abajo, en el sótano, sin que haya podido arrancarlo del sueño eterno en el que cayó hace años. Los ordenadores son como las momias, pero con un alma que duerme en su interior y que se puede reanimar, si lo lleva uno al embalsamador adecuado. Todavía no lo he encontrado, por pereza o porque tal vez no exista o no lo desee en mi fuero interno, por ese temor a despertar los sueños prohibidos de esos seres milenarios y cruzados de vendas, a avivar ciertos horrores del pasado. De aquel pedazo de tierra prometida, perdida en medio del océano, apodada la isla de las flores, vomitada en tiempos inmemoriales por la boca de un volcán, esculpida por ventarrones y temporales con ojo de ciclón y cultivada por semillas que llegaron por los aires desde la próxima Amazonia, me quedó también un ruido incesante. No era el rumor constante de la máquina de coser de su madre, ese martilleo de la infancia del que hablaba Aimé Césaire, en uno de sus poemas. Eran silbiditos de una armonía pareja, una especie de tinnitus o acúfeno de la naturaleza. No sabía de qué procedencia porque vibraba por todos lados. Sucedía a la caída de la noche. Y surgió inesperadamente, como una bienvenida primero balbuceante y luego desbocada, cuando en el garaje de la agencia esperábamos a que nos entregaran el vehículo de alquiler. Sonaba al mismo tiempo insoportable y deseada, feérica y natural, de insecto y de pájaro, de batracio y de reptil, de gargantas y de élitros. Percibíamos aquel recorte de plantas a nuestro alrededor, a luz del ocaso, exótico, inusitado, con aquel murmullo como telón acústico y con el que yo viajaba al paraíso de lo que pudo ser la isla inhabitada, de cuando los indios, antes de la llegada de los blancos, antes de la llegada de los esclavos negros y de las plantaciones de piña, de plátanos, de caña de azúcar y de la fabricación de ron. Mi pareja, aun así, desplegaba su mirada desconfiada, intranquila e inquisitiva por rincones, cavidades sombrías, balcones. Sus ojos se movían de un lugar a otro. Preguntó extrañada, que si yo no lo oía, que qué era aquello que sentía ella como una batahola de amenazas en la noche, como si aquellos bichitos quisieran llamar la atención sobre algo o sobre alguien, explicarse, hablarnos en un lenguaje cifrado, pero no unos por encima de otros, sino al unísono, a coro, en un idioma perdido en esa noche y en la noche de los tiempos. —Si es la primera vez que, al igual que tú, vengo por estos parajes —le respondí—, qué podría saber yo. Pájaros no son. No hay aleteos, movimientos de maleza. Y ella se giraba a su espalda y continuaba mirando con desconfianza a las honduras de una oscuridad espesa y, sin acercarse a los setos o a los parterres, se mantenía pegada a mí. Yo le agarraba la mano. A mi pregunta, nos lo apuntó el encargado del hotel en el recibidor, con aire distraído y un poco de vuelta de todo, mientras tomaba nota de nuestros datos. Eran pequeños anfibios, que iniciaban una serenata sin tregua al anochecer, para no callar hasta el alba. Durante el día, volvían a hundirse en un silencio que parecía traído por la luz del sol y su cielo muy turquesa. Al atardecer ya sombrío, de nuevo la coral de vocecitas de otros mundos, hundidas en la oscuridad, de lo que era una pequeña rana caribeña, que hinchaba anchos sus carrillos para expresarse, como los de Gillespie, al soplar la trompeta. Me iría de la isla sin saber cómo se llamaban. Como me iría de la isla sin ver una tortuga poniendo sus huevos de alabastro blando en la cálida arena de una playa solitaria y escondida. Me iría sin aceptar definitivamente la propuesta de matrimonio, sin aprovechar aquella oportunidad, sin poder ver demasiadas cosas. * De aquel viaje inicial, me quedó, al igual que de Cuba, esa humedad viscosa de los trópicos incrustada en la piel. Y la presencia intrigante del volcán dormido, con sus líneas bien perfiladas y visibles, desde casi cualquier punto, su corona de niebla en un copete blanco, las plantaciones de piña muy amarilla, aquella familia que nos invitó a un refresco de líquido rosa fucsia en su propia casa. La cachaza de la gente, de las costumbres, del clima. Fue un viaje en el que llegamos de día y cayó pronto la noche. En el aeropuerto había como otra cadencia que los europeos hemos aparcado en el olvido y que es el compás indolente y dulce de las Antillas. Puede desesperar la tranquilidad con la que nos contesta la chica del mostrador de información, que nos recibe con extensa sonrisa y nos despide con idéntica extensa sonrisa. El que siempre tarde en llegar al aparcamiento del aeropuerto la furgoneta que transporta al recién llegado que la espera en la acera exterior y que luego se desplaza lenta hasta la agencia de alquiler de coches entre una densa vegetación de distintos verdes. El que siempre dure o se retrase la entrega de ese coche y, para no desentonar, la entrada y registro en el hotel. Todo premioso, pausado, como la atmósfera que se respira en el paraíso. ¿De qué sirven en un sitio como éste las prisas? Así, hay encuentros que permiten observar el comportamiento impropio del europeo al primer contacto con el habitante residente: un estúpido don importante lo hay en todos los viajes, un granuja de medio pelo que eructa por encima de la nariz y aún no ha superado la época de las colonias, alguien en definitiva que no puede dejar de mirar su reloj —grave pecado ese, en un lugar paradisíaco, en el que el reloj como invento fraccionador de tiempo pierde completamente su sentido—, un acomplejado que se cree en las Seychelles y que su dinero vale más que nada en la tierra y que no recibe lo suficiente a cambio y protesta sin rubor, a voces, delante de todo el mundo, y despierta ese sentimiento de vergüenza ajena en quien lo escucha y de oculta ironía en quien desde el garaje, rostro impenetrable del encargado de la agencia de alquiler, se demora hasta lo intolerable, mientras sin bulla alguna trabaja para él. Era un espécimen con pantalón corto de cuadros negros y blancos y polo verde botella de cuello blanco, en la cincuentena pero sin una cana y los zapatos con calcetines, que nos precedía, y que no paraba de rezongar ante la lentitud con la que se empleaban los chavales que entregaban los autos. Ejemplo vestido de jugador de golf que olvida dónde se halla, que no entiende de flema ni de sangre antillana, curtida ésta en las prisas ancestrales del latigazo y más tarde moldeada y cuajada en una lenta sumisión al calor húmedo y al sol tropical y a la custodia del volcán y a la presente falta de trabajo. Armados de paciencia, esperamos educadamente a que nos entregaran el nuestro, pequeñito y coqueto, cuyos asientos despedían un olor a un sudor especial, que en el garaje no habían sabido o querido eliminar, y cruzamos la isla casi de punta a punta a una hora en la que la capital había olvidado afortunadamente sus perennes atascos. Y pronto nos instalamos en el hotel. Tomamos posesión de una habitación de película caribeña, ya noche bruna, donde nos topamos de nuevo con el concierto porfiado de las ranitas. * Recuerdo a la pareja de chicas con la que departimos durante mucho tiempo, tanto en el avión como en el garaje de partida, y con la que nos cruzamos direcciones electrónicas y que, a pesar de su simpatía, interés y promesas (cuántos hay de estos), jamás llegaron a respondernos, a escribirnos. Recuerdo la plantación de caña y las evocaciones que me vinieron de épocas pretéritas, de películas y de libros, y la destilería de ron, flanqueada por sus abombados tallos de palmeras asiáticas y su césped esmeralda intenso, apretujado y recién cortado. La degustación de distintos licores a cada cual más fogoso y tentador en una de sus destilerías de túnel del tiempo. El cultivo perdido cercano a la ciudad de Morne, de piñas de un castaño claro amarillento y apetecible, de plátanos de sabor distinto. El mercado de Saint-Pierre (antigua capital, arrasada en 1902 por la fiereza incontenible del Monte Pelado), de frutas, de verduras, de mermeladas, de pescado, de frituras. Algunas ruinas de las viviendas tostadas por la lava que achicharró aquel puerto por entonces, siempre muy escondidas, y que había que adivinar o rebuscar detectivescamente (como la antigua iglesia del fuerte, una joya que me recordó a la más barroca Italia). Las playas de arena dorada del sur u oscuras del norte, a causa precisamente del origen de su tierra volcánica. La capa gaseosa que cubría nuestra piel y no había quien la despegara sin un par de duchas diarias. Recuerdo una barca de dos colores, uno amarillento y otro azul celeste con sus desconchones en el casco, motor trasero, que arrastraba, sobre una tabla flotante, a modo de remolque, un gigantesco pez espada, probablemente comprado ya muerto en la capital, traído desde ella por mar y desembarcado ese día en Le Carbet (literalmente bohío, en español) —hay quien dice que el gran almirante, don Cristóbal, fue el primer blanco de Occidente en fondear sus naves en esta playa y en descubrir una isla a la que no paró de piropear ante el asombro de su belleza virgen (de Cuba se dice lo propio, supongo que porque los piropos del almirante vuelan por encima de otros piropos de navegantes de menor fuste)—, para las necesidades del barrio. Como si de una atracción turística se tratara, aquella captura de alta mar necesitó de cinco hombres para ser descargada sobre la arena y se demoró por allí aún dos días más, troceada su carne rosada sobre mesas de madera plegable, a pleno sol, entre las chozas y las casas de madera colindantes al hotel donde nos alojábamos, acechado por las moscas y por la descomposición del calor reinante que tornaba su color del rosado fresco al siena necrosado, es de suponer que a la venta, y a la que como un bobo aturistado le hice unas cuantas fotos, que luego perdería sin remedio en un limbo de separaciones, claro está. Recuerdo que recogí en autostop a una señora de unos setenta años, de raza negra, a la que atisbé en el rápido ademán de su mano, al borde de la carretera de Ajoupa-Bouillon, mientras explorábamos, un poco a nuestro aire, la parte septentrional de la isla. Porteaba unos bolsos oscuros con sus compras y me detuve al ver que me dibujaba aquel gesto. Me bajé del vehículo, la ayudé a subirlos al maletero y, tras una agradable conversación, y la lentitud de una carretera mareante, la llevé hasta su puerta, a un pueblecito llamado Grand’Rivière, el último de los caseríos del norte. Allí mismo, final de partida, desaparecían las vías de comunicación. Durante el corto trayecto, que recorrí con extremada precaución a causa de la bajada y de las curvas cerradas, nos explicó que había perdido el autobús por cinco minutos y que ya no pasaba otro hasta nadie sabía cuándo. Bajo el sol, aquello podría haberse convertido para ella en un auténtico suplicio. A nuestra llegada, nos hizo entrar en su hogar. Se trataba de una casita blanca de una sola planta de techo variopinto y zócalo de mosaico muy bajo, con trozos de baldosas quebradas incrustadas en él, de colores azules, rojos, negros y blancos, y a la que se accedía a través de una especie de patio, cuajado de vegetaciones muy verdes y frescas. Desde la habitación central se notaba que el resto de la casa se había ido edificando poco a poco hasta conformar una especie de puzle maltrecho con sus añadidos de años, en piezas desiguales de tamaño, forma y color, prácticamente como todas las modestas casas de la isla. Estaban allí, en el salón, parcamente amueblado, enseres baratos, madera sin barnizar, ventanas abiertas por las que se colaba el fresco aire marino filtrado por unas palmas verdosas, un hombre y sus dos nietos, un niño y una niña, de unos siete y nueve años que dibujaban, pintaban y escribían en un folio sobre el hule a cuadros morados de la mesa redondeada. No entendimos bien por qué, sólo que estaban allí, de vacaciones escolares, y que iban, en breve, a almorzar con ellos. El marido de la señora, también mayor, cuyo nombre no recuerdo, pero sí su apellido típicamente martiniqués (Lorétol), nos saludó con resuelta mirada y sonrisa y sin soltar la espumadera de metal. Freía cansinamente, durante un tiempo que nos parecía excesivo, un pescado de mar, de compactas y anchas escamas y carne blanca y buen tamaño, que se doraba enharinado, en muy poco aceite. Fritos los trozos, en un fuego de gas, los iba sacando luego, con paciencia infinita, del gran perol para escurrirlos en una palanganita de plástico verde. Un humo de potente olor escapaba de la fritanga y flotaba por el salón. Y allí andábamos ambos, ella y yo, uno al lado del otro, en la punta más inesperada de la isla, extraña ella, incómoda, en casa ajena, sin abrir la boca, pero sonriente, ojos azules intensos y una cabellera rubia de sirena nórdica que contrastaba tanto con los nietos como con los abuelos de raza negra, regocijado yo por un feliz encuentro con el autóctono, tomando con mi mirada un poco nota de todo, de su cotidianidad y de sus movimientos. Nos invitaron entonces a tomar asiento en dos sillas de metal repintadas. Y mientras la señora vaciaba sus bolsos e iba repartiendo su contenido por distintos lugares y el hombre mayor cocinaba y los niños dibujaban, nos ofrecieron lo que tomaban los chicos, aquel refresco de un dulzor inclemente, de un rosa exagerado y elevada temperatura, en su casa de tataranietos de esclavos, que en épocas pasadas recogieron plátanos, piñas y cortaron caña, sufrieron castigos y se creyeron libres cuando escapaban a la selva espesa huyendo de sus negreros de látigo fácil de los que les quedó en la familia la cicatriz de sus apellidos. Y nosotros mirábamos cómo se freía el pescado, cómo se tostaba en demasía su harina en tan poca materia grasa, requemada. Y hablábamos de la diferencia, entre este trópico extendido y el lugar de dónde veníamos. —De un sitio que es lo opuesto a su isla. Venimos del desierto. —¿Es posible que vengan ustedes del desierto? —porque nos creían de la metrópoli, de Francia. —Sí, pero no de África. Del sur de España, de Almería. Somos españoles. Y levantaban las cejas, sorprendidos, la mujer de frente y el hombre que nos daba la espalda, ensimismado en su tarea, y los niños metidos en sus papeles y sus dibujos picassianos, porque no llegaban a ubicar esos espacios de piedra blonda y tierra parda y roca seca sembrada de esparto, que igual habían visto en los documentales de la tele o en las películas, todo lo opuesto a su universo de edén compacto, fronda apretada de tonos aguacate y repleta de rocío temprano. —Entonces, ¿por qué hablan ustedes tan bien francés? Y cuando apuramos el refresco, no nos convidaron a comer (no vi en mi pareja decepción, tampoco decisión hospitalaria en ellos, que tal vez tenían lo justo ese mediodía para los cuatro), a pesar de que el pescado lucía en una estimable montañita escurrida en la palangana de plástico cuando nos levantamos, y parecía suficiente para todos. Agradecimos la colación que más que refrescarnos nos irritó el paladar, porque no vimos frigorífico y si lo había no estaba en esa sala, y sonreímos y dijimos hasta pronto —los niños no nos despidieron, con la cabeza hundida en sus diseños— y cruzamos de nuevo el patio de plantas verdosas y sin volvernos nos perdimos unos minutos por aquellas callejas del pueblo, que daban al mar airado y a sus palmeras inclinadas, azotadas por un continuo viento del norte, donde acababa la carretera y hacía tanto calor, con el humo y el olor a fritanga perdiéndose por detrás, a distancia, pero no de nuestras ropas. A partir de ese momento y de allí, aguas muy oscuras con una piedra hirviente y amoratada, rocas basálticas impracticables, que caían y caen en picado hasta los fondos marinos, se supone que ladera imaginada por el volcán en una de sus violentas erupciones. Por eso era el último pueblo hasta el que la carretera bajaba sinuosamente, incrustada a golpe de martillo, pico y pala de otro tiempo en el acantilado quebrado y venía a morir en una lengua de playa estrecha, de una arena límpida. Por lo demás poco y mucho que resaltar: más palmeras, toldos sacudidos por la ventolera, ropa alegre tendida, siempre al aire en movimiento, de coloraciones parchís y de azabaches brillosos. Un pequeño cementerio, floreado y de alegre compostura en el que uno se tendería en un descanso eterno, con delectación. Por un lateral, un sendero que se interna por una auténtica selva virgen. Según dicen, un bosque de bambú y de árboles centenarios, que se me prohíbe explorar por lo impenetrable y salvaje y que llega mucho más arriba hasta las lindes calvas del mismísimo cráter maliciado en su silencio. En la pequeña playa había un hombre cosiendo redes, unas cuantas barcas para mi sorpresa poco deterioradas y recién pintadas a franjas de colores muy vivos (la más próxima, negra, amarilla, naranja y blanca está llena de aparejos de pesca). Saludamos. Los pescadores del lugar son bravos y se aventuran desde esa orilla hasta Dominique, la isla cercana, a la pesca sobre todo del bonito y del marrajo. No hemos hablado con él. No levanta la cabeza de su labor, realizada a la sombra que proyecta la barca y su vela de grueso dril, como una lona de campesino. El resto del pueblo son callecitas adorables, estrechas y las puertas de las casas abiertas en una curiosa invitación a la acogida en horas tan calurosas por un lugar tan aparentemente vacío de gente. Y nosotros que rápidamente pusimos rumbo a Macouba sin saber que aquel pueblecito que dejábamos, como lugar apartado, fuera plataforma, en tiempos remotos de guerra, para la disidencia y los resistentes de la isla, también en tiempos más alejados aún para la huida y refugio de los esclavos cimarrones. Y que guardaba su reputación gastronómica de pescado fresco y marisco casi intacta, para alejarnos de él por ignorantes de ese detalle y por las prisas de la sirena en salir de allí y almorzar un par de platos de comida criolla bien picante, en una terraza con un sombrajo de palmas resecas, que poco protegía del sol, largos asientos de madera roída por la humedad, frente a un mar rizado en olas espumosas por el viento, ese día, rabioso. * Y también recuerdo la sorpresiva fotografía de la autopista que tomé al azar, en uno de los insoportables y continuos y larguísimos embotellamientos que se producen en torno a la capital, en hora punta. No se veían sino viviendas pegadas a ella, a menos de un metro del asfalto y del guarda miedos. No sé exactamente qué fotografiaba. Los tejados, las fachadas, la vegetación. Cuando la amplié al máximo, vi aquel negro, muy viejo, de ojos hundidos y un blanco como de loco asustado, mal vestido, sin afeitar, con el hombro apoyado en el marco de la puerta, despertado en plena pesadilla de una película de terror. Habría jurado que no se encontraba allí cuando la tomé. Se la enseñé a ella cuando estuvimos en el hotel y se asustó. Sería probablemente una especie de diablejo invisible de los que merodean entre cementerios e iglesias, diurno en este caso porque también los hay nocturnos, que mantenía la autopista siempre en un caos de perpetuo atasco, que aparecía y desaparecía según le daba por otros lugares de la isla jugando malas pasadas, descargando aguaceros y amargando la existencia de otros negros fuesen malos o buenos, le daba igual, y que yo había tenido suerte, porque en aquella casa precisamente no vivía nadie y ahora tenía la prueba, si no de su existencia, al menos de su presencia, y que era muy posible que sus formas imaginarias al ojo humano hubieran quedado prendidas, por una gracia especial, únicamente en mi tarjeta digital. A no ser que fuera, a la espera de un paciente, uno de esos quimboiseurs (o curanderos), también prácticamente invisibles, a los que recurren los isleños para la cura del mal de ojo con sus hierbajos, su puesta de manos y sus sortilegios cantados. O por qué no, también un zombi, quién sabe. No es difícil despertar de las insondables tripas de sus residentes leyendas como esa en una isla tan cercana a los archipiélagos caribeños y con tan profundo acervo africano. * Guardo en mi memoria a aquel chico flaco, trajeado de rojo-orquesta-de-circo, que sumergía langostas congeladas en una olla con agua caliente, para luego sajarlas a lo largo, en dos, y ponerlas a la plancha. Lo hacía sin pudor alguno, como si fuera algo normal e incluso apetitoso. Los crustáceos salidos así tostados de la chapa caliente tenían un inaccesible sabor a marisco y la textura flagrante e indomable del poliestireno. Fue en una cena que se suponía de enamorados, pero ambos como extrañados, fuera de tiesto, cercana al abismo, que se inició con fuego —en la isla todo parece hecho de un fuego de lava que proviene del centro de la tierra o del implacable sol ecuatorial o materia resultante de ese mismo fuego una vez amortiguado o del azote de esa luz solar de la que se protege el suelo con los árboles más altos y tupidos—, con un chupito de ron con azúcar de caña, al aire fresco de la noche del trópico, de ese ron de 55º, incoloro como el agua, iracundo, que corta el esófago en dos partes igualmente ardientes como la de la langosta sobre el metal abrasador. Una cena en la que al final nos sirvieron una ensalada de frutas exóticas. —Por pura curiosidad —me dirigí al camarero, éste de blanco al completo—, ¿me puede usted decir qué lleva esta ensalada? —No estoy muy seguro, pero creo que tiene cinco o seis frutas, entre otras maracuyá y carambolo. Está muy rica y refresca mucho. Sonaba una música igualmente, pero aquellas melodías supuestamente indígenas no terminaron de agarrarse a mi memoria, si es que en realidad lo eran o estábamos escuchando un calipso revuelto con reguetón. Y me acuerdo de que, durante aquella cena, me rozaban la espalda unos lóbulos de vegetación granates caídos del cenador, que yo creía de palmichas, como patas de araña bordeadas de pinchos blandos, perturbadores. * Estaban aquellos atardeceres en el hotel, recién duchados y un hálito como remoto y arcaico a nuestro alrededor del tiempo de los descubridores, de los corsarios, de los náufragos, de los ahogados que despegaban sus párpados lacrados para disfrutar por una última vez de la brumosa y encarnada luz del ocaso. También algún desayuno con café muy oscuro, hermético por su espesura, frutos de colores muy vivos, azucarados o ácidos y carne de pollo, jamón cocido, huevos fritos, pan tostado. Las horas de la tarde calurosa y agobiante en estación baja, porque ya asomaban las fuertes lluvias y los huracanes o ciclones estaban al caer a la vuelta de la hoja del calendario, aquellas sobremesas relajadas de turismo en las que se podía soñar casi que el hotel entero nos pertenecía o que estaba abierto en realidad para nosotros, y en las que permitían la entrada a las chicas negras de las casas vecinas para que tomaran un baño en la piscina y lo colmaran todo con sus gritos felices y sus juegos de efervescencias y perlas de agua. Y yo estaba entre ellas, esquivando su chapoteo, viéndolas disfrutar, y mi piel era como fosforescente al lado de la suya y mi pareja, con su revista y sus gafas de cristal ahumado, sonreía desde la hamaca, al sol. Un hotel que ha cerrado para siempre y que se llamaba Marouba, uno de esos con los que no es de extrañar se creyera uno en África y sólo nos faltara ver de pueblo en pueblo cargados de historias exóticas a algún cuentacuentos despistado o a un vendedor de pájaros exóticos o de guayabas. Y, al salir por la escalerilla del agua dulce y envolverme en la toalla para secarme, tenderme en la hamaca, fue cuando mi pareja me tomó de la mano y me preguntó si quería casarme con ella. También estaba la ciudad, la gran capital en la que había que vigilar bien el sitio en donde se aparcaba el coche por temor a que le reventaran un cristal, nos lo fastidiaran y nos robaran las pertenencias. El alegre tiovivo de madera repintada varias veces y los colores chillones y susurros urbanos de Fort-de-France. La rara iglesia como catedral de vidrieras multicolores y escalenas, la fortaleza defensiva con su tropa de iguanas espinosas, la estampa eterna del volcán y su advertencia de centinela inmóvil. Las casas achaboladas que trepan por las laderas una vez se deja el centro de la ciudad y sirven de frontera admonitoria, que jamás habrá de ser transgredida, por lo que pueda pasar. Los buñuelos fritos de bacalao, llamados acras, los emparedados de abadejo picante con cebolla en el jaleoso mercado y los vestidos de cuadros coloreados de sus mujeres, su cabello recogido en felpas naranja, moradas y amarillas, y frutas y verduras coloradas, sonrisas como espejismos blancos en sus bocas de labios amoratados, día de fiesta (cuando no lo es en una isla que vive del subsidio, condenada al ocio) les parecía y su pequeña lonja ruidosa, doudous. Y por el sur, las casitas de madera a las que no me cansaba de fotografiar, las playas de postal engañosa, con sus aguas turquesa y su arena pajiza y brillante como las suculentas hojas del ficus cuando llega el aguacero, la sombra de las palmeras y de los cocoteros, el manglar oculto vigilado por millares de matoutous (cangrejos) y el señor que vendía zumos naturales de frutas apasionadas al ridículo precio de dos euros el vaso. Y la exquisita cocina criolla, si uno sabía buscarla por algún garito, aparentemente ruinoso pero de comida sabrosísima. Y, a pesar de que continuamos todavía poco más de un año, si se puede decir, juntos, Martinica y su siglo de las luces y sus aires lejanos a libertad y a revolución ilustrada y a libertos, a resistencia, a frustración y, no tan lejanos, a esclavitud, fue el inicio de la duda, revelación de que no era ese el camino creado para compartirlo, comienzo de nuestra ruptura. Y me resultó curioso que yo no sintiera ese síndrome del no isleño, que en su cabeza soporta mal los límites impuestos por la naturaleza, el recorte de la isla en medio de la inmensidad del mar, ese puntito minúsculo seco o verdeante amenazado por las aguas oscuras del océano. Fueron diez días incomparables, especiales, como al margen de lo que se vive en nuestro mundo de acá, reminiscencias de un pasado que todavía no parecía haber partido y, sin embargo, estaba ya bien sepultado. Y cuando puse de nuevo los pies en Europa, lamenté haber dejado Martinica como si algo no hubiera cuadrado en esa primera visita. Ella, aceptando sin refutarlo, lo que se le ofrecía de sol y de playas y de irrealidad propuesta, tan distante y remota como lo fue todo ese cinturón de islas antillanas en tiempos olvidados. Y yo, en el otro extremo, en la otra punta de sus deseos, quijote del detalle, de la sorpresa, de lo imprevisto, a la espera de que cada frunce de paisaje o de persona escondiera, pudiera entregarme tesoros que no parecieran pecios tan incontestables y al mismo tiempo tan cegadores. —¿Qué haces, Manuel? —me dice ella, con poca sutileza, justo cuando intento agarrar el boli para empezar a plasmar todo aquello en un folio— ¿Persiguiendo con palabras cosas que no existen? ¿Pintando un cuadro con colores excluidos de la gama cromática? Eres un enfermo de tiempo, buscador de nada. La salvación de una cosa es la pérdida irremisible de otra, una vez alterado su orden establecido. Métetelo en la cabeza. Sé, por lo que viví y lo que no viví en aquellos momentos, proposiciones malogradas y no deseadas de futuro, senderos no transitados y prohibidos, contactos no establecidos, episodios extraviados, fotos de ninguna parte, gafas de sol perdidas, diablejos escurridizos, alguna quemadura solar de la que quedaron en pecas imborrables sus lesiones, que algo de todo aquello me instó a volver de nuevo, unos años más tarde, para renovar lazos, probablemente para borrar con agua una relación dañosa, impregnarme de aquello de lo que no fui capaz de empaparme en la frustrante visita que se consumaba. II Finalmente, fueron tanto los diarios de viajes como las cartas, aferrados a lo superficial, los que me dieron una idea más profunda de la escritura, de sus desequilibrios y de sus trampas. Gabriel Herzog Tres aeropuertos. Dos de transbordo y uno de espera. A la vuelta será igual. Voy cargado de sudokus recortados de periódicos, pues no me apetece leer. Quizás ni escriba. El primer aeropuerto es una especie de aeropuerto de bolsillo. En la sala de espera interior, una vez pasado el control de pasaportes y de seguridad, hay un equipo de baloncesto. Los jugadores visten de verde potente. Llevan chándal con un par de rayas oscuras en las mangas y en los laterales del pantalón. Un poco alejado está el entrenador, trajeado, al que conozco de vista por la tele y más cerca, unos cuantos negros americanos. Esos no me suenan, otros tantos jugadores, sí, también uno del equipo técnico. Cada cual va a su aire, tirados por los sofás de la sala de espera, que ocupan de lo ancho a lo largo, con esas piernas interminables y con las pestañas hundidas en el móvil. No sé si ganaron o perdieron en esa jornada. No vi el resultado final. No creo que les cambiara mucho la cara, tampoco la actitud, en un sentido u otro. Nos han sacado a todos los pasajeros al exterior para el embarque y tenemos que cruzar a pie la pista de cemento, ya de noche, por detrás de dos gigantescos pívots, al aire fresco que corre por esa llanura, a quinientos metros de altura. Me gusta eso de tener que cruzar la pista del despegue o del aterrizaje. Me siento en confianza poniendo firmemente los pies sobre ella, me retrotrae a la infancia, a tiempos lejanos en los que se tomaba así el avión, y al mismo tiempo me creo lo de que voy a volar y me imagino en aeropuertos menores estadounidenses, de avioncitos con hélices, jets privados y trayectos cortos e interiores por un mismo estado, por ejemplo Boulder-Kansas City o Reno-San Francisco, que sugieren el vuelo bajo, el documental, negocios opacos o no, el cine, cierta aventura. Subimos la escalerilla. Los jugadores se instalan en la parte delantera, desperdigados por el habitáculo. Nosotros vamos en la parte trasera, hacia el final, pegaditos a la cola. Nos baña la luz artificial, terciada, del aparato. Hay asientos libres. Timbrazos, iconos que se encienden y se apagan. Al principio, un bebé se ha hecho notar, amenaza con dar ruido, pero no es así. En cuanto se inicia el despegue, llora sí, pero a continuación se calla y se duerme. Es su respuesta al despegue. Mi acompañante cambia de sitio y se pone junto a una ventana para ver cómo nos alzamos por el aire en plena noche. La inspiración anda lejana y el cansancio embota mi cuello, que noto algo rígido. Mis rodillas rozan el respaldo de delante. Durante el trayecto, la animación típica de los vuelos. Una chica hace crochet. Nada más elevarnos, no nos mantenemos mucho en el aire. Casi en seguida, descendemos (no se trata de un viaje transoceánico, está claro). Por otro lado, no hemos visto nada, en la oscuridad. Mermoz, Almandos, Saint-Exupéry, Lindberg, Nogales, Hauteclocque, Goulette, Malraux, Blanchard, Titayna, los que vieron la tierra desde aquellos aviones de palas de madera y frágil carlinga, los pioneros que advertían vida en lucecitas aisladas sobre la superficie de la tierra, en la enormidad de la noche, mientras la sobrevolaban y los tenían en cuenta, se tenían en cuenta ellos mismos como seres vivos, están en mi memoria. Siempre que subo a un avión, la soledad de aviadores descubridores, aviadores aventureros, aviadores escritores, aviadores pioneros, incluso los temibles aviadores de combate, lo están. * Esta es la primera escala: el aeropuerto de Barcelona, como un trasunto de Blade Runner, con sus baldosas del piso color grana, resplandece, en espejos recién abrillantados, refleja los halógenos de la cubierta y le añade aún más apariencia de ciencia ficción, un silencio inexistente, motores tal vez a lo lejos. Toca resbalar por el vacío a la una de la madrugada. Los jugadores de baloncesto han desaparecido. Pasajeros insomnes deambulan de un lado a otro, como muertos vivientes, adormilados y ajenos, intentando buscar desesperadamente un rincón en el que recostarse, dormir o al menos dar una cabezadita, descansar un poco hasta las seis de la mañana en que se toma otro avión, si es que algunas de esas figuras sin alma viajan con nosotros camino de París. Se trata de una escala para fantoches que han elegido mal el vuelo, la compañía, el precio, y que en horas desequilibradas observan la venganza de esos asientos de espera diseñados para burlarse de ellos, para fastidiar (preferiría otro verbo más duro y en consonancia) en lo posible el sueño y el descanso de aquellos que quedaron en el limbo real de ese decorado. Y empiezan al instante esas preguntas que se hace el supuesto viajero pasmado, por qué están ahí para herir tantas cosas: el suelo de hielo, la luz de escarcha, las bocas del aire acondicionado que son margaritas de metal taladradas en el alto techo y las lámparas-corolas invertidas, flores gigantes de un cristal brumoso, el aire de profunda tristeza de la chica que trabaja en el 24/h italiano, la repugnancia aséptica de sus ensaladas, que no saben a nada ni llenan y sus precios noruegos. Por qué no se le permite a uno estirarse y dormir en esos sillones grises soldados con soplete en hileras pero con reposabrazos que los separan unos de otros, como si el que buscara abrigo en ellos fuese un indigente al que se pretende disuadir o espantar o castigar con una postura de suplicio vertical. Qué hemos hecho los insomnes equivocados de vuelo para merecer esto, sobre todo a ese señor (por llamarlo de alguna manera), que con su voz de locutor desata una tormenta de palabras en catalán, en español y en inglés para advertir desde la megafonía, bien alta para que se despierte todo el mundo, que desde esa zona no se anuncia ni un solo embarque. Es imposible dormir, imposible escribir, imposible pensar, imposible leer, imposible concentrarse en nada. La tortura llega a su límite con la insolidaridad de dos cacatúas tan mal educadas como mal encaradas que han puesto sus pies sobre los dos únicos sillones libres de la terminal sin dejar de estar sentadas en el suyo y que, a la solicitud de mi compaña para que nos sentemos nosotros, se han negado a quitarlos y a soltarle de mala manera que se busque la vida. Y luego se acerca una chica de la limpieza que ha observado la escena y nos dice que podemos levantar el toldo abatido de un gran bar de tapas que hay un poco más hacia el final y colarnos dentro. Pero es imposible el descanso completo con una nevera que tenemos al lado, a pesar de que los asientos alargados de cuero negro son cómodos y nos permiten tendernos por completo. Y otra vez el tipo de las advertencias en tres idiomas con la salmodia de que vigilemos en todo momento nuestras pertenencias, y así cada diez minutos o cada cuarto de hora, las veinticuatro horas del día, esa crueldad hispana de no dejar dormir al que se pierde por uno de los sanatorios desquiciados de Aena, y de la que mi sueño quebradizo disfruta hasta decir basta. Reflexiono sobre el hecho de que he pernoctado en multitud de aeropuertos de todo el mundo. Excepto una vez en el de Heathrow, en el que por el continuo trasiego nocturno de gente y de máquinas no pegué ojo, de ninguno de ellos viene a expulsarte un desagradable segurata cuando te tiendes en un rincón para dormir o te martirizan con la salmodia inútil de la megafonía. Por ahí, por esos mundos, se apagan las luces y el sistema de audio, se guarda silencio, te dejan en paz. En ninguno te incordian de esta manera como en España, porque la seguridad mal entendida no lo justifica todo. Faltaba la maquinita de repaso y abrillantamiento del suelo y ahí está, puntual, mejor que un despertador, mucho antes de que se abran los comercios y los bares. Más vale meterse en el avión lo antes posible para no perder definitivamente el juicio. * Veo ahora el ala izquierda del aparato que nos dejará en París, encuadrada a la perfección en la ventanilla en pleno vuelo, una pesadilla metálica que se sostiene milagrosamente en el aire y que parece inmóvil sobre el resuelto azul del cielo. Estoy tan cansado que apenas puedo hilar una frase, mirar a los pasajeros, quedarme con sus expresiones, robarles dos palabras a sus caras, a su indumentaria, para incluirlas en este cuaderno. Inclino la cabeza y hay montañas pintadas de nieve muy abajo. La falsa cordillera de nubes espumea bajo la tripa del avión. Un par de penachos de vapor escapan de las bocas enormes, desde la distancia pequeñas, de las chimeneas de dos centrales nucleares. La dureza del sol recién despierto que rebota por encima del colchón de nubes y brilla y deslumbra a mi derecha. Veo gente que a duras penas aguanta las cabezadas. Mis ojos se cierran. Las cacatúas también duermen, por ahí delante, sin que se lo merezcan. A la recogida del equipaje, en las cintas de maletas, las abordo, a instancias de mi acompañante Magali, para recriminarles su comportamiento en Barcelona, la chulería pendenciera con la que se condujeron. Y ahí me topo con un muro de hormigón tras el que se escuda cualquier acción arbitraria, violenta, matona o carente de razón y sentido. Una de ellas empuja suavemente con la mano la cadera de la otra (entre los cuarenta y los cuarenta y cinco años, ambas bien vestidas, de aparente buena dicción y situación económica, retadoras). La aparta, se cruza de brazos, se pone por delante supongo que para contestarme ella, que debe saberlo todo y está mejor preparada para cualquier contingencia, a la espera de un posible insulto del macho que se les aproxima para defender a su hembra. No digo nada, simplemente las mando al lugar más maloliente del mundo con un monosílabo y acabo por largarme arrastrando mi equipaje y dejando a la del tic de histérica beligerante ahora con las manos en jarras y en medio de una conversación de la que ya entreví el final antes de que empezara y con una sorpresa muda de la que se quedó turbada, y no ha sabido responder, en la boca abierta. * Orly. Orly Sud, en el que se cambia a pie de terminal, esa vetustez que yo prefiero mil veces al vidrioso y frío CDG. Facturación temprana y sin colas. Fotos resbalosas como corresponde a un lugar igual de vago y resbaloso. Mi compaña, que se dirige en la mañana a hacer compras: bocadillos, libros, un biquini, un reloj swacht, un pantalón corto, una camiseta stretch, unas gafas de sol, unas chanclas. «C’est mon style —me dice». Un reguero de personas circula de un lado a otro del pasillo escoltado por tiendas de todo tipo y resplandor. Interminable esa gente que va y viene, de todo género, pelaje y condición desde que inauguraron la era low cost y, dicen, se democratizaron los vuelos. Tiendas y tiendas Duty free. Qué narices querrá decir eso, si los precios son de un abuso de sonrojo. En los aeropuertos, lo que me gusta son las librerías, si las hay, su olor a papel impreso nuevo, a periódicos. Pocas quedan. Y si no las encuentro, prefiero quedarme en uno de los sillones de antiguo diseño fijados al suelo para hacer un sudoku, pero el cansancio acumulado termina con los números cruzados, la sensación de fatiga, inacabable, la vil espera, la somnolencia tenaz. Menos mal que nos salva por megafonía el embarque, al que por mucho que haya gente que espera pegada a los mostradores, ansiosa por entrar, ser los primeros, se exige el acceso por número de asiento. Hemos sido nosotros, los primeros. * Contrariamente al vuelo de la mañana, éste es un vuelo transoceánico. Los aviones son de fuselaje blanco y sus alas y reactores juegan con dos tipos de azul diferentes. En el logotipo figura un manojo de hojas en abanico verde claro de un solo tono, sobre lo que asemeja un ave en vuelo, celeste y amarilla. Air Caraïbes. Un nombre que hace pensar en un atolón amurallado o una marca de ron, en un barco pirata al abordaje, en un tifón. La tripulación nos recibe por su parte delantera. Sonrisas de buenos días. Van vestidos también de azul y verde. El habitáculo es bastante más ancho. Tres filas de tres asientos más cómodos, cada una. En la de tres a la izquierda, viajaremos nosotros, ventana-centro. Injertada en el respaldo, la pantalla líquida de costumbre en esos casos con juegos, películas recientes o clásicos, información de trayecto, altura, distancia entre origen y destino, temperatura, etc. Hay un tipo sentado a mi derecha, quien a mitad de travesía más o menos, una especie de jugador de rugby, lleva ya tres horas y pico perfumando el ambiente. Se descalzó casi a la salida. Una mofeta muerta olería mejor. Tan tranquilo, no ha dicho una sola palabra, ni de saludo ni de nada. Ha estado leyendo tres periódicos, varias revistas. Ha despachado el almuerzo con rapidez y ha manchado el asiento con el chocolate del bizcocho del postre. No me atrevo a girar la cabeza. Tengo pues que imaginarme su cara porque como olor ya me es familiar. Imagino su cuello de toro, sus manos de luchador de pressing. Viste sudadera estilo interno-rugby de Oxford con cuello y botones, a rayas horizontales crema y azul marino, pantalón de tela oscuro. Me da en la nariz que quizás pueda ser policía o gendarme, funcionario, en la isla. Gruñe de vez en cuando y hace un ruido espantoso con las hojas de periódico, que una y otra vez me acarician el antebrazo, sin disculpas. Se remueve ahora en el asiento. Pone una película, la quita. Da una cabezada. Ronca. Cuando se levanta para ir a los servicios, he intentado discretamente empujar uno de los mocasines apestosos de debajo del asiento. Ni por esas. Fuera, un sol deslumbrante que rebota primero sobre el limpio azul del mar y luego sobre un profundo banco de nubes perdido en la infinitud del océano. Siempre, a mi derecha, veo L’Équipe, Femme actuelle, France-Soir. El tipo no parece un intelectual. Si el aire acondicionado vira a sotavento, la atmósfera mejora; si, por el contrario, torna a barlovento, la papa podrida trepa respaldo arriba hasta llegar a nuestras narices. «¿A qué huele? —pregunta Magali». Creo que el otro no la ha oído y si la ha oído, le importa un bledo. Igual no se huele a sí mismo y si se huele se sonreirá para sus adentros. Se limita a pasar hojas de su periódico deportivo con chasquidos amplios, como si quisiera despegarle con cada batida las fotos impresas. He visto a trozos una película. He jugado al tangram en la pantalla. Sigo con mis cabezadas. No estoy en condiciones de apreciar la mítica grandeza que se le supone a la escena final de ese western de los Coen. Después de plegar en mil tres periódicos distintos, el poli-rugbiero-gorila se levanta para hacer cola yendo al baño. Me mira desde un plano no muy alejado. Pelo muy corto, moreno, con entradas. Mandíbula poderosa. Fuerte complexión. Tez tostada. Cercano a los cincuenta. Le da un trago a su ti punch y se coloca bajo el marco de la entrada. Cambia de idea. Suelta una revista que trae en la mano en el asiento, pasa de largo y se dirige en calcetines hacia el extremo opuesto, a la búsqueda de otro aseo menos concurrido. * Lástima que no se pueda abrir una ventanilla para arrojar esos kiowas a la troposfera. No puedo concentrarme. Demasiado mal olor, demasiado cansancio. De camino, odio a las cacatúas. Aprovecho para estirar músculos, brevemente el esqueleto. Pero el tipo regresa pronto. Se sienta sin melindres, saca Le Point y se pone a leer. Los mocasines azulados y hediondos andan un poco más lejos, empujados en su ausencia, con lo que cinco horas más tarde, el ambiente ha empezado a mejorar. Altitud: 11.341 metros. Temperatura: 64° bajo cero. Zona de turbulencias. Señal sonora. Tos del oso. Heure locale Fort-de-France: 14:24. Heure Paris: 20:24. Globo terráqueo con línea ORY ⇒ FDF. Mapa mundi con elipse de vuelo. Carraspeo del oso. Igual es fumador. Velocidad del viento: 54 mph. Velocidad de crucero: 570 mph. Vamos hacia atrás en la curvatura de la tierra, de modo que no anochecerá durante el vuelo. Al oso sólo le falta escupir en la moqueta del suelo. Vuelvo a intentar leer un libro. Cabezada. Me duermo un segundo. Otra vez la información que salta en pantalla. En sólo dos horas más habremos alcanzado el bajo Caribe, es decir, Las Antillas, frente a Venezuela, a unos 400 km del continente. Afuera, un colchón blanquecino impide ver el agua. De repente, el tipo abre la boca, nos sorprende con una voz ronca y un aliento a alcohol ácido al volver su cara hacia mí: —¿Es la primera vez en la isla? No nos deja contestar: —Les gustará. Nada que ver con nuestro país. Incluso para los que estamos acostumbrados a ella, es un jardín botánico —eso porque se ha inclinado también hacia la ventana sin que desde su posición acierte a distinguir océano, recortes de nubes—. Van a ver muchos árboles distintos, algunos espectaculares por su belleza y tamaño como el framboyán. Parece que va a prender fuego o hundirse en el suelo con tanta flor. El árbol del viajero es como un pavo real que despliega alas. Es de los más típicos en las películas americanas. Muchos tienen palmas, con las que se hacían sombreros en la época de la esclavitud, como el pandanus. Toma aire para continuar y a mí no se me ha caído la baba de la boca abierta y pasmada por muy poco. —La cebia tiene el tronco como la pata de un dinosaurio y del cacahuananche se extrae un veneno natural para eliminar roedores. Es muy tóxico. También tienen ustedes acacias senegalesas, que acercan la isla al más típico ambiente africano. Si atrapan un disentería, una vulgar diarrea para entendernos, pueden echar mano de un fruto que se llama (h)icaco, astringente como ninguno. Menos también, pero hay árboles de la caoba. Habría estado hablando mucho más, pero se calla un instante y añade, con una inspiración profunda, para terminar: —Estas fechas de alisios son ideales, las mejores para visitarla. Y no duden en perderse por la selva virgen. Y si pueden bucear, háganlo —qué risa, Magali no llena la bañera con más de dos dedos de líquido porque nada exactamente como un pez de mármol y le causa horror el agua—. No se arrepentirán. Resulta que el tipo trabaja para el CNRS, algo así como nuestro CSIC, en el departamento de biodiversidad y desarrollo sostenible, probablemente en una de las secciones de control de caza y pesca que tienen por allí, pero eso sería aventurar demasiado. También sabe algo de pájaros y de arrecifes de coral. —Surca el norte, sobrevuela el volcán y gira en redondo entre nubes y humedad sobre el verde oscuro de la isla —nos explica por dónde entra el avión para posarse en tierra. Efectivamente, el aparato toma la ruta que él nos indica. Se ve a la perfección el dibujo recortado de la bahía de la capital Fort-de-France, el fuerte defensivo, las aguas de un intenso azul y cómo descendemos y aterrizamos en una corta pista de un pequeño, pero coqueto aeropuerto. Esa densa masa verde oscura acorrala cualquier asentamiento humano y nos recuerda cuál es la naturaleza real del lugar. —¡Ah, y no se les ocurra acercarse al árbol de la manzanilla! ¡Y menos aún si llueve! No hay quien soporte su resina o savia. Les quemará la piel y acabarán seguro en el hospital y con cicatrices de por vida. La gente se levanta al frenazo del aparato. Se nota que anda como encadenada tras tantas horas. Abre sin miramientos y con ruido cofres de cabina, saca sus pertenencias, bloquea el pasillo. Nosotros permanecemos sentados. No volveremos a ver al guardaespaldas científico, porque quizás viajara sin maleta facturada y ya con sus zapatos puestos no ha tenido que ir a buscar su equipaje a las cintas. Pero eso es pura fantasía. Señor jugador de rugby de malolientes pies y cara de gendarme curtido en un gimnasio, queda usted indultado, a pesar de todo. * El hall también es reducido en comparación con el de los grandes aeropuertos europeos, y acorde con el tamaño de las instalaciones. Del techo cuelgan banderolas con la foto de un gran poeta martiniqués, Édouard Glissant, rostro tallado en piedra, cabello blanco espeso, muy rizado, tupido bigote cano. Sobrepuestos y diferentes en cada una de las fotografías, versos sueltos de sus poemas mitológicos criollos nos dan la bienvenida. Escritor quizás postulado al Nobel, comprometido, como Césaire (quien fue durante muchos años alcalde de la capital), orgullo de la isla. Toda una sorpresa literaria que no imaginaba. Esperamos fuera. Mientras el crepúsculo va cayendo con rapidez, la humedad se apodera del ambiente y los anfibios inician los ecos de su letanía redoblada por la maleza invisible. Sentí alivio, placer, aliento en ese coro continuo y esperado. No podía imaginar cómo lo echaba de menos. Una lanzadera nos lleva a la central de alquiler de coches. Nos aguarda un pequeño Panda. No nos hace falta más para visitar la isla. Un joven negro con aire de reírse de todo sin reírse, nos pregunta si tenemos prisa. Una media hora, tres cuartos de hora después, nos entrega el cochecito, ya en plena noche. No tendremos que viajar cruzando la capital. Por la nacional 5, hay apenas veinte km hasta el hotel-apartamento de Les-Trois-Îlets. Sombras cerradas, poca circulación a esas horas. El sitio de llegada tiene palmeras, decoración antillana, tele puesta, fútbol, unos cuantos mozos con la cabeza hacia arriba y la mirada prendida de las imágenes en las sillas del salón grande. Curiosamente se enfrentan dos equipos de la liga española. La habitación es espaciosa, algo desangelada, colchas de colores mareantes. Tiene cocina con frigorífico. Me recuerda a otros tiempos, a Bogart y a E. G. Robinson, a Walter Brenan, también a Traven y a Lowry, a Conrad. El cuarto de baño es correcto, sin más. Ventanas con postigos de láminas. Curiosamente no hay mosquitos. Un milagro. El aire acondicionado zumba durante toda la noche espantando lo pegajoso del ambiente. Propongo a mi acompañante que lo apaguemos para experimentar esa noche en el trópico a su verdadera temperatura. La respuesta es la que es. Me entran ganas de tomar el primer avión, largarme y luego volver una tercera vez a la isla, pero esta vez sin compañía. Bajamos, entonces, y nos damos un paseo nocturno por lo que será nuestro hogar por un tiempo, por Les-Trois-Îlets, por la calle Cases-Nègres (esto es también el título de una estupenda novela de Zobel). Hay poca animación, poca luminaria en un restaurante del perímetro que se llama el Embarcadère —que también cerró definitivamente hace un tiempo, es posible que por la covid. Por estas latitudes, comer fuera es como comer a la luz de las velas, sin que haya una sola de ellas por todo el chiringuito. La iluminación es tan escasa como su potencia. La carta es una mezcla de comidas turísticas y no turísticas. Magali dice que para que le den lo que otros quieren que les den, prefiere entrar ahí y comerse un kebab. Creo que lleva razón, pero no es eso precisamente lo que ha pedido. Ya ni me acuerdo en qué día de la semana vivo. El viaje en avión constituyó realmente una puerta a otro universo. El desfase horario y sus consecuencias lo confirman. Expatriación completa. Gran modorra. Gran placer. Las ranas no paran. No entiendo por qué ella no me ha preguntado de dónde venía todo ese rumor, esa oleada coral, de qué era ese canto. Tampoco entiendo cómo es incapaz de oírlo, de obviarlo. A punto estoy de creerme que soy el único ser de la tierra capaz de sentirlo, de apreciarlo en su justa medida. * Nos levantamos temprano. Es hora de desayuno. Está incluido en el precio del alojamiento. Es un bufé, sin lujos. Convengo en que me hastía un poco el mundo francófono, no muy diferente del nuestro, por lo demás. Lo digo en el comedor en voz alta, medio en serio medio en broma. —Mira. Se sirven más de lo que son capaces de engullir del bufé. Y menos mal que los franceses, normalmente, se lo comen todo y hasta rebañan. Los españoles somos capaces de dejarnos la mitad del plato, medio lleno sobre la mesa, sin escrúpulos, sin mirar por los demás, por los que vienen detrás. Tengo un compañero que no lo pasó nada bien en la facultad. Me contaba que comía estupendamente de las sobras que dejaba la gente en las terrazas, en Madrid: pizzas, bocadillos, tapas de todo tipo. Lo hacía con disimulo y los camareros no le decían nada, porque todo lo que recogían iría más tarde a parar directamente a los cubos de basura. Afirmaba que casi se alimentaba mejor en esa época de bohemia por las calles, que cuando empezó a ganar pasta. Míralos, a estos no les gusta hacer cola ni para el café. Ni a los italianos ni a los gabachos ni a los españoles nos gusta hacer colas, en ninguna parte. No estamos educados para ello. Y estos de aquí que van y vienen a la mesa plagada de alimentos siguen teniendo el reloj en la muñeca. Y lo peor es que lo miran. Encima, no se soportan entre ellos. Ella pone atención a medias. Conoce mis discursos baratos y se ocupa más de lo que mastica y traga, poco pausadamente. Y vamos dejando que salgan todos, como despavoridos cada uno a su destino turístico deseado, para quedarnos a solas en el comedor, y que aprovechen su tiempo como les venga en gana. Lo curioso es que, y eso parece un oxímoron, aquí en la Martinica, aprovechar el tiempo es saber desaprovecharlo al ritmo que el calor, con el sopor que aporta de continuo, con sus chaparrones, el paisaje, su gente y lo que la isla en sí, propongan. * Estando en el sur, para visitar la capital, lo mejor es desplazarse cortamente hasta el muelle donde atraca el vapor que lleva desde Les-Trois-Îlets hasta Fort-de-France. Lo agradable del paseo marítimo, que nos deja en pleno centro, evita eternos e insoportables embotellamientos. En el barquito, se imagina uno en una aventura de otros tiempos. Se disfruta de la travesía por las aguas frías del océano, algo rizadas, de sus tonos azulados, desde el más oscuro al más claro y verdoso. La ciudad se adivina sin problemas no tan a lo lejos. Por encima, siempre el volcán, con su cráter perfectamente recortado, de dibujo infantil, hoy cosa rara sin una sola nube en su copete. Lentamente, se penetra en el puerto y se ve la fortaleza que evoca tiempos agitados de la historia de la piratería, el campanario de la catedral, los barrios altos. Hermosa vista. En el muelle, probablemente se atraque por el mismo lugar por el que arribó setenta años atrás, en 1941, un veinte de abril, André Breton. Después de haber estado en la cárcel de Marsella y encerrado durante veintitantos días en un barco mercante con dirección a Estados Unidos, tras una escala obligatoria en la isla, cayó aquí en las garras de la gendarmería colaboracionista. La dirigía por entonces el gobernador y almirante pétainista Georges Robert, un individuo que siguiendo las consignas del mariscal hizo de la isla, a su antojo, una gran cárcel ante lo que constituía un hervidero imparable de la resistencia y también un núcleo de población aislada que, por su culpa, se moría de hambre a pedazos y a quien, al término de la guerra, dejaron escapar sin mayor castigo —de esa época habla Raphaël Confiant en una novela muy interesante—. Breton, calificado por el gobierno de Vichy como de anarquista rabioso, viajó en el mismo barco con otro apestado, el comunista Victor Serge, y coincidió ya en la capital con Césaire, quien también olía a azufre. En ese encuentro, Breton lo distinguió al instante con la vitola de poeta surrealista. Serge y Breton fueron confinados directamente, en cuanto bajaron por la pasarela del mercante y pisaron el atracadero, en el campo de concentración del Lazaret, a la espera de órdenes que llegaran de la metrópoli. Cuando permitían a Breton salir para pasear por la isla o visitar al poeta negro maritiniqués, siempre estaba acompañado por dos siniestros individuos de la policía secreta. Tras él, llegaron inmediatamente después André Masson, el pintor, y Claude Lévi-Strauss, el filósofo y etnólogo. En sus escritos y diarios, cada uno a su manera, para unos más corta que para otros, los tres refirieron aquella comprometida escala, por el peligro, angustia y humillación que supuso, afortunadamente momentánea, su experiencia en los tristes trópicos. Mientras Breton llamaría a la isla encantadora de serpientes, su capital fue descrita por Lévi-Strauss en su maravilloso libro (1) como ciudad muerta invadida por los hierbajos. Todo eso me lo ha evocado un, para mí, fantástico lugar que duerme entre malezas en la Pointe-du-Bout. Solamente hay que perderse por la parte más apartada y poco frecuentada por la gente, alejarse, huir del paso de los turistas, para sentirse descubridor de aquel desastre: el de los búnkeres defensivos de la Segunda Guerra Mundial medio derruidos y el de sus baterías antiaéreas oxidadas. La selva verde, principio de jungla, ha ido devorando y ocultando con sus troncos esas armas, esas construcciones de hormigón, y el aire marino enmoheciendo el metal en ese punto estratégico, disimulado para la mirada de aquel que, conforme y satisfecho, no se interesa nada más que por lo visible. Esas reliquias andan precisamente por ahí, junto a las construcciones turísticas desafectadas, ruinas de un pasado lejano y de un pasado menos lejano, para fascinación del inquieto rastreador. * En Fort-de-France no hay tantas cosas que ver. Lo interesante es el ambiente de lo que es y de lo que fue la isla y la ciudad, del paraíso que pudo haber sido, el movimiento y júbilo de la gente, las voces, el colorido, el mercado cubierto, el tiovivo parchís, ese otro mercadillo improvisado no cubierto —en él una vieja meiga de cabello impeinable y fruncida cara de pocos amigos, le cobra cerca de diez euros por un tarro de mermelada de fruta tropical a Magali y he sido yo esta vez quien ha ejercido de mandinga lanzándole un sortilegio malévolo, una maldición gitana en español—. Y, cómo no, su acento en francés y su lengua criolla, exactamente del mismo calibre que su comida, llena de tonalidades y especias, una combinación de palabras africanas, portuguesas, españolas, francesas e inglesas, una especie de koiné en la que tuvieron que entenderse multitud de etnias africanas esclavas que, a su llegada forzada a la isla, no hablaban en absoluto la misma lengua. A un activista de los antiguos, Victor Schölcher, que en el siglo XIX se batió el cobre por la libertad de los esclavos y cuyo nombre anda sembrado por toda la isla en calles, plazas y avenidas, está dedicada en cumplido y merecido homenaje la Biblioteca pública, una parte metal, otra madera, otra cristal y mucho de revoque coloreado. La catedral nueva con sus vidrieras de mosaico, un reiterado tangram tórrido, representa lo más cristiano de la isla, que también cuenta con algunas otras iglesias de norte a sur, de aires menos coloniales que americanos, sencillas de moblaje y no siempre fresco interior. En nuestra visita de toda una jornada, ni siquiera nos hemos tomado la molestia de visitar el fuerte, construido en épocas en las que aún surcaban por esas aguas los filibusteros y en el que, como punto de interés, se refugian, al fin protegidas, las últimas iguanas que quedan en la isla. Los barrios de las laderas, por su parte, ocultan tesoros escondidos que son dignos de fotografiar, de describir en su caída menesterosa e insana, y también inseguridad para el extranjero que se aventure por esos sectores. Una experiencia de casi favela suburbial que se derrama por sus pendientes y marca, si no el verdadero pulso de la vida en la ciudad, otro distinto de vida diaria y no precisamente festiva o vacacional. * Cuando el volcán del Monte Pelado entró en erupción, sin previo aviso, en el recién estrenado siglo XX, sólo mediaron noventa segundos para que la ciudad de Saint-Pierre, la perla de las Antillas, capital económica y cultural de la isla, fuera arrasada, desapareciera. Yo conocía el trágico destino de las romanas Pompeya y Herculano. Pero desconocía ese otro destino trágico de la ciudad en esta isla. De pequeño, me regalaban libros de cuentos y narraciones juveniles seleccionados, creo que del Reader’s Digest. Y en uno de aquellos volúmenes, hubo un relato que me marcó para siempre pues contaba que, en la furia de humo, fuego y lava que provocó el volcán calvo, sólo quedó vivo un ser humano —en realidad, fueron dos; el otro posó para un fotógrafo con las quemaduras de su espalda achicharrada por las altas temperaturas— en toda la ciudad. Se libró de la muerte por borracho, porque se encontraba arrestado en los calabozos profundos del ayuntamiento. Y fueron precisamente los anchos muros de la prisión de la ciudad los que le salvaron la vida. Ignoro si aquel personaje, un zapatero, con tanta suerte, volvió a darle más o no a la botella. Lo cierto es que la catástrofe de aires bíblicos tuvo como consecuencia directa la pérdida de la capitalidad de una ciudad que había sido completamente borrada del mapa por la erupción, en beneficio de su rival de siempre, Fort-de-France. Precisamente en un bar cercano a la ciudad de Saint-Pierre —por ahí sí que atracó en su primer viaje a la Martinica el pintor Gauguin, otro enfermo de lo primitivo, desequilibrado de la infancia y de sus paraísos, de los tantos que hizo a unas islas perdidas que ya habían olvidado la inocencia de lo salvaje, del inexistente edén que él buscaba afanosamente, sin encontrarlo—, que hemos visitado a conciencia pese a que yo ya la conocía, nos sentamos a tomar una bebida helada. Venimos de gastar la mañana en la observación de lo que sería posible llamar todavía jungla, del norte (el sur es más seco, como el sur de casi todas las islas tropicales), a través de la preciosa nacional 2, que pasa por Morne-Rouge, baja hasta la bahía y exhibe desde las alturas un panorama de colores tan sorpresivos como encantadores. Hemos oído cantos de aves exóticas y, milagrosamente, hemos visto un colibrí (ese pajarito diminuto que trae suerte) del tamaño de un saltamontes, sin alejarnos demasiado del asfalto, entre la maleza llena de flores. No hemos querido arriesgar tampoco sin ropa ni calzado adecuado. Acechan por todos lados, arañas, escolopendras, serpientes e insectos —eso me recuerda, leído en un libro de curiosidades, que un par de días antes de la erupción del volcán destructor y, como consecuencia de una primera y profética colada de barro que descendió ladera abajo, bichos venenosos de toda clase invadieron las afueras de la ciudad huyendo premonitoriamente de la desolación y de la muerte y atemorizando a sus atónitos habitantes los cuales, llenos de superstición, no sabían muy bien cómo reaccionar— que bien podrían habernos jugado una buena faena en cualquier distracción. Y con la mirada invadida de colores poderosos, de arbolado tupido, de troncos raros, y el oído de melodías desacostumbradas, tal vez de aves exóticas, hemos traspuesto paisajes extraordinarios de rocas y de playas lejanas hasta llegar al centro de la otrora capital reconstruida. —¿Han comprado ya ron? —nos pregunta un chaval cuarentón, tal vez más joven, amplia camisa de lino crema, mulato tendente más al café con leche, pelo anillado, que ha entablado poco antes conversación conmigo, preguntándome si soy del Real Madrid o del Barcelona, después de oírme soltar al azar una expresión en español. Estamos en esa terraza, poco resguardada del sol, degustando una cerveza fría en botella de cuello largo y cristal verdoso, una Lorrain. Ellos son dos y están a unos metros, pegados a un matorral y a un árbol enano, cuyo nombre ignoro. —Todavía no, no sabemos muy bien a qué destilería acudir y nos parece un poco precipitado. Es nuestro tercer día, de diez que vamos a estar aquí. —Hay unas cuantas. Esto ya no es lo que era. Pero todavía quedan al menos tres que son excelentes. De todas maneras, todo el ron que se vende aquí es bueno. No os van a ofrecer un ron destilado a partir de melaza y coloreado con caramelo. Aquí el ron está destilado de la misma caña de azúcar. No hay trampas. Por eso tiene otro sabor y nosotros, bueno, no sólo nosotros, lo consideramos el mejor del mundo. Se llama agrícola. Y lo hay desde el que tiene color del agua, pasando por el paja, hasta el más viejo, de un color como el del armañac francés o de vuestro brandy. A medida que el líquido oscurece, encarece, decimos nosotros —risas con una frase que seguro se acaba de inventar—. Por Europa la gente no se explica que esa sea la bebida nacional en la Martinica o de otros países e islas de por aquí, con el calor que suele hacer. Pero estamos tan acostumbrados, que el ron no nos acalora, sino que nos refresca. Nada mejor que arder por dentro para equilibrar lo de arder por fuera—vuelve a soltar una carcajada franca tras dar un trago del gollete—. Probad un ti punch, que es como un chupito, del transparente, en cualquier sitio, ya lo comprobaréis. Hasta el más recio del nuestro supera en aromas al matarratas que se fabrica por todo el Caribe. O catadlo con limón y azúcar, lo que llamamos un CRS —esas son las siglas de los antidisturbios o policía de choque en Francia. —¿Se podría visitar una plantación de caña? —pregunto algo que ya sé pues lo hice en mi primera incursión en la isla años antes. —Como poder visitar, se puede. Queda apenas nada de las antiguas explotaciones y gracias a las ocho o diez destilerías que aguantan, todavía hay una. Tampoco esperéis encontrar negreros, gente a medio vestir, látigos y carretas —más risas—. Eso era antes. Alguna por ahí ha conservado hasta hace bien poco lo de las carretas, pero porque meter un vehículo pesado por esas laderas, es complicado y no le hace ningún bien a la caña. Daos prisa. Sólo encontraréis ya una azucarera en la isla. Se llama Azucarera del Galeón y está por Trinité, al noroeste. —Ya hemos estado por esa parte. Hemos visto plataneras, pero se nos pasaría el desvío de la azucarera. Estuvimos en el manglar de Rose-Trinité. —¿Dónde estáis alojados? —En Les-Trois-Îlets. —Daos un garbeo por La Mauny. Es menos conocida, pero está cerquita y os enseñarán cosas interesantes. Turísticas, pero interesantes. De la historia de la caña, del envejecimiento y de la fabricación. Y su ron es más que correcto. En degustación no son ruines, ya lo veréis. Nadie compra sin cata. —Pero, ¿y los controles? —¿No querrás que acaben con uno de los pocos negocios que funciona medio bien en la isla? —No lo había mirado por ese lado. Parece que sabe usted del asunto. —He trabajado cortando una temporada —no deja de sonreír ni de darle traguitos a su cerveza de tanto en tanto—. Por aquí somos unos cuantos los que hemos probado el oficio de nuestros antepasados. No sólo ese. No se puede hablar de una cosa, si no se conoce. Pero ahora pagan y no se trabaja con la dureza de otros tiempos, aunque no suele ser agradable, si no se está acostumbrado y la faena no está mecanizada, claro, aunque eso cada vez es más raro. Yo acabo de leer en un folleto en el que se afirma que hay un veinticinco por ciento oficial de paro en la isla, aunque lo cierto es que alcanza a casi la mitad de la gente joven en edad de trabajar y por ahora el turismo no acaba de arreglar definitivamente las cosas, ni en calidad ni en cantidad. —La otra vez me pasé por Clément y por Neisson —le apunto. —Las destilerías que nos quedan pueden enorgullecerse de fabricar buen aguardiente, unas más comerciales que otras. Si no sois entendidos o expertos, cualquiera de ellas puede satisfacer vuestro paladar. Cuando vengáis la próxima vez, ya sabréis lo que queréis en concreto. —¿La próxima vez? Esto está a miles de kilómetros y eso es muy lejos. —¿No seréis vosotros los que estáis muy lejos? —suelta otra carcajada. Observo que el mulato no ha dejado de tutearme. Le pregunto si me da su permiso para poder hacerlo yo. —Yo ya lo estoy haciendo, así que, sin problemas. No solemos tutear al recién llegado, a menos que sean familiares o amigos. De hecho, detestamos que nos tuteen sin que nos lo pidan. A vosotros, los españoles, del Madrid o del Barcelona, podemos dejaros que nos llaméis de tú. Sois diferentes, como más cercanos. No estáis al tanto de la realidad que vivimos aquí y si metéis la pata se os puede disculpar. He leído en una guía que, a veces, los metros, que es como llaman los martiniqueses a los franceses, o más despectivamente sorejas, (por aquel pabellón al que se echaban la mano porque no comprendían el criollo) parecen no entender que son ellos los que llegan y no los que están, que en la isla aún falta por resolver un hecho de enorme importancia: el de la identidad. Que en la isla no se tienen por franceses ni por africanos ni por criollos ni siquiera por americanos. Que el asunto es más complejo y más sencillo a la vez. Una mezcla antillana difícil de definir con palabras, muchas cosas al mismo tiempo, de razas, de etnias, de carácter, de cultura, de costumbres y de religiones, incluso de lengua. Que alguien venga como a imponerse con un tú, de buenas a primeras, no les parece considerado, correcto, ni mucho menos respetuoso. Será ese pasado esclavo que los ha marcado con un punto de orgullo el que tiene la culpa, imagino. No hay humor en lo que dice mi interlocutor, tampoco acritud. Se levanta, se acerca, me tiende y me estrecha la mano con una sonrisa de dientes brillantes y muy blancos. —Yo soy Sylvestre y él es Firmin —señala a su compañero de mesa, que no ha abierto el pico y viste una sahariana marrón con hojarasca turquesa y parece algo achispado y no deja de sonreír, en un balanceo. Quiere como preguntar o decir algo pero no le sale. También se levanta, oscilante, me estrecha la mano y se vuelve a sentar, atinando al asiento por muy poco. Les digo mi nombre y el de mi pareja. Ambos saludan también de lejos y educadamente a Magali, que anda a mi lado asistiendo a la conversación, con otra sonrisa, fumando y asintiendo con la cabeza. Me voy al mostrador del garito, pago nuestras dos cervezas y, sin decirles nada, los invito por mi cuenta a una ronda. Nos despedimos de ellos agradeciéndoles la información y su charla. Estamos entrando en el Panda cuando el camarero les renueva la consumición y con un gesto de mano nos señala como responsables a nosotros, que nos vamos perdiendo metidos en el coche, camino del palmeral de la playa. De lejos, sonrisas de sorpresa, movimiento de brazos, de adiós, de gracias en sus voces a nuestra espalda, casi personajes de Chamoiseau, que aplacan la sed al sol del trópico con otras dos cervezas heladas, olvidando el paro y el futuro quizás aplazado para otro día. A eso me refiero cuando emprendo lo que se llama un viaje. A esos encuentros inopinados que lo animan, lo colorean y lo cambian todo. Nada es incompatible con el hecho de disfrutar a solas de la isla, está claro, pero lo cierto es que no me planteaba en absoluto el encerrarme en un gueto para blancos, en un aborrecible ressort, del que no se sale nadie del guion de su apartamento, nada más que para ir y venir a la playa (privada, a veces), a la piscina interior o al restaurante exclusivo. Una especie de burbuja higiénica (como la de los gigantescos e impersonales cruceros), como un fuerte en una película de indios, que ignora lo diverso, se encierra en su onanismo occidental, escoge lo que le interesa, desecha lo que no le interesa y se engasta en una maravillosa bahía para estropearla y hacerla propia y para que sus clientes tengan uso privativo de ella y encima no se den cuenta de que están haciendo el lila visitando un país de tarjeta postal, de folleto de agencia, que en realidad no existe y que los tesoros de verdad del viaje, lo cotidiano en todas sus formas, lo poquito que resta, quedan fuera. De hecho, lo que me gusta es lo que se sale de lo que denominamos común, normal, acostumbrado, de un guion previo. Me gusta pasado y presente confundido. En cuanto uno se adentra en La-Pointe-du-Bout, si uno se aleja del asfaltado de la estrecha carretera, por ejemplo, y llega a la parte de tierra, al que una barra y un murete impiden el paso a los vehículos, y tiene la ocurrencia de saltárselos, se encuentra de sopetón con una espesura que ya ha cubierto edificios que fueron hoteles, residencias, bares y restaurantes, todos abandonados a su suerte. El conjunto ha sido destruido, por la mano del hombre y por la mano de la naturaleza. Además, está lleno de pintadas no muy recientes o es el salitre el que las aclara. Hay ruinas no demasiado antiguas (mi suposición es la renuncia del grupo Accor a su inversión turística en la isla hace unos años, pero es algo que no puedo sostener a ciencia cierta). En cualquier caso, son imágenes como esas las que busco: la decadencia de hoteles y de apartamentos, el hueco vacío, mohoso y mugriento de las piscinas sin agua. Me gusta visitar lo devastado, lo desamparado, lo desahuciado, aquello que evoque lo irremediable. Muchas edificaciones de las que cayeron en desgracia tienen una estupenda fotografía. Son fotogénicas, como puede ser un puerto antiguo, una estación por la que crecen los hierbajos, un cementerio primitivo, un lugar bombardeado, una antigua fábrica de ladrillos o una azucarera en desuso, un grafiti en un callejón. Son magnéticas esas paredes agujereadas por las que se filtran y abren paso a la fuerza tortuosas raíces y están plagadas de pinturas descoloridas perfiladas hace años, medran las plantas por sus cimientos y la hierba muy verde y fresca se abre paso y se cuela por las hendeduras que han ganado los muros e intentan socavarlos y tumbarlos, esos agujeros que hay ahora en lugar de ventanas, sus marcos de metal medio arrancados y sin vidrios. * La piscina del hotel-apartamento en el que pretendíamos darnos un chapuzón resultó un fiasco. No para mí. El bikini comprado en Orly no le vale. Magali equivocó la talla del dos piezas. Compró el de una niña de doce años. Así que estamos en Le diamant, dando un paseo. Una protuberancia verdosa de origen volcánico emerge de las profundidades del mar frente a una playa de arenas blancas y aguas turquesa. ¿Cómo se le llama a eso en español? Farallón. Eso es. Un precioso farallón rodeado de una humedad pegajosa, como nuestros cuerpos. La transpiración no salvaje pero sí constante, empecinada. El litoral a lo largo. Un café y ese zumo en una esquina. Repeticiones. Unos adolescentes se bañan arrojándose al océano desde el largo espigón de madera que penetra sobre patas largas que se hunden en esas aguas profundas, casi de mentira. Magali habla con uno de los chicos. Es ese el que le dice que aquello que se adivina a lo lejos es una isla, al fondo. Faltan todavía otras tres para que se vea Venezuela. Él es venezolano. Sus padres se marcharon del continente hace unos años para recalar en la Martinica y aquí están. No nos refiere el porqué. En qué trabajan. De una costa a la otra, las cosas cambian poco. Sólo el idioma. Es lo que refiere con una risita. Lo acompañan otros dos chavales negros y una chica rubia bien proporcionada. Bucean a pulmón y se arrojan desde lo más alto. Apnea subacuática. Juegan a ver quién llega antes a las profundidades arenosas y aguanta más la respiración, hasta volver de nuevo a la superficie. Magali le pregunta si no le temen a los tiburones por esas aguas. Él dice que a los tiburones sólo hay que dejarlos tranquilos, que no ha oído hablar de ningún ataque (de hecho, no los hay desde hace décadas, no como en La Reunión, donde están a la orden del día), a menos que él sepa, desde que vive en Le Diamant. Mis ojos abandonan un instante al cuarteto de buceadores para clavarse en tres negras vestidas para una publicidad de ron agrícola que se pasean con andares flotantes y sombrillas blancas con flecos bordados por la ribera mecida de olas algo encrespadas. Las resucitaron de una tele novela o de un relato colonial. Un tipo con una cámara gigante las persigue. Se adelanta, se arrodilla, se ladea, se retrasa buscando ángulos, enfoques, planos. ¿Por qué no me forzaría yo a escribir la primera vez que estuve por aquí? Esto es un paraíso de inspiración. * La parte sur es una rampa moteada de pueblecitos tranquilos rodeados de vegetación, unos más auténticos que otros. Todos pintados de colores chillones. Pasamos de la mañana clara a la humedad completa de las tres de la tarde. Hemos taladrado con la cámara esas fachadas de colorido radiante de todas esas aldeas en las que muchas veces nos encontramos con comercios llenos de óxido en sus enseñas y puertas metálicas, cristales llenos de polvo en ventanas cerradas hace mucho tiempo. Todos esos pueblecitos de casas de madera pintadas me marean de gozo, incluso las abandonadas. A mediodía, engullimos un frangollo de esos picantes envuelto en una torta de cazabe. No he apuntado el nombre del chiringuito ni el del plato, y eso que estaba bueno. El calor de las especias hace casi olvidar el calor exterior. El sudor propio atrapa la escasa brisa y nos refresca. Estamos intentando ver una antigua plantación, pero está cerrada. Nos limitamos a husmear por el jardín que la antecede. Vaya recuerdos de película, de literatura, de forzados, de patrones, de negreros. Parece que a alguien se le ha ocurrido recrear una de ellas, a la antigua. Nos acercamos a verla. Se llama La savane des esclaves. Fue idea de un joven en la treintena que ahora está a la puerta de entrada, en camiseta de tirantes y pantalón corto vaquero deshilachado, afilando la punta de una caña, para reconstruir un chamizo. Nos da la bienvenida con la blanca sonrisa en la boca. Nos presenta a una guía que no está vestida de doudou, afortunadamente, pero sí de época, ancho sombrero, amplia falda clara de algodón con calados. Ella es la que hace la visita comentada y muestra cómo vivían esas criaturas hace más de cien años, algo que se prolongó hasta los sesenta. El recorrido es interesante para el que no tenga noticias de nada, para el ignorante. Lo explica todo, al detalle. Muestra las condiciones de vida y los lugares por los que se movían: jergones, cocinas, chozas, utensilios de trabajo, margen del río donde aprovechaban para bañarse. No está nada mal, pero yo tengo demasiado cerca en el tiempo, por mi infancia y los relatos de mi madre y los comentarios de mi abuela, cómo vivían en los treinta, cuarenta, cincuenta y sesenta las criaturas de Tempul, en toda esa zona rural que se extiende desde Algar a San José del Valle. Excepto por la piel blanca, el látigo y la reclusión, la cosa cambiaba poco: servidumbre, humillación, desgracia, enfermedades, suciedad, poco trabajo y mal pagado, miseria. Y hay algo de dolor compartido en todo eso que no me agrada y me hace sentir cierto rechazo. A su final, nos lleva a una especie de bazar donde venden un poco de todo, incluso fotos de época convertidas en postales sepia. Magali husmea un poco por todas partes, no hace caso ni de las esculturas ni de los vasos de madera tallada y se hace con un cilindro de cacao envuelto en un fino plástico transparente. De ahí, viajamos al contraste ruidoso de las calles y de los coches de los jóvenes autóctonos en Le Diamant, que andan compitiendo a ver quién es, al volante, más ridículo, cabeza hueca y grotesco. Tarados los hay en todas partes, por lo que se ve. * Tardes en la playa. Hoy toca Macouba y sus rocas, sus fondos verdosos o índigos. Placas de agua mineral, lapislázuli. Hierbas amarilleadas. Un chiringuito inconsistente, que parecería venirse abajo con una buena ventolera, un hotel con cierto atractivo a la manera de Luisiana. No tenemos sombrilla y sin apenas la fresca protección de los árboles, nos vemos obligados a dar media vuelta por donde hemos venido. Bajamos, pues, en coche, hacia las inmediaciones de Sainte-Luce. Sempiterna humedad. Vemos una iglesia pero no la visitamos. Visitada una, las demás son idénticas. Nos acercamos a las aguas, hoy agitadas. Tres catamaranes pegados a la línea de la costa. El embate de las olas y su sonido de cubo hueco. No veo la espuma. Sí veo cerros forrados de vegetación volcánica y prieta. Las nubes de esta tarde son compactas, celulíticas, panzudas. Colocamos las toallas azules sobre la arena y dos libros de poesía haitiana. A la sombra de los cocoteros, nada de eso parece real. Veo junto a mí un nuevo bañador de dos piezas sobre una piel poco tostada. Estoy deshidratado. Separo el papel en blanco de lo escrito en mi cuaderno con un marcapáginas de la compañía aérea, mientras protejo el hielo de mi zumo de guayaba (lo es), casi incapaz de enfriar el vaso. Hay niños negros que juegan con una pelota de goma coloreada. Muy cerca. Otros chapotean en el agua de extensas manchas oscurecidas porque el sol tropieza con esas nubes malintencionadas. Sus cabezas suben y bajan en un tobogán acuoso, conforme el oleaje se aproxima a la arena seca y luego retrocede sobre esa superficie móvil que parece mineral cerúleo fundido. El sol oculto volverá a sorprender con su fuerza de trópico, desaparecerán esas manchas que son sombras, una vez huyan o se disuelvan esas nubes. Se oye una campanilla de acólito en plena playa y una salmodia que anuncia sorbetes de coco. Otra delicia irreal. Una martiniquesa con su traje rizado y a cuadros de colores, típico, acompaña a un negro que tiene pinta de ser su padre. Empujan un recipiente del tamaño y forma de un tambor cilíndrico de metal, de un precioso color cobre muy brillante. El tambor lleva dos ruedas que le llegan al cilindro hasta la mitad, como las de un cochecito de bebé de los antiguos. Va cubierto con una tapadera cónica que se parece a un sombrero de payaso, con su borla encima, como la de los heladeros de otras épocas. Cuando ambos ven nuestras cámaras, aceleran el paso, huyen despavoridos, mirándonos con enojo, desconfianza y azoramiento. Sin disimulos, demuestran que no quieren dejarse filmar. No nos da tiempo a levantarnos para degustar esa delicia fresca y azucarada y aunque guardamos las cámaras desaparecen pronto por el otro extremo de la playa a inusitada velocidad. Ahora, pasan dos chicas con cestos de palmas colgados del hombro, rebosantes de ropa chillona para vender. Sonrisas de marfil en su ofrecimiento. No, gracias. Me llegan gritos infantiles. Una pelota me roza un pie. De cocotero a cocotero, dos hamacas de macramé, color hueso. Una con un cuerpo alargado del que se descuelga lacio, en el aire, un brazo. La otra está vacía, tensa. En el alrededor, otros cuerpos tendidos, unos a la sombra o directamente al sol. Y me llegan también los chillidos de las aves. «Mira, cormoranes —dice Magali, sorprendida—, y un pelícano que se acaba de hundir pico primero en las aguas; seguro que saldrá con el saco lleno de pececitos». Y hay un velero inmóvil entre los catamaranes, que antes no estaba. Y otros dos más surcando pausadamente la línea del horizonte. Es la tarde con gafas de sol y pantalón corto. Y una botella de agua mineral sorprendentemente aún fría. Una mochilita con muchos más libros y un adormecimiento de los sentidos y una cámara fotográfica que se utiliza inútilmente para fijar instantes indescriptibles. La mochila luce un dibujo del paraíso. Embaucadora. El paraíso no está en ella. Está en la sed saciada del momento. Está en el anhelo de los cuerpos, en el cabello empapado tras el baño, en la arena adherida con su puntillismo de tatuaje dorado sobre los hombros, sobre los brazos. Por ahí por los cielos, por la maleza, más cantos de aves extrañas. Las chanclas floreadas. La crema tardía e inútil en las zonas del cuerpo ya achicharradas. Una gorra de otro país con visera. Pasa una cría corriendo con un flotador naranja a la cintura. La primavera es una montaña rusa que desciende endiablada hacia el verano. Bajada sin marcha atrás hacia el final de las evidencias. * Me levanto. Tomo la cámara. Me alejo de la playa. No me había dado cuenta de lo que había por detrás: un paraíso de documental. Camino sobre una especie de embarcadero de madera. Me acerco al manglar. No se ve su final. Es como una jungla acuática con su cieno por debajo. Las raíces torturadas y hundidas como patas de cefalópodo de los mangles, esos árboles que sobreviven tozudos a la acción implacable y destructiva de la sal. La superficie de lustrosa y húmeda arena está plagada de cangrejos en dos dedos de corriente marina y el ambiente anda cargado de mosquitos. Un ave zancuda se alimenta. Tiene de sobra. El aire, a veces viento, cimbrea la espesura de esos árboles. Oigo risas por alguna parte. Cuando me vuelvo hacia las sombras de los cocoteros, me doy cuenta de que es aquí donde quizás no duela en absoluto dejar pasar el tiempo o matarlo. Alguien me habla. Que tenga cuidado con la savia del árbol de la muerte, con sus frutos (el de la manzana venenosa del que hablaba nuestro amigo de malolientes pies). Regreso casi de mala gana al palmeral y me vuelvo a sentar donde estaba. Por esa playa que describe una hoz de arena rubia y fina percibo acentos, sonidos criollos y pieles oscuras y rosadas. Y un paquete de cigarrillos medio vacío y a medida que la tarde avanza, también siluetas oblicuas. La nube poderosa deja caer unas gotas. Son gotas fornidas que pintan aros con pestañas labrados sobre la arena seca. Pero la gente no se inmuta, nadie hace ademán de levantar los hombros ni de salirse del agua —nunca he entendido eso de que la gente se salga del agua cuando llueve, si ya están mojados, a no ser que sea para proteger las ropas. Además esa agua que cae no está fría y cesa pronto. Y ahí regresa el sol implacable. Una pelota de plástico sobre algo parecido a un cráter excavado por un niño —¿qué tesoros buscarán los niños con sus palas o sus manos en las misteriosas arenas de las playas?—. La marea inexistente, el planeo suave y matemático de un albatros. Un encendedor junto a los libros. Unos muslos insinuados bajo el vuelo de un pareo semi trasparente. Repeticiones. * Concluye la tarde con un beso hurtado a la muerte. Y escribo en la tortura del viaje de vuelta en avión, a las seis de la mañana, camino de Europa, de memoria, insomne, expectante, con el cuerpo de otro ser distinto, metamorfoseado, espantado de estar vivo. En Martinica, la floreada, la encantadora de serpientes, no hay ni primavera ni verano ni otoño ni invierno. Todas en una, camisas livianas, pantalones y faldas flotantes. En sus comuniones, vestidos blanquísimos de encaje. En esa isla, no da miedo morir. * Todos aquellos que sometan su intelecto a otras maneras y formas de lo que se entiende por viajar, saben sin duda que el regreso no cuenta, que no importa en absoluto, que en él no se gana nada y se pierde todo. Que lo que queda atrás, malo o bueno, es lo que interesa: esos pequeños flases, superficiales, de fachadas, de clima, de fugaces encuentros e imágenes, aunque no remitan a lo que fuera antaño el paisaje, las ciudades y sus calles o a lo que nosotros imaginábamos de ellos. Resulta aburrido e iterativo, tendente a la nostalgia más ridícula, describir el regreso. Que es inevitable y está ahí para devolvernos a nuestra irrealidad cotidiana, de acuerdo. Pero, nada más. No tiene objeto entretenerse en él, porque además está sometido al cansancio, al hastío, al desánimo, a la postración ante lo que nos aguarda. —No has escrito. —Sólo los primeros días. La isla no parecía inspirarme —miento—. Como si sólo se dejara fotografiar o filmar. Como si hubiera algo en ella que te obligara a no agarrarte a lo que nos agarramos tontamente los europeos porque ese agarre no tendría donde acudir. No sé si me explico. En la otra visita tampoco escribí. O no me dejaron. Y, en esta ocasión, no precisamente por el entorno, no me apetecía. Y, sin embargo la isla lo merece: todo un registro pormenorizado de norte a sur, marco, belleza, gastronomía, habitantes, cultura, literatura, historia... La chica que se sienta mi derecha en la fila de a tres en el avión nos oye hablar, si bien se hace la dormida. Es de raza negra pero también hay un punto de asiático en ella, indio probablemente. Una zamba o mestiza quien, dormida y de frente, es más hermosa que despierta y de perfil. Educada, ha saludado al instante al tomar asiento. En el trayecto no da ruido, incluso cortésmente, aguardamos a que le sirvan la suya para atacar la primera bandeja de comida, de celofán y de metal. Y ella nos lo agradece. Me sonríe, sin que yo lo pretenda, cuando levanto la cabeza del papel donde garabateo líneas sin sentido, y mi mirada perdida coincide con la suya. Nada que ver con el cuello de bóvido y las secas maneras de nuestro supuesto científico de la ida. Y, sin embargo, no llega a despedirse. Esos azares. Pues buen número de personas se interpone entre su figura y la nuestra y se pierde empujada en el pasillo por una oleada de gente que siempre tiene prisas por salir del avión, para luego esperar varada y como idiota a que le entreguen sus maletas, cuando a la cinta y los que las manejan les venga en gana... * Hicimos escala, como a la ida, en París. De un par de días. Era lo previsto. Nos alojamos en un edificio centenario de la rue Planchat, muy cerca de Nation, en casa de unos amigos, que nos recibieron con los brazos abiertos, en su pequeño apartamento, algo cambiado desde mi último paso. Para mí, una especie de islote de referencia en la capital desde hace muchos años, en parte lugar de paso, en parte lugar de estancia y refugio de lobo solitario. Fueron esos unos días de contrastes, en los que experimentamos ambos, Magali y yo, esa diferencia abisal de rostros, de ambientes y de climas y en los que reanudamos lazos con nuestros amigos (la verdadera amistad no exige reincidencia). Primero, advertimos la lluvia y su humedad. Después, las prisas de los peatones, los ruidos agresivos, la celeridad continua del tráfico, su polución urbana. Hubo unos cuantos desplazamientos animados en metro, pausadas caminatas, bajo la lluvia fría y la grisalla, a través parques y monumentos poco transitados, risas por bulevares, visita a un museo, cafés y cervezas en terrazas, cigarrillos, almuerzos ligeros, aperitivos demorados, cenas de reencuentro, licores, conversaciones hasta la madrugada. A su término, un sábado, Magali me tomó a un lado, en el rellano de parqué que da al apartamento y me dijo, en la madrugada previa al desplazamiento al aeropuerto, que tras pensárselo mucho durante todo el viaje había decidido no acompañarme en el vuelo de vuelta a España. Quería permanecer en la capital, por un tiempo indefinido, viajar luego a casa de sus padres, a Carhaix, un pueblecito de Bretaña, tomarse unos meses, reflexionar un poco. No le respondí. Solo pensé que, a pesar de todo, tras tantos años de visitas y estadías, París seguía guardándome sus puntuales sorpresas, no todas agradables. Con todo, en aquella ocasión, nadie me había pedido en matrimonio, no había habido propuestas de futuro, de vivienda, familia o descendencia, y tuve la fortuna entre dichosa y amarga de poder retornar a casa con un buen paquete de fotografías y de filmaciones, muchos recuerdos imborrables, de coloraciones, de paisajes, de árboles, de reencuentros y de sabores, imágenes de un pretendido edén, y también, menormente, unas cuantas hojas escritas. No hubo por no haber siquiera discusiones, controversias. Lo cierto es que no sé si hice lo suficiente por retener a Magali, por hacerla recapacitar. Quizás, no demasiado. Expresadas sus frases, apenas una sonrisa, bajamos por unos escalones de madera de aquel edificio del XIX que crujían reciamente a nuestros pasos. En la calle, sobre la que se desplomaba una leve llovizna, con su pelo lacio castaño claro, que se cubrió pronto con su capucha impermeable, y su pequeña maleta verde, que hacía un ruido infernal de ruedecitas saltarinas por el adoquinado, camino de un metro que apenas abría sus puertas, no hubo besos de despedida. Un pliegue de fachadas de molduras haussmanianas acabó tragándosela para siempre. En la amanecida, con apenas unos tres o cuatro peatones recién levantados que caminaban cabeza gacha por las aceras hacia sus ocupaciones, me quedé solo, bajo la garúa, con mi maleta en el boulevard de Charonne esquina Avron y, por una vez en mi vida, en lugar de meterme por la boca del suburbano, levanté el brazo y paré al único taxi que circulaba por esas calles para que me llevara al aeropuerto. Pero, como todo eso forma y formaba parte del viaje de regreso y los viajes de regreso no cuentan, lo que aconteció en París durante esos dos días carece, pues, de atractivo e importancia. Volví a tropezarme con aquellas dos cacatúas en uno de esos azares de epílogo novelesco, cuando menos me lo esperaba, juntitas, muchos meses después, la misma cara agria con la que las dejé, con una sonora grosería y la palabra en la boca, en Orly. Ocurrió por la sórdida calle Estepona de Granada, a la hora del almuerzo, mientras me dirigía al trabajo. Tenían pinta de profes o de funcionarias amargadas y siempre en guerra constante contra el mundo y, en ese momento, además, entre ellas. Yo las reconocí. Ellas a mí, supongo que no, porque entretenidas como iban en su propia disputa, apenas se dignaron mirarme. Debí pararme, presentarme, reírme un poco con ellas, recordarles su arrogancia y estupidez. Pero para qué. Qué ganaba con eso. Desde mi anonimato, confirmaba su engreimiento y ridículo como personas. Y aunque es obvio que las mejores bofetadas son las que no se dan, ellas ya habían recibido la suya, en su momento, en un aeropuerto extranjero y, ahora, en un rinconcito de este diario. Le Carbet/Almería, 2005. Les-Trois-Îlets/París/Granada, 2010. (1) Se trata de una obra maestra de la antropología, Tristes tropiques (1955).
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LOS AÑOS DE FORMACIÓN DE JACK KEROUAC ALGUNAS FUENTES FILOSÓFICAS EN LA NARRATIVA DE JORGE LUIS BORGES EDWARD LIMÓNOV: EL QUIJOTE RUSO QUE SINTIÓ LA LLAMADA A LA ACCIÓN EXILIO Y CULTURA EN ESPAÑA VIGENCIA DE LA RETÓRICA: RALPH WALDO EMERSON, MIGUEL DE UNAMUNO Y EL AYATOLÁ JOMEINI LA VISIÓN DE RUBÉN DARÍO SOBRE ESPAÑA EN SU LIBRO "ESPAÑA CONTEMPORÁNEA" PUNTO DE NO RETORNO JOSÉ MANUEL CABALLERO BONALD: ENTRE LA NOCHE Y LA CREACIÓN EL HIELO QUE MECE LA CUNA NO FUTURE MUERTE EN VENECIA: DE LA NOVELA AL CINE GUILLERMO CARNERO: DEL CULTURALISMO A LA POESÍA ESENCIAL ARCHIPIÉLAGOS DE SOLEDAD DENTRO DE LA PINTURA JUAN GOYTISOLO, NUEVO PREMIO CERVANTES, LA LUCIDEZ DE UN INTELECTUAL CONTEMPORÁNEO LA INFLUENCIA DE LUIS CERNUDA EN LA OBRA DE FRANCISCO BRINES EL LENGUAJE POÉTICO, REALIDAD Y FICCIÓN EN LA OBRA DE JAIME SILES EL ENSAYO COMO PENSAMIENTO GLOBAL EN LA OBRA DE JAVIER GOMÁ DESIERTOS PARADÓJICOS, DESIERTOS MORTÍFEROS DOS POETAS ANDALUCES Y UNA AVENTURA EXISTENCIAL "NEO-NADA", DE DOMINGO LLOR EL SOMBRÍO DOMINIO DE CÉSAR VALLEJO LAURIE LIPTON: DANZAS DE LA MUERTE EN UNA ERA DEL VACÍO MUJICA. LA SAPIENCIA DEL POETA IMITACIÓN Y VERDAD. JOHN RUSKIN LA OBRA LUMINOSA DE ÁLVARO MUTIS A TRAVÉS DE MAQROLL EL GAVIERO SIEMPRE DOSTOIEVSKI. REFLEXIONES SOBRE EL CIELO Y EL INFIERNO ANÁLISIS DEL PERSONAJE DE OFELIA EN HANMLET DE WILLIAM SHAKESPEARE EL QUIJOTE, INVECTIVA CONTRA ¿QUIÉN? ESQUINA INFERIOR DERECHA, ESCALA 1:500 BAUDELAIRE Y "LA MUERTE DE LOS POBRES" "ES EL ESPÍRITU, ESTÚPIDO" CONEXIÓN HISPANO-MEJICANA: JUAN GIL-ALBERT Y OCTAVIO PAZ LADY GAGA: PORNODIVA DEL ULTRAPOP LA BIBLIA CONTRA EL CALEFÓN. LAS IMÁGENES RELIGIOSAS EN LOS TANGOS DE ENRIQUE SANTOS DISCÉPOLO VILA-MATAS, EL INVENTOR DE JOYCE. UNA LECTURA DE "DUBLINESCA" UNA BOCANADA DE AIRE FRESCO: EL NUEVO PERIODISMO COMO LA VOZ DEL ANIMAL NOCTURNO. BREVES ANOTACIONES SOBRE LA TRAYECTORIA POÉTICA DE CRISTINA MORANO JOHN BANVILLE: LA ESTÉTICA DE UN ESCRITOR CONTEMPORÁNEO KEN KESEY: EL MESÍAS DEL MOVIMIENTO PSICODÉLICO CINCUENTA AÑOS DE UN LIBRO MÁGICO: RAYUELA, DE JULIO CORTÁZAR LA INCOMUNICACIÓN Y EL GRITO QUEVEDO REVISITADO: FICCIÓN, REALIDAD Y PERSPECTIVISMO HISTÓRICO EN "LA SATURNA" DE DOMINGO MIRAS LAS RIADAS DEL ALCANTARILLADO MÚSICA EN LA VANGUARDIA: LA ESCRITURA DE ROSA CHACEL MULTIPLICANDO SOBRE LA TABLA DE LA TRISTEZA: UNA APROX. A LA TRAYECTORIA POÉTICA DE JOSÉ ALCARAZ RUBÉN DARÍO EN LOS TANGOS DE ENRIQUE CADÍCAMO THE VELVET UNDERGROUND ODIABAN LOS PLÁTANOS "TREN FANTASMA A LA ESTRELLA DE ORIENTE" DE PAUL THEROUX: EL VIAJE COMO FORMA DE CONOCIMIENTO EL TEMA DEL VIAJE EN LA PROSA FANTÁSTICA HISPANOAMERICANA GUERRA MUNDIAL ZEUTA LA HAZAÑA DE PUBLICAR UN NOVELÓN CON SOLO 25 AÑOS JACINTO BATALLA Y VALBELLIDO, UN AUTOR DE REFERENCIA EL OJO SONDA: LA MIRADA DE TERRENCE MALICK SURF Y MÚSICA: MÚSICA SURF EL PERSONAJE METAFICCIONAL DE AUGUST STRINDBERG MARCELO BRITO: PRIMEROS PASOS HACIA EL TREMENDISMO EN LA OBRA DE CAMILO JOSÉ CELA EPIFANÍAS JOYCEANAS Y EL PROBLEMA AÑADIDO DE LA TRADUCCIÓN EL VALLE DE LAS CENIZAS RASGOS BRETCHTIANOS EN "LA TABERNA FANTÁSTICA" DE ALFONSO SASTRE AL OESTE DE LA POSGUERRA. JÓVENES EXTREMEÑOS EN EL MADRID LITERARIO DE LOS CUARENTA LORD BYRON Y LA MUERTE DE SARDANÁPALO JUAN GELMAN. UNA MIRADA CARGADA DE FUTURO FRANZ KAFKA: UN ESCRITOR DISIDENTE Hemeroteca
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