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TOCAMOS TODOS LOS PALOS, INCLUIDOS LOS DEL FLAMENCO
por MARTA LADRI El Día del Idioma se celebra el 23 de abril teniendo en cuenta la fecha de fallecimiento de Miguel de Cervantes Saavedra (Madrid, 23 de abril de 1616), el autor de la novela El ingenioso hidalgo Don Quijote de La Mancha, considerada como la mejor obra escrita en lengua castellana. Entender la genial novela y los diez años que separan la primera parte publicada en 1605 de la segunda parte, que apareció un año antes de la muerte del autor (1615), sería adentrarnos en el biografismo y en el contexto social que rodeó a las circunstancias de producción y los visibles cambios no solo formales sino también de contenido, sobre todo en la naturaleza del protagonista que refleja la novela. Esto desviaría la atención del presente artículo. Tan vasta es la obra que, como un rizoma o madriguera, abre infinitas entradas para su abordaje y deconstrucción. Es documento de una época, el ideal imperialista de España en declive se refleja en todos los detalles: la pobreza, la decepción de la hidalguía, los ducados sin corte; es crítica literaria, donde de manera inquisitorial se condena la mala literatura al fuego eterno; es dentro de intertextualidad una autotextualidad, ya que el autor se incluye como autor de La Galatea y queda a salvo de las llamas de la biblioteca endemoniada de Alonso Quijano; es reflejo paródico de una épica que devino en melindrosa epopeya; y sobre todas las cosas es un símbolo universal que ha inspirado a críticas hispanas y extranjeras. Pero ante todo es un producto lingüístico donde el autor elige una serie de narradores que desde diferentes perspectivas dejan oír su voz y ceden con consideración espacio para las voces de sus personajes. Es una novela dialógica que se adelanta a la aparición del género novelístico y da cuenta de las múltiples técnicas narratológicas que un autor puede instrumentar a la hora de escribir una novela. El narrador —luego sabremos que antes ha sido lector de una novela traducida del árabe al castellano, artificio inusual para la época y casi un recurso de lo neofantástico— se presenta en la segunda línea textualizado: «De cuyo nombre no quiero acordarme». Abre así la historia. Según Jorge Luis Borges, es el mejor inicio de toda obra narrativa que se haya escrito. Luego se alejará y mantendrá una distancia que rozará la omnisciencia o se acercará a testigo de los hechos. Focalizará en permanente movimiento. Irá en andas en Rocinante... Importa aquí resaltar que ese universo ficcional alberga alrededor de setecientos personajes que hablan, que dejan sus enunciados y visión de mundo en la novela y que cada uno, según sus etiquetas y atributos, funciones, roles, niveles de actancias, habla de acuerdo a lo que es. En otras palabras: el rústico habla como un rústico, el pastor como pastor, los cabreros como cabreros, los venteros como venteros, las prostitutas como mujeres del partido, los galeotes como presos, los burgueses como clase emergente de la época, la alta nobleza como corresponde a su posición estamental y el personaje, alienado en un mundo creado a partir de sus lecturas como un caballero de la epopeya degradada que se leía en época del autor. Lo extraordinario es que también, cuando recobra la sensatez, habla en un registro coloquial correcto y puede también mostrar que posee competencias para emitir expresiones familiares y correctas. Tan importante es el intercambio verbal entre los personajes que el plan inicial del autor se cambia a pocos capítulos del comienzo y lo regresa —apaleado como será en todas sus llegadas a La Mancha— después de una breve salida para que busque un compañero de camino. Lo salva del monólogo. Irrumpe Sancho Panza, «un labrador vecino suyo, hombre de bien... pero de muy poca sal en la mollera» (libro I, Cap. VII, 1605). Sancho, el más pobre de los pobres. El que vive de prestado en la poca hacienda que le ha quedado al hidalgo, el que tiene un gran tesoro: su familia y un rucio al que ama porque es, además, su única pertenencia. Cree en la promesa de una “ínsula”, término latino que no comprende pero que su sentido común le hace vislumbrar tras este latinismo una buena ocasión para salir del hambre, y entonces una mañana antes del sol, escapan «por la puerta falsa de un corral». Allí van, el maestro y el discípulo, caballero y escudero, a cielo abierto, por tierras sin arar debido al deshumano capitalismo que ha hundido a España en la más terrible de las miserias, van... El camino será tránsito y albergue, umbrales que cruzarán e inesperados encuentros —algunos pacíficos, otros belicosos— donde las acciones se mezclarán con las palabras. Son las palabras lo que hacen de El Quijote la mejor novela. La estructura es la de la novela de caballería, el tratamiento del tiempo es lineal, pero es a partir del dictus (lo dicho) que se logra la parodia, el destronamiento de un género, la subversión a una forma de escribir canonizada y obsoleta, la contracultura, la antinovela, como siglos después será Rayuela. Es la palabra leída la que transformó al hidalgo y lo sacó de su melancolía y es la palabra viva y articulada la que hará de Sancho un campo fértil cuando al comienzo era terrón reseco y materialista. Sancho no sabe leer pero escucha a su señor. En este recorrido Sancho aprenderá que es de mala educación decir regoldar y que debe decir eructar: Ten cuenta, Sancho, de no mascar a dos carrillos ni de eructar delante de nadie. —Eso de eructar no entiendo —dijo Sancho. Y don Quijote le dijo: —Eructar, Sancho, quiere decir ‘regoldar’, y este es uno de los más torpes vocablos que tiene la lengua castellana, aunque es muy significativo; y, así, la gente curiosa se ha acogido al latín, y al regoldar dice eructar, y a los regüeldos, erutaciones, y cuando algunos no entienden estos términos, importa poco, que el uso los irá introduciendo con el tiempo, que con facilidad se entiendan; y esto es enriquecer la lengua, sobre quien tiene poder el vulgo y el uso. (Cap. XLIII, II parte) Una verdadera lección de sociolingüística, un adelanto a la Pragmática, un acierto que pocos valoran dentro de esta novela: la concepción de la lengua como algo vivo y en permanente evolución. De esta manera, será la lengua la que reflejará el cambio de naturaleza de Sancho. Mirad, Sancho —replicó Teresa—, después que os hicistes miembro de caballero andante, habláis de tan rodeada manera, que no hay quien os entienda. (Cap. V, II p., 1615) La rústica «oíslo», arcaísmo o palabra caída, es desuso equivalente a esposa que ya no entiende a su marido. Porque la lengua es manifestación del logos y el pensamiento del cuidador de cerdos ha cambiado en contacto con un mundo fabuloso. La artificiosidad en que había caído la narrativa del siglo XVII siguiendo el paradigma de Amadís de Gaula, la mejor novela de caballería de todos los tiempos, según declara el protagonista, se refleja en el propio personaje cuando se enfrenta en los capítulos de aventuras a aquellos seres monstruosos que él debe derrotar para «enderezar entuertos». Consustanciado con el valiente rol, con la lanza en el ristre, dice: --Non fuyades, cobardes y viles criaturas, que un solo caballero es el que os acomete. (Cap. VIII, I. p. 1605) En el encuentro con los galeotes, gente de mal vivir condenada a servir en las galeras del rey, el noble corazón del caballero no puede soportar que se encadene a sus semejantes. Por algo ha sido llamado “Paladín de la libertad”. Interesante jerga de prisión, lo que hoy denominamos tumberos y que el autor seguramente aprendió en la cárcel de Valladolid nos pone ante una de las tantas variedades lingüísticas de esta insuperable obra. Este, señor, va por canario, digo que por músico y cantor. ¿Pues cómo? repitió Don Quijote. ¿Por músicos y cantores van también a galeras? Sí, señor, respondió el galeote, que no hay peor cosa que cantar en el ansia. Antes he oído decir, dijo Don Quijote, que quien canta sus males espanta. Acá es al revés, dijo el galeote, que quien canta una vez, llora toda la vida. No lo entiendo, dijo Don Quijote. Mas uno de los guardas, le dijo: Señor caballero, cantar en el ansia, se dice entre esta gente non sancta confesar en el tormento. A este pecador le dieron tormento y confesó su delito que era ser cuatrero, que es ser ladrón de bestias, y por haber confesado le condenaron por seis años a galeras amén de doscientos azotes que ya llevaba en las espaldas (…). (Cap. XXII, I P, 1605) Pero es en el género epistolar de asunto amoroso donde un vocabulario libresco toma rienda suelta y se despliega. Carta que no llegará al Toboso, ya que su destinataria no existe, carta jamás leída por la amada ideal y decodificada por todos los lectores de esta novela. Carta enternecedora que le valió otro epíteto: “El caballero de la triste figura”.ç Soberana y alta señora: El herido de punta de ausencia, y el llagado de las telas del corazón, dulcísima Dulcinea del Toboso, te envía la salud que él no tiene. Si tu fermosura me desprecia, si tu valor no es en mi pro, si tus desdenes son en mi afincamiento, maguer que yo sea asaz de sufrido, mal podré sostenerme en esta cuita, que además de ser fuerte es muy duradera. Mi buen escudero Sancho te dará entera relación, ¡oh bella ingrata, amada enemiga mía!, del modo que por tu causa quedo. Si gustares de socorrerme, tuyo soy; y si no, haz lo que te viniere en gusto, que con acabar mi vida habré satisfecho a tu crueldad y a mi deseo. Tuyo hasta la muerte, El caballero de la triste figura (Cap. XXV, IP. 1605) Fermosura, afincamiento, cuita y otras expresiones propias de la poesía del Siglo de Oro son incorporadas en esta carta.
Porque Don Quijote es un amante de las palabras y esto se ve en el cap. I P.I, cuando decide armarse caballero y renombra todas las cosas que lo acompañarán en su nuevo modo de vida. Los nombres deben ser «músicos y peregrinos y significativos» (el plural es mío). En los nombres están las cosas rebautizadas, sin pecados, nuevas. Una ficción que él creó para sobrevivir. Quijano: Quijote; Aldonza: Dulcinea; su rocín: Rocinante. Al momento de morir, cuando el caballero andante ha quedado atrapado o dentro de la celada del sueño del enfermo y despierta el antiguo Alonso Quijano, el bueno, se despide de sus amigos con un refrán. —Señores —dijo don Quijote—, vámonos poco a poco, pues ya en los nidos de antaño no hay pájaros hogaños. Yo fui loco y ya soy cuerdo; fui don Quijote de la Mancha y soy agora, como he dicho, Alonso Quijano el Bueno. Antaño y hogaño, dos adverbios de tiempo, una antítesis. Ayer y hoy. El último es hoy un arcaísmo y en este dístico se resume la decepción del hidalgo. La realidad tanto lo golpeó que lo regresa a su cama para morir. Ha triunfado el hoy. Eso cree el lúcido y agónico hidalgo, pero desde hace más de 400 años la locura de Don Quijote que coaguló en sustantivos abstractos como quijotada o en verbos reflexivos como quijotizarse está viva. Los nidos de antaño están tibios para el que quiera incubar cualquier locura que salve al mundo de tanta cordura letal.
1 Comentario
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27/8/2022 07:11:52 am
Buenos días señor / señora,
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