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TOCAMOS TODOS LOS PALOS, INCLUIDOS LOS DEL FLAMENCO
por PEDRO GARCÍA CUETO Para hacer este repaso necesario a los escritores valencianos exiliados en América cuento con un libro de indudable valor: Exiliados, publicado por la Generalitat Valenciana en 1995 en la edición de Manuel García. El prólogo al mismo ya es muy esclarecedor en cuanto a quiénes fueron los que iniciaron la senda del exilio desde tierras valencianas, ya que se hacía necesario hacer un estudio acerca de este grupo, al igual que se ha hecho de los escritores catalanes, gallegos o vascos. Como dice Manuel García en su acertado prólogo: «Las inquietudes valencianistas en el exilio tienen como referencia los núcleos afincados en París (Angelí Castañer, Juli Just, Emili González Nadal, Francesc Puig Esper, Josep Castañer, etc) y en México (Alcalá Llorente, Felip Meliá, Carles Esplá, Joan Sapiña, Ernest Guasp, etc)». Lo que está claro es que no podemos hablar de un “corpus” de la obra valenciana en el exilio. Por esta causa, habría que señalar las diferentes aportaciones de cada uno de ellos con su labor artística para entender así el contexto general de la cultura valenciana en el exilio. He elegido varios autores que me parecen destacados representantes de esta cultura valenciana en el exilio americano: Ramón Gaya en el artículo titulado ‘Carta a Manuel García sobre el pintor Ramón Gaya’ por Salvador Moreno, el artículo ‘Vida y obra de Juan Gil-Albert en México’ por César Simón, el artículo ‘Tomás Segovia. Una lírica fronteriza’ por Santiago Muñoz Bastide, el artículo ‘Los valencianos que conocí en México’ por Manuel Andújar y el artículo ‘Sorpresa y cautiverio de México’ por Juan Gil-Albert. ‘Carta a Manuel García sobre el pintor Ramón Gaya’ por Salvador Moreno La figura de Ramón Gaya (aunque murciano, muy ligado a Valencia desde muy joven) parece que está ligada solo a la pintura, pero fue también un estupendo articulista, como nos cuenta el músico Salvador Moreno en este pequeño estudio. Sí es cierto que la mayoría de los escritos de Gaya tienen que ver con la pintura, su verdadera vocación, lo cierto es que el pintor murciano escribió mucho en el exilio mexicano, pero no todo lo que podía haber desarrollado, como nos cuenta en esta carta Salvador Moreno: «Y si no realizó más exposiciones se debió, sin duda, a la incomodidad a que se vio obligado por la actitud hostil de un grupo extremadamente nacionalista, que no supo entender el juego literario con el que Gaya caracterizó, a manera de retrato, a un grabador popular del que se conmemoraba aquel año de 1943 un aniversario (semblanza publicada en el primer número de la revista El hijo pródigo), lo que dio motivo para que un grupo de intelectuales mexicanos y españoles rindiera a Gaya un homenaje, a manera de desagravio (firmaban la invitación don Álvaro de Albornoz, José Bergamín y Enrique Climent) (p. 71). No solo fue Gil-Albert quien fue invitado a participar en la revista Taller que dirigía Paz, sino también Gaya, a la vez fue colaborador de la revista Romance. Entre esos ensayos hay una interesante crítica a la exposición “Pintura francesa contemporánea”, que en agosto de 1939 se presentó en México. Gaya era directo en sus opiniones, sin florituras, sin aderezos o halagos, lo que sorprendió a diferentes críticos mexicanos. Resulta muy interesante la sinceridad que Gaya pone al calificar la obra de Mariano Orgaz, arquitecto amigo suyo, que estaba realizando una exposición en la zona arqueológica de Teotihuacan. El pintor murciano analiza con dureza la actitud pictórica de Orgaz, reconoce la sensibilidad de Orgaz para expresar en el cuadro emoción, pero no entra de lleno en la calidad, como si no hubiese perfección en la obra del amigo, arquitecto y pintor. Acerca de los pintores que interesan a Gaya, hay uno que destaca, según lo que Salvador Moreno cuenta en esta carta a Manuel García. Me refiero a Antonio Rodríguez Luna. El pintor murciano le dedicó un gran artículo a propósito de su primera exposición en México. Gaya hace hincapié en el espíritu de modernidad que tiene Luna, pero le advierte del peligro que esto representa. Gaya ve luz en la obra de Luna, pero considera que falta el clasicismo que le salvaría de la repetición y la mediocridad. Fue Gaya también un lector de conferencias en el Ateneo de México, como nos cuenta Salvador Moreno: En el Ateneo Español de México (el Ateneo de los refugiados, como decíamos) leyó varias conferencias, que atraían a un auditorio seguro de escuchar conceptos tan inquietantes como originales. (p. 73) “El silencio del arte” fue una de las conferencias más aplaudidas de Gaya en México. En ella sitúa a tres pintores por encima del resto: Goya, el Greco y Velázquez. Si Goya es la pasión, el Greco es la sensualidad y Velázquez es la inocencia, la grandeza misma. Resulta muy conocido por todos cómo consideró la obra de Velázquez por encima de la mayoría de los otros pintores españoles y europeos. En México, Gaya realizó dos exposiciones fundamentales, una el 19 de mayo de 1943 y la otra el 10 de julio de 1950. La primera en una galería del arquitecto Esteban Marco y la segunda en el Ateneo Español de México. En estas exposiciones podemos contemplar grandes paisajes, testimonio esencial de su paso por México y del amor que sintió por aquella tierra. Paisajes de Cuernavaca, Veracruz, Acapulco y Pátzcuaro son ya parte de la historia de la pintura española en México. Como conclusión a esta interesante carta, cito un recuerdo de Salvador Moreno de esos años con Gaya, Gil-Albert y otros artistas españoles, las reuniones en un lugar al que llamaron “Las chufas”: Resulta curioso para mí, pensando hoy en Valencia, el recordar que el café en que nos reuníamos un grupo de amigos en torno de Ramón Gaya, en la calle Bolívar, y que llamábamos “Las chufas”, llevara el nombre de “Horchatería valenciana”. En él pasábamos muchas horas, años sin duda, hasta que cada quien, llevado por sus circunstancias, tomara otros destinos. Allí escuché conversaciones, discusiones, lecturas de originales y fue para mí, y para otros jóvenes mexicanos, motivo de interés creciente, de revelaciones. Hoy, pasados los años, puedo decirle, como testigo de excepción, que la última palabra que allí se decía era siempre la de Ramón Gaya. (p. 75) Esta carta nos hace entender la importancia de Gaya como intelectual que brillaba en conferencias, exposiciones, críticas en las revistas de México y en las tertulias con amigos, su protagonismo fue indudable y ha quedado para la historia de los años del exilio en tierras mexicanas. ‘Vida y obra de Juan Gil-Albert en México’ por César Simón Nos cuenta el gran poeta valenciano César Simón que recibió el encargo de Manuel García de colaborar en el estudio que dio como resultado el libro que comento. Le llegó un 15 de junio, con el membrete: Exiliados, la emigración cultural valenciana a través de los tiempos, donde se le pedía un texto sobre la vida y la obra de Gil-Albert en México. César Simón cenó con Juan Gil-Albert esa noche y le preguntó por aquellos años, pero, lamentablemente, Juan no recordaba nada, ya había empezado el deterioro irreversible que le llevaría a una ausencia total de recuerdos en los últimos años de su vida. César, apenado por el destino adverso de su querido Juan, tuvo que buscar en su obra, profundizar en datos que estaban en sus libros, pero, como en todo ensayo del escritor alcoyano, lleno de digresiones, con una gran dificultad para sacar de ellos hechos concretos que le sirviesen para el artículo encomendado. El poeta valenciano tuvo que ir a los libros de Juan, extraer de aquellos recuerdos todo lo que tuviese que ver con los años mexicanos. Acerca de Las ilusiones, Simón dice en el artículo que es un libro «dorado y sombrío», donde se puede ver la actitud última del poeta en el exilio que, como ya comenté en este libro, tenía algo de ensimismado, como si navegase entre sueños. Cuenta datos que ya he comentado antes, acerca de la colaboración de Juan en la revista Taller o en otras revistas mexicanas, como Romance, pero son interesantes los datos que nos da el poeta valenciano sobre su viaje por Sudamérica en 1942. Cuenta que la idea inicial era viajar a Río de Janeiro, invitados por una amiga de Máximo José Khan, pero fueron antes a Colombia, donde Gil-Albert escribe ya poemas de Las ilusiones: ‘Los viajeros’, ‘El mar’, ‘Las aguas’, ‘Las estrellas’, ‘La tormenta’, ‘La bonanza’ y ‘El recuerdo’. Se trasladan los dos amigos a Cali, a casa de los Zavadski, que habían sido embajadores de Colombia en México. Luego a Lima en avión, de allí a La Paz, donde se asombran cuando ven orinar a las bolivianas en la calle y, por fin, a Río. Se hospedaron en Copacabana, cerca de la casa de la amiga de Máximo José Khan, Elisabeth Von der Schulemburg. Allí permanece el poeta alcoyano seis meses. Recuerda Gil-Albert el viento y el oleaje de Copacabana. Durante el vuelo a Río, Juan compone ‘Las nubes’, dedicado a Luis Cernuda. En la famosa ciudad brasileña vive Timoteo Pérez Rubio, el marido de la novelista Rosa Chacel, con el que hace relaciones sociales. El viaje a Buenos Aires es el siguiente destino, lo emprende junto a Máximo José Khan, Rosa Chacel y su hijo. Permanece un año en la capital bonaerense y publica allí su famoso libro Las ilusiones. Allí, el poeta alcoyano va a colaborar en la revista Sur y en La Nación, encuentra también a Arturo Serrano Plaja, Rafael Dieste, Rafael Alberti, María Teresa León, así como a la familia de Ricardo Baeza. Naturalmente conoce a Borges y a Victoria, Angélica y Silvia Ocampo. Luego, la vuelta a México, dos años más, antes del regreso a España, su necesidad de volver al país mexicano viene por motivos sentimentales. Resulta interesante la reflexión de César Simón acerca de su necesidad de dejar atrás, pese a la importancia que ha tenido en su vida, la cultura mexicana: Pero Juan necesitaba recobrar su condición “europea”, o recomponerla, su calidad de “hombre prometeico”, para entendernos, liberarse de la oriental disipación mexicana, y es cuando decide regresar a España, o, al menos, ésta es la interpretación con la que él justifica su regreso, con un símil de abolengo: él, a diferencia de Antonio, deberá vencer la tentación de Cleopatra y acudir a la “llamada imperiosa de Octavio. (p. 82) Esto se explica en el sentido de que hay algo extraño en el mundo mexicano que, siendo fascinante para él, no logra atraparle, el poeta necesita el regreso a casa, que, completando lo que dice César Simón, tuvo claras razones afectivas y familiares, pero no podemos dejar de dar importancia al peso que lo europeo, su cultura, tuvo para justificar su vuelta, como bien nos dice el poeta valenciano. La mirada de César Simón a la obra de Gil-Albert no es solo una mirada admirativa, sino también una aproximación, desde lo sentimental, a un hombre que conoció la pérdida de sus valores y tuvo que recomponerlos a su vuelta a España. Además, Simón reconoce la deuda literaria que hay en su obra con la de Juan, entremezclado por lazos afectivos que nunca se rompieron. ‘Tomas Segovia. Una lírica fronteriza’ por Santiago Muñoz Bastide Si ha habido una obra que tiene como referente los años mexicanos esa es la de Tomás Segovia. También el exilio está presente en su mirada, porque desde muy joven el poeta tuvo que vivir la dura experiencia del desterramiento. Nacido en Valencia en 1927 y llegado a México con trece años, el exilio marcó pronto su vida. Si en la poesía de Moreno Villa, Luis Cernuda, Altolaguirre o Emilio Prados sobrevuela siempre el deseo de volver a la tierra amada, con la poesía de Tomás Segovia encontramos el deseo de vuelta del hombre en general, esa ansiedad de volver a los orígenes, a los lugares queridos. Como dice muy bien Santiago Muñoz Bastide en este artículo del libro coordinado por Manuel García, la poesía del exilio es el deseo de regreso del hombre, en su universalidad, a su cuna: «Segovia ha hecho suya la reflexión del desterrado de su patria para, a través de ella, extenderla al hombre, ser de intemperie (T.S.). La experiencia moral de esta poesía nos enseña que el hombre es su propia herida». (p. 198) Esa herida, como la llama Muñoz Bastide, late en el Cuaderno del nómada, un libro magnífico donde Segovia logra cerrar el círculo de su poesía sobre el exilio, que empezó con Anagnórisis. Si en este último el paisaje es el de la ciudad que amanece, anegada por la niebla, donde la vida queda desdibujada en un mundo fuera del tiempo, hasta que llegue la luz que alumbre todo lo esencial, el mar, el agua, la niebla, en Cuaderno del nómada comienza con la figura del hombre errante, aquel que había aparecido en Anagnórisis y que aquí muestra la faz de la herida, aquella que le relaciona con el dolor de la pérdida por el exilio impuesto, por la vida fuera de su lugar amado. Hay otro cambio en estos dos libros, si Anagnórisis el yo nos habla, dialoga con nosotros, en Cuadernos del nómada, el yo ha desaparecido, envuelto en la niebla de su disolución como ser humano, es todo y nada, la realidad del desterrado: «Otra vez donde estuvo / El nómada se sienta / Y mira los caminos / Gravemente domados por sus tiendas». Hay que leer con pasión lo que dice Segovia en el apartado titulado Bandera, que sirve para comprender esa disolución del hombre exiliado, esa desintegración de su figura en la neblina de una tierra que no es la suya, por mucho que intente adaptarse a ella: BANDERA: Mi tienda fuera de los muros. Mi lengua aprendida siempre en otro sitio. Mi bandera perpetuamente blanca. Mi nostalgia blanca y caprichosa. Mi amor ingenuo y mi fidelidad irónica. Mis manos graves y en ellas un incesante rumor de pensamientos. Mi porvenir sin nombre. Mi memoria deslumbrada en el amor incurable del olvido. Lastrada en el desierto de mi palabra. Y siempre desnudo el rostro donde sopla el viento. Para Segovia, el nómada es el hombre sin esencia, perdido en la vorágine del mundo moderno, deshabitado de su yo, envuelto en la bruma de un mundo despiadado, así dice en Cuadernos del nómada: «El nómada se mira el corazón / y lo halla inmenso y sin ninguna huella». Esa ausencia de recuerdos es el objetivo de ese libro donde uno debe reconstruir su tiempo, ahondar en una vida que no ha dejado nada y que debe dibujarse día a día, hasta construir, desde la nada, una nueva biografía. Para concluir, cito lo que Muñoz Bastide dice en el artículo, refiriéndose al momento crucial en que descubre México, tras siete años de vivir allí, con su luz y su misterio, porque los años anteriores eran solo la huella de un país que apenas conoció en profundidad, su España: El mismo Segovia me refirió que a los veinte años se dio cuenta de que México existía, que estaba ahí con sus gentes, su historia, su literatura, pero que hasta esa edad, él, como el resto de sus compañeros, habían vivido únicamente de escuchar la historia de España. (p. 198) Ese descubrimiento de México hace del poeta un hombre más apegado a la realidad, pero que sigue envuelto en las brumas de un país al que no pudo conocer a fondo y que fue construyendo a base de la memoria de los otros, más mayores, como Juan Gil-Albert, con el que también le unió una gran amistad. La poesía de Segovia nos acerca más al duro mundo del exiliado, un ser sin tiempo y sin historia, que debe construir desde la nada el proceso vital para reconciliarse con una vida que podía haber sido de otra manera si la Guerra Civil no hubiese truncado tantos proyectos humanos. ‘Los valencianos que conocí en México’ por Manuel Andújar Si hay un hombre que conoció profundamente la importancia del abrazo, de la amistad entre los exiliados, ese ha sido, sin duda alguna, Manuel Andújar, un escritor andaluz que pasó largos años en México, hasta 1967, con incursiones cortas en otros países del territorio americano. Las impresiones que nos deja en este libro son muy interesantes, como la que dedica a Rafael Altamira, el ilustre historiador. Lo visitó en un piso de reducidas dimensiones, cuyos balcones daban a la plaza de George Washington, nos cuenta cómo le recibió el historiador: Don Rafael me trató con una actitud discretamente paternal, como si un añejo vínculo nos uniera, y lo que debió haber sido una mera plática de tinte funcionarial resultó, gracias a su hospitalidad en un para mí tonificador cambio de valoraciones. Extraordinaria su lucidez, aún vigoroso el temple existencial. (p. 203) También nos relata su encuentro con Juan Gil-Albert, al que le unió una amistad de muchos años, ya que Andújar colaboró en varios homenajes al escritor, porque siempre lo consideró uno de los mejores de la tierra valenciana: En la Horchatería Valenciana —Bolívar, flanqueo de Madero y 16 de septiembre— nos vimos Juan Gil-Albert y yo. Y a partir de tan lejana fecha no hemos dejado de “divisarnos”. De ahí provino un trabajo emérito, evocador de su Alcoy, con que honró a Las Españas, de sus aportes a lo vivo, amén de largas parrafadas telefónicas, lo que requiere ocasión más holgada. Ananda —mi esposa— y yo nos jactamos de la consideración que nos dispensa y de la fe que hemos tenido, en época de bochornoso silencio “nacional”, en que tamaña ceguera sería reparada y se situaría destacadamente su grandeza. (p. 204) La mención a “grandeza” para Gil-Albert me parece muy apropiada porque, como ya he contado en este libro, el escritor de Alcoy ha ido creando una obra sólida y profunda donde muchos temas encuentran su verdadero cauce, de una hondura poco común, en tiempos de tanta banalidad como los nuestros. Merece también, entre los muchos creadores que conoció Andújar en México, la amistad con Enrique Climent, el pintor que hizo interesantes retratos de Gil-Albert y con el que convivió una época: Comenzó en Distrito Federal mi cordial relación con Enrique Climent, magistral pintor, mediante una visita en nuestro apartamento de la calle de San Francisco (Colonia del Valle), que propició la generosa voluntad de Mada Carreño, a la que debemos el más lúcido estudio caracterizador —espiritual— de las creaciones de Climent. (p. 207) Sin duda alguna, señala Andújar, la importancia que Climent tiene entre los artistas del exilio español, uniendo su figura a la de otros tan afamados como Ramón Gaya, Arturo Souto o Antonio Rodríguez Luna. Cita otros nombres como los de Ángel Gaos, Juan Estellés, Francisco Tortosa, pero merece tener en cuenta la alusión que hace al maestro Llorens, verdadero biógrafo de tantos hombres de nuestro exilio en tierras hispanoamericanas. Lo que dice de él, refuerza la idea de una admiración que late dentro del gran poeta Manuel Andújar: Las reuniones que con él mantuvimos resultaron inolvidables, por su llana y vasta sabiduría, en razón de su amenidad. Gracias a su invaluable colaboración y reguero de anécdotas indicativas y trazos de semblanzas y descripción de públicos y acaeceres, para nosotros Don Vicente será siempre guía y presencia. (p. 209) Sin duda alguna, Andújar es un hombre agradecido, que menciona a muchos de los exiliados en México porque le han dejado huella, porque le han hecho más fácil el camino del exilio, han cimentado lo que, en palabras de Tomás Segovia, sería la invisibilidad del hombre del exilio que, gracias a los amigos, ha podido construir, desde el destierro, una nueva y necesaria vida. ‘Sorpresa y cautiverio de México’ por Juan Gil-Albert Juan Gil-Albert escribe sobre México, sobre sus impresiones, las cuales recoge Manuel García en Exiliados (La emigración cultural valenciana). Las palabras del escritor alcoyano sobre el país están tamizadas por el gusto de un hombre que hizo de la estética su forma de vida, donde la prosa esmerada encontró su feliz combinación con una ética que poco a poco se consolidó a su vuelta a España. La transformación que sufre al llegar a México es fruto de un ensimismamiento, un espejismo que va dejando la ciudad a su paso, como si en cada rincón el espíritu de lo misterioso anidase en su mirada: «México me cautivó de un modo raro y como enigmático, tal vez misterioso». (p. 212) Para decir más tarde lo que yo considero que es una declaración de amor al país, con sus luces y sombras: Y después me he dicho: si México me atrajo me transmutó desde el momento mismo en que puse mi pie mediterráneo, es decir, heleno y moro, dada mi procedencia alicantina, en su costa enigmática que continúa siendo suya a pesar de nuestra lejana trapisonda de la Conquista, fue por el solo hecho, sellado sí, imborrable, de haber tenido, y a qué alturas inasequibles, sus dioses propios, con su perpetua luz y su perpetua oscuridad. (p. 212) Habla de Mariano Orgaz, su iniciador en el misterio de la tierra mexicana, desde la conversación que ambos tuvieron en el Sinaí, el barco que les llevó hasta Veracruz, donde Orgaz le confesó que México, que ya conocía, era un país que dejaba una honda huella en todo aquel que se adentraba en sus calles. Para Orgaz, los mexicanos, esquivos y taciturnos, llevaban el alma de un pueblo hondo y verdadero, cuya pureza residía en el corazón y en la nobleza de los sentimientos, muchas veces impregnados por la sombra de la muerte. Para el escritor de Alcoy, México era la luz edénica, la vegetación lujuriante, las gentes que se contonean y hablan en castellano antiguo, de construcción cervantesca. También México es el país en que vive lo ancestral, como Orgaz le contó, al hacer juntos un viaje en Teotihuacán, en el centro neurálgico de las pirámides. Las descripciones del pintor a Gil-Albert sobre el carácter ancestral de la cultura llevó a que el poeta alcoyano hablase de Oriente occidental, como nos dice en las siguientes líneas: Con frecuencia, se me preguntó a mi regreso, qué país de los americanos era mi preferido y, cuando se oía que México, era de rigor que se atribuyera el motivo de mis preferencias al fuerte impacto español. No estaban en lo cierto. Lo que me cautivó era la precedente, lo que podríamos llamar nativo, encontrarme con un Oriente occidental que, como si dijéramos, había dado la vuelta. (p. 214) Termina el artículo dedicado a México con un poema dedicado a los albañiles, aquellos que viven en celdas, que construyen su vida en un espacio mínimo, pero que llevan la nobleza del corazón en la mirada. Como dice el poeta, esos obreros fueron los que contempló en su exilio mexicano y que dejaron honda huella en su retina: Está extraído de su misma humanidad, ya que estos obreros artesanos a los que nombro, son los de aquí, los mexicanos que yo vi tantas veces, por mi barriada, en sus faenas colgantes y, no hay que olvidarlo, como en lugar alguno, vestidos de blanco. (p. 216) Bello recuerdo, esos hombres hermosos que llevaban cada día su labor en silencio, tan misteriosos como el Tobeyo, ese ser que culminó su deseo de vivir una pasión verdadera, en un lugar lleno de espejismos e inolvidable para sus ojos cansados y aún enamorados. Cito solo, para concluir, unos versos de este poema, como legado al recuerdo de Gil-Albert, a su querido mundo mexicano: «En sus quehaceres / hay algo celestial, como enviados / de alguien que vela; penden suspendidos, / se deslizan por leves travesaños / de hebras de sol, dejando preparadas / al intruso las pálidas celdillas /con una claridad en las paredes, / una luz casta y nueva como nube». Bello final para este homenaje mexicano, a esos seres que viven pisando la tierra sin que apenas se perciba la huella de sus pasos, esos hombres que fascinaron, con su modestia y su humildad, al poeta alicantino, enamorado para siempre de México y de sus luces y sombras. Muy interesante, como colofón a este artículo sobre este libro apasionante sobre los exiliados valencianos en México, es el apartado que dedica la historiadora Dolores Pla Bruga sobre los “niños de Morelia”. Se trata de un interesante capítulo donde nos cuenta su historia. En plena Guerra Civil española aparecieron en los periódicos de la España republicana unos anuncios en los que se invitaba a los padres de familia a inscribir a sus hijos en una expedición que se dirigía a México. Los requerimientos eran mínimos: la anuencia de los padres, un certificado de salud y que el niño no fuera mayor de 15 años. Los niños valencianos fueron solo el 10% del grupo, ya que el resto eran de otras provincias. Una noche de fines de mayo de 1937, nos cuenta la historiadora, se reunieron en la estación de Francia de Barcelona los niños que habían sido concentrados en Valencia con los que habían salido de la Ciudad Condal. Al llegar a México, fueron recibidos con gran afecto por los mexicanos. Los niños españoles fueron alojados en Morelia en dos grandes caserones que habían sido propiedad del clero, anexos a sendas iglesias. La Secretaría de Educación Pública fue la encargada de acondicionar los edificios y destinó recursos suficientes para hacer del internado Escuela Industrial España-México, tal vez el mejor del país en ese momento.
No fue todo lo eficaz que hubiese deseado este acercamiento de los niños españoles en Morelia, cito las palabras de Dolores Pla Bruga sobre el desgajamiento de sus raíces: En términos generales, la estancia en Morelia significó para el grupo de niños españoles una pérdida de su identidad étnica. Las autoridades del plantel no pusieron mucho interés en que la conservaran y los niños no tenían muchas posibilidades de mantenerla. Por otra parte, en Morelia, la colonia española, con la que hubieran podido relacionarse y que les hubiera permitido tener alguna referencia, no era muy numerosa. (p. 258) Como nos cuenta la historiadora, el experimento de Morelia terminó cuando, tras acabar la Guerra Civil española, la antigua colonia española, a través de sus representantes, se dirigió al gobierno mexicano solicitándole que le permitiera reemigrar a los niños. Pese a que el gobierno mexicano no aceptó la propuesta, los niños fueron volviendo a su país, ya que muchos de ellos querían regresar con sus familias. Como muy bien dijo Vicente Llorens, el exilio dejó una huella imborrable, pero, poco a poco, muchos se adaptaron a la situación de su país. Puede servir de conclusión a este artículo las palabras de Llorens sobre el desterrado, palabras que nos llegan al corazón, nos dejan la herida que debieron sufrir esos hombres alejados de su país, desarraigados de los verdaderos valores que tanto les costó crear: El desterrado se incorpora a la vida de su país inoportunamente, a destiempo, sin que pueda establecer una verdadera convivencia con quienes lo consideran un advenedizo. Amarga impresión: el hombre que padeció viviendo desvinculado en tierra ajena, acaba por sentirse desterrado otra vez y en su propia tierra. (p. 232) Palabras proféticas para muchos, como le ocurrió a Juan Gil-Albert, cuya vuelta fue la del hombre que ya no espera nada de los hombres, con una obra fecunda y profunda, que fue germinando en silencio, con la minuciosidad del amanuense, convirtiendo su vida en un acto de creación continua. Son palabras cuyo eco sigue presente en mi memoria, alimento que no he de olvidar, las de un hombre que amó la vida como pocos. El exilio, de él y de otros muchos, sigue siendo una sombra en el camino, donde todavía podemos mirarnos como en un espejo y dejar en ellos, en sus rostros cansados por el paso del tiempo y por la hondura de tanto sufrimiento, nuestro rostro herido por la vida.
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