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ARTÍCULOS

TOCAMOS TODOS LOS PALOS, INCLUIDOS LOS DEL FLAMENCO

UN VIEJO QUE NUNCA SE RINDE EN EL KALEVALA

24/2/2015

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por ANTONIO COSTA GÓMEZ
     El anciano extiende los brazos desde la barca para atrapar a la muchacha desnuda. Así es como se ve en el Ateneum de Helsinki. Gallen- Kállela la pintó con una sensualidad enloquecida, cualquier hombre siente deseos de extender los brazos, está desnuda en medio del agua con todo el esplendor de la carne. Y extiende los brazos, alborotada y dinámica, intentando escapar del abrazo, prodigando toda su vitalidad, todo su ímpetu juvenil. Se comprende que este viejo fracasado la desee y no pueda dejar de alargar sus manos. El Kalevala es la epopeya de un fracasado, de un melancólico que se lo toma con sentido de humor y con tesón y que no se rinde, porque él también está muy vivo a pesar del tiempo y porque se revela contra el concepto europeo del viejo verde. En el norte los viejos serán verdes hasta que se mueran, y eso tiene su belleza. Es la epopeya de un poeta y un contador de historias, de un vagabundo que engancha a todo el mundo con la música, no de un gran guerrero que vence a ejércitos y hace barbaridades. Estamos lejos de las pasiones bárbaras de la epopeya germánica. Es una epopeya humorística y poética, esperpéntica y fantástica, valleinclanesca y jocunda. Con razón le gustaba tanto a mi amigo Corcón, que no era muy dado a la erudición ni a los ardores épicos y escribía sobre diosas eróticas o sobre Lauren Bacall, que tenía tanto él de rapsoda y de atraedor de multitudes en las tabernas. Me acuerdo de cuanto disfrutaba hablándome del Kalevala en los veranos de Galicia. Porque no es un libro para tener en la biblioteca ni para presumir con pedantería, sino para vivir y disfrutar con él, para llevárselo a las tabernas y contarlo en las reuniones. No es para profesores, sino que viene de seres vivos de Carelia y se dirige a seres vivos de cualquier parte, no a profesores sesudos que lo analizan. Tiene el alma escondida del pueblo finlandés. Y es el gran poema de la música y la naturaleza, una especie de tango profundo, el poema del fracasado que ama ridículamente, el poema del hombre que se empeña y no se rinde nunca.

     Vainamoinen siente el paso del tiempo, sabe que es un viejo, sabe que no tiene nada que hacer al lado de los jovencitos de piel tersa y músculo ágil, sabe que es un esperpento y un ser vencido por el tiempo, pero de todos modos conserva un rastro invencible de entusiasmo y de amor por la vida, de deseo de contacto erótico, de admiración por el esplendor de la vida, de ansia  de tocar lo más espléndido de la vida. Y resulta simpático con esa cara de viejo que no puede remediar ser viejo, y hace el ridículo, igual que los personajes que interpreta Pelonpaa en las películas de Kaurismaki. Casi me lo imagino con esa misma impresión de fracaso y melancolía que lo supera todo. Elias Lonrot recogió por Carelia las distintas historias que forman el ciclo, escuchó a infinidad de personas entre los lagos remotos y las refundió en un poema coherente de 50 cantos, quitando y poniendo y arreglando, construyendo un poema en que enseguida toda Finlandia se vio representada. Los viejos contadores de historias contaban cogiendo con las manos las manos de sus oyentes y balanceándose para entrar en el ritmo del universo y del tiempo. Por eso son tan carnales y tan auténticas esas historias, llevan el verdadero ritmo de un pueblo, su verdadera alma. Los cantores son también chamanes que reúnen el espíritu de un país, que radiografían los rayos de una atmósfera. Es un poema para contar así tan cordialmente, tan próximamente, mientras contador y oyente se tocan con las manos, para transmitir con todo el cuerpo, con todo el ser, no solo con la cabeza. En esas historias se pasa realmente el aura, la vida, eso que ya no existía según Walter Benjamín. Pero vaya si existe todavía.
     Vainamoinen se empeña en casarse con la doncella de Pohjola, de la que nunca se dice el nombre, y la reina de Pohjola le pone un montón de pruebas. En plan fanfarrón él contesta que es capaz de conseguir  innumerables logros, presenta cualidades que contrarresten su vejez y su falta de vigor físico, pero la reina no se lo cree mucho. La reina es una bruja malvada, y pone montones de obstáculos, y Pohjola que es Laponia representa el mal, lo oscuro, lo incomprensible, pero también fascina y atrae, es el doble sentimiento de los fineses, y la prueba es que todos quieren el mejor fruto que es su doncella. Para conseguirla hay que fabricar el sampo, el molino mágico, y Vainamoinen se lo confía a Ilmarinnen. Ilmarinnen, que nace de repente,  consigue fabricar el molino, que es un símbolo de lo más profundo, tiene un sentido místico y a la vez sensual, reúne las sugerencias más completas, algo así como el Grial, pero con el moler indica mejor la idea de sintetizar lo más hondo, de conseguir el alimento más radical, de aprovechar y sacar la sustancia de todas las cosas. Se puede moler los sueños, o los deseos de vida, o las fantasías, o los deseos, o la vitalidad, o el amor. El molino expresa de forma simbólica una de las intuiciones más radicales y más hondas de los fineses. Es un símbolo místico pero que reúne todo el contenido de la vida, que no niega la carne y la naturaleza como el Grial en las versiones cristianas más puritanas, e incorpora la mística de las mitologías tradicionales de Escandinavia y las visiones de los bosques. Es también esa melancolía de realizarlo, ese sueño melancólico de fabricar lo que no se puede fabricar, esa idea de seducir a la doncella que no se puede seducir. La reina bruja sigue poniendo pruebas, siempre hay que poner pruebas para acrisolar lo más valioso de las personas, para demostrar lo más hondo de los deseos, y Vainamoinen con sus torpezas y sus fracasos demuestra sin embargo que es capaz de mayor deseo que nadie. Esto no es la conquista de un país, el arrasar una región, el obtener una venganza, es buscar formas de seducir a una doncella lejana e inalcanzable, que reúne todas las seducciones. Y como el aparente mal, el país de los hielos que mete miedo,  el reino de la noche y lo desconocido, puede crear la belleza más increíble. Por eso Vainamoinen debe conseguir el cisne negro de la muerte, de las regiones invisibles y secretas, el secreto de la música más honda, el símbolo de la belleza escondida más absoluta. Si le lleva ese cisne la doncella se convencerá. Hacerse invisible como quería Rilke, volverse angélico y musical. Vainamoinen que es el cantor por excelencia tiene que desaparecer en el corazón de la música.

     También Lemmikainen el bello pretende a la doncella pero los dioses lo destruyen y arrojan sus restos al río. Su madre recoge sus restos y con todo su amor clama desesperadamente a los dioses para que le insuflen de nuevo la vida, para que le devuelvan la inspiración que anima a los seres, para que traigan su alma. En el cuadro de Gallen ‘La madre de Lemmikainen’, que está en la National Gallery, uno se queda asombrado ante el abandono total del cuerpo del joven, y esa mirada de la cara contorsionada de la madre dirigida a los cielos, torcida hacia arriba con desesperación y violencia, como si obligara a los dioses, como si pusiera su alma infinita en esa petición a los dioses y los hiciera bajar. Me da un poco de miedo incluso mirar esa mirada con que la madre, prototipo del amor maternal más arquetípico, puede traer el fuego del cielo, arrebatar con hambre el alimento espiritual de los cielos, traer toda el alma del cielo hacia ese cuerpo desolado. Sospechamos que esa mirada apasionada de madre podrá llenar de nuevo ese cuerpo absolutamente vacío tirado en la tierra junto al agua. Gallen, como todos los finlandeses, supo captar el espíritu del gran poema y ponérnoslo ante la vista con sus visiones. De su realismo inicial pasó después de un viaje por Carelia a un simbolismo nacional que se llamó carelianismo y captó todo el espíritu animado de aquellas tierras secretas. El Kalevala es la tierra de Kaleva, que sufre por el Norte, por la tierra de Pohjola, a la que teme y ama, la tierra que tiene escondido el sol y la luna que deben rescatar, la base de su melancolía, el encontrar en el fondo de la tristeza todas las fuentes de la vitalidad.
     Muchos son fracasados o ridículos en este poema, hacen el ridículo o resultan grotescos igual que los personajes de Paasilinna o de Kaurismaki o incluso de Mika Waltari, todos podrían tener esa cara que muestra Pelompaa y podrían esperar con una cerveza contando cosas en cualquier pueblo perdido junto a un lago. Todos son solitarios y melancólicos. Pero el más solitario es Kullervo, el perdedor por excelencia, aquel al que persiguen los hados, al que no comprenden ni los dioses. Su madrastra le pone piedras en los bocadillos cuando lo manda a guardar las vacas, y no hay mayor imagen de soledad que ésa, se me ha quedado grabada esa imagen con dolor. Yo de niño iba a veces a guardar las vacas en una aldea de Galicia o iba a cortar los helechos en la finca del maestro y me llevaba un buen bocadillo de chorizo para llenar la tarde y me hubiera sentido perdido para toda mi vida si hubiera encontrado piedras. Lo que indicaría ese odio, esa incomunicación, ese desamor tan visible. Y Kullervo decide vengarse con su mal de ojo desesperadamente. Pero cuando encuentra a una muchacha desconocida en el bosque y se acuesta con ella tampoco puede sospechar que es su hermana. Y entonces se castiga a sí mismo y  el destino lo persigue. Es la forma más dura de la desdicha y sería  materia para uno de los tangos más duros que podrían escribirse en Finlandia. Kullervo está decididamente abandonado y ése también es el destino de muchos seres que se sienten perdidos entre los bosques  con su vida frustrada. El Kalevala, que recoge todos los tonos, de los más festivos a los más expresionistas, recoge también ese dolor de la soledad y la incomprensión, del hombre que nació con mala estrella y al que le ponen piedras entre los bocadillos.

     Al final del poema Lonrot dice que otros sigan escuchando canciones y las sigan poniendo por escrito, que vendrán gentes más jóvenes y escucharán otras músicas. Como si él formara parte de una corriente, que no acaba en él ni mucho menos empieza en él, de un aire que va por los bosques y se escucha por las noches en las ventanas de las cabañas. Porque este es un poema del pueblo y del bosque, del alma y de la atmósfera, nunca sería  una pieza de biblioteca o de archivo, algo para estudiar en los legajos. Hay que escucharlo tocando las manos con las manos, o al menos con una cerveza en una taberna, o con los ojos llenos de expresión en los ojos. La literatura de otros tiempos no era una pura erudición, no era pura técnica para los departamentos universitarios, era una corriente de vida que nos hacía vivir. Y así es el Kalevala que resulta gracioso en el mejor sentido de la palabra,  probablemente la epopeya más simpática de todos los tiempos, y uno al leerla sonríe continuamente, se siente divertido y animado, ve a unos personajes que están vivos y conectan con nosotros, que solo les falta llegar a la taberna y compartir nuestras bebidas. Se mueven entre los bosques y bullen llenos de vida, son mitos que se han hecho de carne y hueso, que surgieron en las noches finlandesas y siguen vivos en ellas.

     Ella en los días anteriores al viaje lo leía y me comentaba entusiasmada, me hablaba continuamente de Vainamoinen y sus desdichas, de todo lo que le ocurría en sus intentos de seducción, de cómo la doncella escapaba y todos tenían ocurrencias sin fin para alcanzarla. Pocas epopeyas se pueden leer así riendo, comentándolas sin fin en las noches mientras tomamos una copa, simpatizando con lo que les pasa a los héroes, riéndonos con ellos, poniéndonos tristes con todas las torpezas que cometen. Es el poema de un país que ama la música y las leyendas, al que le gusta lo chocante y lo sorprendente, que sabe las limitaciones de los seres humanos y sus deseos sin fin, que no quiere pelear sino seducir a la doncella más secreta del norte y acostarse al fin con ella. Los fineses no quieren saber nada de conquistas ni de invadir países, ni organizan matanzas ni cacerías, ni llevan ejércitos de caballería amenazadores hacia grandes fortalezas. Lo que quieren es vivir la experiencia más profunda, fabricar un molino en que pongan lo arrebatador de su vida, moler hasta el fin  la vida para vivirla absolutamente, y todo ello sin aspavientos, mientras se ríen o fallan o cometen torpezas. Vainamoinen es el héroe de la palabra y de la música, el gran contador de historias, el Orfeo del Norte, fabrica su kantele con una espina de pescado y los pelos de un caballo  y con ello alucina a todo el mundo, convierte toda la vida en fantasía. Lo que quiere es alucinarnos y simpatizarnos, no darnos miedo ni aplastarnos. Seguro que si se encuentra con Sigfrido le cuenta un chiste. Y es también el que sabe que está viejo y que no tiene remedio pero no puede parar de mirar a la doncella, y todavía los brazos se le mueven, y si él está en la barca que se mueve la doncella está en el agua y aún quisiera mojarse con ella. Ya no es la Bella y la Bestia, sino el  Músico Viejo y la Bella, un   don quijote muy viejo y una dulcinea llena de carne sabrosa de los bosques del norte.
     Resultaba suculento leer el Kalevala por las noches. Era una epopeya que rezumaba sabor a taberna, que sabía a noche donde se encontraban exageraciones y fantasías, que olía a noche de verano y a resina de los pinos. Cuando estábamos en la National Gallery en Helsinki lo que más nos apetecía era llegar a los cuadros en que Gallen había captado su espíritu. Todo lo que mirábamos era un camino hacia los cuadros de Gallen. Y de repente aparecía el cuadro de la madre de Lemmikainen y casi deseábamos decirle a esa madre que se tranquilizara, que iba a volver locos a los dioses, que ese hijo suyo al que le faltaba todo, del que todos sus huesos estaban muertos, volvería a estar vivo totalmente. La verdad es que no se puede pintar un muerto más muerto y más solo, ni pintar a una mujer más viva ni más llena de vitalidad de madre. Creo que hay pocas madres como ésa, de las que quieren dar vida por segunda vez a toda costa al hijo que han parido. Si algo ha salido mal ellas quieren rehacer la creación, la angustia cósmica les desgarra el cuerpo al ver a su hijo muerto. Y ese hijo volverá a la vida, porque los dioses se asustan, pero no conseguirá a la doncella de Pojhola, y todos tendrán todavía que luchar por recuperar el sol y la luna que están escondidos en el Norte.

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NO FUTURE

12/2/2015

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Mutaciones semánticas en la era
de la aceleración de lo real y la telepresencia

por ALFONSO GARCÍA-VILLALBA

The Future is History


  URIEL ORLOW

 
The time is now

  MOLOKO

     A veces las palabras significan cosas diferentes a lo que querían transmitir en el momento en que fueron concebidas, escritas. Ya no es que la recepción e interpretación de esas palabras pueda variar a la hora de que el mensaje sea interpretado por parte de receptores, nuevas sensibilidades o revisiones críticas. Más bien lo que viene a suceder (o lo que se viene a decir aquí) es que el contexto opera cambios en el significado de los discursos. En ese sentido los manipula o, por eso de ser más correctos, los modifica. Así, lo que un día significaba A puede significar B ahora, de modo que el entorno opera una mutación en el mensaje.

    El primer fenómeno podemos encontrarlo dentro de la música popular frecuentemente: el receptor del mensaje hace una interpretación del mismo interviniendo sobre el significado original. Sucede en letras de canciones que adquieren significados diferentes en virtud de una relectura de la composición original. Sería, por ejemplo, el caso de la canción ‘Over the rainbow’, cantada por Judy Garland en El Mago de Oz y que termina por consolidarse como himno homosexual en los años cincuenta del siglo veinte. En otros casos (en el fenómeno que puede clasificarse como mutación semántica) encontramos composiciones que podían tener una muy concreta intencionalidad comunicativa en su momento pero que, sin embargo, el paso del tiempo (y la modificación del contexto) puede hacer que la significación de su discurso varíe y el texto sea leído de forma diferente, más acorde con la realidad de los oyentes contemporáneos, ajustándose a su horizonte de referencias.

    Hay casos en que una canción, una frase, un par de palabras quizás, pueden trascender la propia obra de la que forman parte y funcionar semánticamente fuera de la composición en la que estaban insertas, de modo que su mensaje se convierta en eslogan publicitario, merchandising, sampler artístico. Y en ese ir más allá, incluso el significado primitivo es susceptible de ser alterado. Algo así es lo que sucede, por ejemplo, con algunos de los textos que la banda británica Sex Pistols manejó en la grabación de sus canciones en la segunda mitad de los años setenta del pasado siglo. Precisamente, las letras de esta formación (desde ‘God save the Queen’ hasta ‘Bodies’) van adquiriendo —con el tiempo— un mayor relieve y no, precisamente, por un posible cariz profético sino por el motivo que tenemos entre manos: la influencia del contexto como patrón de cambio en el significado.

     Si prestamos atención a la letra de ‘God save the Queen’ (y dejamos de lado la crítica política coyuntural que se plantea en la misma), podemos extraer conclusiones diferentes a las que John Lydon proponía a finales de la década de los setenta:
Don’t be told what you want, don’t be told what you need

There’s no future, no future, no future for you
     Esta afirmación adquiría en su momento un carácter completamente nihilista, de negación del futuro, a la vez que no perdía la oportunidad para subrayar un mensaje de (supuesta) disidencia. Con una letra que se desenvuelve a través de la conciencia del absurdo y el sinsentido de la existencia, ‘God save the Queen’ suponía una crítica a la monarquía y una reivindicación de la clase obrera británica. No obstante, si descontextualizamos algunas de las frases presentes en la letra de la canción, como por ejemplo el fragmento que se ha destacado más arriba (o el mantra final que se repite ad infinitum: «no future, no future, no future…»), podemos extraer otro tipo de conclusiones que, más adelante, se expondrán. Sin embargo, más que descontextualizar, lo que haremos será recontextualizar alguna de esas frases en el tiempo presente (o, tal vez, sea más adecuado decir que es el presente quien se encarga de tal recontextualización). 
© JAMIE REID
© JAMIE REID
© JAMIE REID
     En ese sentido es oportuno traer aquí algunas palabras que Paul Virilio propone en La bomba informática (Cátedra, 1999), palabras que inciden en el cambio semántico del que aquí se trata. Más concretamente alguna reflexión acerca de cómo la realidad, paulatinamente, se va configurando a través del presente como un continuum del que no se puede huir:

            El AQUÍ ya no existe, todo es AHORA, dice Virilo.

     Una forma de contribuir a esta idea es el discurso que se establece dentro del espacio publicitario. La publicidad, que se configura como una de las principales narraciones contemporáneas (y como nueva hacedora de mitos tal y como planteaba Roland Barthes en Mitologías) sirve en multitud de ocasiones para afianzar el concepto de que todo es AHORA. Es dentro de su lenguaje donde se configura la filosofía que anima un mundo como el nuestro que tiene en la recontextualización del carpe diem (y la mutación de su significado —o reconfiguración semántica, si queremos llamarlo así—) una de las bases donde se confirma la idea propuesta por Virilio. De hecho, una campaña promocional de Cruzcampo proponía hace un tiempo un anuncio en el que se podía ver a una hormiga que observaba a una serie de personas que disfrutan y toman cerveza. Operando un cambio de sentido sobre la popular fábula de ‘La cigarra y la hormiga’ de Esopo, la hormiga llega a manifestar:

            Quiero vivir, quiero sentir, saborear cada segundo…

     La hormiga, por tanto, renuncia a su rol como paradigma del trabajo y el sacrificio y se abandona o, por lo menos, manifiesta su deseo de abandonarse al placer, al presente. El texto original, adoptado de una letra de El Sueño de Morfeo, sería como sigue:
Quiero vivir, quiero sentir.

Saborear cada segundo,

compartirlo y ser feliz.
     Estos tres versos nos llevan a conectar esta letra de supuesta intrascendencia pop con la realidad de nuestra existencia (en línea y fuera de línea) que tanto tiene que ver con el axioma de El AQUÍ ya no existe, todo es AHORA que se maneja en este texto y que Moloko concentraba en una de sus canciones del álbum Things to make and do (Echo Records, 2000):
Give up yourself unto the moment

The time is now
© JAMIE REID
    Así que vivir y sentir, pero vivir y sentir para compartir en red social (por ejemplo), para alcanzar la felicidad a través de la aceptación digital, vivir y sentir para subir la foto a Facebook, con el fin de escribir el texto breve en Twitter o photoshopear la realidad en Instagram gracias a filtros preconfigurados y con la intención de formar parte de la tribu de los telecreyentes.

    Si conectamos El Sueño de Morfeo (o a Moloko) con un proceso de reubicación del ser humano dentro de la realidad, se debe a que esta misma realidad se escribe de forma casi inconsciente, sin que nosotros nos demos cuenta (y aún participando nosotros mismos de su redacción). Se escribe con una canción de los Sex Pistols, con un anuncio de cerveza o la letra de una canción pop. Así, el presente se retrata a sí mismo de forma fragmentaria, igual que se desarrolla de forma instintiva y primaria el trabajo de los insectos sociales. Es por eso que se hace imprescindible establecer los vínculos necesarios entre los diferentes textos y signos que configuran nuestro tiempo para conseguir acercarnos al discurso que la realidad emite como una autobiografía global en presente absoluto, sin detenerse un solo momento, dando forma al hormiguero, ese signo que no se ve individualmente sino de forma colectiva, colaborativa.

    La velocidad de la información, la telepresencia o la realidad virtual que modifica hasta la verdad de toda duración (Paul Virilio) nos empujan irremediablemente hacia una realidad en la que no hay un desafío al presente, en la que no encontramos un cuestionamiento del mismo porque el vértigo de nuestra sociedad nos aboca a un presente eterno (o absoluto) sobre el que no hay cuestionamiento. Bajo esta perspectiva, el pasado se transforma en un síndrome de consumo tal y como apunta Simon Reynolds en su libro Postpunk. Romper todo y empezar de nuevo (Caja Negra, 2013). Se convierte también en una estrategia que tiene como fin aprovechar la abundancia del pasado para compensar las malas rachas del presente. Y el futuro, teniendo en cuenta estas circunstancias, no se dibuja como un territorio al que viajar o proyectarse a través de la innovación puesto que el presente, con su exigencia de inmediatez, se postula como eje de control omnipresente y totalitario de la realidad. Nos aboca a estar AQUÍ y borra ese posible concepto que es el futuro.
© CHARLOTTE DE LA RUE
© BANSKY
© SCARR
     Tal y como apunta Virilio la “ruptura” con el presente nos retrotraería al pasado, a la memoria muerta (al tiempo diferido), y el pasado —como ya se ha señalado anteriormente— se ha convertido en una boutique de emociones, un lugar de eclosión de deseos y consumo zombi, entendiendo zombi por la devoción que nuestra sociedad profesa hacia el consumo superficial de artículos vintage (sean estos objetos, ocio, cultura o diseño gráfico de aire retro).  Así, si todo vuelve, es porque todo eso que retorna no es nocivo para el presente, no lo cuestiona. De hecho, esa avidez necrófila por el pasado no es crítica con la realidad circundante puesto que esa mirada hacia atrás fosiliza el estado de cosas y no establece ninguna proyección hacia el futuro, verdadero (y posible) cuestionamiento de la realidad contemporánea, motor de cambios.

     Si el imperativo Don't be told what you want, don’t be told what you need, podría ser fagocitado por una corporación de telefonía móvil o por la banca telemática para crear un nuevo significado a partir de otro ya dado (igual que ha sucedido con la campaña de ING Direct con Bob Dylan), la recontextualización de no future —que se opera a través de una realidad que escribe su discurso a tiempo real— es diferente. Así ese no future que proponía John Lydon en la canción de los Sex Pistols es (o se convierte en) la afirmación inconsciente que nos viene del pasado y que certifica que el presente es la única realidad existente. Algo así como si el oráculo de Delfos acertara a través del error. En ese sentido, el contexto ha operado una mutación del significado original de la canción ‘God save the Queen’ y ya no es por más tiempo una afirmación trágica de la existencia, una constatación del absurdo y el sinsentido. Sencillamente pasa a ser afirmación de un estado de cosas, una afirmación acerca de nuestra realidad absolutamente presente (‘The time is now’). Y sucede así, además, por el uso indiscriminado de este “eslogan” que dice no future (sí, ya se ha convertido en un eslogan) y que, debido a su viralización en la cultura de masas, queda despojado de su significado original para convertirse, simplemente, en la constatación de una realidad donde, como apunta Virilio (y debido al ritmo frenético de la información y la interacción digital y a distancia) el RELIEVE de la instantaneidad prevalece sobre la PROFUNDIDAD de la sucesión histórica.

     No future es, por tanto, la afirmación que (recontextualizada, resemantizada) nos indica que el único horizonte posible que divisaremos será este presente absoluto (en forma de caja de donde es imposible escapar), este presente absoluto que deshace el futuro en una suerte de fugacidad perenne bajo la velocidad, bajo el vértigo en el flujo de las informaciones y que anula cualquier capacidad de proyección hacia delante.
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MUERTE EN VENECIA: DE LA NOVELA AL CINE

7/2/2015

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por PEDRO GARCÍA CUETO
     Si para Mann la aventura de Aschenbach es bastante intelectual y sólo a la mitad de la novela cobrará tintes emotivos, para Visconti toda la película está inmersa en el ámbito de las emociones, en la importancia que tiene el tiempo (los flashbacks son claves para entenderlo), en la presencia constante de la muerte (desde la imagen nebulosa de Venecia al principio de la película, pasando por el viejo que va en el barco o el gondolero hasta la figura del guitarrista que simboliza la enfermedad y la muerte venidera de Aschenbach).

     No excluye Mann esas referencias (ya que la góndola se asemeja a un ataúd), pero Visconti le otorga a la película un tono más enigmático, más sensual, donde podemos contemplar, con fascinación y horror, el mundo de los infiernos al que es conducido el compositor cuando el gondolero (Caronte) le lleva al Lido (la Laguna Estigia).

     Para evidenciar aún más la intención de Visconti, merece la pena citar unas palabras de Rafael Miret Jorba en su estudio dedicado al realizador italiano en la revista Dirigido por, cuando se refiere a Tadzio, visto por Visconti: «A la vez inocente y perverso, Tadzio, variante andrógina de la Lolita nabokoviana, acabará destruyendo a Aschenbach. Su excelente juventud hace todavía más ostensible el deterioro de la vejez» (Rafael Miret Jorba, Barcelona, Dirigido por, 1984, pp. 193-194).

     Confesó Visconti en una entrevista a Lino Miccichè en Bolonia en 1971 que el tono paródico de Mann  era imposible de reproducir en su película: “El tono paródico e irónico manniano era irreproducible en el film porque es esencialmente una dimensión formal de la narrativa de Mann, que se manifiesta en la escritura y en el estilo. (Reproducido en Dirigido por, 1984, p. 276).

    Y señala que al querer representar en imágenes esa ironía lo había conseguido en algunas ocasiones, como en la secuencia en que el músico está en la barbería, porque aquí la máscara está reflejando la antesala de la muerte. Para Visconti supone una clara metáfora de un final inevitable y que el maquillaje (con el propósito de rejuvenecer al músico) no puede cambiar.

     Y, para ver la importancia de la técnica en la película, he escogido unas hermosas páginas dedicadas a Visconti por Suzanne Liandrat-Guigues cuando se refiere al zoom, tan utilizado en Muerte en Venecia: «Al espectador se le pide hacer zoom mentalmente, ya estar en un plano cercano, ya estar en un plano lejano. El zoom es una figuración del movimiento cuando enfoca a los rostros» (Suzanne Liandrat-Guigues, Luchino Visconti, Cátedra, 1997, p. 157). Y dice algo que me parece muy atinado en Visconti, porque este director conoció el sentido de lo que se nos escapa y buscó el momento efímero de las cosas en su breve permanecer: «la visión viscontiniana tiene una gran deuda con la poética de Leopardi, que une mediante un mismo movimiento dialéctico lo finito y lo infinito, lo efímero y lo eterno en una misma percepción de la vanidad de las cosas» (p. 157).

     Si Visconti nos abrió Venecia a nuestros ojos en Senso (1954) en los espléndidos mundos de la aristocracia, en Muerte en Venecia nos deja un aroma decadente y una Venecia muy lejana de aquel mundo de oropeles y de fiestas. Sí es cierto que los huéspedes del Hotel son aristocráticos, porque Visconti no sabe y no puede renunciar a su mundo (el de Senso, El Gatopardo, Ludwig o El inocente) cuando quiere contar algo muy grande, como es el desarrollo de esta película inolvidable.

    Y hay algo que el director italiano posee en grado sumo: meticulosidad. Ese afán de perfeccionamiento cala en la película, nos inunda plano a plano. Los flashbacks, los detalles cargados de simbolismos, hacen de la película una gran obra. Hay, desde luego, mucho de la novela de Mann (magistralmente escrita), pero también de La montaña mágica, del Doktor Faustus, e incluso, en el nombre de Aschenbach, de Los Buddenbrook (novela que adaptó en la muy notable La caída de los dioses).

    ¿Qué puedo decir entonces? Sólo que la novela es magnífica, llena del raciocinio y el intelectualismo de un escritor magistral, pero la película nos revela una visión completa de un mundo que muy pocos directores han conseguido plasmar: elegante, distinguido, bello y decadente.

    Todo ello confirma que nos hallamos ante una obra maestra, algo más que cine, como dijo el gran poeta alcoyano Juan Gil-Albert en Viscontiniana, y, desde luego, arte que no ha de morir nunca.

NOVELA Y PELÍCULA: SEMEJANZAS Y DIFERENCIAS
     Pero no sería justo introducirnos en el estudio de la película sin antes conocer a fondo la novela en la que se basa, sin tener una noticia previa de las cualidades del escritor que la escribió. Y, por ello, quiero citar a un gran conocedor de Thomas Mann, un hombre que admiró su obra, su persona y que supo muy bien cuál era el grado de talento del escritor alemán. Me refiero a Theodor W. Adorno, quien nos dejó en sus Notas sobre literatura, perteneciente a su Obra completa, tomo número once, lo siguiente: «Habiendo conocido a Thomas Mann en su trabajo, puedo atestiguar que entre él y su obra nunca surgió el más ligero impulso narcisista. Con nadie había podido ser el trabajo más sencillo, más libre de toda complicación y conflicto; no era menester precaución alguna, ninguna táctica, ningún rigor de tanteo» (Theodor W. Adorno, “Para un retrato de Thomas Mann”, perteneciente a Notas sobre Literatura, tomo once, Ed. Akal, 2003, p.328).

     Como nos dice Adorno, Mann tenía un gran interés por ser afable, por no mostrar superioridad y esos rasgos del espíritu sólo pueden ser fruto de su alto rigor intelectual, donde sí se daba por entero, para entender el mundo que le rodeaba. Hay que recordar que La muerte en Venecia es una novela que Mann escribió en 1912, antes de La montaña mágica (1924) o Doktor Faustus (1947). Sólo es anterior, dentro de sus grandes obras, a la novela que comentamos, Los Buddenbrook, escrita en 1901.

    La muerte en Venecia es una novelita si la comparamos con los libros citados, pero la repercusión de la novela fue realmente muy importante y suscitó el interés de muchas generaciones.

     Quiero citar la opinión de un hombre de gran sensibilidad, un poeta y prosista alcoyano que ha pasado a la posteridad por su obra reflexiva, meticulosa y llena de refinamiento. Me refiero a Juan Gil-Albert, quien en su estudio Viscontiniana, dedicado a Luchino Visconti, dejó claro algo que me parece importante referir. El escritor de Alcoy hace mención de la poca impresión que le causó la novela de Mann, pero si bien no fue consciente de su influjo, sí existió un verdadero poso que quedó en él, como si algo intangible e inefable le fuera transmitido: «Lo que sí puedo decir es que La muerte en  Venecia  no constituyó, nunca, una predilección mía; fue un libro  que debió de interesarme pero sin que me diera cuenta de que se hubiera instalado, como sucede en algunas de nuestras influencias operantes, en uno de esos desvanes sin articular donde siguen vertiéndonos su enseñanza tantas aportaciones disimuladas» (Juan Gil-Albert, “Viscontiniana”, perteneciente a Los días están contados, Tusquets, Tiempo de Memoria, 2004, p. 278).

     Es curioso que la novela no ofrezca un dato concreto del año en que se sitúa la historia, es como si el autor no quisiera desvelar algo nimio frente a la grandeza de un relato que está más allá de consideraciones temporales. Sólo señala dos cifras: 19, como si su intención fuese hablar de nuestro tiempo, pero no fechar la historia explícitamente. Estos dos números nos sitúan en un siglo envolvente, dramático, de grandes cambios, de acontecimientos que Mann no podía adivinar en la fecha que escribió la novela.

     Sí da, sin embargo, un dato de la estación del año, dice: «Era a principios de mayo y tras unas semanas húmedas y frías, había caído sobre la ciudad un bochorno de falso estío» (Thomas Mann, La muerte en Venecia, Destinolibro, 1ª ed. 1979, pp. 7-8).

     Este escenario donde transcurre el principio de la historia en la novela, no tiene nada que ver con el de la película. Luchino Visconti comienza la película cuando la novela lleva ya bastantes páginas y omite el director italiano toda la narración que Mann hace del protagonista discurriendo y reflexionando por la ciudad alemana donde vive, que es, concretamente, Munich.

     No será hasta el capítulo tercero de la novela cuando Visconti decida contar la historia. Sí aparece, sin embargo, en el primer capítulo una mención del viaje, pero no sabemos qué intenciones tiene el escritor (según Mann el protagonista debía ser escritor) en su futuro inmediato y sólo se limita a una reflexión intelectual sobre el acto de viajar: «Desde que disponía de los medios necesarios para disfrutar de las ventajas del turismo mundial, consideraba los viajes como una especie de medida higiénica que era preciso emplear de vez en cuando aun contra su propensión natural» (p. 13).

     Las razones que podrían explicar la decisión de Visconti de no adentrarse en la novela desde el principio se pueden conocer gracias al excelente estudio que Jaume Radigales dedicó a Luchino Visconti y a Muerte en Venecia en la editorial Paidós.
    Según el crítico, Visconti pensaba comenzar el rodaje situando al protagonista en Munich, como se puede leer en la novela. Llegaron, incluso, a filmarse algunas secuencias en la ciudad alemana, pero Visconti desechó la idea de comenzar la película de ese modo. Para él, las razones que da Aschenbach en la novela, no son suficientemente buenas para el espíritu del relato. Visconti quiere que el protagonista inicie su último viaje y no por mera arbitrariedad, simple deseo higiénico de cambiar de aires (como expresa Mann en la novela). En la novela de Mann, el escritor no siente el cansancio y el agotamiento de la vida que refleja el director italiano al comienzo de la película. Todo ello, nos explica que Visconti no crea en ese comienzo para su película, sino en uno mucho más conmovedor y fascinante, la imagen del compositor, en este caso, llegando en barco a Venecia, nebulosa y gris. Esta imagen es mucho más impactante y misteriosa que la que nos planteó Mann en el inicio de su novela.

     La secuencia inicial, donde un plano nos muestra al Esmeralda, el barco de vapor donde viaja Aschenbach, es emocionante. Refleja la escena el inicio del día. Es magnífico el plano general de la cubierta del barco donde se ve al compositor alemán y, a continuación, un plano medio del protagonista, donde se puede contemplar al compositor cansado y meditabundo. Parece que ha llovido durante la noche ya que podemos ver un paraguas que descansa al lado de la tumbona donde está sentado Aschenbach.

    Si nos acercamos a la novela, merece destacar las palabras donde se describe la llegada de Aschenbach. Mann cuenta con finura, con extrema delicadeza, ese momento. Ya va introduciendo el ambiente fantasmagórico que captaría Visconti en su película: «El cielo era gris; el viento húmedo, el puerto y las islas habían quedado atrás y pronto se perdió en el horizonte, cubriéndose de vaho toda la tierra firme» (p.39). Menciona, incluso, la aparición de la lluvia, para enfatizar la atmósfera gris que desvela su llegada, como si la lluvia fuese ya una metáfora de la melancolía que inunda la ciudad y a su protagonista: «Y una hora después, era preciso tender un toldo, pues empezaba a llover» (p. 39).

     Es curioso que Aschenbach espere una Venecia en la que brille el día, una ciudad esplendorosa, pero en la novela Mann ya nos ofrece una sensación que va agravándose durante la historia, una pesada imagen donde la bruma y las sombras se vierten a nuestro alrededor: «Sin embargo, el cielo y el mar seguían ofreciendo un color plomo, de vez en cuando, caía una fina llovizna y Aschenbach se resignó a alcanzar por mar una Venecia distinta de la que siempre había encontrado, al acercarse a ella por tierra firme» (p. 40).

     La llegada a Venecia por mar tiene un sentido muy importante para Mann y para Visconti. Si el protagonista hubiese llegado en tren, no hubiese sido posible ver el escenario de la ciudad, el arte que reflejan sus grandes construcciones. En un espíritu cultivado como el de Mann, el arte fue esencial, al igual que reflejó Visconti a lo largo de su vida y en muchas de sus grandes películas, como, por ejemplo, en El gatopardo o Senso (cuyo argumento transcurre en Venecia), entre otras muchas. Por todo ello, el protagonista entra en esa ciudad fantasma por la puerta grande, por la majestuosidad de un mundo que pervive a lo largo de los siglos.

     Todo ese mundo refleja también la inmortalidad, lo que permanece, frente a Aschenbach, ser humano que ha de morir y cuyo viaje, sobre todo en la película de Visconti, tiene un sentido claramente de despedida. Por tanto, el gran cineasta refleja en un plano medio el rostro de Dirk Bogarde, para señalar que está entrando en su última morada, la definitiva, donde vivirá su última y más importante experiencia vital.
     Visconti expresa la tristeza del protagonista al volver al primer plano del rostro del compositor, vemos la soledad que rodea su mirada y el frío que siente, cuando se sube la bufanda y cierra sus ojos (Bogarde nos transmite una tristeza infinita que nos conmueve).

    Toda esa pena, esta pesadumbre no está presente en la novela, es la visión que Visconti nos ofrece de un hombre abatido, cansado, derrotado.

     En la novela sí encontramos a un personaje que se adentra ya en el absurdo, con el episodio del viejo del barco, que también aparece en la película de Visconti. Pero, en mi opinión, no hallamos tanta tristeza y sí a un hombre reflexivo, inteligente, algo frío, que va a adentrarse en un mundo que lo ha de absorber definitivamente. Su racionalidad, su sentido de lo correcto, van a sufrir un cambio radical al volver a la ciudad amada.

    El anciano que contempla Aschenbach demuestra la falsa vejez, el dantesco espectáculo de un hombre ridículo, la pantomima absoluta de un ser grotesco. Mann ofrece una descripción magnífica de su encuentro con el viejo, donde se refleja muy bien la inquietud que el escritor manifiesta ante la falsa juventud: «Se trataba en realidad de un viejo, no cabía duda; las arrugas enmarcaban sus ojos y sus labios. El color mate carmesí de sus mejillas era artificial, el pelo castaño bajo el sombrero con cinta coloreada era de peluca, su cuello flaco y tendinoso, su diminuto bigote y la perilla en el mentón estaban teñidos, su dentadura completa y amarillenta que enseñaba al reír, era un substitutivo barato, y sus manos (en cuyos índices llevaba sendos sellos) eran los de un anciano» (p.37).

     Este anciano que, como nos cuenta Mann, se divierte con un grupo de jóvenes, como si perteneciese a ellos, pese a su decrépito aspecto, irá resultando cada vez más grotesco, ya que, debido a la bebida, va manifestado su estado de embriaguez. Visconti recrea magníficamente estas imágenes del libro (llamo imágenes porque al leerlas nos revelan absolutamente la figura del anciano) y lo hace mostrando una obsesión del director italiano, me refiero al viejo dandy homosexual que, si bien conserva el aspecto de un hombre elegante por su vestimenta, nos recuerda con nitidez a los personajes grotescos de las películas de Federico Fellini o de Pier Paolo Pasolini.

    Al dirigirse a Aschenbach y decirle que dé recuerdos a su lindo amorcito, Thomas Mann ya nos introduce en el mundo de las máscaras, Venecia, ciudad famosa por el carnaval, es presentada como un escenario de opereta en que lo viejo quiere ser nuevo, como el anciano que, vanamente, quiere representar a un hombre joven.

     La ciudad es ya un escenario, un lugar donde el protagonista va a representar un papel, el más trágico de su vida, su acercamiento a la belleza y, tras ello, su derrumbe físico y moral en una Venecia enferma por los aires letales que la rodean.

    Para Mann todo es importante, la visión del barco, el espectáculo de los jóvenes con el viejo y, seguidamente, la góndola donde va a viajar el novelista. La comparación de ésta con un ataúd nos sobrecoge y nos revela el tema de la muerte que subyace desde el principio de la novela en la mente de su autor.

     Ya aparece en la novela el sirocco al acomodarse el protagonista en la góndola. Aschenbach viaja plácidamente, en el mullido asiento, cansado pero feliz, tanto es así que Mann dice en boca de su protagonista: «El trayecto es corto, se decía. ¡Ojalá durara eternamente!» (p. 45).

     La figura del gondolero va a ser muy significativa tanto en la novela como en la película, es símbolo de Caronte que lleva a los muertos a través de la laguna Estigia al otro lado, a donde ya nadie puede volver. Sostengo que para Mann y para Visconti la figura del gondolero representa este ser que conduce a Aschenbach al último destino.

    El gondolero no obedece a Aschenbach, lo que enfada al protagonista. Éste quiere tomar el vaporetto desde San Marcos, pero aquel le dice que el vaporetto no acepta equipaje. Aschenbach oye al gondolero hablar solo, musitar palabras que no logra entender. No es casualidad que Mann no le dé la fisonomía de un italiano, ya que se trata de un hombre sin nacionalidad, emblema de ese ser que ha de llevar al muerto hacia el otro lado.

    Ya vemos en la novela una aceptación del destino, una sumisión de Aschenbach a la suerte que le está concedida. Viendo que el gondolero no le hace caso, el escritor se deja llevar, acepta su suerte, recostado en ese sillón que le va adormeciendo: «Su asiento, aquel sillón bajo, acolchado de negro, mecido tan suavemente por los golpes de remo del voluntarioso gondolero a sus espaldas, parecía despedir una indolencia embrujadora» (p. 48).

     Aschenbach llega a pensar en el hecho de hallarse ante un criminal, pero ¿qué puede hacer ya?
    En la película, podemos ver en un plano picado y de espaldas al protagonista, como si reflejase en esa postura su sumisión, su inferioridad ante el gondolero, como si Visconti fuese perfilando ya a un personaje que va a sentirse embaucado por la atmósfera fantasmagórica de la ciudad amada.

     Al llegar al Lido, Aschenbach desembarca y busca cambio para pagar al gondolero, pero éste ha desaparecido, ya que carecía de licencia. El escritor (en la novela de Mann) y el compositor (en la película)  da la propina a un viejo marinero que se halla en el muelle esperándole.

     En la novela, se trata de un viejo con un garfio, que, como dice Mann: «no podía faltar en ningún embarcadero de Venecia» (p. 50). Tras la llegada del novelista, podemos ver el Hôtel des Bains. En la novela, Mann describe al director como un «hombrecito silencioso y aduladoramente cortés con bigote negro y levita de corte francés» (p. 51).

    Lo que en la novela aparece narrado de esta forma tan concisa, en la película requiere mucho más detalle. Para Visconti, era importante crear una atmósfera, retratar a un mundo burgués que habita en el hotel donde va a descansar el protagonista. Por todo ello, el director italiano muestra una galería de personajes que no se hallan muy lejos del espíritu que transmitió Mann en La montaña mágica cuando Hans Castorp llega al sanatorio. Oímos  el murmullo de las conversaciones de los clientes, de un viejo ascensor salen niños y una dama, a quien el director (Romolo Valli en el filme) hace una teatral reverencia. El director comenta a Aschenbach que se trata de la condesa Von Essenbeck, un claro guiño de Visconti al personaje de Ingrid Thulin en La caída de los dioses, inspirada también en la novela de Mann Los Buddenbrook. Como podemos deducir, Visconti ama la literatura de Mann, encuentra en ella un recipiente de sabiduría y plasma en Muerte en Venecia a través de los detalles y de la minuciosidad de la cámara, el mundo que se escapa, que está en plena decadencia y que de forma magistral creó el escritor alemán en las novelas citadas.

      Merece la pena citar lo que dijo Adorno sobre Mann respecto a la idea de decadencia que siempre estuvo presente en sus películas, según algunos críticos: «Lo que se reprocha a Thomas Mann como decadencia era lo contrario de ésta, la fuerza de la naturaleza para ser consciente de sí misma como algo frágil. Pero no a otra cosa se llama humanidad» (Theodor W. Adorno, Notas sobre Literatura, Ed. Akal, 2003, p. 331).

      Para el crítico y famoso sociólogo, Mann retrata el deseo del hombre de luchas por aquello que cree suyo, por buscar una raíz en su vida y la muerte, como sombra que acecha, busca cercenar esa raíz, devolver al hombre a la nada.

      La llamada decadencia no era, para Mann, más que un impulso de pertenencia, el poderoso arraigo hacia un mundo que era hermoso, pero que, por avatares del destino, debía desaparecer.

     En la novela, el espejo es importante, clara metáfora de la imagen que nos devuelve a nosotros mismos, que nos revela nuestra caducidad y nuestra temporalidad. Si en la novela de Mann, Aschenbach contempla desde su habitación el mar, lo que le sirve para reflexionar sobre su viaje y las inquietudes que ha vivido: el galán viejo, el gondolero que le había atemorizado; en la película de Visconti la sutileza es aún mayor, ya que Aschenbach (Bogarde) se mira al espejo, donde se ve despeinado y desarreglado. Esa imagen de sí mismo es fruto del tiempo, él es consciente de su paso irremediable, de su inexorable transcurrir. Podemos ver también cómo saca un portafotos con la imagen de su mujer y de su hija (ambas fallecidas). Para Visconti, todos estos detalles son importantes, porque el sentido y el objetivo de su película difieren del de la novela. Si Mann va introduciendo al personaje en un ámbito extraño, donde su vida se irá apagando, en la película de Visconti cada acto está ya pensado, el protagonista es consciente de su vejez, de su cansancio e intuye que Venecia es su último lugar.
    Hay una certidumbre sobre su existencia que no se halla en la novela, como si el compositor se asemejase a una vela que se va apagando ante tan hermoso paisaje.

     Los detalles que plantea Visonti así lo manifiestan: el espejo, el portafotos, son imágenes del paso del tiempo, iconos donde el protagonista se mira para no olvidar que ha vivido y cuál es su recorrido, en qué punto se halla de su trayectoria vital.

     En la película vemos un flash back que no está en la novela, la visión de Aschenbach con su amigo Alfred. En ésta, podemos ver al compositor tumbado en un canapé, mientras su médico, vestido de frac, le toma el pulso. Éste dice al compositor que necesita un tiempo de reposo.

     Hay un salto temporal, donde aparece Alfred tocando al piano el adaggieto, Aschenbach, ligeramente cansado, le escucha, mientras fuma un cigarrillo. El compositor mira un reloj de arena, metáfora del tiempo. Como podemos deducir, a Visconti le interesa mucho la presencia del tiempo a través de los objetos que lo representan: el espejo, el portafotos, el reloj de arena. Al incluir un flashback en la película y alejarse así de la narración lineal como planteaba Mann en la novela, nos introduce en un espacio nuevo que nos hace sentir con mayor intensidad (que en la novela que sirve de base) la fugacidad de la vida y su paso inexorable sobre nosotros.

     La contemplación de un apuesto y aún joven Aschenbach, pero enfermo en la primera escena del flashback, nos pretende decir que el artista ya adolece de un cansancio prematuro, fruto de su intensa vida intelectual, que va erosionando su aún presente juventud.

     Coincide, eso sí, con la novela, la mirada que Aschenbach dirige a la playa, tras el flash back, como si el compositor presintiese que aquel es un lugar idóneo para morir.

     Antes de bajar a cenar, el protagonista besa la foto de su mujer y su hija (en la película), detalle muy significativo que no aparece en la novela.

     Para Jaume Radigales, en su estudio de Muerte en Venecia, hay una fusión continua entre lo real y lo simbólico en la película, como si los flash back que realiza Visconti sirvieran para afianzar al compositor en el mundo real y la llegada a la ciudad amada fueran su inmersión en lo simbólico, presidido por el fantasma de la muerte. Dice así: «Visconti, mediante el uso de imágenes vistas bajo el efecto de sfumato (como la pintura de Leonardo da Vinci) y otras filmadas bajo ópticas naturalistas (como las fachadas de los monumentos venecianos, que parecen extraídas de burdos documentales para turistas), hace  pasar  al  espectador  de  un  lado  a  otro  de  la  frontera simbólico realista. Aschenbach viene de un mundo visto desde el realismo (los flashbacks) y se adentra en un cosmos de irrealidad y de juegos ficticios: de símbolos, de juegos y de fiestas, con permiso de Hans-George Gadamer» (Jaume Radigales, Luchino Visconti: Muerte en Venecia, Ed. Paidós, 2001, p. 70).
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