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TOCAMOS TODOS LOS PALOS, INCLUIDOS LOS DEL FLAMENCO

LA ESCRITURA OBSTINADA: LOS CUENTOS DE JESÚS GARDEA

4/7/2020

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por ALEJANDRO BADILLO

        Jesús Gardea mostró, en su trabajo prolífico y siempre tratando de llevar al límite las posibilidades del lenguaje, una narrativa cada vez más arriesgada. Dentista de profesión, abandonó en edad madura su vida profesional para dedicarse de lleno a la escritura de cuentos, novelas y, en menor medida, poemas. En Gardea, como en todos los escritores cuyas obras trascienden el tiempo, hay muchos niveles de interpretación y entendimiento. Hay, también, un diálogo que se profundiza con cada nueva lectura. En cada entrega, el autor oriundo de Ciudad Juárez, Chihuahua, nacido en 1939 y muerto en el año 2000, estira el lenguaje, le arranca pedazos, hace malabares con la sintaxis, pone en voz de sus personajes discursos imposibles.
       Uno de los aspectos valiosos en la obra de Gardea es la capacidad de transformar la prosa y llevarla a diversos registros y experimentaciones. En su narrativa confluye no sólo la vocación por contar una historia sino por explorar, de lleno, la forma de hacerlo. Una revisión a sus libros de cuentos puede demostrar el interés del autor por moldear atmósferas y dar cauce a una invención lingüística que encuentra pocos referentes entre sus contemporáneos y autores de las generaciones siguientes. Quizás, Daniel Sada, otro autor del norte, fue el único que se atrevió a ir en contra de las convenciones para internarse en la disección de la prosa y en su maleabilidad. Desde Los viernes de Lautaro publicado en 1979 hasta Donde el gimnasta de 1999, hay un amplio recorrido por formas, espacios, colores, vacíos, luces, equilibrios e incertidumbres. Leer la obra cuentística de Gardea significa enfrentar un diálogo constante con las palabras y las obsesiones por la escritura. Además, nos recuerda que el artista es, ante todo, un explorador de la materia y no un simple transmisor de mensajes. El escritor italiano Alberto Moravia, al explicar las diferencias entre novela y cuento, afirma que, este último, permite un reflejo más diverso de tipos de personajes, situaciones, estratos sociales. La novela, dice, es una teoría que intenta demostrarse al paso de las páginas; el cuento es un caleidoscopio de situaciones que pueden ser un fresco de la sociedad que describe. En el caso de Gardea tenemos a un artista de pocas notas. No le interesa la exploración sino la reiteración obstinada. Si cerramos los ojos y pensamos en sus cuentos llega siempre una misma imagen, un color y un peso. Pueden ser las calles amarillentas y abandonadas de un pueblo. También tenemos la certeza de una habitación silenciosa en el que se mueven, indecisas, las sombras de seres que apenas se percatan de lo que los rodea. La prosa de Gardea, condensando expresiones pero, también, expandiendo significados, es, en realidad, una especie de palimpsesto: escribir una y otra vez sobre una misma superficie.
         Jesús Gardea es un autor que describe, como tantos otros, su entorno íntimo, biográfico. A pesar de haber nacido en Ciudad Juárez, la referencia inmediata es la ciudad de Delicias, Chihuahua. Gardea, como otros autores, tiene necesidad de trascender la mera referencia geográfica para expandir los límites de sus historias y, sobre todo, tener libertad imaginativa. Como Juan Carlos Onetti, cuya Santa María condensa el espíritu de Montevideo, el autor mexicano inventa la ciudad de Placeres para sintetizar el norte del país. Antes del boom de historias norteñas, en las que tienen preminencia el corrido y, por supuesto, el fenómeno de la violencia y el narcotráfico, Gardea escrudriña el carácter hosco de los habitantes del desierto; hombres y mujeres que soportan, estoicos, la aridez de planicies casi infinitas, cobijados por la sombra, demasiado conscientes del lento paso del tiempo. Ahí está el germen no sólo del norte de México sino una aproximación a un país que está a medio camino entre la modernidad y un pasado que aún palpita lejos de las grandes ciudades. Utilizando a Placeres como referencia a veces nombrada a veces sugerida, Gardea plantea el entorno como un personaje más de sus cuentos. En la narrativa tradicional se echa mano de héroes o antihéroes, seres humanos cuyos avatares configuran toda la anécdota. Gardea, al igual que los autores de la Nouveau Roman, entiende que el contexto, la atmósfera, puede ser el personaje principal de una historia y que, a veces, puede decir más que las aventuras de los seres de carne y hueso. Por esta razón el peso de los ambientes, las imágenes que se anclan en la memoria y que permanecen indelebles en el paisaje, funcionan como soterradas explicaciones del mundo, genealogías mínimas que se desgranan en medio del calor ardiente del mediodía. De esta forma Gardea configura sus narraciones sin caer en el relato costumbrista, efectivo para recorrer la superficie de una historia, ubicarse en el mapa, pero que sacrifica la vocación universal de la literatura: ser una interpretación más compleja de ser y estar en el mundo. En lugar de anécdotas perfectamente delineadas tenemos escenarios vivos en donde se refleja la experiencia humana.
        Si la narrativa de la segunda mitad del siglo XX, usa como punto de partida la novela La región más transparente de Carlos Fuentes, publicada en 1958, para volcarse a lo urbano, Gardea le da la espalda a los edificios, al ruido de autos, al asfalto, y se recluye en los lugares desolados que conoció en Chihuahua y que habitó tratando de captar no sólo las costumbres y el modo de ser del norteño, sino las preguntas trascendentales que capitalizan esa experiencia. ¿Qué hace un hombre bajo un tejado al filo de la tarde? ¿En qué piensa? ¿Qué esconde el diálogo en apariencia intrascendente de dos mujeres en una casa solitaria? El mundo exterior no existe porque la experiencia de los personajes es inmediata: no hay antes ni después, sólo un presente que se sedimenta palabra tras palabra. La pluma de Gardea se hunde tanto en ese ensimismamiento que vuelve sus pasajes atemporales. Las historias, casi evanescentes de sus cuentos y novelas breves, pudieron haber ocurrido hace un instante o en un pasado muy remoto. Antes de que los autores del país buscaran en el norte una clave para interpretar el país, Gardea se sentaba ante la máquina de escribir (decía que el movimiento mecánico, el sonido pesado y definitivo del tecleo, le hacían pensar mejor en las palabras que usaría en su historia) para explicarse a través de los personajes que deambulan por Placeres, que hablan entre ellos con palabras parcas pero que, al mismo tiempo, sondean a través de la poesía un mundo complejo y profundo.
         Jesús Gardea no se contenta, como los autores del pasado, en desarrollar historias creíbles, anécdotas eficaces que lleven al lector a un puerto seguro y que, desde el inicio, muestren claves desnudas, un juego abierto y libre de incertidumbres. Gardea conoce la tradición, es cierto, pero busca la innovación formal para entregar cuentos que rompan con muchos de los criterios que siguieron, casi al pie de la letra, sus contemporáneos. En los cuentos de sus diversas etapas podemos ver la continuidad de las principales exploraciones que surgieron de la generación de Medio Siglo y la generación de La Onda. También hay una apropiación de discursos que empezaron a intervenir en la literatura del siglo XX: la imagen cinematográfica, la preferencia por lo fragmentario y la creación de personajes que evaden los estereotipos tradicionales para internarse en lo conceptual, lo absurdo y lo ambiguo. En muchas de sus narraciones el juego no parte del intelecto sino de la experiencia sensorial. La apuesta del autor es una escena teatral. Por una parte del camino nos muestra a un personaje cuya biografía es inexistente. Lo seguimos con la sensación de que llegamos a mitad de su historia y por eso sólo nos queda atar cabos o, mejor aún, reconstruir por nuestra cuenta las acciones anteriores, los vericuetos que lo llevaron a estar frente a nosotros.
        Para hablar de los cuentos de Gardea hay que apuntar la lejanía del autor con la receta donde entran en juego el planteamiento, el nudo, el clímax y un desenlace. Por supuesto, no es el primero que rompe con esa tradición. Desde los textos breves de Julio Torri en De fusilamientos o las brillantes viñetas de Juan José Arreola en Confabulario hay una intención por renovar la narrativa breve, darle otra forma, llevarla a las fronteras de otros géneros. Gardea entiende esa propuesta pero, además, la complementa con una exploración en el lenguaje que, a la par de sus novelas, lo llevó a un discurso cada vez más radical, en el que la trama se diluye entre explosiones verbales y latigazos de palabras. En sus últimas narraciones publicadas (las póstumas El biombo y los frutos del 2002 y Tropa de sombras del 2003) el lector se enfrenta a narraciones donde la textura de las palabras, esculpidas en medio del polvo y de la luz, forma un todo. En medio de la epifanía, de la revelación por encadenar frases imposibles, se mueve una historia que a duras penas se revela. Hay que meterse, con ánimo y sentidos dispuestos, a desentrañar los posibles significados o el mensaje que quiere comunicar el autor aunque, en muchas ocasiones, termine por ganar —como en la poesía— el deslumbre de la imagen, el sonido que reverbera y la sensación de que el milagro está ocurriendo a cada momento.        
        El punto de arranque de la cuentística de Gardea es Los viernes de Lautaro, publicado en 1979. Aquí tenemos uno de los escenarios que frencuenta la narrativa de Gardea: el desierto visto como un espacio desolado en el que convergen no sólo la descripción paisajística sino, también, el vacío de los personajes. Este libro contiene dos cuentos que resumen algunas propuestas que el autor trabajó en obras posteriores. ‘En la caliente boca de la noche’, el primero de ellos, muestra la incertidumbre como un elemento fundamental para crear tensión en la historia. La trama, contada en primera persona, aborda los preparativos que hace un hombre para atender la invitación de un amigo a una reunión. Desde los primeros párrafos el lector entiende que está frente a una mirada particular, un punto de vista que busca crear una sensación, un estado de ánimo, antes que una cadena de acciones claras que desentrañe o desarrolle una anécdota. El hombre, mientras va al ropero en busca de un traje, recuerda la charla con su amigo por teléfono. «Ven, no importa; sal a darle una mordida al mundo, ese pan que no conoces», le dice el anfitrión ante la reticencia del otro a asistir. La expresión, que se mueve en el terreno lírico antes que en el registro coloquial, llama la atención por el artificio retórico y, sobre todo, por el contexto de la historia y de los personajes. En muchos cuentos de Los viernes de Lautaro y, por supuesto, en los volúmenes de cuentos posteriores, Gardea experimenta con los diálogos hasta volverlos parte de un discurso que se integra con la voz del narrador y con las descripciones de objetos, colores y paisajes. A esto se suma el contraste que ocurre cuando las frases, llenas de imaginería verbal, metáforas y demás artilugios retóricos, son dichas por personajes pueblerinos, aparentemente ajenos a ese discurso. Si gran parte de la narrativa mexicana del siglo XX privilegió el oído para capturar el habla coloquial de la provincia, en Gardea hay una obsesión por lo artificial que, sin embargo, sondea muy bien la visión del mundo de los personajes. La provincia, parece decirnos el autor, no tiene por qué reducirse a un realismo en donde lo único que cuenta es la verosimilitud o la comprobación casi antropológica de las expresiones populares. Lo que cuenta es la manera de contemplar el entorno. En ‘La caliente boca de la noche’ el personaje mira las cosas como si las mirara por primera vez y se interna en una atmósfera turbia que se agita, se revuelve para engañar a sus sentidos. Hasta las cosas más inmediatas son vistas a través de un lente surrealista. El armario de donde saca el traje es un «bello mastodonte con las venas a flor de piel» y describe la experiencia de leer un libro como «remaba y sudaba metido en él, como un galeote en su galera». Mientras se dirige a la fiesta recuerda el gusto de su amigo por los insectos. Cada una de las acciones lleva consigo una sensación de extrañeza pero no se muestra algo abiertamente incómodo o que genere un significado absoluto, una sentencia. En lugar de dar más información acerca de su amigo, el protagonista nos cuenta la incomodidad que siente. Cuando cree llegar a su destino descubre que es, en realidad, un espejismo. Entonces comienzan a llegar los insectos en una emboscada casi increíble. El hombre sólo atina a defenderse mientras el final se acerca. ‘En la caliente boca de la noche’ muestra a un autor que gusta dejar preguntas abiertas y que sabe que una atmósfera es suficiente para construir un cuento. ¿El anfitrión lo llevó a una emboscada? ¿Dónde está el personaje? ¿Cuál es el sentido de llevar, casi irremediablemente, al protagonista a su aniquilación? La brevedad del cuento sirve para que la acción se enfoque en los descubrimientos del hombre. No hay oportunidad para crear largas disertaciones o reglas. La única guía es un movimiento inmediato, un camino en que las decisiones deben tomarse casi de forma inconsciente, como respirar o sentir la temperatura del día en la piel.
        Septiembre y los otros días, el segundo libro de cuentos de Gardea, tiene vínculos muy cercanos con el primero. Incluso, a pesar de su publicación en 1980, parece que el estilo es anterior a Los viernes de Lautaro. Un cuento que se mueve en una zona de mayor sencillez en el lenguaje y que apuesta por la lentitud y la cadencia antes que a la pirotecnia retórica es ‘Ángel de los veranos’. La historia sirve para explicar un prototipo que es frecuente en el autor: personajes solitarios que se enfrentan a la reconstrucción de su memoria a través de la contemplación. En muchos autores contemporáneos o anteriores a Gardea, los cuentos tienen personajes que dialogan con la sociedad, pelean, discuten, sufren y tienen un papel activo en su entorno. En los cuentos de Gardea hay una condición solitaria, de casi total aislamiento. Incluso cuando los personajes dialogan, a pesar de las imágenes con las que tejen sus discursos, hay una especie de retraimiento, de encerrarse en un mundo íntimo que comparte muy poco con el exterior. Por eso los personajes de Gardea reflejan muy bien la visión de la provincia: hombres y mujeres que son hipnotizados por su contexto más inmediato y que se comunican a través de la parquedad. En ‘Ángel de los veranos’ un hombre recuerda las horas pasadas con Nebde, una mujer que lo ha abandonado. El ambiente frío —casi una excepción en los cuentos del autor que están ubicados en pueblos hirviendo en el calor— llena cada uno de los espacios de la casa en la que está el hombre. Mientras recuerda, lleva la cuenta detallada de cada una de las reminiscencias que ha dejado Nebde. En este texto las acciones son contadas con parsimonia y, además, con fluidez. El autor quiere nombrar de la manera más simple y dejar que los escasos diálogos, sumergidos en la memoria del hombre, sean los que tuerzan el lenguaje. No hay gratuidad en cada uno de los pasajes de ‘Ángel de los veranos’, pues para el lector es muy claro que el escritor ha llegado a un pleno convencimiento de cada una de las palabras.
      Un aspecto interesante de los cuentos de Gardea es que, en apariencia, se mueven dentro del realismo. Las descripciones, los objetos, las relaciones entre los personajes, tienen correspondencia con el mundo real. No existe la intromisión de elementos pertenecientes a la fantasía. Sin embargo, si se mira con atención, hay un sutil juego en el que una zona onírica, una línea difusa y, muchas veces, enigmática se apodera del cuento. Ese tono, por llamarlo de alguna manera, convierte escenarios reales en situaciones que tienen más vínculos con lo difuso y absurdo. Una de las herramientas que ofrece la ficción y que algunos autores olvidan, es la posibilidad de no explicar todo, dejar espacios en blanco para que el lector entre en la historia como un participante activo. La ambigüedad, el cerrar una historia con más preguntas que respuestas, pueden ser ganchos muy efectivos para crear tensión en lo que se cuenta. Gardea explota este recurso de una manera muy sutil: en varios de sus cuentos presenta a personajes que, en apariencia, están en un marco real, sin embargo hay un pequeño desajuste que, poco a poco, lleva a la narración a un perfil extraño y un poco delirante. Un ejemplo claro de esta propuesta es Difícil de atrapar, título publicado en 1995 por Joaquín Mortiz y penúltimo libro de cuentos de Gardea. En cada uno de los textos tenemos cadenas de acciones que, lentamente, se vuelven turbias, casi oscuras. El primero de ellos, ‘Livia y los sueños’, es el más sutil de ellos y el que apela más a un tono sensual. El texto, como tantos otros de Gardea, se regodea en los detalles y en una secuencia en la que cada acto, por ínfimo que sea, tiene una trascendencia vital para todo el engranaje narrativo. La trama, muy simple, es el encuentro entre Santos y Livia. El lector asiste a una especie de combate entre el hombre y la mujer. Los diálogos, engañosamente minimalistas, acentúan una atmósfera cargada de anzuelos sensoriales. No sabemos gran cosa de ambos personajes. La única certeza es la voz que los enuncia. Después de una serie de intercambios que parecen más los versos inacabados de un poema que una plática cotidiana, el narrador en tercera persona se regodea con cada uno de los movimientos de Livia: la forma de mirar la luz, el desplazamiento de los pies desnudos en los mosaicos del piso, el acto de acercarse a una maceta y tocar una planta. Como una especie de intermedio entre el vaivén de palabras, hay un silencio que aprovecha el narrador para profundizar en las emociones de los personajes y dar a entender que, en ese instante, está ocurriendo una epifanía contenida, que sale poco a poco entre las palabras enigmáticas de ella y de él, palabras que nombran las cosas con cierta torpeza o indecisión, como si no estuvieran seguros de su existencia. También, en medio de ese instante que se prolonga demasiado, Santos comienza a acariciar una maceta; Livia no puede dejar de mirar ese movimiento y, por lapsos, siente las manos del otro explorando su cuerpo. Sin embargo, antes de que el deseo tome una dirección más terrenal, el cuento termina. Más allá del velado erotismo que transpira en cada párrafo de la narración, hay un tono fantástico gracias a la indefinición del escenario que nos presenta el autor. La carga descriptiva, la lentitud con que se mueven los personajes, los juegos de luz y sombra que llenan la historia y, por supuesto, los diálogos, son parte de un sueño. Como en el cuento ‘Ojos de perro azul’ de Gabriel García Márquez, en el que dos personas se encuentran en el sueño y, cuando despiertan, se olvidan del otro aunque quede una vaga memoria que los aguijonea en la vigilia, Livia y Santos permanecen atrapados. Si García Márquez es explícito gracias a que los personajes afirman que están dentro de un sueño y que temen romperlo como si éste fuera una burbuja de jabón, en Gardea hay aún más misterio. Podría ser un sueño o podría ser un limbo en el que el tiempo se detiene o, simplemente, no existe. Lo único seguro es que, en esa atmósfera trastornada, casi fuera de foco, los sentidos están abiertos a otros ámbitos, otras realidades.
        Un cuento del mismo volumen, que se acerca más a un territorio absurdo e, incluso, macabro, es ‘Los visitantes’. En este texto en lugar de sensualidad encontramos una atmósfera opresiva. Un hombre está en una habitación mirando cómo Arévalo, alguien quien suponemos es un compañero de trabajo, teclea enfebrecido en una máquina de escribir. No hay mayor explicación. Lo único que tenemos es la sensación de que algo está a punto de explotar. Cada sonido en la máquina aumenta la temperatura en el ambiente. Todos sudan. El narrador le dice a Arévalo que va a comer y, de repente, se da cuenta de que su compañero ha escrito mucho sin haber puesto una hoja nueva en el rodillo. Parece una especie de álter ego del autor, obsesionado no sólo con la escritura sino con trabajar, una y otra vez, el mismo texto. Ese detalle, absurdo y fantástico al mismo tiempo, se complementa cuando el hombre, después de comer, regresa al cuarto en donde inició la historia. Sube las escaleras con un mal presentimiento. Cuando llega ve que Arévalo está acompañado por cuatro hombres vestidos de traje. Los visitantes lo observan escribir hasta que descubren al recién llegado. «Es él», les dice Árevalo al tiempo que señala al narrador. Al más puro estilo kafkiano añadiendo, por supuesto, una creciente sensación de amenaza, ‘Los visitantes’, parte del último trayecto narrativo de Gardea, nos enseña que la narrativa también nos puede sugerir las zonas oscuras que habitan al ser humano.
         Siguiendo los pasos de Rulfo, aunque con registros e intereses diferentes, Gardea comprende que la aproximación a la provincia, a través de la literatura, siempre será una reconstrucción tramposa, que la verosimilitud tiene que ver más con el compromiso del autor por ser fiel a su mundo que por una imitación fácil y fallida de la realidad. Por esta razón los diálogos o monólogos de los personajes de Gardea están llenos de imágenes. Otro aspecto que debe ponerse en relieve es el trayecto de Gardea en sus cuentos: contar la misma historia haciendo que cada nuevo texto sea diferente. La narrativa breve, muchas veces relegada y considerada por el público lector como hermana menor de la ficción de largo aliento, tiene en Jesús Gardea a un autor que sabe que las palabras comunican no sólo por su significado sino por su contexto, su cadencia, su ritmo y su color. Si en el mundo actual, enfrascado en un discurso visual que bombardea cada segundo en pantallas, Gardea entiende que el valor de la palabra está en su capacidad para evocar, servir de anzuelo para que el lector pueda, no sólo captar información, sino entretejer sus experiencias y sus sentidos con la historia que está leyendo. El cuento en autores como Gardea o en referentes cercanos en el tiempo como Juan Vicente Melo, entre otros ejemplos destacados, apuesta por fusionarse con la poesía, por eso su necesidad —su obsesión— de nombrar lo inefable, emprender la misión de captar con las palabras aquellas cosas del mundo que escapan, que son etéreas, pero que existen. De esta forma la literatura cumple su verdadero papel y perdura a pesar de modas y veleidades editoriales.

Imagen
ALEJANDRO BADILLO (Ciudad de México, 1977). Ha publicado, entre otros, los libros El clan de los estetas (Universidad Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela) y Por una cabeza (Ficticia Editorial/UAN. Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo).
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