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TOCAMOS TODOS LOS PALOS, INCLUIDOS LOS DEL FLAMENCO
por ALFONSO GARCÍA-VILLALBA Got no human grace your eyes without a face. BILLY IDOL Queremos crear al hombre por segunda vez, a imagen y semejanza del maniquí. BRUNO SCHULZ 1 1983, Billy Idol editaba su disco Rebel Yell. Aquí incluía la canción ‘Eyes without a face’, evidente referencia a la película Les yeux sans visage (1959) de Georges Franju. La composición fue escrita a medias por el cantante junto al guitarrista Steve Stevens, colaborador de músicos como Michael Jackson o Robert Palmer. En la letra de la canción, Idol alude (aunque sea de forma indirecta) al filme de Franju y el texto no evita profundizar en el tema de la ausencia de rostro, aspecto que (al igual que el cineasta francés al final de la década anterior) trataría también en los sesenta el escritor japonés Kôbo Abe en su novela El rostro ajeno (1964). Dos años después, este texto de Abe contaría con la adaptación cinematográfica de Hiroshi Teshigahara (Tanin no kao / The face of another, 1966). En la película de Franju puede decirse que la máscara es una suerte de careta neutra que, si transmite algo, es el vacío, un vacío que se puede extrapolar al individuo contemporáneo como ente sin significado, un individuo que se aproxima al maniquí, esa metáfora del alma vacía que (en cierto modo) nos persigue desde el siglo veinte (y a la que se hace alusión con la cita de Bruno Schulz que abre este texto). Esta forma de proceder en relación con la máscara entraría en contradicción con los atributos habituales (o tradicionales) de aquella, puesto que la máscara implica, sin duda alguna, un significado (una identidad de ficción o incluso sagrada) que se implanta al rostro real. Sería, por tanto, una ampliación semántica a la vez que una sustracción de lo real, un simulacro. Aunque, si queremos enredar un tanto la cuestión (algo que no está de más en este asunto), también podríamos prestar atención a unas palabras de Kôbô Abe en su novela El rostro ajeno que dicen: «La postura de infravalorar la cara coincide con la de sobrevalorarla en que ambas son artificiales, así que no se diferencian gran cosa». Teniendo en cuenta las palabras del novelista japonés, el rostro sería también una ficción. La máscara no sería más que otra forma de burlar la realidad (al igual que la cara). Y, si tiramos de etimología, sabemos que la palabra persona significaba (primitivamente) máscara. Así que el juego entre máscara y persona es tan antiguo como el origen de ambas palabras. Por tanto, la persona (su identidad) es una máscara (y aquí no podemos sustraernos a lo que Kôbô Abe nos sugiere). No obstante, si volvemos a la máscara con la que Franju juega en Les yeux sans visage, podría decirse que esta operación sobre la misma, entendida como algo que carece de significado, entroncaría con alguno de los trabajos que el director de cine publicitario Gordon von Steiner ha realizado en los últimos años, así como con la estética propia de los dummys que se emplean en los test de accidentes dentro de la industria automovilística. Una estética que se propaga en nuestra sociedad a través del empleo de los maniquíes que carecen de rasgos faciales (y de los que, más adelante, también hablaremos). 2 La máscara no es un objeto intrascendente (como en cierto modo se quiere hacer ver en la actualidad, como en cierto modo podemos comprobar en diversas manifestaciones sociales y publicitarias hoy en día), sino que incluye toda una serie de significados que varían en virtud de sus orígenes y usos. El hecho de que en la actualidad la máscara pierda esa multiplicidad de sentidos de la que hablamos para convertirse en la metáfora de un individuo vacío (tal y como sucede, por ejemplo, en las imágenes de Gordon von Steiner en alguno de sus trabajos publicitarios) es, como no, otra cosa (aunque, evidentemente, es revelador de la psique colectiva en nuestro tiempo). Nada tiene que ver esta tendencia actual con el carácter de los largometrajes de Franju o Teshigahara antes citados, donde la máscara como forma de subrayar el vacío es, más bien, una suerte de crítica y no un mero dejarse llevar por la inercia de los tiempos a través de esa tendencia contemporánea que subrayaría y enfatizaría la indiferencia del sujeto, su inanidad (de lo que, sin duda, también se congratula y parece hacer fiestas de ello). En este artículo se pretende descifrar el sentido de ciertas máscaras en el presente (sin olvidar tampoco el uso de la máscara como disidencia, resistencia o crítica de la realidad), máscaras del presente (esas que llamaremos vacías) que —en cierto modo— tienden a la homogeneización y que, consecuentemente, codifican el mundo que vivimos compartiendo esa pulsión de uniformización que impregna nuestras vidas. 3 En la ciudad de San Luis Potosí, capital del estado mexicano del mismo nombre, encontramos el Museo Nacional de la Máscara. El valor simbólico y cultural de las máscaras que se pueden ver allí está relacionado con ciertas danzas y festividades, por lo que el carácter ritual de las mismas es incuestionable, algo extensible a todo tipo de máscara que aparece en cualquier civilización, ya sea cuando el hombre adquiere conciencia de sí mismo y hace uso de ella en Egipto o en Grecia, ya sea en la Fiesta del Asno medieval o en el contexto de las tribus de Borneo que pretenden atrapar el espíritu del arroz en sus rituales mágicos y religiosos. Quizás en el mundo en que vivimos, como veremos a continuación, el uso de la máscara tiene otros derroteros (tal y como sucede en los últimos meses con el uso de la mascarilla en los tiempos de una distopía que está siendo televisada e hipercomunicada en un proceso de aceleración de las políticas de control, desconocido hasta ahora o solamente conocido dentro de ámbitos totalitarios a través de la Propaganda). Si pensamos en el significado de la máscara, debemos considerar que la máscara es, básicamente, un simulacro, una suerte de representación a través de la cual un rostro puede reducirse a sus elementos básicos. El uso de ella está condicionado por una serie de significados inherentes a la misma (y dependientes de la cultura que la genera), así como venir determinada por una simbología concreta en las diversas manifestaciones que podemos encontrar en diferentes grupos humanos. Responde, en cierto modo, a unos arquetipos, y en ellas se condensan los miedos y los deseos de un pueblo. Teniendo en cuenta esto, la máscara tiene funciones sociales, rituales y religiosas. En la actualidad la máscara, si bien se encuentra en cierto desuso dentro de las manifestaciones culturales, sobrevive en la obra de determinados creadores relacionados con el mundo del arte, la fotografía e incluso la moda. Una de las utilizaciones de la máscara en el ámbito de la cultura de masas lo encontramos en el caso de algunos largometrajes realizados dentro de la industria cinematográfica estadounidense. Así aparece en Scream (Wes Craven, 1996) y sus secuelas, sobre la cara de Ghostface, el asesino en serie que va eliminando personajes paulatinamente. Aquí la máscara se transforma y se hace mediática como elemento propio de la producción de ficciones en el ámbito del cine de terror. Su función social o ritual se circunscribiría, por tanto, a ese territorio. También la encontramos de una forma mucho más lúdica y lamiendo lo cómico en Le llaman Bodhi (Kathryn Bigelow, 1991). Casi podríamos encontrar una dimensión carnavalesca aquí, pero la falta de profundización en el uso de la misma dentro de esta cinta no llega a ser la propia de ese folclore popular sobre el que profundizara décadas atrás Mijail Bajtín en una obra de referencia en este campo como sería La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento. En esta película, protagonizada por Patrick Swayze y Keanu Reeves, encontramos a una banda de atracadores de bancos profesionales que pasan su tiempo libre haciendo surf y que, a la hora de dar sus golpes, emplean máscaras con el rostro de diferentes presidentes de los Estados Unidos de América. La crítica (o análisis) hacia esas figuras de la historia norteamericana (si la hay) es superficial y queda en el ámbito restringido del chiste de naturaleza política, aunque epidérmico, sin ir más allá. Sin embargo, la dimensión (no tan) carnavalesca es plena en el caso de Eyes wide shut de Stanley Kubrick donde las máscaras adquieren un significado y simbología que dentro de este artículo no tiene cabida analizar, debido a las profundas implicaciones que tendría y que ya ha sido tratado de forma magistral en artículos como Vulgus veritatis pessimus interpres, aparecido en la revista Jot Down en 2013 y escrito por Cristian Campos. Tal y como señala Campos en este texto, las máscaras monstruosas presentes en el ritual orgiástico-satánico que encontramos hacia el final de la cinta son unas máscaras venecianas cuya intención es: «(...) ocultar la identidad de los participantes en la orgía de Somerton pero lo que hacen en realidad es mostrar sus verdaderos rostros (...). Las máscaras representan la hipocresía de aquellos que durante el día muestran un rostro respetable pero que al llegar la noche se desprenden de los corsés sociales para llevar a cabo actos de una perversión atroz, incluido el asesinato». Así que la máscara se puede concebir como estrategia de ocultamiento, una forma de esconder la realidad (si bien en el caso de Kubrick, lo que el cineasta pretende es, precisamente, subrayar las bajas pasiones de una cierta élite social, política y económica).
5 La máscara es un elemento recurrente en el teatro africano y, cómo no, en el japonés. Ha sido elemento fundamental en el teatro clásico griego y herramienta habitual en la commedia dell´arte. No tanto tiempo atrás, podemos encontrar algunos ejemplos destacables donde la máscara se emplea de forma habitual en el arte contemporáneo. Sería, por ejemplo, el caso de Chris Cunningham que ha recurrido a ella en diversos videoclips para Aphex Twin (alias de Richard David James). Así sucede en canciones como ‘Come to daddy’ o ‘Window licker’ donde una serie de personajes aparecen con la cara del músico británico, dotando a la imagen de James de un carácter clónico y, si cabe, industrial, en serie. En el primer caso, Richard David James aparece en escena rodeado de un grupo de individuos que, a modo de seres clónicos, deambulan por un barrio periférico inglés. Resulta inquietante la homogeneización de los rostros que aquí encontramos (una homogeneización equiparable a las construcciones propias de los suburbios donde se desarrolla el videoclip que pueden recordarnos a la novela Sida mental de Lionel Tran), más aún si pensamos que esos individuos son niños que llevan una máscara del músico y que les acerca a la naturaleza inquietante de los pequeños infantes que aparecían en el largometraje El pueblo de los malditos de Wolf Rilla, cinta basada en una novela de John Wyndham (The day of the triffids). Si en el ejemplo anterior (‘Come to daddy’) encontramos una historia que se desarrolla en la periferia como espacio de alienación y que se ilustra a través de la arquitectura suburbial y mediante la selección de una máscara que convierte en clones a la masa de personajes que siguen a Richard D. James, en el caso de ‘Window licker’ Cunningham adopta una estrategia semejante ubicando esta ficción de videoclip en una suerte de paraíso simulado en una ciudad con playa que bien podría ser Miami (o algún lugar semejante). Los sujetos clónicos (e indiferenciables) que aquí encontramos son una serie de modelos en bikini que llevan la máscara esperpéntica de Richard D. James. La actuación de estos personajes se configura a modo de aquelarre absurdo y pseudotropical que, por su dinamismo y frenesí, parece una antítesis de las piezas de Vanessa Beecroft donde una serie de modelos perfectas se abandonan al estatismo (y al esteticismo) en performances artísticas de dudosa coherencia intelectual (más cercanas al peep show grupal). Pero, queridos y queridas, el cuerpo y la identidad son tótems intocables dentro del ámbito cultural en los tiempos que corren: paradigmas sobre los que reflexionar y no discrepar (en modo alguno), dogmas intocables. Retomemos a Cunningham. En el vídeo de este autor la posible pulsión sexual que despertarían las modelos en bañador, tan semejantes a la objetualización de aquellas que aparecerían en suplementos de baño de Vogue o Cosmopolitan (o en las páginas de Playboy), queda refrenada y mitigada por el carácter monstruoso de las máscaras que, en realidad, tienen como objetivo hacer ver al espectador el carácter grotesco y alienante de la fetichización del cuerpo femenino como reclamo sexual o como modelo físico a imitar dentro de nuestra sociedad (algo que, desde mi punto de vista, no consigue Beecroft en sus performances: ejercicios de superficialidad y homogeneización). Tampoco puede olvidarse en el trabajo de Cunningham que la máscara, en su carácter clónico y serial, no deja de sugerirnos una realidad monstruosa quizás, precisamente, por la imposibilidad de diferenciar una modelo de otra. 6 Próximo a Cunnigham encontramos a Paul McCarthy. Sin duda alguna, la obra de este último ha tenido que influir en Cunnigham a la hora de trabajar con máscaras. Hay en sendos artistas un componente obsceno y violento que perturba (y desequilibra al receptor). Entre ambos se da una afinidad en el gusto por el feísmo y lo cínico que hace de sus trabajos una experiencia delirante e incluso cómica, satírica, algo que no puede ser mera coincidencia y que lleva lo carnavalesco al extremo y lo revitaliza oponiéndolo a un contexto (el que vivimos) de hueca sofisticación y buenas intenciones en el ámbito de la creación visual (ya sea en redes sociales o en las mercancías que la industria del arte distribuye como paradigmas estéticos). En el caso de McCarthy encontramos una extraña y seductora inclinación hacia la recreación de la realidad, jugando con las máscaras y haciéndolo con el fin de subrayar los aspectos negativos que anidan en la psique del individuo. McCarthy dispone de forma recurrente una serie de personajes que, mediante la implantación de la máscara, enfatizan los instintos más bajos del ser humano. Este artista norteamericano entiende al hombre como monstruo y dispone ante nosotros un baile de máscaras donde la (supuesta o verdadera) identidad del individuo queda expuesta en primer plano (del mismo modo en que Kubrick emplea las máscaras en Eyes wide shut). Somos monstruos (parece decirnos McCarthy) que pululan por la vida: es el artista británico quien se encarga de recordarnos en todo momento ese concepto, incluso reinterpretando en sus vídeos y fotografías cuentos populares occidentales que, originalmente, ponen el acento en la bondad y que, por lo general, abundan en el final feliz. En tales adaptaciones su autor, obviamente, emplea máscaras con intenciones diametralmente opuestas. Así que McCarthy dinamita las certezas, las convenciones que han construido esos mitos populares (e imperecederos). Manipula (por ejemplo) a Heidi o establece mutaciones en Blancanieves e incluso borra su propia cara con ketchup en una suerte de evocación de la violencia y de la sangre sin perder el sentido del humor en su trabajo, sin perder de vista la deconstrucción del rostro (o, si cabe, su destrucción metafórica en un acto que, aquí sí, deviene ritual, exorcización). El caso de McCarthy se caracteriza, consecuentemente, por la desmitificación de cualquier fábula, narración o artefacto cultural (o político) que sea asumido como paradigma o como norma por la masa de consumidores de ficciones o noticias, por la fábula control que nos dice qué pensar, qué sentir. Tal sería el caso, en relación con el tratamiento de la información o de algunos de sus trabajos en torno a la figura de George W. Bush.
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La vuelta de tuerca a todo esto (o el paso adelante con intención crítica) la encontramos en la portada y las diferentes imágenes que acompañan el álbum Music has the right to children (1998) de la banda de música electrónica Boards of Canada (responsables también del diseño de arte del disco) donde las personas representadas no cuentan ni siquiera con una máscara: más bien el rostro se convierte en desierto (desolado y desolador). Aquí las personas aparecen representadas sin rasgos, sin ojos, nada: una masa en blanco que se corresponde con la cara y que está cerca de la imagen del dummy a la que ya hicimos referencia y que, tal y como avanzamos antes, se emplea en los tests de accidentes para automóviles. Sin duda alguna, el dummy (su estética, su apariencia) responde al paradigma que se busca dentro de nuestro tiempo. Un objeto (que sustituye a la persona) y que, en virtud de la industria automovilística (o sea el capital), está diseñado para recibir golpes. Al igual que ocurre, dentro del marco de las naciones occidentales, con la población de determinados países como España y Grecia, que (durante la crisis financiera de 2008) se convirtieron en seres de laboratorio (a modo de conejillos de indias) con el fin de conocer cuál era la capacidad de aguante del individuo en una sociedad capitalista como la nuestra. Es decir: una forma de calibrar la condición de dummy del conjunto de una sociedad. Curiosamente, cada vez más, encontramos en los escaparates de diversos centros comerciales o tiendas de moda maniquíes en los que los rasgos del rostro desaparecen en una suerte de homogeneización de los mismos, convirtiéndose en meras formas antropomórficas sin ningún tipo de identidad, figuras que imitan al hombre pero que no son el hombre (al igual que las modelos de Gordon von Steiner: menos humanas que humanas). Básicamente esta estrategia gira en torno a lo que busca el capitalismo: la tendencia a unificar al individuo como un mero receptor de mensajes publicitarios y, en definitiva, consumidor de objetos marcados por el ritmo vacuo y vertiginoso de la moda y las tendencias (o el aliento letárgico de las redes sociales). De ahí que Gordon von Steiner, a diferencia de Cunnigham o McCarthy (que pretenden establecer alegorías macabras de los monstruos que pueblan nuestra realidad) se convierta (flotando dentro de un esteticismo decadente) en una de las herramientas que la propaganda global (que opera en niveles inconscientes) emplea como estrategia de alienación perfecta y que enfatiza (o subraya) esa metáfora del individuo vacío, sin alma, que el capitalismo contemporáneo demanda a través de una estética hipnótica, perturbadora, de seducción masiva que hacia el futuro mira (face the future) y que, en cierto modo, construye la cara del porvenir. Ese porvenir que (desafortunadamente) se ha hecho tangible en los últimos tiempos: la mascarilla que nos ponemos y de la que hacemos uso día a día es (precisamente) consecuencia de la cultura (o la sociedad) que la genera, de un sistema que tiende hacia la homogeneización y que articula o inocula la absoluta falta de significado del individuo, un individuo que se configura como sujeto-masa a través de la sofisticada (y biosanitaria) eliminación de la expresión (de unos labios que bien podrían sonreírnos: tal vez besarnos). Las cosas no tienen lugar debido a un plan articulado previamente: las cosas (sencillamente) ocurren como traducción de una superestructura que demanda símbolos (y que, queramos o no, nos hipnotiza). A diferencia de la máscara, la mascarilla deviene (en consecuencia) organismo de control, un virus que solamente puede habitar en el cuerpo del huésped que lo acoge: el virus solamente es capaz de (sobre)vivir en tales circunstancias y, en este caso, lo hace en nuestros rostros que se configuran como lienzos del Grupo de Dominación y Control, del Sistema Económico, Social y Moral vigente. Todos somos (por fin) dummies.
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