ARTÍCULOS
TOCAMOS TODOS LOS PALOS, INCLUIDOS LOS DEL FLAMENCO
por SANTIAGO RODRÍGUEZ GUERRERO-STRACHAN James Joyce se ufanaba de haber dejado tantos enigmas en Ulises que los profesores de literatura estarían ocupados en resolverlos al menos los siguientes cien años. Nunca pudo prever los extraños caminos —senderos pedregosos y baldíos— que la crítica literaria universitaria iba a atravesar a partir de finales del siglo XX, que, desde luego, la llevarían a despreocuparse de aquellos que Joyce había conocido y a perderse en los estériles laberintos de las identidades. Joyce debería haber sido más avispado —¡quién sabe si no lo fue y se lo calló!— y pensar en el tiempo que los escritores (no los profesores) tardarían en llegar hasta el fondo de su novela y en agotar todos los nuevos recursos que había en ella. A Ulises la llamó épica, enciclopedia o, simplemente, libro; podría haber dicho, como Guillermo Cabrera Infante hizo al publicar Tres tristes tigres, que era una novela a falta de mejor nombre. En cualquier caso, Ulises cayó en su época como una bomba, o quizás podría decir que fue un maremoto que revolvió el fondo marino y alzó olas de varios metros, y cuyos efectos alcanzaron varios kilómetros tierra adentro. Ya T. S. Eliot se dio cuenta de que Ulises fulminaba todas las novelas del siglo XIX. Había comenzado Joyce tras los pasos (o cobijado a la sombra) de Gustave Flaubert, pero tras Dublineses y Retrato del artista adolescente, la novedad que Flaubert había representado y puesto en práctica en sus novelas se quedó corta para Joyce, que decidió ir varios pasos (incluso varios kilómetros) más allá en la experimentación. Para ello pensó en un hombre ordinario, como un personaje más de tantas novelas decimonónicas; una ciudad, la suya, que tan bien conocía, Dublín; y una lengua, el inglés, el popular de Dublín y el alto inglés de la literatura. Con ello armó una trama bastante delgada: la de un hombre que pasea, ve a los amigos, asiste a un funeral, pasa parte de la noche en un barrio lumpen y regresa, ya en la madrugada, a casa. La historia ofrece semejanzas con la historia de Odiseo —de ahí el título—, aunque los parecidos, en mi opinión, sirven más para volver del revés todo el edificio literario, gracias a la ironía moderna, que para sostener o dar validez a la novela en sí. Cierto es que el sistema de correspondencias simbólicas ayudan a dicho sostenimiento, pero creo que la fuerza de la ironía es mayor que la de los símbolos. La infinidad de comentarios, no solo profesorales, es tan ingente (y más aún en este año del centenario de su publicación) que cualquiera habrá escuchado o leído opiniones de todo tipo —no todas acertadas ni justas (quizás tampoco injustas)—, escritas algunas por lectores que no lo son del Ulises. No podemos aspirar a una primera lectura de la novela; ya no, a menos que uno sea muy joven, diecisiete o dieciocho años, cuando comience a leerla. (Se puede empezar a esa edad y acabarla unos cuantos años más tarde; algo que los obsesos con el tiempo, con los resultados, la prisa, la productividad y las cantidades nunca han llegado ni llegarán a entender. Para ellos, desde luego no fue escrito Ulises, como tampoco lo fue Moby Dick o En busca del tiempo perdido). Esa total imposibilidad de leerla como si se acabara de publicar —o, si no tanto, al menos como si fuera La muerte de Virgilio, Paradiso, Tres tristes tigres o, incluso, Rayuela (de la que sí se ha dicho mucho pero quizás no tanto de manera tan abusiva que impida, al menos, una primera lectura original)— es uno de sus rasgos principales, adquirido, claro es, durante el último siglo. A Ulises le ocurre lo mismo que a las películas que se estrenan hoy en día: tanta y tan machacona es la publicidad que es imposible entrar en la sala sin saber de ella nada. En el caso de la novela —o del ‘artefacto literario’ que muchos dirán, o del texto (y aquí el término es más exacto porque Ulises es, por encima de todo, texto)—, esta fue pensada como obra que habrá de releerse varias veces, al igual que cualquier otra gran obra literaria (y por las mismas razones por las que volvemos a un museo para ver de nuevo algunos cuadros concretos o volvemos a ver, en el cine o en casa, nuestras películas predilectas). Las grandes obras necesitan de varias lecturas o contemplaciones para apreciar todos los detalles y para descubrir nuevos matices. La vida nos cambia, casi siempre nos vuelve más complejos, y eso hace que muchas de nuestras lecturas sean distintas siempre. ¡Pobre del que siempre vea lo mismo! La primera lectura siempre debería ser inocente y, para ello, hay que leerla a una edad temprana, aunque uno apenas advierta lo que el autor está poniendo en juego. Las lecturas tempranas son aquellas en que la impresión estética es más fuerte y más pura, apenas mediatizada por el acarreo de lecturas y prejuicios con que en la edad adulta nos llenamos. Sí, las lecturas de niñez y primera juventud son las del gozo simple y alegre de la lectura. Más tarde vendrán las informadas (no por ello eruditas) que, desafortunadamente, hoy están dirigidas por tanto comentario escrito que, ya he dicho, no siempre es sagaz o tiene buenos fundamentos sino que se queda en un vulgar desahogo de gustos (y, sobre todo, disgustos). En un sentido muy literal, se ha formado una estratificación escritural sobre Ulises que obliga a cavar hasta encontrar la veta original para luego ascender —y en ese ascenso cada uno prestará mayor o menor atención a lo que otros han dicho, aunque siempre habrá algo para detenerse en algunos de los estratos— y volver a sumergirse, aunque no sea hasta el fondo, en las siguientes lecturas. Es el cuento de nunca acabar, algo así como Las mil y una noches. En esta ocasión, solo una historia es la original y las demás derivadas. Joyce quiso dejar constancia —objetivar, transformar y jugar— del lenguaje que había escuchado en Dublín en su infancia y juventud. Esto es también, en gran medida o, quizás sobre todo, Ulises: un extraordinario juego lingüístico jugado desde la literatura —la fijación del habla dublinesa entre finales del siglo XIX y comienzos del XX—, aunque no desde luego la fijación histórica —que también puede serlo— ni la social —que lo es—, ni mucho menos nacional. Aquí podemos pensar en la ironía que se produce con el hecho de que, según los más recalcitrantes nacionalistas, el inglés es la lengua del colonizador inglés en Irlanda; una lengua extranjera para los nacionalistas y, además, de dominación. Joyce, irlandés, aunque como mínimo un irlandés heterodoxo (un judío en cierto sentido), escribe la gran epopeya de la novela mundial del siglo XX —cierto que acompañado por Proust, William Faulkner y pocos más, si alguno— en inglés con un tema irlandés. El gusto de los irlandeses por la conversación es uno de los principales motivos de la novela. ¿Hay en Joyce un interés político o sociológico por el inglés dublinés de la novela? No lo creo. Tampoco diría que es entomológico, sin que este esté ausente. Hay, sí, un interés literario por las posibilidades del inglés. El reflejo del habla urbana no busca reflejar las clases sociales ni las diferencias entre barrios. El inglés es el punto de partida para moldear la lengua hasta límites que hasta entonces pocos, quizás nadie, sospechaban. También para modelar la novela y descoyuntarla. A Djuna Barnes le contó que en el libro había puesto a los grandes charlatanes y las cosas que estos olvidaban, que había dejado por escrito lo que, simultáneamente, un hombre ve, piensa y dice, y lo que esa visión, ese pensamiento y esa acción logra en eso que los freudianos llaman subconsciente. Por esa misma época escribió a Harriet Weaver y le confesó estar agotado, pues se había propuesto escribir un libro utilizando dieciocho puntos de vista y el mismo número de estilos, casi todos desconocidos o de los que sus coetáneos apenas eran conscientes. Eso era, y es y será, Ulises, un tour de force literario cuyo único propósito es romper el corsé de la novela decimonónica. Para ello Joyce, aburrido del moralismo que permeaba la novela victoriana, en general la decimonónica, supo ver que la novela era, por encima de todo, por mucho que a los moralistas, a los realistas y a los naturalistas les pesase, un artefacto lingüístico cuya forma era poliédrica siempre y cuando el lenguaje acompañara a la estructura en su renovación o destrucción formal. Entiende entonces el lector los juegos de palabras, la parodia del inglés de épocas anteriores, desde el inglés anglosajón pasando por el medieval de Thomas Malory, el renacentista de John Milton, el de Richard Burton o el de John Bunyan para continuar con el de la época de Daniel Defoe y más tarde el de Addison y Steele o el de Savage Landor o Walter Pater y acabar en un inglés suburbial. Ulises es, y es difícil señalar si para bien o para mal, la novela de los escritores. Muchos se dieron cuenta del lugar adonde los había llevado. Ya no era posible escribir inocentemente (si alguna vez lo había sido). Había que, desde la autoconciencia literaria, experimentar con la novela y con el lenguaje. La prosa podía servir, como en el episodio de las sirenas, para crear un lenguaje musical, algo que entre otros probó Cabrera Infante en Ella cantaba boleros. El último capítulo permitió a Faulkner dar con la forma que necesitaba para que los pensamientos de Benjy fluyeran sin cortapisas en El ruido y la furia. El capítulo en el que Bloom y sus amigos visitan el barrio chino de Dublín pudo servir de inspiración —¿cabe alguna duda?— a Federico Fellini para algunas de sus más grotescas escenas, no necesariamente las relacionadas con la prostitución sino con la desmesura hiperbólica de la narración absurda. Podría seguir enumerando momentos y autores, hasta un máximo de dieciocho, pero carece de sentido. Ulises es uno de esos ejemplos de pasión literaria y lectora. No es fácil su lectura, pero el esfuerzo, al final, tiene su recompensa. Desde luego, la tiene para aquellos que aún creemos en ellas. Bibliografía:
—Ellmann, Richard. James Joyce. Oxford: Oxford University Press, 1984. —Joyce, James. Ulysses, ed. Jeri Johnson. Oxford: Oxford University Press, 2008.
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