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TOCAMOS TODOS LOS PALOS, INCLUIDOS LOS DEL FLAMENCO
por ALEJANDRO SÁNCHEZ ROMERO Cormac McCarthy es el mayor escritor español vivo que existe. Cormac McCarthy nació el 20 de julio de 1933 en Providence, Rhode Island, Estados Unidos; pero creció en Knoxville, Tennessee: Cormac McCarthy es el mayor escritor español vivo que existe y muy pocos de los que dejaron de hacerlo (de existir) lo superan. Como todos los españoles en general, y como casi todos los escritores españoles en particular, Cormac McCarthy abjuró de su españolidad; no vio esto de ser español con buenos ojos, no, no... Le costó, en pocas palabras, de la misma manera que a ti y a mí, ¡ay compatriota español, si te contara!, nos cuesta. Y es comprensible, porque ser español es cargar con una cruz. Ser español es sacrificar la juventud y el vigor en pos de El Dorado, finalmente encontrarlo y llorar amargamente al descubrir que no era lo que se esperaba; llorar al descubrir que no somos capaces de adorarlo. Ser español es ser el artifex, el alquimista supremo, y no ser consciente ni de lo uno ni de lo otro. Ser español es Ser, en mayúsculas, sin tener idea alguna de metafísica. Ser español es guerrear contra los opuestos, ganar la contienda en una última y desesperada batalla y llorar, ¡sí, llorar otra vez!, al comprender que ya no queda más por lo que luchar; llorar al tener la certeza de que ahora que hemos vencido solo queda dejarnos vencer y planificar una digna derrota que nos deje lo más cerca posible del puerto del que originariamente zarpamos; puerto al que juramos no volver. Cormac McCarthy, como el más grande de los escritores españoles que aún quedan con vida, abjuró durante la juventud de su españolidad para luego, quizá un poco resabiado y resignado, abrazarla. Pero la vida es resignarse y acabar abrazando a tus adversarios. ¿Qué sería de la vida sin adversarios a los que abrazar en momentos desesperados? Todo viaje comienza como una huida. Acompáñenme a través de la obra literaria de este cristiano viejo que abarca más de medio siglo. Acompáñenme al centro de la españolidad de Cormac McCarthy. 1965, Cormac McCarthy, barruntando el lugar que habría de ocupar en el universo literario pero lejos aún de reconciliarse con su españolidad, ve publicada su primera novela, El guardián del vergel, obra en la que traza toda clase de sombrías, góticas si se quiere, descripciones sobre el amanecer helado durante el duro y trillado invierno castellano; el mismo invierno sin amanecer que en su corazón pretende abandonar: Atajó por el bosque [...] canescente y pálido en el frío brumoso de la primera luz, la hierba seca envainada y tiesa, los peñascos arrebujados de niebla y los cuervos andando patitiesos. O exhibe sin pudor ni complejos el papel de la mujer en el medio rural de una España aún encerrada en sí misma y aterida de espanto ante todo influjo foráneo: La mujer le quitó los zapatos y los calcetines al hombre. Ahora le estaba desabrochando el cinturón, mientras el otro permanecía sentado [...] Ella no paraba de decir imbécil, imbécil, en un tono a la vez impotente y solícito. Tres años después, en 1968, y en la cúspide de su obsesión neurótica (tal obsesión, rayando en lo patológico, daría pie a síntomas similares a lo que Freud en 1894 acuñó como neuropsicosis de defensa), publica su segunda novela, La oscuridad exterior, parábola en la que dos hermanos se adentran por una España poblada de seres embrutecidos que niegan cualquier expresión estética por considerarla antitética de la mera supervivencia a la que todo buen español debe ceñirse y cuyo sistema social, especialmente en lo económico, no dista en demasía del de los primeros asentamientos neolíticos. Hay una parte, cercano el final del libro, en que McCarthy, inspirándose en ‘La curación del endemoniado y la muerte de la piara’ del Evangelio de san Lucas, narra el encuentro de uno de los hermanos protagonistas con un grupo de porquerizos manchegos tan degenerados moral y sexualmente que solo la sociedad actual de entre todas cuantas ha habido en la Historia podría ampararlos. Estos porquerizos manchegos (no sabemos si más porquerizos o más manchegos) son una representación idiosincrática del espíritu indómito español, espíritu que aquí, lejos del romanticismo con que los visitantes allende los Pirineos y la América anglosajona lo describieron, se torna demoníaco; para muestra un botón: El porquero se atusó los bigotes y asintió con la cabeza. Los cerdos son todo un misterio, dijo. ¿Qué podemos saber de ellos? [...] Por allá va mi hermano pequeño Billy [...] Es la primera vez que viene [...] Billy dice que se irá de putas en cuanto vendamos la piara pero yo le he dicho que no tardará en encontrarles gusto a las gorrinas. El porquero volvió la cabeza y enseñó [...] sus dientes de color naranja en una mueca de lasciva imbecilidad. Y más adelante, en la misma escena, ocurre lo que desearía (¿delectación morosa?) que le sucediera a toda la población española: Cerdos y más cerdos cruzaban el paso [...] vio a dos de ellos caer al río entre gritos y torpes piruetas desde treinta metros [...] Como el viento entre la hierba, una nueva oleada de pánico recorrió a los gorrinos hasta que todo un escalón de ellos [...] se precipitó al vacío entre gritos desgarrados. Y aquí los porqueros contemplan el atroz espectáculo convirtiéndose en trasuntos de esas clases dirigentes españolas que en nombre de la bondad y la justicia social agitan a sus masas fanatizadas hasta el éxtasis guerracivilista: [...] los porqueros [...] habían empezado a adoptar expresiones satánicas con sus bastones y ojos desorbitados como si en realidad no fueran pastores de cerdos sino discípulos de las tinieblas venidos para conducir a aquellos pupilos a su destino final. Habiendo entrado de lleno en los cuarenta, década clave en el corazón de los hombres, publica en 1973 su tercera novela, Hijo de Dios, obra en la que, sirviéndose de un inadaptado anacoreta que se autoexcluye de la opresiva y violenta sociedad rural en la que ha tenido a bien nacer, decide ascender yéndose a vivir en soledad a la montaña. Aquí, McCarthy, dejando atrás a su madre, se entrega de lleno a disertar en torno al porqué de lo español y su lugar en el mundo, consciente de la huida pero aún sin asidero al que agarrarse; digamos que ha dicho adiós, sí, ha emprendido la peregrinación, y expedito recorre los caminos de su conciencia recogiendo la basura agolpada a los lados: Al final entró en una sala pequeña con un rayo escueto de luz natural que se colaba por el techo. Solo en ese momento se dio cuenta de que podía haberse pasado otras aperturas al mundo superior sin percatarse. Hendió la mano arriba en la grieta. Araño la suciedad; o haciéndose directamente la pregunta que todos nos hemos hecho alguna vez al mirar uno a uno a los ínclitos miembros de la mesa en una siniestra comida familiar: ¿Cree que la gente de entonces era más miserable que la de hoy? [...] No, contestó. No lo creo. Creo que el hombre sigue siendo el mismo desde el día en que Dios hizo al primero. Pero fue en 1979 cuando llegó la primera de las grandes y consecutivas obras maestras que McCarthy comenzaría a parir desde ese momento con pulso desatado de hierofante a cargo de un millar de neófitos hambrientos, confirmando así a ojos del mundo su genio, Sutree. No es casualidad que Sutree apareciese justo cuando la democracia en España se estaba incoando, pues, con una nostalgia que nada salvo el total restablecimiento de la oscuridad podría apaciguar, McCarthy democratiza sus propios recuerdos, reparte dádivas por igual entre sus ángeles y sus demonios, plantea una mesa de negociación a sus opuestos y halla, en última instancia, la piedra filosofal que lo hará poseedor de un estilo y una obra, ojalá, inmortales; aurum nostrum non est aurum vulgi. El joven Sutree, a la vera del embarcadero del canal de Castilla, en las inmediaciones de la vallisoletana población de Medina de Rioseco, pelecha y sobrevive de manera aparentemente indolente y con muy pocos recursos sin desvelar el porqué de su aislamiento social a tan temprana edad. El remordimiento alojado en su gaznate como una escoria grande de sal; y diez páginas más tarde: Sabor salobre de aflicción en su garganta; pero en las postrimerías del libro, el peso apunta a diluirse: Qué hijo de puta, dijo ella bajando los ojos hacia él, risueña. Risueña no es precisamente la considerada unánimemente como la más grande de sus obras, Meridiano de sangre: Te has perdido en la oscuridad, dijo el viejo. En Meridiano de sangre, McCarthy, más que inspirarse, se empapa del éxtasis con que viajeros y conquistadores españoles en los siglos XVI y XVII derramaron sangre, suerte e ilusiones en la búsqueda... ¿En la búsqueda de qué? En el encuentro consigo mismos en las tierras de América del Norte, mejor dicho; un encuentro que, tratándose de místicos exaltados, de poetas y guerreros, de españoles, en pocas palabras, llevará indefectiblemente aparejadas sangre y violencias solo imaginables para el que convive con ellas a diario; todo, además, proyectado en el escenario idóneo, un escenario que inspiró a los grandes profetas, desde Zoroastro a Mahoma pasando por Jesucristo: el Desierto. En este caso, los desiertos de Texas, Nuevo México, Arizona o California plagados de misiones españolas, de reductos, similares a los castillos de la península ibérica, con los que aguantar los envites tentadores del diablo: De noche las putas le llaman como almas en pena desde la oscuridad. O descripciones que directamente nos remiten a las primeras expediciones españolas en los actuales Estados Unidos, o al famoso cuadro de Frederic Remington inspirado en ellas, ‘Coronado sets out to the north’: Bajo un mediodía deslumbrante atravesaron el páramo como un ejército fantasma, tan pálidos de polvo que parecían sombras de números borrados en una pizarra; o a la impronta española que aún resiste a desvanecerse, que porfía anclada en el corazón del español que un día ansió dejar de serlo: En la arena reseca [...] huesos viejos y restos de vasijas pintadas [...] y grabados en la roca [...] de [...] españoles a caballo con casco y adarga y desdeñosos de la piedra y del silencio y hasta del tiempo. O referencias a la caída de España en las tinieblas neuróticas que impiden que se alce de nuevo altanera y desafiante: Si equivocamos el rumbo, nos daremos de narices con los españoles; o a la labor jesuítica y misionera, como la del padre Kino: Aquella noche pasaron por la misión de San Xavier del Bac, la iglesia solemne y severa a la luz de las estrellas. No ladró un solo perro. Para finalmente concluir disertando sobre la guerra, la única guerra, la gran guerra hacedora de artistas y que un día convirtió a España en la regidora de los destinos de las naciones: Los hombres nacen para jugar. Para nada más [...] Pero ya sea de azar o de excelencia, todo juego aspira a la categoría de guerra [...] Vista así, la guerra es la forma más pura de adivinación. Es poner a prueba la voluntad de uno y la voluntad de otro dentro de esa voluntad más amplia que, por el hecho de vincularlos a ambos, se ve obligada a elegir. La guerra es el juego definitivo porque a la postre la guerra es un forzar la unidad de la existencia. La guerra es Dios. Pero McCarthy, no satisfecho aún con lo proclamado, habría de hablar más de la Guerra, Dios y España (ya sé..., ¡ya sé!: son sinónimos), en su siguiente libro, el primero de la denominada Trilogía de la frontera, Todos los hermosos caballos: En el corazón español hay una gran añoranza de libertad, pero solo la suya propia. Un gran amor por la verdad y el honor en todas sus formas, pero no en su sustancia. Y la profunda convicción de que nada puede probarse si no es con sangre. Vírgenes, toros, hombres. En última instancia, el propio Dios. El propio Dios, sí, porque si le quedaba alguna duda a alguien, Dios y Cormac McCarthy son very españoles. Por eso no es de extrañar que en el segundo volumen de la Trilogía, En la frontera, se atreviera a hablar del camino por antonomasia, el que une el más allá con el más acá, tierra y agua, abajo y arriba, la espiral de Arquímedes bajo la Vía Láctea y la advocación de dioses antiguos como Lug o Mercurio.., sí, Cormac McCarthy también se atrevió a hablar del Camino de Santiago: El camino tiene sus propias razones y no hay dos viajeros que las entiendan de la misma manera [...] Tal vez sea verdad que nada está oculto. Pero muchos no quieren ver lo que tienen a la vista. La forma del camino es el camino mismo. No hay otro camino con esa forma más que el único camino. Y todo viaje que empiece a partir de él será completado; pero no contento con lo manifestado, amplía de la siguiente manera cincuenta páginas más adelante: Quizá haya poca justicia en este mundo [...] Pero no por las razones que el sepulturero supone. Se trata más bien de que la imagen del mundo es todo lo que el hombre conoce del mundo, y esta imagen del mundo es peligrosa. Lo que le fue dado para ayudarlo a abrirse paso en el mundo tiene también la facultad de impedirle ver dónde está su verdadero camino. La llave del cielo puede abrirnos también las puertas del infierno [...] Somos dolientes en la oscuridad. Todos nosotros. ¿Entiende, joven? Los que pueden ver y los que no. El que tenga ojos para ver, que lea. Y con nuestros ojos aún obnubilados por tanta clarividencia, asistimos al cierre de la Trilogía, a la cauterización final; así culmina McCarthy lo anteriormente expuesto en las últimas páginas de Ciudades de la llanura: Toda muerte suple a otra muerte. Y puesto que la muerte nos llega a todos el único modo de mitigar el miedo que nos causa es amar a aquel que nos suple. No estamos esperando que se escriba su historia. Pasó por aquí hace mucho tiempo [...] ¿Amas a ese hombre? ¿Harás honor al camino que ha tomado? ¿Querrás escuchar su historia? Y la escuchamos, por supuesto que la escuchamos, pero esta vez sentados en una vieja mecedora y en boca de un excombatiente del bando nacional durante la guerra civil española en la crepuscular y dolorosísima No es país para viejos: No se puede ir a la guerra sin Dios [...] La verdad es que no [...] Esa gente mayor con la que hablo, si les hubieras dicho que en las calles de nuestras ciudades habría gente con el pelo verde y huesos en la nariz hablando un lenguaje que apenas podrías entender, bueno, simplemente no te habrían hecho caso. Pero ¿y si les hubieras dicho que serían sus propios nietos?. Sin lugar a dudas no fue para llegar a esa España por lo que el protagonista de la novela se alistó con diecinueve años en la 3ª Bandera de Falange de Cáceres como alférez provisional y luchó y mató en la batalla del Ebro; pero una página más adelante, e interpelado por el periodista encargado de recoger su testimonio, confiesa: Se me pide que simbolice algo en lo que no creo como creía en otro tiempo. Que crea en algo que quizá ya no aprobaría como hacía antes. Ese es el problema [...] Me he visto obligado a mirarlo otra vez y me he visto obligado a mirarme a mí mismo [...] Si soy más sabio en lo que al mundo respecta ha sido pagando un precio. Un precio elevado. La vida siempre te lleva por caminos raros, inesperados; no está en nuestra mano elegir. Como tampoco lo está en la de los protagonistas, un padre y su hijo, de la última novela de Cormac McCarthy, su mayor éxito comercial, La carretera. En ella, padre e hijo recorren el único camino posible en un mundo devastado por un cataclismo nuclear, una carretera de la cual ignoran su principio y también su final, pero que ellos siguen con la esperanza de alcanzar en algún momento la costa, y en ella, quizá, algo a lo que agarrarse, un nuevo destino hacia el que zarpar; ¿adivinan cuál?: Observaron el barco. Algo menos de veinte metros de eslora [...] Luego le pasó la pistola al chico y [...] empezó a deshacerse el nudo de los zapatos [...] Hacia la mitad del barco el arrufo quedaba justo a flor de agua y se afianzó allí para avanzar hasta el espejo de popa. El acero estaba gris y erosionado por la sal pero pudo distinguir la inscripción en letras doradas. Pájaro de Esperanza. Tenerife; y luego: Pensaba que habían saqueado el barco pero era el mar quien lo había hecho. La Rueda, que ensalza y humilla a todos por igual; pero, no obstante, el padre encuentra el tesoro que guarda el barco venido de las profundidades del tiempo (¿trasunto de los viejos galeones llenos de oro surcando el océano Atlántico?): Debajo de la litera en el segundo compartimento había [...] libros en español esparcidos [...] hinchados y deformados. Un tomo encajado en la rejilla del mamparo delantero. ¿A qué tomo se refiere nuestro ilustre español? Leamos con atención este fragmento de su obra The sunset limited: NEGRO: ¿Cuál diría que es el mejor libro que se ha escrito nunca? BLANCO: No tengo ni idea. NEGRO: Pruebe, hombre. BLANCO: Hay muchísimos libros buenos. NEGRO: Vale, pues elija uno. BLANCO: Tal vez Guerra y paz. ¿Los opuestos luchando entre sí otra vez? Déjenme mostrarles otro fragmento, esta vez perteneciente a su última obra publicada, El consejero; quizá aquí esté la clave: JEFE: [...] Solo sé que el mundo en el que intenta usted enmendar sus errores no es el mundo en el que fueron cometidos [...] La elección se hizo tiempo atrás. Silencio. JEFE: ¿Sigue usted ahí? CONSEJERO: Sí. JEFE: No quisiera disgustarlo, pero a menudo las personas reflexivas comprueban que no tienen los pies en la tierra [...] ¿Conoce la obra de Antonio Machado? CONSEJERO: No, pero el nombre sí me suena. JEFE: Un magnífico poeta [...] Machado era maestro y se casó con una linda joven a la que amaba con locura. Ella murió. Y él se convirtió en un gran poeta. CONSEJERO: Yo no me voy a convertir en un gran poeta. JEFE: Tal vez no. Pero aunque lo consiguiera, de poco le iba a servir. Machado habría dado hasta el último de sus versos por una hora más con su amada. Aquí no hay ley de intercambio, ¿entiende? La pena excede todos los valores. Uno entregaría naciones enteras para quitársela del alma. Y sin embargo no puede comprar nada con ella. Y sin embargo lo que sí podemos hacer es admirarnos de los recovecos, senderos, vueltas que da el alma humana en su continuo peregrinar. Cormac McCarthy no es el primer español que se pierde y encuentra; pero sí el último de una gran estirpe que se remonta al mismísimo Álvar Núñez Cabeza de Vaca. Como diría el poeta clásico: «Que expulses la naturaleza en la horca y, sin embargo, volverá». Y sin embargo, una vez más. Y sin embargo, a pesar del fracaso humillante que supone sucumbir a la neurosis, quedar derrotado por lo irreal, por las mareas de la Historia o por el qué dirán en otro lugar, no nos queda más remedio que aguantar el golpe y resistir y caminar para algún día devolverlo tan fuerte como nos fue infligido; y así, al menos, aspirar a equilibrar. En su libro Psicología y religión, Carl Gustav Jung, casi al final, dice lo siguiente: «La aventura espiritual de nuestra época consiste en la entrega de la conciencia humana a lo indeterminado e indeterminable». Por eso ahora sabemos con certeza que, si algún día en un sueño profundo vemos a un jinete en la infinita llanura adelantarnos por la derecha y adentrarse en la oscuridad, no es otro que don Cormac McCarthy, que, en busca del lugar adecuado en el que encender un fuego que nos sirva de faro en nuestro ambular, esperará sentado a su alrededor dispuesto a continuar el relato de lo que fuimos, lo que somos y lo que, si Dios quiere, volveremos a ser. *Bonus track: VENDEDOR: En este mundo nada es perfecto. Como diría mi padre. CONSEJERO: Usted es sefardí. VENDEDOR: Lo soy. CONSEJERO: ¿Conoce España? VENDEDOR: Sí. Y ella me conoce a mí. Hubo un tiempo en que pensé que España volvería de la tumba, pero no va a ser así. Todos los países que han expulsado a los judíos han sufrido el mismo destino. CONSEJERO: ¿Cuál? VENDEDOR: Bah, mejor que no se lo cuente.
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