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TOCAMOS TODOS LOS PALOS, INCLUIDOS LOS DEL FLAMENCO
por LAURA GIL A veces pasas páginas con la mente en blanco, durante días y días y días que se convierten en años, sin dar en el clavo. Viajas. Ves árboles que se retuercen de gusto en un clima italiano al borde del mar. Ves Fiats históricos. Tomas el sol de Cerdeña. Ves cuevas que se asoman al mar y lloran estalactitas. Pero sigues sin dar en el clavo. Sigues pasando páginas en blanco. Sigues viviendo, comiendo, hablando, viajando. Y solo en muy raras ocasiones el tiempo se para, o parece pararse, y tu dedo deja de pasar página, porque ha pescado algo. Una página (tan sólo tiene que ser una) que lo cambia todo. Una casualidad. En el caso de la escritora sarda Grazia Deledda, galardonada con el premio Nobel de Literatura, esa página que lo cambió todo pudo haber sido un profesor. Aquel que venía a darle clases privadas una vez tuvo que dejar de ir al colegio en Cerdeña. Ese profe encamisado de azul, con su peculiar voz y su ojo listo, el izquierdo (siempre el izquierdo). Y con su pizarra llena de símbolos blancos que parecían estrellas. Él le daba temas para escribir y, cuando leía lo que la alumna le entregaba, la incitaba mandarlo a algún periódico. Deledda tenía trece años cuando dio con una revista, Ultima Moda, que publicó su relato corto de inmediato. Se llamaba ‘Sangre Cerdeña’ [‘Sangue Sardo’] y trataba sobre Ela, una joven que acaba tirando al amante de su hermana por un precipicio. Un triángulo amoroso. Una repulsiva brecha moral. Una historia basada en los hechos reales de un pueblo que no acepta la indecencia. Los vecinos se enteraron, quemaron la revista y atacaron a su familia. Era 1887. Ellos nunca cambiaron de actitud; pero Deledda nunca dejó de escribir. Siguió escribiendo sobre la isla y sobre la naturaleza humana. Sobre los oxidados valores de una sociedad patriarcal y las incómodas normas morales que llevaba colgando. Y siempre defendía, en sus escritos, a las personas. Para ella, las personas eran las víctimas. Años más tarde, cuando publicó su primera novela en 1892, Flor de Cerdeña [Fior di Sardegna], la librería que Deledda había frecuentado durante toda su infancia rechazó almacenar aquel bestseller. ¿Cómo, me pregunto, siguió escribiendo aquella niña sin apoyo? ¿De dónde sacó esa pasión?
Puede que de las montañas peludas de Cerdeña: esas verde oscuro empapadas por el roce de la niebla. Puede que de aquel cielo estático que guarda la isla y sus valles envenenados de historias que contar. O puede que porque en una racha de frío encontraron a su hermana pequeña sin vida entre sábanas; su otra hermana murió años más tarde durante un aborto. Puede que porque la única forma de escuchar a su confundido compás moral o de lidiar con su angustiosa empatía era plasmando lo que veía. Esto escribió en una nota autobiográfica: Mi familia la constituía gente sabia y violenta, y artistas primitivos. La familia era respetada y de buen standing, y tenía una biblioteca privada. Pero cuando empecé a escribir con trece años, se opusieron. Como dice el filósofo: si tu hijo escribe poemas, mándale a los caminos de la montaña; la próxima vez lo puedes castigar; pero la tercera vez, déjalo solo, porque entonces es un poeta. Su padre tenía muchos amigos que vivían en las ciudades colindantes a la suya, Nuoro. Contaba Deledda que fueron aquellos amigos, que se quedaban a dormir en casa cuando iban de negocios o de vacaciones, los que la ayudaron a conocer a los varios personajes de sus novelas. Y es esa insistencia la que admiro en Deledda. A pesar de la oposición de sus vecinos, de su ciudad, de su familia y a pesar de no tener precedentes, siguió. Siguió escribiendo. Rompió altos muros repletos de proyecciones y de prejuicios, y lo hizo desde niña… llegando al Nobel. De los ciento catorce laureados con el premio Nobel de Literatura desde 1901, catorce han sido mujeres. Deledda fue la segunda. Cuando se lo dieron, en 1926, tenía sesenta y cinco años.
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por LAURA GIL Only I have no luck any more. But who knows? Maybe today. Every day is a new day. It is better to be lucky. But I would rather be exact. Then when luck comes you are ready. Ernest Hemingway The Old Man and the Sea Me está hablando el camarero y le estoy ignorando por completo. Es calvo, italiano. Estoy en la barra y tengo el turquesa del mar a mis espaldas. Hay uno o dos veleros flotando en él, o eso imagino, porque ya ni miro. No quiero levantar la cabeza del papel. Quiero averiguar algo que me está rondando la cabeza, que no consigo descifrar desde hace días. Se trata de Hemingway y las coincidencias. Y es que ha habido demasiadas coincidencias. Coincidencia, para empezar, que justo hace un par de días un rubito me hablara, jugando al billar, sobre escribir de forma sincera antes de mi excursión en barco. Coincidencia que de camino al barco me perdiera para encontrarme, en el puerto, con un cartel enorme de Hemingway con barba blanca y negra. Coincidencia que hoy, días después, haya tenido que volver al puerto a por una toalla que había perdido, y que me haya encontrado en la puerta de esta cafetería, la Hemingway’s. Coincidencia. Y aquí estoy. Me he pedido un café helado y no levanto la cabeza del papel. No quiero. Prefiero escribir sobre lo que me dijo el rubito periodista. Escribe de forma sincera: lo más sinceramente que puedas. —¿Cuánto tiempo llevas en Australia? —insiste el camarero. —Casi un mes. Vuelvo al papel. Hemingway escribía así: era su sello. Era sincero, rudo, elemental. —¿Y qué sitios has visitado ya? —Sídney, Melbourne, la Gran Carretera del Océano, y acabo de volver de Whitsundays. —Ah, has hecho la excursión en barco velero, ¿verdad? ¿A que son preciosas, las islas? Tengo una alucinación en la que me levanto, lo cojo de los hombros, y le digo: “Pero hombre, ¿quién interrumpe a alguien que escribe?” Pero me limito a decirle que sí, sin mirarle a la cara. Genial tu idea de sentarte en la barra, Laurita. Me tomo un trago del café helado y lo dejo en la barra blanca, evitando la cara del camarero. Le echo un vistazo fugaz a la pizarra de la izquierda, que lleva una cita de Hemingway, y vuelvo al papel. Y es que no puedo hablar. No puedo contarle cuánto me queda de viaje, ni todo lo que he visto ya. No puedo contarle que salté de un avión sin casco. Ni me apetece describirle cómo me perdí en la arena de talco de la playa más bonita del mundo, Whitehaven. Ni que abracé a un koala y a una serpiente en la Isla Magnética, ni que bailé con surferos sobre las olas de Noosa. No puedo decirle que me quedaría a vivir en Bondi, barrio verde tranquilo donde los pájaros hablan otro idioma y los árboles están hechos de gomaespuma. Tampoco puedo ponerme a contarle qué personajes he conocido. Que compartí el cuarto con un australiano que tenía la mano tapada por una rosa tatuada, que vivía en aquel hostal desde hacía años, que llevaba escapando de sí mismo desde que murió su mejor amigo. Meneo la cabeza. ¿Cómo puede uno transmitir un viaje así, de forma sincera? Sería una conversación demasiado brutal. Demasiado honesta. Prefiero seguir con la cabeza agachada, respirando aire a mar. Y él lo ha entendido, al fin. No me habla. Hace sus cócteles en su mundo de camarero. Me mira escribir, o eso creo. Es difícil, escribir de forma sincera. Cuando leo a Hemingway, me llega poca magia a las venas, la verdad. Antes lo contrario, se me llenan los pulmones de un humo realista, pesado, puro. Y creo que tiene que ver con eso que le contestó la señora Stein en París cuando el joven autor le decía que no sabía qué escribir. Escribe, sencillamente, una frase sincera. La frase más sincera que conozcas. Cuánta influencia pudo haber tenido aquella mujer en la obra creativa de Hemingway: qué genio. En este viaje de mochilera por Australia, después de tanto ajetreo, noto que vuelvo a lo más sencillo, a lo más vital. No tengo energía para adornos, ni para pensamientos superficiales. Y me da la sensación de que algo así le pasaba a Hemingway, pero todo el tiempo. Y es esa sinceridad brutal, esa reducción del lenguaje a lo más mínimo, lo que nos hace viajar de la mano de sus personajes y sangrar con ellos en un mar cubano, en Pamplona, o en la montaña de Kilimanjaro. La sinceridad es su fuerte. ¿Pero, creería en las coincidencias, alguien tan real? ¿Y en la magia? Igual sí. Igual se toparía en alguno de sus viajes con ángeles viejos con harpas. Me giro y miro al mar. Veo una isla que luce su pelambre verde oscuro, y de nuevo miro hacia la pizarra. Esta vez leo la cita. No hay riesgo de cruzar la mirada con el camarero; ya no está. Al diablo con la suerte. Yo me traeré la suerte conmigo. E. H. A mí, el haber pasado por delante del póster escondido de uno de mis autores favoritos en Australia me parece un golpe de suerte: una bonita coincidencia. Igual que me parece un absoluto guiño del destino que aquel chico del moño rubio me dijera, unos días antes y entre bolas de billar, que lo único que tenemos que hacer, aquellos a los que nos gusta escribir, es hacerlo de forma sincera. Cuando muera, lo único que voy a dejar como herencia es lo que escriba. Es lo que van a leer los que vengan detrás. Luego se paraba, se agachaba, y colaba unas cuantas bolas rojas más. Achinaba sus ojos claros y me volvía a mirar, enseñándome las palmas de las manos. ¿Qué más vas a dejar? ¿Dinero? Eso no es nada. El dinero se esfuma. Tu legado es lo que escribes, así que más te vale escribir sinceramente. (*) Laura Gil (Murcia, España, 1989). Trabaja en Naciones Unidas.
por LAURA GIL Andaba un poco alicaída hoy porque abrí un libro por la mañana. Era uno de García Márquez que compré en una librería de segunda mano en Buenos Aires. La dedicatoria decía algo simple; algo demasiado simple: Lucrecia. Navidades 2010. 1as Navidades sin Ernesto. La letra y el color de la tinta y el lado de la página en el que Lucrecia escribió esto me han afectado por completo. Y andaba dolida y en mis pensamientos yo cuando, de repente, se me ha pasado el día y se ha hecho de noche. De camino a casa, he hecho lo que siempre hago, que es cambiarme de línea de metro, pero saliendo a ver el Ring —esa carretera que rodea Viena— iluminado en Navidad. Y allí estaba yo siendo triste, en la calle, esperando al ascensor del metro, cuando ha pasado por mi lado una señora con un carro. Encima del carro llevaba lo que en un primer instante me ha parecido un ataúd. Qué día tan trágico, he pensado. Hasta que aquella mujer me ha empezado a sonreír con una sonrisa de esas que solo se ven en los ojos. Confundida, le he echado un segundo vistazo a aquel ataúd ladeado, con su pata de madera colgando. Y he tardado en caer, pero he caído, en que tenía forma de harpa. Harpa, eso es. Cuánta nota dormía en sus cuerdas. Al darme cuenta de esto la mujer mayor al instante se me ha revelado como lo que en verdad es, y como lo que seguramente lleve siendo toda su vida: un ángel. Un ángel que va por el mundo empujando su carrito de harpa. Y la vida ha continuado. Nos hemos metido en el ascensor, dejando los bosques de luces del Ring en la superficie y, con un poco de dificultad, el ángel le ha dado al botón ‘U2’. Como si estuviera viendo a alguien de la tele, me he quedado de pie, perpleja, fijándome en todos sus detalles: en sus guantes deshilachados, en las gotas de lluvia escurriéndose por la funda de harpa, en su frente arrugada, y en su halo de ángel. Porque juro que llevaba un halo merodeando encima de la cabeza, no muy definido pero marrón. De los corrientes, imagino. Y como si no fuera suficiente esta parafernalia de símbolos evangélicos navideños como para convencer a un alma mortal como la mía, ha pasado otra cosa extraordinaria. El ángel se ha metido en el metro, con su paso tranquilo y su cara cansada, y ha desaparecido delante de mis ojos: a plena luz, detrás de las puertas del vagón al que acababa entrar. No quedaba ni harpa, ni carrito, ni halo, ni mujer mayor.
Me he quedado en el andén, escribiendo esto, y he empezado a echarla de menos. He sacado mi libro de nuevo y, sin tener que abrirlo siquiera, he comprendido un poco más a García Márquez. Desde este episodio me pregunto si el tal realismo mágico es más fantástico que lo que intenta definir. Quizás es un concepto inventado: una conclusión a la que llegaron un grupo de hombres serios chupándose la punta de un lápiz encerrados en un despacho dispuestos a descifrar textos de gente que, a lo mejor, simplemente ve la realidad tal y como es. Quizás la realidad sí es mágica, y lo único que hacen los escritores es transmitirla. Yo solo sé que he visto a este ángel, y que lo sigo echando de menos. Pero en el fondo me alegro de que se haya esfumado de aquella manera. Así es como se despiden los ángeles. Lo sé yo, que he conocido a uno. por LAURA GIL Estoy en Buenos Aires y es sábado, creo. Es primavera y da bastante gusto andar con manoletinas y cazadora vaquera por el mundo. Delante de mí hay un hombre con barba blanca, fumando y, al fondo, el Teatro Avenida. A mi espalda, el Hotel Castelar, donde me hospedo y donde, hace más de medio siglo, se hospedó Federico García Lorca. Estoy hasta en su mismo piso, el 7. Esta ciudad está llena de referencias a Europa y a España en particular. Escribo en el Bar Iberia, en la Avenida de Mayo, donde los republicanos españoles se reunían en un salón, distinto al de las familias, y donde hubo una vez un enfrentamiento entre republicanos y franquistas que acabó con mesas y sillas rotas. Desde el edificio de enfrente me saluda una bandera española, y en general se respira un aire a casa. Y es que Buenos Aires tiene algo de Madrid en grande, o de París en sucio. Me pregunto si Lorca sintió lo mismo cuando llegó, un 13 de octubre de 1933. Los argentinos son blancos, de ojos azules, y visten igual que nosotros. Las calles y los semáforos y los carteles y las puertas son iguales. «Me recorro medio mundo», diría, «para encontrarme con lo mismo». Lorca pasó unos seis meses en la capital. Pero, ¿vería Bariloche, nuestro poeta? ¿Vería Mendoza? ¿Se quejaría allí en Mendoza de los coches, que son de la época en la que ni existían los coches? Esos que ves pasar con su pintura desgastada por un sol que no pica y unos faros anchos, tan anchos que parecen casi hombreras. Y en Bariloche, ¿vería la tierra esparcida y plana, como La Mancha, de repente interrumpida por una cordillera color azul pardo? Lo que sabemos es que vio Buenos Aires, y lo vivió. Vivió las tertulias, el teatro, las quedadas. Se pasearía por El Caminito, el barrio de colores, un oasis artificial de música de tango que ha perdido su autenticidad de tanto ser oída. Vería a los turistas haciéndose fotos o retratos con bailadores falsos y casas de colores, mientras las familias de unas cuadras más atrás siguen siendo pobres. «El tango se está muriendo y hay que luchar para que no se pierda», dijo el que cantaba la otra noche en una tanguería. Me imagino a Lorca, alegrándose por dentro de conocer un flamenco andaluz, todavía presente. Después de El Caminito, de vuelta en el centro, me ha pasado algo curioso. Me he sentado en otro barecito de la Avenida de Mayo, en la más esquina de las esquinas, y desde ahí también me ha tocado el hombro la historia. Resulta que Julio Cortázar escribió su novela Los premios sentado en ese bar, La London, o El London City. Es más, Julio escribió sobre ese mismo bar dentro de su novela. Esto es exactamente y por fin lo que yo esperaba de Latinoamérica: escritores por todas partes. Lo que disfrutaría el poeta con su círculo de artistas. ¿Le gustaría la fama, a Lorca? No sé. No creo. Pienso que no, cuando lo veo con su pelo engominado en los eventos bonaerenses que me muestra el pasillo hacia mi cuarto. La poesía, sí. El círculo de poetas, amigos, artistas, también. Pero la fama, lo dudo.
También habría conocido Lorca Palermo y Recoleta, zonas muy distintas de Buenos Aires y muy inesperadas. Habría visto familias, quioscos, junglas y embajadas, corredores de maratón, un hombre estirándose junto a una fuente de cisne, y un jardín de rosas de todos los colores. También habría pisado el cementerio de Recoleta, el más bonito que existe. El que está hecho de piedra vieja y de trepadoras y de ángeles jóvenes con mejillas sonrojadas de gris. En Recoleta, no hay tumbas. O sí, pero cada tumba es una casita particular, con escaleras y estatuas. No pude evitar el pensar si le impresionaría a Lorca tanto como a mí. A lo mejor no hubiera querido estar allí, Lorca, con tiempo para pensar. Pensar en cuánto muerto hay entre cipreses vivos, o en por qué algunas tumbas son más ostentosas, como si una vida importara más que otra. No hubiera querido ver Lorca, con su mirada arrugada, las bellas estatuas comidas por la yerba cruel. A lo mejor no hubiera soportado que nadie subiera a quitarles esas yerbas, ni que nadie cuidara las casitas abandonadas. Todo esto me he preguntado sabiendo que no encontraré respuesta. Si hay algo que me ha enseñado Lorca en Buenos Aires es que hay cosas que se quedan en el aire y que no tienen por qué ser contestadas. Y así se deben de quedar, para que los paseantes extraviados las puedan respirar y devorar y seguir disfrutando, como su poesía. Hoy, sentada en el bar Iberia de nuevo y casi como rebobinando hacia el primer día, me despido de Buenos Aires. Mi mirada cruza la calle para llegar a un hombre vestido de rosa entero, que anda hacia aquí y se sienta a mis espaldas. Me pregunto si es gallego y me pregunto si fue gordo, o si decidió comprarse el traje así de grande directamente. Me llevo dos libros, un Poema del Cante Jondo y unas Bodas de sangre, y bastantes artículos de cuero. Me llevo dos hamburguesas con papas (y deprisa, por favor) y un saludo desde una foto en el pasillo del hotel Castelar de un Lorca feliz, abrazado a Pablo Neruda, que me dice: «Buen viaje, buena vida». |
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