EL COLOQUIO DE LOS PERROS
  • PRINCIPAL
  • CONTACTO
  • POESÍA
  • FICCIONES
  • ENTREVISTAS
  • TRADUCCIONES
  • ARTÍCULOS
  • LA BIBLIOTECA DE ALONSO QUIJANO
  • INVITADO DE LA SEMANA
    • ANTIGUOS HUÉSPEDES
  • HEMEROTECA
    • FUERA DE PLANO
    • MUSEO DE BARATARIA
  • ÍNDICE DE AUTORES
  • JOAN MARGARIT: UNO DE LOS NUESTROS
  • PRINCIPAL
  • CONTACTO
  • POESÍA
  • FICCIONES
  • ENTREVISTAS
  • TRADUCCIONES
  • ARTÍCULOS
  • LA BIBLIOTECA DE ALONSO QUIJANO
  • INVITADO DE LA SEMANA
    • ANTIGUOS HUÉSPEDES
  • HEMEROTECA
    • FUERA DE PLANO
    • MUSEO DE BARATARIA
  • ÍNDICE DE AUTORES
  • JOAN MARGARIT: UNO DE LOS NUESTROS
EL COLOQUIO DE LOS PERROS

ARTÍCULOS

TOCAMOS TODOS LOS PALOS, INCLUIDOS LOS DEL FLAMENCO

LA LUCIDEZ ANTE LA VIDA DE MIGUEL CATALÁN

19/11/2020

1 Comentario

 
por PEDRO GARCÍA CUETO

       Miguel Catalán fue filósofo pero fue mucho más, un hombre que nos ha dejado huella por su sabiduría, por su lucidez, parece que vuelve en sus libros porque aún queda una simiente poderosa en su mirada, su voz no ha desaparecido, se filtra en sus páginas, a las que dedicó tanto tiempo como el amanuense que va hilando las letras lentamente, para construir un edifico de palabras donde el tiempo no quede destruido por la muerte.
       Nuestra común afinidad por Thomas Mann quedaba presente en las cartas que nos enviábamos, y digo cartas porque ahora se envían e-mails y también lo eran, pero eran largas y afectivas, lo que no suele ocurrir con la correspondencia electrónica en la mayoría de los casos. Fue partícipe de mis inquietudes, leyó entusiasmado mi ensayo sobre La muerte en Venecia, novela que me ha influido y que, junto con la película de Visconti, son dos pilares en mi vida.
         Miguel Catalán fue construyendo en la editorial Verbum un gran monumento de palabras. Me quiero centrar en el tema de la mentira porque no naufraga nunca el que nada con energía y sabe que la orilla anda lejos pero que sus fuerzas se renuevan en cada brazada. Como nadador del lenguaje, Catalán le da a la palabra su sentido más verdadero, sin renuncias, sin eufemismos.
         En La mentira nociva, perteneciente a “Seudología XI”, nos alumbra con ejemplos numerosos con la mentira que ha llevado a políticas a sembrar de ignominia nuestro tiempo. Como ejemplo cuando Miguel dice:
 
            En el universo concentracionario, el idiolecto oficial de los campos de concentración nacionalsocialistas no llamaba «muertos» a los judíos incinerados sino «figuras».
 
        Impresiona porque en esa ignominia se para el tiempo, nos deja una huella imborrable. También cita Miguel que llamaban al crematorio «sala de salidas». La mentira nociva, que destruye, se halla en el individuo, pesa en él. La falta de ética y el horror conviven en esas salas donde la muerte vive y se respira por doquier.
        Miguel Catalán, como amanuense, indaga en la mentira nociva y extrae múltiples ejemplos que se exponen en el libro. Todo queda sometido a análisis, la política, las estafas informáticas, el deporte, etc. Como un observador de fino estilete, Miguel Catalán contempla el mundo y lo analiza con detenimiento.
        Subyace también en La mentira benéfica, el tomo XIII y último. Quién sabe cuántos podrían haber salido de su pluma si la adversidad no le hubiera hecho frente, el deseo de ver en la mentira que no es mala, sino que es un bálsamo para curarnos, para no decirnos la verdad a la cara. Estudio esclarecedor que nos envuelve, entre todos los ejemplos, que son muchos, me detengo en un tema que me compete, el de escribir. Dice Miguel:
 
             La hermosa ilusión de la perpetuidad del autor a través de la escritura se remonta a la antigüedad, cuando Horacio escribió en referencia a sus obras: Exegi momentum aere pernennius, es decir, «He dado cima a un movimiento más perenne que el bronce».
 
        Sin duda, la obra vive y respira, pese al tiempo, como es el caso de este ingente esfuerzo de Miguel Catalán de esclarecer la verdad entre la mentira. Como en aquellas conversaciones donde La montaña mágica se nos aparecía de nuevo, Miguel permanece a través de su denodado esfuerzo por ejemplificar el mundo y sus luces y sombras a través de sus estudios.
        Ejemplos que el libro nos regala: el enfermo que es engañado a través de la mentira nociva, el marido que es agasajado por la mujer para que crea realmente en su varonil apariencia y para que no sucumba al peso del tiempo y a la crisis de los años.
         Miguel no cesa nunca, como el rayo que iluminaba a Miguel Hernández, e investiga en muchos frentes, como en La traición, volumen XII de la “Seudología”, cuando nos habla de la confianza. Me centro en ella porque es quizá el mayor de los castigos a los inocentes, a los incautos, a los que creen firmemente en el otro. Dice Miguel:
 
         La confianza viene a ser, pues, una apuesta moral, y puede significar, si erramos el cálculo, una invitación directa a la traición.
 
         Pone el ejemplo de Maquiavelo que dice a Nicómaco: «el que confía es más susceptible de ser traicionado». En un mundo cuyos espejos nos traicionan, en un universo cuyas palabras son solo un mar sin agua, la verdad que reside en estas páginas es total.
         Miguel Catalán fue trazando en su obra un paisaje del alma humana, con sus defectos y sus aciertos, estudiando con calma la historia para encontrar en ella lo que subyace por encima de las apariencias.
         Cuando leo sus libros, dialogo con él y vuelvo a sentir que aquellas cartas, no e-mails, palabra anglosajona que no me gusta, vuelve, sabiendo que la ilusión de nuestros escritos es la permanencia, pese a sabernos mortales y perecederos.
         Vuelve entonces La montaña mágica y aquella foto que Miguel me envió una vez porque había pasado un verano con su mujer, María, en aquel lugar inolvidable. La ficción de los libros y la realidad se encontraron y el soñador que era Miguel reaparece y se queda ya para siempre en nosotros.
1 Comentario

LA SANTA MENTIRA

16/2/2019

1 Comentario

 
Ofrecemos un fragmento breve del libro La santa mentira,
de inminente publicación en la editorial Verbum, para nuestros lectores “coloquiales”.

por MIGUEL CATALÁN
      El fondo nunca confesado del persistente engaño político que arrastra la humanidad desde el origen del Estado consiste en el simple hecho de que las clases parasitarias, la nobleza de espada y la clerecía, lograron a partir de cierto momento de la historia evitar la maldición del trabajo por el sencillo procedimiento de cargarlo sobre la espalda de los productores. Desde el cuarto milenio a. C., cuando la aristocracia guerrera mesopotámica organizó la explotación económica sobre los más débiles con el auxilio del estrato sacerdotal, las clases directivas obtuvieron una vida de ocio al apropiarse del fruto del trabajo de las clases sometidas. Los beligerantes lograron el poder enarbolando sus armas; los clérigos, pergeñando sus ficciones sanadoras. Las dos formas básicas e inmemoriales de este abuso son la apropiación armada de las rentas del trabajo llevada a cabo por la minoría guerrera que dará lugar a la nobleza, y la participación cómplice en esa apropiación llevada a cabo por la minoría sacerdotal que dará lugar al clericato (1). La primera oprime sobre todo con la fuerza; la segunda, que es a partir de ahora la que nos ocupa, sobre todo con la astucia. 
      La figura central de la santa mentira es el médium. Un médium es aquella persona que pone en contacto a los humanos con los dioses. Allí donde el médium elige un lugar de mediación, allí nace el lugar de la plegaria y el ara de la ofrenda. En torno a ambos se levantará el templo. Un templo, pues, no es sino la edificación en torno al lugar de las preces elevadas y los sacrificios dirigidos por el médium. Como señalan los textos hindúes sobre el ritual védico, es el sacerdote oficiante el que constituye el lugar de culto. Solo allí donde oficia la liturgia el miembro de la clase superior sacerdotal llamado brahmán se desenvuelve aquella sin riesgo de fallo ante los exigentes ojos de los dioses. Al dirigir sus plegarias a lo alto, el sacerdote siempre se eleva a sí mismo sobre sus congéneres al ilusorio puesto de interlocutor del Cielo (2).
      El médium o mediador sacro, término general que nombra desde el hechicero salvaje al clérigo contemporáneo, desempeña una importante función social, pues ofrece a la comunidad grandes beneficios metafísicos que culminan en la salvación trascendente a cambio de un mero pago físico, en dinero o especie, que le libera a él de la triste carga del trabajo. A fin de cumplir con su tarea de quimera y consuelo frente a las desgracias pasadas, resignación o alivio frente a las presentes y esperanza o certeza ante las futuras, el médium que se dedica a su actividad de modo profesional pretende tener un trato privilegiado con los entes sobrenaturales que le permite influir en su voluntad. 
      Para elevarse sobre sus congéneres y mantenerse a la altura del dios o en su más próxima cercanía, el médium ha de practicar por fuerza las artes del fingimiento ante los clientes que lo contemplan desde bajo. El engaño profesional de la mediación no es un invento de las grandes religiones históricas, sino que ya en el orto de las creencias religiosas el mago supo impresionar con diversas técnicas capciosas la mente más crédula de sus seguidores. James Frazer atribuye la autoridad política y la riqueza de bienes de los curanderos del Alto Nilo a las tretas que afianzan su presunto poder para hacer lluvias: «No es de extrañar, por esto, que algunos hombres más astutos que los demás se arrogasen la virtud de producir la lluvia, o que, habiendo conseguido tal reputación, traficasen con la credulidad de sus convecinos menos agudos» (3).













(1) Friedrich Nietzsche, Aus dem Nachlass der Achtzigerjahre, p. 816, en Werke in Drei Bänden, Múnich: Carl Hansel Verlag, 1960, vol. III, pp. 415-926.
(2) Satapatha-brâhmana, II, 3 y 4, en The Sacred Books of the East, vol. XXVI, Oxford: Clarendon Press, 1885, p. 3.
(3) James Frazer, La rama dorada, México, D. F.: Fondo de Cultura Económica, 1944, p. 115.


        El primer error o fingimiento cultivado por el médium consiste en la facultad exclusiva de convocar a voluntad al dios o numen. Sirviéndose de la invocación mágica, lo fuerza a presentarse ante el fuego o el altar. En la hechicería privada, el hechicero profesional obliga mediante un conjuro al espíritu numinoso a actuar en su presencia. El espíritu del Abrakadabra implica que el prodigio se cumple proclamando el nombre mágico. Al invocar al espíritu, el hechicero le manda que se presente en el círculo de los hechizos que él mismo ha trazado. Por decirlo así, el mediador sacro trae de la oreja al espíritu desde el otro mundo hasta el lugar de la consagración o teatro de los prodigios donde también ha quedado citado con su cliente. Esta invocación primitiva con acciones rituales que ejercen presión sobre el numen implica la autoexaltación del mediador, el cual se pone a sí mismo a la altura, si no por encima, del propio espíritu divino. Pese a la diferencia existente entre el mago primitivo que ordena a la deidad y el sacerdote más evolucionado que solo le ruega en representación de su cliente, persiste en ambas el sacro teatro de los prodigios donde el mediador cita a las dos partes del trato, así como el lugar demasiado alto para un humano que se asigna a sí mismo en la empresa de mediación. Solo que Dios “no mora en los templos hechos por las manos de los hombres” (4). En ese vasto e incierto campo que une la magia a la religión suena pretencioso decir, como hace este texto mágico egipcio: «Yo te invoco, tú que eres el más grande, que has creado todo, tú, el que se ha creado a sí mismo, que ves todas las cosas pero no puedes ser visto» (5). Como se deja ver, nada hay más erróneo (por autoengaño) o falaz (por engaño al cliente) que invocar al más poderoso de todos los seres como si fuera tan débil que se ve obligado a responder a la llamada de un simple mortal. Contra lo que pretende la teología, entre magia y religión no hay una diferencia de naturaleza, sino solo de grado gracias a la continuidad de sus funciones. Pues resulta igualmente pretenciosa que la egipcia la doctrina cristiana según la cual el sacerdote consagra los objetos y acciones al administrar como ministro plenipotenciario de Dios el bautismo inicial, la confesión semanal o la comunión diaria gracias a la presencia aquiescente de Dios Padre en el justo momento establecido por el sacerdote. Tanto en la magia como en la confesión religiosa, la deidad atiende al cliente donde y cuando el médium así lo requiere. Un dios sensible a los halagos y las promesas se presenta con puntualidad a la llamada del hombre investido de poderes sobrenaturales y concede unas gracias o dones que se hallan vedados a los ausentes. Pues quienes faltan a la cita del revendedor de mercedes divinas, quienes no se encuentran en el lugar adecuado y el momento oportuno señalados por el clérigo, se quedan sin premio. Así da por hecho el sacerdote católico en la Poscomunión que Dios Padre ha sido aplacado por el sacrificio reglamentario de la misa: «Te rogamos, Señor, que aplacado gobiernes a tu Iglesia…» (6).
       Ante la insolente idea del dios solícito que acude con puntualidad al llamado de las campanas cabe reiterar lo que Jeremy Bentham afirmó respecto al juramento ante la Biblia, a saber, que el hombre audaz se constituye en legislador y juez, y deja al dócil Dios los papeles auxiliares de vigilante y ejecutor de la sentencia. El hombre es el  déspota; Dios, su esclavo (7).

















(4) Hechos de los Apóstoles, 18, 24.
(5) Papiro mágico de Leiden, cit. en Ana María Vázquez Hoys, “Aproximación a la magia, la brujería y la superstición en la Antigüedad”, p. 180, en Espacio, Tiempo y Forma, Serie II, Historia antigua (2), 1989, pp. 171-196.
(6) Misal completo latino castellano, Valencia: Editorial Hispania, 1961, p. 258.
(7) Jeremy Bentham, “Swear not at all”, Londres: R. Hunter, 1818, p. 4.


1 Comentario

LA CONVERSIÓN DE LA VÍCTIMA EN VERDUGO

26/7/2017

5 Comentarios

 
por MIGUEL CATALÁN
[Capítulo de libro Mentira y poder político. Seudología VII, de próxima aparición en la editorial Verbum]

Se conjetura […] que Satanás fue en sus orígenes un ángel del cielo, que cayó, que se rebeló, que inició una campaña militar, que fue derrotado y al cual se le expatrió y condenó a una perdición eterna
Mark Twain

     La criminalización de la víctima es la primera astucia de la conciencia culpable. Siguiendo la lógica de la arquitectura monumental que reduce a los súbditos a la nada, cuando la propaganda de Estado afirma que sin el faraón no habría pan, es porque el faraón que ha expropiado su trigo o su cebada al campesino necesita hacerle creer que no merece siquiera el pan que no le ha robado. Si no fuera por el faraón, al mísero fellah le faltaría hasta la harina que amasa con sus manos. Del mismo modo, el mayor deber de la moral tradicional japonesa es el chu u obligación que tienen los súbditos de devolver al emperador los inmensos dones que le deben, el de la vida para empezar, pero también la paz, la salud y el alimento. Pues cada criatura venía al mundo con una deuda (on) perenne hacia Su Majestad Imperial que nunca terminaba de saldar sino con la incondicional fidelidad vitalicia y acaso la muerte heroica por la patria.
    Puesto que el sentido de la justicia se aloja por igual en el corazón de los vencedores y en el de los vencidos, el crimen y la infamia tienden a ocultarse cuanto antes. De la necesidad de atajar el sentimiento de aversión que el criminal suscita ante los demás y ante sí mismo procede el fenómeno psicológico del odio del verdugo hacia su víctima. Pues cuando una deuda no se puede saldar, ya sólo cabe negarla. Para descargar nuestro odio sobre quien antes ha sufrido nuestros golpes es preciso invertir los términos del crimen. De tal forma, el verdugo que relata la historia ha de proponerse a sí mismo como víctima y al tiempo transformar a la víctima en verdugo.
     Dado que la conciencia del abuso de poder sólo puede aliviarse con la negación de los hechos y la justificación moral, todas las invasiones y guerras de expansión se han hecho por motivos falsos, tanto más falsos conforme más avanzada es la cultura en cuestión y mayor la conciencia de inmoralidad del hecho. Una de las excusas más refinadas consiste en el derecho de tutela por el cual los europeos deben (tienen la ingrata obligación moral de) proteger a los americanos o africanos a causa de su incapacidad para gobernarse a sí mismos. Tal ingente tarea fue la carga del hombre blanco. El mito colonial que esgrime el deber de Occidente de marchar muy lejos para gobernar pueblos inferiores a fin de sacarlos de su atraso no sólo iba dirigido a los colonizados que sufrían el expolio de sus especias, azúcar, caucho, algodón, opio, estaño, oro o plata a fin de desactivar su resistencia, sino sobre todo a la propia metrópoli expoliadora, habitada también por una mayoría de “personas decentes” en la locución de Edward Said; pues estas sólo podían colaborar en la magna empresa teniendo una alto concepto de sus fines y participando de un mito de civilización que diera a la conquista el aspecto de una noble misión espiritual (I). Los españoles saquean los tesoros incas y aztecas y someten a servidumbre o esclavitud a los pobladores autóctonos, pero los motivos aducidos por la Corona de Carlos I y repetidos por sus soldados no podrán ser sino nobles o santos: el “poblamiento” (como si América estuviera despoblada), la “pacificación” (como si la Corona de Castilla no viniera de estar guerreando largos siglos con los moros y la Conquista de América no fuera la continuación de la Reconquista peninsular) y la “evangelización” (en realidad, la conversión forzosa y la sacramentalización bajo amenaza). Así Cortés quiere apresar a Moctezuma para apropiarse de los impuestos debidos al rey y añadir nuevas cargas y servicios, pero finge hacerle la guerra para evitar que los recaudadores sometan a sus súbditos a tributos excesivos y para impedir que los sacerdotes practiquen sacrificios humanos: “[Cortés] le dijo [a uno de los caciques que utilizará para derrocar a Moctezuma] que se quería partir luego para Méjico a mandar a Montezuma que no robe ni sacrifique” (II). Tal era el argumentario del invasor: “y en estos pueblos se les dijo […] cómo éramos vasallos del emperador don Carlos; que nos envió para quitar que no haya más sacrificios de hombres, ni se robasen unos a otros, y se les declaró muchas cosas que se convenían decir” (III). Entre las bellas falsedades “que se convenían decir” a los propietarios de aquellas tierras se deslizaba alguna vez la única razón real, dejando caer la amenaza subrepticia de esa superior violencia propia que se agazapa detrás de toda potestad: “Y Cortés le dijo: […] ‘Pues hágoos saber que nosotros venimos de lejanas tierras por mandado de nuestro rey y señor, ques el emperador don Carlos, […] y envía a mandar a ese vuestro gran Montezuma que no sacrifique ni mate ningunos indios, ni robe sus vasallos, ni tome ningunas tierras, y para que dé la obediencia a nuestro rey y señor’”(IV). La obediencia bajo amenaza de recibir un castigo de sangre por el poder de las armas es lo único cierto tras las hermosas razones para desplazarse de un continente a otro con tan elevada inversión de dinero y tan alto peligro de muerte. El ejercicio de la fuerza para cubrir la rapacidad y la codicia de bienes y personas (“oro y vasallos”) es lo verdadero tras la blanca pantalla altruista. Como admiten Bernal Díaz del Castillo y otros expedicionarios de la Conquista, los españoles se repartían e intercambiaban no sólo las tierras descubiertas, sino los indios que vivían en ellas con el fin de someterlos a un trabajo forzoso intensivo (V).
     La forma más común y elemental de justificar la injusticia consiste en culpar de su suerte al damnificado. El muerto, el esclavo, el siervo, el iletrado, el indígena, el excluido merecen moralmente el estado en que se encuentran. Sus defectos, vicios o pecados explican su caída. Es así como la camarilla de abusones no sólo ultraja al grupo de apacibles confiados, sino que después lo difama hasta asignar con éxito renovado el resultado del enfrentamiento a su maldad, pereza, cobardía o ignorancia. En otras ocasiones, el agresor descarga su culpa acusando al agredido de aquel crimen que precisamente va a acabar con su vida, como cuando el terrorismo de Estado soviético acusó al trotskista Kurt Landau de ser el “líder de una banda terrorista” poco antes de asesinarlo, o como cuando la facción sublevada del Ejército español ante el gobierno legítimo de la II República acusó en su Ley de responsabilidades políticas (1939) a los republicanos leales de sublevarse ante el Ejército; “El Movimiento Nacional”, había dicho ya Franco en una entrevista de 1937, “no ha sido nunca una sublevación. Los sublevados eran, y son, ellos, los rojos” (VI). Por tal motivo el general Mola tacha de asesinos de la Patria a quienes van a ser fusilados por oponerse a la rebelión militar: “Serán pasados por las armas, en trámite de juicio sumarísimo, como miserables asesinos de nuestra patria sagrada, cuantos se opongan al triunfo del movimiento salvador de España” (VII). El mismo mecanismo aplicaron las autoridades militares estadounidenses de la prisión de Guantánamo cuando acusaron de llevar a cabo “actos de guerra asimétrica” a los presos que se habían suicidado tras sufrir torturas o aislamiento prolongado.
     En una versión común de la víctima culpable, el derrotado ha sido antes abandonado por Dios, en general por buenas razones. El abandono divino explica su derrota. El Ser Supremo que respalda la autoridad del Estado, el Derecho o el Mercado tiene buenos motivos tanto para escarmentar al agredido con el castigo como para premiar al agresor con el botín: “Dios está siempre de parte de los grandes batallones”, ironizó el muy leído Federico II de Prusia. Ya vimos en el tercer tomo de este tratado cómo los sanos tienden a apartarse de la compasión debida a los sufrientes justificando simbólicamente su sufrimiento (VIII). En la imaginación popular, el suicida no será sólo el causante de su final, sino también el culpable. Se dice de él entonces que era un cobarde o que no estaba preparado para la vida. A la conciencia del sano o el superviviente les resulta más soportable apartarse de la compasión culpando de su mal al enfermo incurable o de la muerte al recién fallecido. Si piensan que la víctima es el responsable, quedan eximidos de atenderlo, y, por tanto, se ahorran el sufrimiento del contacto con la penosa experiencia del morir. Una ganancia tan notable en bienestar subjetivo no puede sino impulsar una práctica habitual. Hoy como ayer, los sanos precisan de coartadas morales para enterrar en vida a un semejante o bien olvidar a un desahuciado; es así como resulta más fácil abandonar a su suerte a una víctima del sida que a otra de leucemia, pues a la primera siempre se le puede achacar la culpa por su enfermedad a causa de prácticas juzgadas inmorales por la mayoría. Durante la Peste Negra en el siglo XIV europeo, el sellado condenatorio de las casas con los enfermos y parientes en su interior se hacía con buena conciencia si los emparedadores todavía no infectados lograban pensar que tales casas o familias estaban malditas. Si la peste acababa cebándose en aquel hogar era porque sus vicios lo habían condenado de antemano. Gracias a esta racionalización en la mente de los sanos, desde antiguo los deformes y enfermos crónicos no sufrían sin culpa; como hoy se mencionan los hábitos de la droga, el tabaco o el alcohol en descargo de la indiferencia hacia quien yace sin esperanza, Dios o la naturaleza los habría abocado a una desgracia justa y a una merecida condición subalterna. Quien esclaviza, explota u oprime, pues, está obrando con justicia si a sus pies se postra quien por naturaleza ha de ser esclavizado, explotado u oprimido. No sólo las distintas teorías económicas clásicas y liberales han culpado a los pobres de su condición debida a caracteres psíquicos individuales como la pereza o la falta de iniciativa, sino que los historiadores se han mostrado indiferentes hacia la gente común, un desinterés que termina por hacerla desaparecer de los registros históricos.
     La sana religión del éxito hace recaer la culpa sobre la víctima. Los factores que deciden la victoria cruenta, entre ellos el azar, la fuerza y la crueldad, son transformados en virtudes superiores por los cronistas, escribanos y filósofos a partir de concepciones ex parte post como el plan de la Fortuna (Polibio), la necesidad querida por Dios (Leibniz), los dictados del Espíritu Universal (Hegel), la calidad histórica (Ortega) o la necesidad histórica (escuela historicista). Tales artefactos ideológicos inventan los supuestos vicios del vencido y las presuntas virtudes del vencedor, quien dará presto a su atrocidad y fiereza los bellos nombres de esfuerzo y voluntad (Camoens). Así, el cerril choque de esos cuernos artificiales que son las dagas, espadas y cimitarras ha producido desde el origen de la historia no sólo la separación entre señores y esclavos, agresores y agredidos, cortesanos y provincianos, sino también el veredicto de Dios o de la Historia contra los segundos. Cuando el Ortega más reaccionario escribe que la fuerza de las armas no es bruta, sino espiritual, y que la victoria bélica actúa ejemplarmente “poniendo de manifiesto la superioridad calidad del ejército vencedor, en la que, a su vez, aparece simbolizada […] la superioridad calidad histórica del pueblo que forjó ese ejército” (IX), no tiene más remedio que matizar a pie de página que los bárbaros que aniquilaron Roma no eran más sabios, industriosos o inteligentes que sus víctimas, pese a lo cual “no es dudosa la superior calidad histórica” de aquellos… dado que aniquilaron Roma. Vae victis! Pero ya unos pueblos bárbaros habían mostrado para entonces mejor calidad histórica que otros hasta el punto de volverse más sabios tras la victoria. Tácito nos cuenta el trágico destino del pueblo germánico querusco, que se recreó en una paz excesiva. Cuando sus poderosos vecinos invadieron y sometieron el país, no olvidarían expropiar también a sus habitantes la modestia y la honradez. Los queruscos dejaron de ser modestos y honrados tras la derrota para devenir “indolentes y necios”. Los catos, sus invasores, se transformaron por su parte en sabios: “La fortuna se convirtió en sabiduría para sus vencedores los catos” (X).
     Para aviso y consuelo de sus víctimas, todas las potencias hegemónicas han sostenido que representaban el sentido o la cúspide de la historia, y que prosternarse ante ellas era un signo de buena fortuna. Gracias a la legitimación posterior de los juristas y cronistas, del idealismo filosófico y la teología política, el resultado de una batalla decisiva siempre ha supuesto no la consecuencia de la fuerza, la suerte o la astucia, sino la promulgación de una sentencia previa de Dios o de la naturaleza que condenaba con justicia al vencido. Durante el periodo helenístico el general triunfante quedaba legitimado como monarca porque la Fortuna lo investía de gloria. La Fortuna no es el azar moderno, sino una figura celestial que concede la victoria a su favorito, sobre todo en los hechos de armas, y que este interioriza bajo la especie de personalidad carismática. De su influjo podemos deducir que la divinidad ayuda siempre al ganador, como propugnaba Carlyle al igualar Might (Poder) y Right (Derecho). El poder y el derecho son la misma cosa. En la práctica, el poder confiere el derecho. Esta inferencia tan ventajosa para las minorías dirigentes y tan a menudo defendida por los juristas, teólogos, filósofos e historiadores, forma el sustrato credencial de la ordalía o “juicio de Dios” utilizada hasta la Edad Media como medio de prueba jurídica. Ya presente en el código de Hammurabi (s. XX a. C.), la Torá dicta que una mujer acusada de adulterio era inocente si soportaba impertérrita el agua sagrada mezclada con tierra a los pies del Tabernáculo (XI); si su estómago se contraía, en cambio, era declarada culpable. Como ya vimos por extenso en lugar previo (XII), el dispositivo ordálico reposaba sobre un razonamiento condicional implícito, el de que si la acusada salía con bien de la prueba era porque Dios ya la había elegido previamente para vencer a la acusación de su marido. Sólo con esta creencia en mente se puede entender el uso de la tortura como instrumento de interrogatorio judicial: los torturadores suponían que si el acusado era culpable, Dios le ayudaría a sobrellevar el dolor. Pero las cosas son justo al contrario. Los supervivientes no superaron la prueba porque Dios los había auxiliado, sino que resultó que Dios los auxilió porque la habían superado. Del mismo modo, la diferencia entre los “falsos profetas” que denuesta el Antiguo Testamento y los verdaderos profetas se reduce a que la profecía de los primeros no coincidió con los intereses político-religiosos de las generaciones posteriores. Estas nunca tienen interés en buscar al autor de las previsiones de sucesos insignificantes. Es la utilidad de lo profetizado lo que convierte a un profeta pretérito en Verdadero profeta, aquel cuya predicción sirvió de base para una ulterior acción concertada.
     La creencia popular de que Dios ayuda al triunfador es justo lo que necesitan los bandidos más infames y los generales más inicuos: tener al Señor de su parte, de tal forma que el vencedor resulta consagrado por el hecho de vencer. Cuando el colonizador John Winthrop va atravesando los poblados de indígenas americanos diezmados por las enfermedades contagiosas europeas, escribe en una carta de 1634 a sir Nathaniel Rich: “Por lo que hace a los nativos, casi todos están muertos de viruela, como si el Señor hubiera respaldado nuestro derecho a lo que poseemos” (XIII). La creencia de que el éxito y la victoria responden al mérito moral, o, aún más, que el mérito moral reside en el éxito y la victoria, es universal. Juristas como el andalusí Ibn Hazm favorecían el expolio sobre el vencido al escribir que Allah había concedido bienes a los infieles para proporcionar botines a los creyentes (XIV), y los libros sagrados de los judíos o las encíclicas vaticanas han autorizado el saqueo de los bienes de los idólatras o los herejes con similares argumentos. Así pues, la moral y la virtud son la mejor coartada de quienes quieren cargarse de razón para legitimar su derecho a mantener el pie sobre la cerviz del vencido (XV). Según resume el abate Raynal, los blancos justifican su dominio sobre los negros esclavos asegurando que estos últimos son unos súbditos rebeldes contra la autoridad legítima (legal), o bien ocupan una tierra que los blancos ya han hecho suya, o bien que estos se han endeudado por su culpa y son en realidad sus bienhechores (XVI). Cuando Carlyle concibe en el golpe de látigo un medio justo para obligar a los negros de las colonias a recolectar para los blancos, no olvida poner a Dios de su parte al hacerle sancionar el Acta del Parlamento correspondiente, pero tampoco atribuir la culpa a los propios negros, afectados por los vicios de la “fealdad, pereza y rebeldía” (XVII).
     Asimismo los españoles justificaron por la holgazanería, impudicia y bestialidad de los indígenas la anexión de su territorio, la apropiación de sus tesoros y la explotación de sus personas. Aun cuando el ideal misionero sirvió de tapadera para señorear tierras y siervos, no pocos frailes entregados sinceramente a la salvación de las almas en pro de la Segunda Venida de Cristo se escandalizaron de lo que veían sus ojos. Cuando Fray Bartolomé de Las Casas recuerda que la única justificación de la Conquista del Nuevo Mundo residía en la misión evangelizadora confiada por el papa Alejandro VI a los reyes de España y Portugal, y que los indígenas deberían pasar a ser, una vez cristianizados, súbditos de la Corona española, lo hacía para defender la vida y los bienes de los indios, de los cuales los españoles se adueñaban febrilmente (XVIII) bajo la coartada de la “incapacidad de los bárbaros de gobernarse a ellos mismos” (XIX). Quienes pergeñaron el argumento, al parecer, no se pararon a pensar cómo es que aquellas comunidades se habían gobernado a sí mismas antes de la llegada de los cristianos. 
      Hoy ya no creemos estos cuentos ejemplares de los saqueadores provistos de armadura, pero sí que los indios tenían la costumbre, autóctona y salvaje, de cortar las cabelleras de sus enemigos muertos. El cine de Hollywood, esa factoría de mitos legitimadores en movimiento, ha ocultado que el hábito descabellador lo adoptaron los indígenas de Norteamérica de los franceses que invadieron su patria. Fueron los colonos franceses quienes exigieron en primer lugar a sus mercenarios presentar el cuero cabelludo de cada indio muerto. Sin embargo, el acto de venganza defensiva de los nativos (cabellera por cabellera) se ha convertido, gracias a la historia escrita por los vencedores, en un acto espontáneo de ferocidad salvaje que ayudaba a justificar la conquista.
      Se calcula que a la llegada de los europeos poblaban Norteamérica, incluyendo Canadá, entre seis y ocho millones de nativos. En el año 1900 sólo quedaban unos 375.000 (250.000 en Estados Unidos) (XX). La dimensión del exterminio obligó pronto a los europeos a importar esclavos negros de África para llevar adelante el programa de trabajo intensivo necesario para rentabilizar la explotación capitalista del Nuevo Mundo. Las justificaciones del genocidio fueron muy variadas, desde calificarlo de mero subproducto de la civilización o evangelización del continente a moralizar las causas del despoblamiento. Los indios merecían desaparecer a causa de sus defectos morales: la desgana les impedía trabajar al fuerte ritmo exigido por los invasores, la insumisión los llevaba a rebelarse y su maldad, a veces diabólica, a huir a la montaña. El epítome de esa culpabilización de la víctima por efecto de la conciencia culpable del verdugo nos lo brindan las palabras del presidente Theodore Roosevelt ya avanzado el siglo XX: “No voy a decir que un buen indio es un indio muerto, pero en fin, esto es lo que ha sucedido con nueve de cada diez de ellos, y no voy a perder mi tiempo con el décimo” (XXI).
     En general, los estereotipos del vencedor sobre el vencido han llegado al presente sin problemas. Tal como señala Edward Said, los conceptos “mente africana” o “misterioso Oriente” van de la mano de las nociones coloniales de la necesidad de las palizas individuales o colectivas cuando ellos (indios, jamaicanos o chinos) se portaban mal, dado que entendían mejor el idioma de la fuerza, o bien era el único lenguaje que entendían (XXII).
    El racismo entendido como ideología es otra forma histórica de culpar a la víctima. La discriminación étnica derivada de la teoría racista vino a reforzar y legitimar la práctica de expropiación y genocidio dando razones para el trato infrahumano. El historiador Ulrich B. Philips sostiene esta relación causal entre esclavitud y racismo en su estudio sobre la deportación transatlántica de negros africanos a América (XXIII), y Hannah Arendt ve en el racismo la principal arma ideológica de las políticas imperialistas (XXIV). A fin de disculpar su explotación o exterminio, el racismo y el supremacismo avanzan así una teoría falsa, creída sólo a medias o con mala conciencia, de la inferioridad de las razas oprimidas. Sobre la época del arrepentimiento europeo en que apareció el propio estudio de Philips, el congreso de Stuttgart (1907) desvelaba la impostura de la misión civilizadora que debía llevar la cultura a los salvajes desalmados para depurar la bestialidad de su estado feral: “La política local capitalista, por su propia esencia, conduce directamente al sometimiento, al trabajo forzado y a la destrucción de las poblaciones indígenas en el campo colonial. La misión civilizadora a que alude la sociedad capitalista no es más que un pretexto para satisfacer su sed de explotación y de conquista” (XXV). Como siempre desde el principio de este libro, una vez cometido el crimen es preciso justificarlo por motivos espurios.
     Otra forma de legitimar el abuso político y económico sobre los pobres y los débiles ha sido el darwinismo social o evolucionismo sociológico. Probablemente de buena fe, Herbert Spencer malinterpretó a Darwin extrapolando de la naturaleza a la sociedad las leyes darwinianas de la lucha por la vida y la supervivencia del más apto. Una ética evolucionista o darwiniana no es, sin embargo, una ética de la eliminación de los menos aptos, como erróneamente atribuyeron Spencer y sus seguidores liberales o procapitalistas a Darwin. El naturalista inglés se había limitado a describir en La evolución de las especies (1859) los efectos mortíferos de la lucha por la vida sobre los más débiles en las especies animales, nunca en el hombre; La evolución de las especies no preconiza ni describe en ningún momento la conducta ética o política humana. Darwin sí trataría la ética evolucionada de los homínidos en El origen del hombre (1871), estudio posterior que propugnó la solidaridad del grupo como una alternativa sólida a la mera competición entre individuos; Darwin expuso en sus páginas que los valores de la civilización, la ética o el derecho produjeron una ventaja cultural-natural que tomó el testigo de la anterior ventaja meramente natural (biológica, individual, egoísta y transmitida por la herencia). Ahora bien, este segundo libro de Darwin fue ignorado por los legitimadores del nuevo capitalismo industrial, quizá porque ya se había formado el útil cliché liberal-darwinista a partir de Herbert Spencer. En palabras de Patrick Tort, durante el siglo XIX el capitalismo liberal y la sociedad industrial buscaban una teoría naturalista del progreso que justificara el triunfo sin paliativos de los mejores y el abandono a su suerte de los peores:
     Los filósofos economistas del s. XVIII, la embriología de von Baer, la termodinámica y, más globalmente todavía, el evolucionismo biológico-sociológico de Spencer aportaron todos estos ingredientes […] El darwinismo, en particular, la teoría de la selección natural desempeñaron un papel oportunista y deformado […]. Después de 1860, se aislaron los temas de la competencia, de la concurrencia vital y la lucha por la vida, el triunfo o la supervivencia de los más aptos, de la transmisión acumulativa de las ventajas, de la eliminación de los menos aptos, y se los aplicó sin duda ninguna a la sociedad humana (XXVI).
     Este darwinismo social, que era un evolucionismo tergiversado por el interés del capitalismo liberal en busca de una base científica, justificó la competencia sin reglas a partir de la lucha por la vida; las leyes del mercado a partir del triunfo de los más aptos y la eliminación de derechos de los débiles a partir de la eliminación de los menos aptos. La diferencia de las clases sociales se convirtió así, una vez más, en una “necesidad natural”. Que los magnates fueran tan inmensamente ricos se explicaba por su superioridad darwiniana; que los proletarios fueran tan desesperadamente pobres, por su inferioridad natural. La gran desigualdad de la renta era buena en tanto natural, y los pobres debían malvivir o morir si a tal fin les abocaba la naturaleza de las cosas. Sobre el mismo sustrato del derecho a subyugar a los organismos inferiores se justificó también el colonialismo, que duró hasta entrado el siglo XX. Asimismo ayudó al crecimiento del propio racismo a finales del siglo XIX, pues la supervivencia del más apto implicaba que las razas superiores, como la supuesta raza aria, tenían derecho a imponerse y aun exterminar a las inferiores, las semíticas. Aunque la eugenesia derivada de ese darwinismo social o adulterado también tuvo predicamento en otros países nórdicos y en el Reino Unido, donde Francis Galton se erigió en el ideólogo de la eugenesia, fue en Alemania donde el nacionalismo agresivo sustentado en el racismo buscó activamente la guerra desde 1890. En el cambio de siglo se utilizó el darwinismo social con fines imperialistas, y Friedrich von Bernhardi pudo sostener en 1912 que la guerra era una necesidad biológica sin la cual las razas inferiores asfixiarían a los elementos sanos hasta provocar la decadencia o regresión de las razas blancas de Europa. Haciendo uso del darwinismo falseado a modo de arma arrojadiza, el racismo germánico proponía no sólo la selección positiva mejorando la raza con medidas sanitarias o higiénicas, sino también prohibiendo la reproducción de los ineptos deformes. La Endlösung o solución final nacionalsocialista que exterminó dos tercios de la población judía de Europa desde 1941 no habría sido posible sin el caldo de cultivo racista y neodarwinista basado en la distorsión interesada de la realidad.
     Los esclavos negros en América y sus descendientes devinieron también culpables de su esclavitud. Cuando el jesuita Luis de Molina amonesta en el siglo XVII a los traficantes de esclavos portugueses, estos responden que los africanos vivirán mejor como esclavos en Europa, donde son atraídos a la fe, que como libres en su país natal, donde andan desnudos y comen alimentos viles (XXVII). La esclavitud es buena para los negros no sólo a fin de remediar su desnudez, paganismo y dieta infame, sino porque si el tratante de esclavos no comprara al africano raptado, sus captores lo matarían para ocultar la existencia del negocio (XXVIII). Del mismo modo que en nuestros días los aficionados taurinos arguyen que la fiesta nacional permite al toro seguir existiendo como especie gracias a la cría para su tortura festiva, así la esclavitud permitía que los negros siguieran vivos a cambio de utilizarlos como medios de producción viviente. Los blancos les estaban dando la vida, por tanto, al someterlos a trabajos forzados. El encadenado deberá agradecer la esclavitud porque ha sido ejecutada para llevarlo a la verdadera fe. Luis de Molina propone a los reyes de Portugal que sólo los varones píos, predicadores y otros ministros eclesiásticos organicen y administren la esclavitud, “en cuanto esto se puede hacer con sana conciencia”. Es la sana conciencia de la autoridad eclesiástica la que permite gestionar la esclavitud. He aquí sus ventajas: “ya que los desdichados cautivos reciben de este modo un bien tan grande como es la fe, el ser extraídos de aquella vida bárbara e impía, viviendo entre cristianos y muriendo entre ellos, si bien unido todo ello a la miseria de la perpetua esclavitud” (XXIX).
      Una vez liberados de sus cadenas, los negros estadounidenses se convirtieron para los historiadores blancos en un “problema” del país, el black problem que termina empujando a la nación (blanca) a la guerra civil. Sólo en tiempos recientes algunos historiadores han recordado que también los negros hicieron historia, y no sólo fueron un problema que causó el enfrentamiento armado de los hombres blancos, únicos sujetos nacionales (XXX). El problema de los indígenas, de los judíos, de los moriscos o de los negros forma parte del lenguaje viciado de los vencedores que dominan el aparato del Estado. Desde su óptica privilegiada, la etnia minoritaria o alejada del poder que no desaparece ni se integra en la mayoría se convierte en un problema, como la mala hierba para el agricultor, cuya solución más rápida siempre es la aniquilación. Es así como el problema judío (Judenfrage) pedía una solución que terminó siendo el exterminio. Cada nación histórica, cada gran Estado, es indefectiblemente un verdugo que ha tenido que ocultar tras las palabras la sangre vertida de sus masacres. Como bien sabía Lady Macbeth, una vez el puñal cumplió su tarea hubo de lavarse la sangre derramada escondiendo el arma homicida. Así oculto queda inmaculado el origen sangriento de todo poder político establecido.
     Cuando el proceso de conversión de la víctima en culpable se produce también dentro de la propia sociedad o nación, los nobles y magnates pueden convertir a sus víctimas, los plebeyos laboriosos, en verdugos. En el tránsito criminal del feudalismo al capitalismo, cuando en la Europa de los siglos XVI y XVII los campesinos expulsados de sus propias tierras comunales o pequeñas parcelas privadas a causa de la usurpación de esa propiedad agraria por parte de los nobles y terratenientes, tienen que salir huyendo de sus chozas y sus tierras, no les queda otro remedio que el vagabundaje y la mendicidad, si no el hurto. Después de haber robado impunemente a los campesinos decenas de miles de hectáreas en toda Europa, las cuales constituían su único medio de vida, el derecho dictado por los señores castigó con terribles penas aquellos hurtos y hasta la simple vida errante. Es entonces cuando se promulga en Europa una “legislación sangrienta” (Marx) a fin de que los expulsados se sometieran como proletarios sin otro medio de subsistencia que su propia fuerza de trabajo al nuevo régimen laboral míseramente pagado de las ciudades fabriles: “Esos seres que se veían lanzados fuera de su órbita acostumbrada de vida, no podían adaptarse con la misma celeridad a la disciplina de su nuevo estado” (XXXI). Todo el peso de la ley de los verdugos cayó sobre las víctimas transfiguradas en malhechores. Durante el reinado de Enrique VIII, en 1530, los mendigos viejos e incapacitados debían proveerse de una licencia para mendigar; a los que podían trabajar, se les ataba a un carro y se les azotaba hasta hacerlos sangrar. Si reincidían en el vagabundaje, se les azotaba y cortaba media oreja. A la tercera vez, se les ahorcaba en tanto criminales peligrosos y enemigos de la sociedad. Más adelante, en 1547, un estatuto permitió al denunciante de un holgazán hacerlo su esclavo. El dueño tenía derecho a obligarle a realizar cualquier trabajo, por repulsivo que fuera, azotándolo y encadenándolo si era preciso. Todo el mundo podía legalmente arrebatar sus hijos al vagabundo y tomarlos bajo custodia como aprendices. El maestro de los jóvenes esclavos podía cargarlos con cadenas y ponerles un anillo de hierro en el cuello, el brazo o la pierna para identificarlos y tenerlos a mano. Estos esclavos parroquiales perduraron en Inglaterra hasta entrado el siglo XIX. En 1572, bajo la reina Isabel, los mendigos sin licencia serían azotados y marcados con hierro candente en la oreja izquierda si nadie quería tomarlos a su servicio. En caso de reincidencia, eran colgados. Marx resume así la inversión lógica de víctima y culpable: “Véase, pues, cómo después de ser violentamente expropiados y expulsados de sus tierras y convertidos en vagabundos, se encajaba a los antiguos campesinos, mediante leyes grotescamente terroristas, a fuerza de palos, de marcas a fuego y de tormentos, en la disciplina que exigía el sistema de trabajo asalariado” (XXXII).
     Las injurias de las clases improductivas contra las productivas que las sostienen con su trabajo son inmemoriales. Desde lejanos tiempos los estratos parásitos de la sociedad no sólo esquilmaron a sus parasitados sino que, además, los calumniaron hasta hurtarles el don de la inteligencia. Los campesinos que araban la tierra y alimentaban a los guerreros, nobles, eruditos, letrados y juristas para que pudieran vivir sin trabajar no sólo eran iletrados, sino estúpidos. Así definió el fundador de la dinastía Ming al pueblo: yümin o pueblo tonto (XXXIII). El “Discurso del viejo oligarca” que encontramos en La Constitución de los atenienses de Pseudo Jenofonte define al pueblo como estúpido (agnomon). El espíritu de la calumnia llegará tan lejos como para arrebatar a los miembros de las clases subalternas la propia condición de seres humanos. Cuando el obispo católico mexicano Samuel Ruiz entra en Chiapas en 1960, encuentra que los coletos o pobladores blancos siguen llamando a los indígenas sometidos “perros indios”, el mismo apelativo que utilizaron sus antepasados quinientos años antes para nombrar a aquellos nativos esclavos que compraban y vendían “como hatos de ovejas” (XXXIV). Los indios esclavizados se convierten simbólicamente en perros para que los esclavizadores puedan lavar la cara de su propia conducta, pues nada tiene de malo adiestrar un perro.
     En Rusia, los dueños del lenguaje denominaron al campesino mujik, que significa etimológicamente “hombre pequeño” u “hombrecillo”, y términos despectivos frecuentes para definir al estado llano como “chusma” o “populacho” pueden encontrarse en intelectuales europeos recientes. Ortega reduce a las clases bajas al reino animal al hablar del “brutal imperio de las masas” (XXXV). Walter Rathenau humaniza a los pobres con la condición de dejarlos en la barbarie cuando denomina al ascenso social de los trabajadores en el siglo XX la “invasión vertical de los bárbaros” (XXXVI), Rathenau reaviva el contraste entre las dos ciudades, la de los dirigentes y la de los dirigidos, por debajo de la supuesta ciudad única. Los bárbaros ya no son extranjeros pasibles de esclavitud, sino brutos domésticos, plebeyos autóctonos o proletarios nativos que llevan su insolencia a querer tomar la palabra contra su propia naturaleza balbuciente.
     Así llamamos aún aristocracia (literalmente: gobierno de los mejores) a lo que técnicamente no es sino una oligocracia hereditaria. Gracias a la mentira política que justifica la usurpación del producto del trabajo, la oligocracia o el gobierno de los menos (olígos) es transformada por arte de magia verbal en el de los mejores (aristoi). Este capcioso embellecimiento de la realidad oculta que el estatus superior se ha obtenido con el abuso hereditario de la posición dominante, la cual se reduce al poder hereditario de los menos sobre los más a partir de actos originarios más o menos inconfesables.
      El elitismo de los siglos XIX y XX ha practicado con frecuencia la conversión del verdugo en víctima y viceversa. En La rebelión de las masas Ortega transforma a la clase dirigente en víctima de la sociedad dirigida. Teniendo delante la falsilla de una Edad Media idealizada, Ortega advierte que la democracia moderna, en tanto gobierno de “masas”, nos empuja al abismo de un Apocalipsis secular: “Europa sufre ahora la más grave crisis que a pueblos, naciones, culturas cabe padecer […] Se llama la rebelión de las masas” (XXXVII). Ortega va a convertir a la víctima en verdugo paso a paso. En primer lugar, ensalza a las minorías tradicionalmente opresoras sosteniendo que fue una “selección objetiva” o de “cualidad” la que las puso al mando del gobierno; si una minoría dirige a la mayoría, es porque aquella está compuesta por hombres selectos que se exigen a sí mismos “más que los demás” (XXXVIII). En segundo lugar, escamotea a las mayorías proletarias y campesinas la única virtud evidente que ningún aristócrata puso nunca en duda, a saber, el trabajo forzoso, para introducirla también en la mochila ya bastante colmada de cualidades selectas de las minorías directivas. Cuando el trabajo y el esfuerzo obligado fueron siempre la maldición que hubieron de soportar por fuerza las clases productoras, porque sin el duro empeño cotidiano nunca pudieron sobrevivir, y en cambio el lujo y el ocio fue cosa de las clases dirigentes, Ortega da la vuelta a esa relación atribuyendo a la “vida noble” la virtud del esfuerzo, y a la “vida plebeya”, el vicio de la inercia (XXXIX). El niño mimado de la historia no es, pues, el proverbial señorito que disipa su tiempo en caros caprichos, sino, muy al contrario, las mayorías cuya “ingratitud” les impide agradecer la creciente facilidad de su vida a las minorías selectas que graciosamente se la han concedido (XL). Como si endosara sobre la espalda de las víctimas el chu o deber nunca cumplido del súbdito japonés para con su señor, a quien todo le debe, Ortega afirma que las actuales masas no han hecho nada por la civilización y, sin embargo, se encuentran de repente con un paisaje lleno de posibilidades “sin depender de su previo esfuerzo” (XLI). Ortega emplaza el selecto cuarto de baño entre los actuales avances caídos del cielo rector sobre la mayoría: “En 1820 no habría en París diez cuartos de baño en casas particulares […] las masas conocen y emplean hoy, con relativa suficiencia, muchas de las técnicas que antes manejaban sólo individuos especializados” (XLII). También el hombre medio ha llegado “a perfilar su indumentaria” (XLIII). Estos cambios tan irritantes se producen tras “dos siglos de educación progresista de las muchedumbres” (XLIV). Ninguna de estas mejoras debe nada al impulso o el esfuerzo de la mayoría, a la presión del movimiento obrero, la lucha del campesinado o las revoluciones burguesas, sino sólo a la generosidad de las egregias minorías rectoras. Pese a que las masas son tachadas de indóciles (XLV) cuando se revuelven con insolencia contra aquellas, tienden por constitución a la pereza. Pues lo plebeyo es lo perezoso e inerte; lo noble, lo esforzado y meritorio.
       La rebelión de las masas puede leerse como un encadenamiento de inversiones víctima/culpable, con tal abundancia se suceden. Así, la primacía de la coacción y el expolio del fruto del trabajo por la fuerza o la amenaza son presentadas como la “conquista” que hizo la nobleza de sus actuales privilegios sobre las clases bajas. En cambio, los actuales derechos de las “masas”, incluyendo los Derechos Humanos, no han sido conquistados por nadie, sino que inmerecidamente cayeron de lo alto. Olvidando de golpe el denuedo para conseguir derechos políticos u oportunidades económicas a las elites de terratenientes en la Revolución inglesa de 1688 que llevó a la Declaración de Derechos de 1689, el papel desempeñado por la Revolución Francesa en la Declaración Universal de los Derechos Humanos o el sufrimiento colectivo entregado durante la lucha sindical para el logro de mejores condiciones laborales, Ortega escribe: “En cambio, los derechos comunes, como son los ‘del hombre y el ciudadano’, son propiedad pasiva, puro usufructo y beneficio, don generoso del destino con que todo hombre se encuentra, y que no responde a esfuerzo ninguno” (XLVI).
       Aunque el término titular del libro de Ortega “masa” tuvo un uso laudatorio en la publicística progresista del siglo XIX (XLVII), en el filósofo español es peyorativo y deshumanizador. La voz “masa” se aplica a los cuerpos inertes y a las agrupaciones animales tanto como a las concentraciones humanas, y ejerce la misma función respecto al pueblo que la de “rebaño” entre los clérigos e intelectuales del Antiguo Régimen. Leopardi estima así incontables los manejos, la discordia y el tumulto que solían ocurrir cuando los “rebaños” comparecían en las elecciones (XLVIII). Del mismo modo que cuando leemos “rebaño” en la literatura eclesial debemos entender “pueblo”, un agregado laico que no puede dirigirse a sí mismo y necesita del cayado del pastor o el obispo, cuando leemos “masa” en la literatura elitista debemos entender “pueblo” o “mayoría”. Aunque Ortega intenta cubrirse las espaldas afirmando aquí y allá que la masa no es el pueblo, y que para él son conceptos distintos, si no contrarios, en un pasaje revelador declara que la masa es lo mismo que antes se llamaba el pueblo. Refiriéndose a la masa, afirma: “el pueblo –según entonces se le llamaba–” (XLIX). El lector ha necesitado más de setenta páginas para advertir que esa masa tan denostada cuya rebelión “supone la más grave crisis de Europa”, esa “muchedumbre que se posesiona de los locales y utensilios creados por la civilización” (en cuya existencia no ha participado), esas “masas que gozan de los placeres y usan los utensilios inventados por los grupos selectos y que antes sólo estos usufructuaban”, era, en realidad, el pueblo, es decir, aquello que antes se llamaba pueblo. ¿Qué ha hecho, pues, el buen pueblo para convertirse en amenazante masa? Ortega responde sin querer a esta pregunta al afirmar de esa masa llamada antes pueblo: “Como las masas, por definición, no deben ni pueden dirigir su propia existencia, y menos regentar la sociedad […]” (LI). En este enunciado categórico encontramos el motivo de la deshumanización orteguiana de las mayorías a través del vocablo “masa”: querer dirigir su existencia en vez de dejar que otros la dirijan como en los viejos y buenos tiempos. También aquí se trata de traer al pueblo a obediencia para que siga los dictados de la minoría dirigente. Ortega trasluce en otra de sus obras, España invertebrada, el motivo de la masificación de la mayoría. Allí opondrá a lo que denomina el “progresismo inventado por el siglo XVIII” un sistema mejor: el sistema hindú de castas: “A los hombres de una época Kali, como ha sido la que en nosotros concluye, les irrita sobremanera la idea de las castas. Y, sin embargo, se trata de un pensamiento profundo y certero” (LII). El prólogo a la cuarta edición del libro aclara el por qué: “Más allá de la petulancia descubrirán en sí mismas [las masas] un nuevo estado de espíritu: la resignación, que es en la mayor parte de los hombres la única gleba fecunda y la forma más alta de espiritualidad a que pueden llegar” (LIII).
      El afán de reducir a las clases populares a obediencia resignada es común a los elitistas liberales y a los fascistas y nacionalsocialistas que ocuparon el espacio público en la primera mitad del siglo XX. También Hitler y Mussolini tenían de la masa del pueblo una opinión ínfima que la acercaba a la animalidad. “La gran masa”, escribió Hitler en Mein Kampf, “es sólo una parte de la naturaleza” (LIV). Esta esencia subhumana explicaba la necesidad del guía de rebaño o conductor de multitudes: un líder. La raíz verbal de leader es to lead, conducir, un verbo que constituye también la raíz del tratamiento de Hitler (Führer, de zu führen, guiar o conducir) y de Mussolini (Duce, de ducere, con idéntico significado). La teoría nacionalsocialista distinguía entre la clase rectora o elite, una suerte de aristocracia natural que aportaba la inteligencia y la dirección del movimiento, y las masas inertes sólo capaces de seguir al vencedor (LV). Las mayorías carecen de personalidad e individualidad y por lo tanto son incapaces de gobernar, escribe Hitler en Mein Kampf. La semejanza entre los elitistas liberales y totalitarios a la hora de despojar al pueblo de libertad y responsabilidad se acentúa en este designio hitleriano: “No existen [en el Estado popular nacionalsocialista o Volkstaat] mayorías que tomen decisiones, sino personas responsables” (LVI).
       Todas estas teorías justificativas y falacias injuriosas que por fuerza las acompañan obedecen a la tendencia psíquica del agresor a descargar en el agredido la causa de la agresión.

 
————--
I. Edward W. Said, Cultura e imperialismo, Barcelona: Anagrama, 1996, p. 45.
II. Bernal Díaz del Castillo, Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, vol. I, Madrid: Sarpe, 1985, p. 226.
III. Ibidem, p. 232.
IV. Ibidem, p. 233.
V. Idem.        
VI. Paul Preston, El holocausto español, ed. cit., pp. 554, 611 y 617.
VII. Ibidem, p. 255.
VIII. En Anatomía del secreto. Seudología III, Madrid: Verbum, 2016, pp. 39-48.
IX. José Ortega y Gasset, España invertebrada, ed. cit., p. 44.
X. Tácito, Germania, 36. Trad. de J. M. Requejo.
XI. Números, 5, 11-31.
XII. Anatomía del secreto. Seudología III, ed. cit., pp. 205-208.
XIII. John H. Elliott, Imperios del mundo atlántico, ed. cit., p. 115.
XIV. Cit. en Ye’or Bat, “Al Andalus, ¿un modelo para el futuro de Europa?”, p. 91, en Debats, CXIII (2011), pp. 88-97.
XV. Rafael Sánchez Ferlosio, God & Gun. Apuntes de polemología, ed. cit., p. 137.
XVI. Abate Raynal, Histoire philosophique et politique des Établissements & du Commerce des Européens dans les Deux Indes (1776-1780); cit. en Marcel Merle y Roberto Mesa (comps.), El anticolonialismo europeo, ed. cit., pp. 133-134.
XVII. Thomas Carlyle, The Nigger Question, cit. en Edward W. Said, Cultura e imperialismo, ed. cit., p. 172.
XVIII. Marcel Merle, “Presentación”, p. 16, en Marcel Merle y Roberto Mesa (comps.), ob. cit.,  pp. 13-51.
XIX. Ibidem, p. 16.
XX. Marc Ferro (dir.), El libro negro del colonialismo, ed. cit., p. 67.
XXI. Ibidem, p. 70.
XXII. Edward W. Said, ob. cit., pp. 11-12.
XXIII. American Negro Slavery (1918), cit. en Marc Ferro (dir.), ob. cit., p. 70.
XXIV. Hannah Arendt, Los orígenes del totalitarismo, Madrid: Taurus, 2004, p. 244.
XXV. Cit. en Marc Ferro (dir.), ob. cit., p. 759.
XXVI. Patrick Tort, “Darwinisme social: la méprise”, pp. 600-601, en Boris Cyrulnik (dir.), Si les lions pouvaint parler..., París: Gallimard, 1998, pp. 598-604.
XXVII. Marcel Merle y Roberto Mesa (comps.), ob. cit., p. 93.
XXVIII. Ibidem, p. 95.
XXIX. Ibidem, pp. 93-94.
XXX. Eugene D. Genovese, Roll, Jordan, Roll: The World the Slaves Made, Londres: 1975, cit. en Jim Sharpe, “Historia desde abajo”, p. 56, en Peter Burke, Formas de hacer historia, ed. cit., pp. 39-58.
XXXI. Karl Marx, El Capital, capítulo XXIV, ed. cit., p. 123. Sigo en las próximas líneas la exposición de Marx.
XXXII. Idem.
XXXIII. Max Weber, Ensayos sobre sociología de la religión, I, ed. cit., p. 429.
XXXIV. Enrique Krauze, Redentores. Ideas y poder en América Latina, Barcelona: Debate, 2011, p. 440.
XXXV. José Ortega y Gasset, La rebelión de las masas, Madrid: Revista de Occidente, 1975, p. 72. Los entrecomillados siguientes pertenecen a la p. 73 de la misma obra.
XXXVI. Citado elogiosamente por Ortega en la misma obra, p. 107.
XXXVII. José Ortega y Gasset, La rebelión de las masas, ed. cit., p. 61.
XXXVIII. Ibidem, p. 65.
XXXIX. Ibidem, p. 117.
XL. Ibidem, p. 114.
XLI. Idem.
XLII. Ibidem, pp. 74-75.
XLIII. Ibidem, p. 77.
XLIV. Ibidem, p. 78.
XLV. Ibidem, p. 123.
XLVI. Ibidem, p. 120.
XLVII. Luciano Canfora, Ideologías de los estudios clásicos, Madrid: Akal, 1991, p. 11.
XLVIII. Giacomo Leopardi, Paralipomeni della Batracomiomachia di Omero, III, 36, cit. en Luciano Canfora, Ideologías de los estudios clásicos, Madrid: Akal, 1991, p. 11, n.
XLIX. José Ortega y Gasset, La rebelión de las masas, ed. cit., p. 75.
L. Ibidem, p. 61
LI. Idem.
LII. José Ortega y Gasset, España invertebrada, ed. cit., p. 109.
LIII. Ibidem, p. 23.
LIV. Adolf Hitler, Mein Kampf, Múnich: Zentralverlag der NSDAP, 1943, p. 371.
5 Comentarios

    ARTÍCULOS

    El Coloquio de los Perros.
    Revista de Literatura.
    ISSN 1578-0856


    CARLOMAGNO PÉRALTE: JESUCRISTO NEGRO LATINOAMERICANO
    JOHN COLTRANE EN AMBAS DIRECCIONES A UN TIEMPO
    PREMIO INTERNACIONAL DE POESÍA JUAN REJANO. CRÓNICA DE CASI UN LUSTRO (2019-2022)
    LA BATALLA DE ARGEL: EL TEMA COMO EN UN ESPEJO
    EL METATEATRO EN TRES OBRAS DE PALOMA PEDRERO
    ULISES: UNA PASIÓN LITERARIA
    DYLAN Y GINSBERG SOBRE LA TUMBA DE KEROUAC
    EN OLISSIPPO, BREVES APUNTES SOBRE LISBOA
    EL PINTOR DE LOS OJOS VENDADOS
    L
    WALDO SANTOS: HOMENAJE Y LECTURA
    WHAT LOVE IS IT, CATHY, WE NEED? PUSILLANIMITAS Y MASCULINIDAD TÓXICA EN HEATHCLIFF (BRONTË) Y LAW (CARSON)
    MACKY CORBALÁN, POETA
    ANA LUISA AMARAL O LA SENCILLEZ DEL EXCESO
    LA SUAVIDAD DEL SONIDO DE LA ARMONÍA
    POESÍA INDÍGENA (ACTUAL) CENTROAMERICANA: UN ACERCAMIENTO CONTRAHEGEMÓNICO
    CARLOS PÉREZ SIQUIER, LA LUZ DEL SUR
    PETRARCA Y LOS ORÍGENES DEL SONETO
    ALFREDO RODRÍGUEZ, AGENTE DOBLE
    HACIA LA ESPAÑOLIDAD DE CORMAN McCARTHY
    LOS PROVERBIOS FLAMENCOS
    LA TRAGEDIA DEL ARTE
    «SE HACE LENGUAJE EL CORAZÓN Y CANTA» IN MEMORIAM JESÚS HILARIO TUNDIDOR
    LA DESTRUCCIÓN IDENTITARIA EN DR. JEKYLL Y MR. HYDE Y ALICIA EN EL PAÍS DE LAS MARAVILLAS
    DESDE EL LUGAR DEL LECTOR
    DESDE EL ‘PICASSO’ DE COLEMAN HAWKINS HASTA EL DE JAVIER DENIS. LAS DISTANCIAS SALVADAS
    MÁSCARA(S): ESTA (NO) ES TU CARA. DE PAUL MCCARTHY A GORDON VON STEINER
    LOS ESPACIOS COTIDIANOS
    RECEPCIÓN DE "LA REGENTA" EN SU TIEMPO
    EL MALESTAR DE LA CULTURA REFLEJADO EN "LA TIERRA BALDÍA"
    LA NATURALEZA DE LA NADA
    ECOS DE TENNYSON EN POETAS ESPAÑOLES DE HOY
    WYOMING EN LA POESÍA DE MIGUEL D'ORS
    LA LUCIDEZ ANTE LA VIDA DE MIGUEL CATALÁN
    LLAMA Y CENIZA EN LA OBRA DE BLAS MUÑOZ PIZARRO
    MÁS DE UN GRAMO DE DULZURA EN LA LITERATURA: LOS AUTORES REGALIZ
    DEJA QUE YO TE LO CUENTE
    ENSAYO DE UNA HIPÓTESIS (DIVAGACIONES SOBRE PINTURA)
    LA BÚSQUEDA DE HUYSMANS
    MORRICONE NO SOLO COMÍA SPAGUETTI
    CARLOS GARDEL Y JOAN TOMÁS
    LA ESCRITURA OBSTINADA: LOS CUENTOS DE JESÚS GARDEA
    "SEDA" DE ALESSANDRO BARICCO Y SU AFINIDAD CON HERMANN HESSE
    CONTEXTOS DE "EL AMERICANO" DE HENRY JAMES
    23 DE ABRIL. DÍA DEL IDIOMA
    EL DESBORDE EN LA POESÍA DE FRANCISCO LAYNA RANZ
    VERSOS CELEBRATIVOS Y EXQUISITOS: BASILIO SÁNCHEZ
    MEDITACIÓN POR LA PUREZA: NIEVE, SANGRE Y ÉBANO
    ASÍ LOS CREADORES
    UN NUEVO MODELO DE MUJER EN LA LÍRICA HISPANA DEL BAJO BARROCO
    LA LITERATURA DOMINICANA DEL SIGLO XXI
    OMNE ANIMAL POST COITUM TRISTE EST
    LA CUEVA DE MONTESINOS: UN DESCENSO A LOS INFIERNOS
    13 HABITACIONES PROPIAS EN UN CULIACÁN DESPUÉS DE LAS BALAS
    EL MUELLE DEL PUERTO GRANDE
    UN IMPERDONABLE OLVIDO DE LA LITERATURA ARGENTINA: LIBERTAD DEMITRÓPULOS
    AL OTRO LADO DE LA TRINCHERA HABÍA UN POEMA.
    EN TORNO A AFGANISTÁN: DIARIO DE UN SOLDADO
    DE GUILLERMO DE JORGE

    EL DESTINO Y LA IMPOSIBILIDAD DE SER FELIZ EN LA COSMOVISIÓN GRIEGA
    PICASSO Y LA POESÍA
    JACK FINNEY, DETECTIVE DEL TIEMPO
    "LA VIDA PERRA DE JUANITA NARBONI" DE ÁNGEL ÁZQUEZ: LA DIÉGESIS DE UNA NEUROSIS
    MÁNCHESTER: LA CAPITAL INGLESA DE LA MÚSICA ROCK (1976-1991)
    EL SÍNDROME DE KOTOV
    HOMENAJE A ANAHÍ LAZZARONI
    JOSÉ LUIS GARCÍA MARTÍN: COMO SI EL TIEMPO NO MURIESE
    LA SANTA MENTIRA
    SOBRE POESÍA Y REDES
    PAPEL PINTADO
    SANTIAGO AGUILAR Y CARLOS GARDEL. EL ESPAÑOL QUE SUPO QUE EL REY DEL TANGO ERA FRANCÉS
    DEL SILLÓN A LA JUNGLA
    ILDEFONSO RODRÍGUEZ: EL OFICINISTA DEL RÍO
    EL MUNDO DE 1984 Y SUS PARALELISMOS CON LA REALIDAD CONTEMPORÁNEA
    LA INFLUENCIA DEL PAISAJE EN LOS POETAS VALENCIANOS CONTEMPORÁNEOS
    EL PROGRESO EN LA CAVERNA
    UNA EXTRAORDINARIA APORTACIÓN A LA BIBLIOGRAFÍA GARDELIANA: "LA LÁGRIMA EN LA GARGANTA" DE YÉPEZ-POTTIER
    LA SOMBRA DE DELIBES ES ALARGADA
    PANFLETO CONTRA LA NOVELA NEGRA
    METÁFORAS CONTEMPORÁNEAS DE DIOS
    EMILIA PARDO BAZÁN, LIBROS Y CABALLEROS EN EL SIGLO XIX
    UNA NIÑA Y UN NOBEL
    LA HISTORIA DE AMOR (FALLIDA) ENTRE KIM Y THURSTON
    LA NOSTALGIA DE JAIME GIL DE BIEDMA EN "MORALIDADES" Y "POEMAS PÓSTUMOS"
    SESÉ, ME ACUERDO
    HEMINGWAY Y LAS COINCIDENCIAS
    MEDITACIÓN DEL CANTÁBRICO
    VIGENCIA DE UNA LITERATURA INVISIBLE: ALFREDO PAREJA DIEZCANSECO
    DOS FOTOGRAFÍAS DE GUERRA
    LA MIRADA AL MUNDO DE FERNANDO DEL VAL
    LAS CÉLEBRES ÓRDENES DE LA NOCHE: DESTIERRO, ASESINATO. LAS CICATRICES DEL MONSTRUO
    DON BALÓN DE BABA
    TERATOMA: REGRESO A LA METRÓPOLIS DEL SIMULACRO
    HOY HE CONOCIDO UN ÁNGEL
    LOS LUGARES AMADOS DE CÉSAR ANTONIO MOLINA
    POETA EN BUENOS AIRES
    ESCRITORES VALENCIANOS EN EL EXILIO DE AMÉRICA
    CARLOS MARZAL: REFLEXIÓN Y HONDURA EN EL SENTIR POÉTICO
    LA CONVERSIÓN DE LA VÍCTIMA EN VERDUGO
    BREVE REVISIÓN DEL PRINCIPIO DE ECONOMÍA DEL LENGUAJE
    POESÍA Y TRADUCCIÓN: UNA LECCIÓN DE GEOMETRÍA
    JOHN WILLIAMS Y SU ANTOLOGÍA DE POESÍA INGLESA DEL RENACIMIENTO
    TED KOOSER, CUANDO MENOS ES MÁS
    GAMONEDA INTERIOR: EL PASO AL VERSO VERDADERO
    ALFRED KUBIN O EL MOVIMIENTO NOCTURNO DE LA CONCIENCIA
    SHINY HAPPY PEOPLE? UNA DESMITIFICACIÓN DE LA VISIBILIDAD DEL UNDERGROUND NORTEAMERICANO
    NOTAS SOBRE EL ESQUIZORREALISMO
    CUBISMO PICTÓRICO. MODERNISMO LITERARIO. UNA ESTÉTICA COMPARTIDA ENTRE STEIN Y PICASSO
    SOBRE CASPER KANG: EXTRAÑOS LABERINTOS, BUCLES Y CAOS
    DERIVAS SONÁMBULAS: SÍNDROME DE MOEBIUS
    JAVIER LOSTALÉ: LA POESÍA COMO LLAMA Y CENIZA
    LA POLICÍA SEMÁNTICA
    DISECCIONES DE LO COTIDIANO: FOLLAR O NO FOLLAR, HE AHÍ EL DILEMA
    HERAKLÉS: LA IMPORTANCIA DE SER DISTINTO. UNA VISIÓN DE LA HOMOSEXUALIDAD EN LA MIRADA DE JUAN GIL-ALBERT
    EL ALMA DE PACO MIRANDA: ELEGÍA EN CINCO MOVIMIENTOS CRONOLÓGICAMENTE DESORDENADOS (MÁS UN SUEÑO Y UNA PESADILLA)
    HOMERO EXPÓSITO: LA METÁFORA EN EL TANGO
    LA HONDURA HUMANA Y NARRATIVA DE JOSÉ LUIS SAMPEDRO
    ARANOA. UN TEXTO IMPERFECTO
    ESTARÉ BESANDO TU CRÁNEO. "PRINCIPIO DE GRAVEDAD" DE VICENTE VELASCO


    LOS AÑOS DE FORMACIÓN DE JACK KEROUAC


    ALGUNAS FUENTES FILOSÓFICAS EN LA NARRATIVA DE JORGE LUIS BORGES



    EDWARD LIMÓNOV: EL QUIJOTE RUSO QUE SINTIÓ LA LLAMADA A LA ACCIÓN


    EXILIO Y CULTURA EN ESPAÑA


    VIGENCIA DE LA RETÓRICA: RALPH WALDO EMERSON, MIGUEL DE UNAMUNO Y EL AYATOLÁ JOMEINI


    LA VISIÓN DE RUBÉN DARÍO SOBRE ESPAÑA EN SU LIBRO "ESPAÑA CONTEMPORÁNEA"


    PUNTO DE NO RETORNO


    JOSÉ MANUEL CABALLERO BONALD: ENTRE LA NOCHE Y LA CREACIÓN


    EL HIELO QUE MECE LA CUNA


    NO FUTURE


    MUERTE EN VENECIA: DE LA NOVELA AL CINE


    GUILLERMO CARNERO: DEL CULTURALISMO A LA POESÍA ESENCIAL


    ARCHIPIÉLAGOS DE SOLEDAD DENTRO DE LA PINTURA


    JUAN GOYTISOLO, NUEVO PREMIO CERVANTES, LA LUCIDEZ DE UN INTELECTUAL CONTEMPORÁNEO


    LA INFLUENCIA DE LUIS CERNUDA EN LA OBRA DE FRANCISCO BRINES


    EL LENGUAJE POÉTICO, REALIDAD Y FICCIÓN EN LA OBRA DE JAIME SILES


    EL ENSAYO COMO PENSAMIENTO GLOBAL EN LA OBRA DE JAVIER GOMÁ


    DESIERTOS PARADÓJICOS, DESIERTOS MORTÍFEROS


    DOS POETAS ANDALUCES Y UNA AVENTURA EXISTENCIAL


    "NEO-NADA", DE DOMINGO LLOR


    EL SOMBRÍO DOMINIO DE CÉSAR VALLEJO


    LAURIE LIPTON: DANZAS DE LA MUERTE EN UNA ERA DEL VACÍO


    MUJICA. LA SAPIENCIA DEL POETA


    IMITACIÓN Y VERDAD. JOHN RUSKIN


    LA OBRA LUMINOSA DE ÁLVARO MUTIS A TRAVÉS DE MAQROLL EL GAVIERO


    SIEMPRE DOSTOIEVSKI. REFLEXIONES SOBRE EL CIELO Y EL INFIERNO


    ANÁLISIS DEL PERSONAJE DE OFELIA EN HANMLET DE WILLIAM SHAKESPEARE


    EL QUIJOTE, INVECTIVA CONTRA ¿QUIÉN?


    ESQUINA INFERIOR DERECHA, ESCALA 1:500


    BAUDELAIRE Y "LA MUERTE DE LOS POBRES"


    "ES EL ESPÍRITU, ESTÚPIDO"


    CONEXIÓN HISPANO-MEJICANA: JUAN GIL-ALBERT Y OCTAVIO PAZ


    LADY GAGA: PORNODIVA DEL ULTRAPOP


    LA BIBLIA CONTRA EL CALEFÓN. LAS IMÁGENES RELIGIOSAS EN LOS TANGOS DE ENRIQUE SANTOS DISCÉPOLO


    VILA-MATAS, EL INVENTOR DE JOYCE. UNA LECTURA DE "DUBLINESCA"


    UNA BOCANADA DE AIRE FRESCO: EL NUEVO PERIODISMO


    COMO LA VOZ DEL ANIMAL NOCTURNO. BREVES ANOTACIONES SOBRE LA TRAYECTORIA POÉTICA DE CRISTINA MORANO


    JOHN BANVILLE: LA ESTÉTICA DE UN ESCRITOR CONTEMPORÁNEO


    KEN KESEY: EL MESÍAS DEL MOVIMIENTO PSICODÉLICO


    CINCUENTA AÑOS DE UN LIBRO MÁGICO: RAYUELA, DE JULIO CORTÁZAR


    LA INCOMUNICACIÓN Y EL GRITO


    QUEVEDO REVISITADO: FICCIÓN, REALIDAD Y PERSPECTIVISMO HISTÓRICO EN "LA SATURNA" DE DOMINGO MIRAS


    LAS RIADAS DEL ALCANTARILLADO


    MÚSICA EN LA VANGUARDIA: LA ESCRITURA DE ROSA CHACEL


    MULTIPLICANDO SOBRE LA TABLA DE LA TRISTEZA: UNA APROX. A LA TRAYECTORIA POÉTICA DE JOSÉ ALCARAZ



    RUBÉN DARÍO EN LOS TANGOS DE ENRIQUE CADÍCAMO


    THE VELVET UNDERGROUND ODIABAN LOS PLÁTANOS


    "TREN FANTASMA A LA ESTRELLA DE ORIENTE" DE PAUL THEROUX: EL VIAJE COMO FORMA DE CONOCIMIENTO


    EL TEMA DEL VIAJE EN LA PROSA FANTÁSTICA HISPANOAMERICANA



    GUERRA MUNDIAL ZEUTA


    LA HAZAÑA DE PUBLICAR UN NOVELÓN CON SOLO 25 AÑOS


    JACINTO BATALLA Y VALBELLIDO, UN AUTOR DE REFERENCIA


    EL OJO SONDA: LA MIRADA DE TERRENCE MALICK


    SURF Y MÚSICA: MÚSICA SURF


    EL PERSONAJE METAFICCIONAL DE AUGUST STRINDBERG



    MARCELO BRITO: PRIMEROS PASOS HACIA EL TREMENDISMO EN LA OBRA DE CAMILO JOSÉ CELA


    EPIFANÍAS JOYCEANAS Y EL PROBLEMA AÑADIDO DE LA TRADUCCIÓN


    EL VALLE DE LAS CENIZAS

    RASGOS BRETCHTIANOS EN "LA TABERNA FANTÁSTICA" DE ALFONSO SASTRE


    AL OESTE DE LA POSGUERRA. JÓVENES EXTREMEÑOS EN EL MADRID LITERARIO DE LOS CUARENTA


    LORD BYRON Y LA MUERTE DE SARDANÁPALO


    JUAN GELMAN. UNA MIRADA CARGADA DE FUTURO


    FRANZ KAFKA: UN ESCRITOR DISIDENTE

    Hemeroteca

    MAGIA Y POESÍA EN DR. FAUSTUS
    HAMLET, PRÍNCIPE DE LA INMORTALIDAD
    TRES RAZONES PARA LEER A ROBERTO JUARROZ
    EL POP ANIMADO
    LEONARD COHEN. EL PRÍNCIPE QUE CONQUISTÓ MANHATTAN

    Archivos

    Marzo 2023
    Enero 2023
    Diciembre 2022
    Noviembre 2022
    Agosto 2022
    Julio 2022
    Junio 2022
    Mayo 2022
    Marzo 2022
    Febrero 2022
    Noviembre 2021
    Octubre 2021
    Septiembre 2021
    Agosto 2021
    Julio 2021
    Junio 2021
    Mayo 2021
    Abril 2021
    Marzo 2021
    Febrero 2021
    Enero 2021
    Diciembre 2020
    Noviembre 2020
    Octubre 2020
    Septiembre 2020
    Agosto 2020
    Julio 2020
    Junio 2020
    Abril 2020
    Marzo 2020
    Febrero 2020
    Diciembre 2019
    Noviembre 2019
    Octubre 2019
    Septiembre 2019
    Julio 2019
    Junio 2019
    Mayo 2019
    Abril 2019
    Febrero 2019
    Enero 2019
    Diciembre 2018
    Noviembre 2018
    Octubre 2018
    Septiembre 2018
    Agosto 2018
    Junio 2018
    Abril 2018
    Marzo 2018
    Enero 2018
    Diciembre 2017
    Noviembre 2017
    Octubre 2017
    Septiembre 2017
    Julio 2017
    Mayo 2017
    Abril 2017
    Marzo 2017
    Febrero 2017
    Enero 2017
    Diciembre 2016
    Noviembre 2016
    Septiembre 2016
    Junio 2016
    Mayo 2016
    Enero 2016
    Octubre 2015
    Septiembre 2015
    Julio 2015
    Junio 2015
    Mayo 2015
    Abril 2015
    Marzo 2015
    Febrero 2015
    Enero 2015
    Diciembre 2014
    Noviembre 2014
    Octubre 2014
    Septiembre 2014
    Agosto 2014
    Junio 2014
    Mayo 2014
    Abril 2014
    Marzo 2014
    Febrero 2014
    Enero 2014

    Categorías

    Todo
    13 Habitaciones Propias
    1984
    23 De Abril
    Ahmed Oubali
    Aitana Monzon
    Ajedrez Y Literatura
    Alcantarillado
    Aldo Fresneda Ortiz
    Alejandro Badillo
    Alejandro Sanchez Romero
    Alessandro Baricco
    Alfonso Garcia Villalba
    Alfonso Garcia-villalba
    Alfred Kubin
    Alfredo Pareja Diazcanseco
    Alfredo Rodriguez
    Alguien Volo Sobre El Nido Del Cuco
    Alicia In Wonderland
    Ana Garrido
    Anahi Lazzaroni
    Ana Luisa Amaral
    Andres Garcia Cerdan
    Angelo Medina Lafuente
    Angel Vazquez
    Anne Carson
    Antesalas Del Olvido
    Antologia De Poesia Inglesa Del Renacimiento
    Antonio Aguilar
    Antonio Barnes Vazquez
    Antonio Gamoneda
    Antonio Gomez Ribelles
    Antonioni
    August Strindberg
    Autoecos
    Autoficción
    Ayatola Jomeini
    Balduque
    Basilio Sanchez
    Baudelaire
    Bea Miralles
    Belen Lopez Marin
    Berlin
    Berta Guerrero Almagro
    Bibliografia Gardeliana
    Blancanieves
    Bronte
    Bruegel
    Brueghel
    Brueghel El Viejo
    Cadicamo
    Camilo José Cela
    Carlomagno Peralte
    Carlos Gardel
    Carlos Marzal
    Carlos Perez Siquier
    Carmen Maria Lopez Lopez
    Caverna
    Cervantes
    Cesar Vallejo
    Ceuta
    Claudio Tedesco
    Coleman Hawkins
    Concha Garcia
    Cormac Mccarthy
    Cortazar
    Cristina Morano
    Cristo Negro
    Cualiacan
    Cueva De Montesinos
    Daniel Garcia Arana
    Daniel Roca Blanco
    Dario
    David Baro
    Deledda
    Dia Del Idioma
    Diego L Garcia
    Diego Reche
    Diego Sanchez Aguilar
    Dios
    Doctor Faustus
    Domingo Llor
    Domingo Miras
    Don Balon De Baba
    Don Quijote
    Dorothea Tanning
    Dr Jekyll & Mr Hyde
    Dublinesca
    Dylan
    Edicion Anotada De La Tristeza
    Edward Hopper
    Edward Limonov
    El Americano
    El Coloquio De Los Perros
    El Destino Y La Cosmovision Griega
    Ele
    Elena Nicolas Cantabella
    Elena Roman
    Elliot
    El Nuevo Periodismo
    El Quijote
    El Sindrome De Kotov
    Emilia Pardo Bazan
    Emilio Jose Alvarez Castaño
    Emily Dickinson
    Enrique A. Conesa
    Enrique Antonio Conesa
    Enrique Cadicamo
    Enrique Santos Discepolo
    Esas Nubes Que Pasan
    España Contemporanea
    Exilio Y Cultura
    Exposito Montes
    Ezequiel Perez Plasencia
    Fernanda Ballesteros
    Fernando Del Val
    Fernando Leon De Aranoa
    Fior Di Sardegna
    Flor De Cerdeña
    Florencia Strajilevich
    Francisco Brines
    Francisco Gomez
    Francisco Jota Perez
    Francisco Layna Ranz
    Garcia Lorca
    Garcia Marquez
    George Orwell
    Gertrude Stein
    Ginsberg
    Gordon Von Steiner
    Grazia Deledda
    Grunewald
    Guerra Mundial Zeta
    Guillermo Carnero
    Guillermo De Jorge
    Guillermo Montoya Gracia
    Gulag
    Haiti
    Hamlet
    Hector Tarancon Royo
    Hemingway
    Henry James
    Herakles
    Herman Hesse
    Homero Exposito
    Huysmans
    Ildefonso Rodriguez
    Insolacion
    Isa Perez Rod
    Jacinto Batalla
    Jack Finney
    Jack Kerouac
    Jaime Gil De Biedma
    James Joyce
    Javier Alcoriza
    Javier Denis
    Javier Lostale
    Jazz Picasso
    Jesucristo Negro
    Jesus Gardea
    Jesus Hilario Tundidor
    Jinetes De Luez En La Hora Oscura
    John Coltrane
    John Williams
    Jorge Luis Borges
    Jose Alcaraz
    Jose Ezequiel Perez
    Jose Filadelfo Garcia Gutierrez
    Jose Luis Fernandez Perez
    Jose Luis Garcia Martin
    Jose Luis Lopez Bretones
    Jose Luis Martinez Clares
    Jose Luis Sampedro
    Jose Manuel Caballero Bonald
    Jose Maria Alvarez
    Joyce
    Juan Claudio Acinas
    Juande Mercado
    Juan Gil Albert
    Juan Gil-albert
    Juan Goytisolo
    Juan Lozano Felices
    Juan Luis Calbarro
    Juan Planas Bennasar
    Juan Rejano
    Julio Cortazar
    Julio Martinez Mesanza
    Ken Kesey
    Kerouac
    Kimberly Huertas Arredondo
    Kim Gordon
    L
    Lady Gaga
    La Lagrima En La Garganta
    La Regenta
    Lars Von Trier
    La Santa Mentira
    Las Celebres Ordenes De La Noche
    Las Flores Del Mal
    La Tierra Baldia
    Laura Bohorquez
    Laura Gil
    Laurie Lipton
    La Vida Perra De Juanita Narboni
    Leonard Cohen
    Leonardo Josue Espinal
    Leopoldo Alas
    Lisboa
    Literatura Dominicana
    Literatura Ecuatoriana
    Literatura Indigena
    Lorente Garcia
    Los Desnudos Y Los Muertos
    Los Heraldos Negros
    Lou Reed
    Lucciano Stola
    Luciana A. Mellado
    Luis Cernuda
    Luis Eduardo Cortes Riera
    Macky Corbalan
    Manchester
    Manuel Angel Gomez Angulo
    Manuel Guerrero Cabrera
    Manuel Puertas Fuertes
    Marcelo Brito
    Marco Sanz
    Marina Peñalosa Montero
    Marlowe
    Marta Ladri
    Marta Ledri
    Metaforas
    Miguel Catalan
    Miguel Delibes
    Miguel De Unamuno
    Miguel D'ors
    Muerte En Venecia
    Musica Y Surf
    Natalia Carbajosa
    Neo-nada
    Nestor E Rodriguez
    No Future
    Norman Mailer
    Octavio Paz
    Ofelia
    Pablo Picasso
    Paco Miranda Terrer
    Pascual Duarte
    Paul Maccarthy
    Paul Theroux
    Pedro Garcia Cueto
    Pedro Pujante
    Pedrp Diego Varela
    Picasso
    Picasso Y La Poesia
    Pilar Quirosa
    Pintura
    Platano Warhol
    Poe
    Poesia Indigena
    Poesia Y Redes
    Poetas Valencianos
    Policia Semantica
    Post Coitum
    Premio Cervantes
    Premio Juan Rejano
    Principio De Gravedad
    Proverbios Flamencos
    Puente Genil
    Quevedo
    Rafael Sanchez Ferlosio
    Ralph Waldo Emerson
    Raul Ansola
    Rayuela
    Rem
    Roberto Garcia De Mesa
    Roberto Juarroz
    Roger Torralbo
    Romeo Y Julieta
    Rosa Chacel
    Rosana Hidalgo Llorente
    Ruben Dario
    Ruby Fernandez
    Said Vladimir Ramirez Tellez
    Salvador Galan Moreu
    Santiago Aguilar
    Santiago Rodriguez Guerrero Strachan
    Santiago Rodriguez Guerrero-strachan
    Scooby Doo
    Sebastian Mondejar
    Seda
    Sergio B. Landrove
    Sex Pistols
    Shakespeare
    Shakespearem Elena Nicolas Cantabella
    Shiny Happy People
    Siglo Xxi
    Silvia Gallego Serrano
    Sonic Youth
    Sonny Rollins
    Strindberg
    Surf
    Tangos
    Ted Kooser
    Terrence-malick
    Tetatoma
    The-beach-boys
    The Waste Land
    Thomas Mann
    Thurston Moore
    Tremendismo
    Tren-fantasma-a-la-estrella-de-oriente
    Trilce
    Tristan Tzara
    Ulises
    Ultrapop
    Un Dia Perfecto
    Vanguardia
    Velvet-underground
    Vicente Velasco
    Vilamatas
    Viorel Rujea
    Visconti
    Wyoming
    Yepez-pottier
    Zombies
    Zoraida Sanchez Mateos

    Canal RSS

Con tecnología de Crea tu propio sitio web con las plantillas personalizables.