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TOCAMOS TODOS LOS PALOS, INCLUIDOS LOS DEL FLAMENCO
por ANTONIO BARNÉS VÁZQUEZ Iniciemos nuestro recorrido de la mano de Jorge Luis Borges: Dios mueve al jugador, y éste, la pieza. ¿Qué dios detrás de Dios la trama empieza de polvo y tiempo y sueño y agonías? ‘Ajedrez’ El hacedor (1960) ¿Quién me dirá si en el secreto archivo de Dios están las letras de mi nombre? ‘Góngora’ Los conjurados (1985) Hallamos dos metáforas sobre Dios: ajedrecista, movedor a su vez del hombre, que cree ser ajedrecista libre; y archivero. Ambas metáforas contribuyen a una reflexión sobre cuestiones antropológicas: la libertad y el determinismo, el destino, el tiempo y su origen, la apariencia y la realidad, el dolor, la identidad. Tales referencias a Dios no son de índole religiosa sino filosófica, o de religión natural si se quiere. La actitud del poeta se mueve entre la certeza y la duda, entre quien afirma y quien pregunta, algo esencial en el ámbito filosófico desde que Sócrates cuestionara y se cuestionase. “Dios mueve al jugador”. El hombre no está solo, no es independiente. Pero ¿Dios es el inicio? «¿Qué dios detrás de Dios?», pregunta Borges. El tiempo y su comienzo son un misterio. No hay respuesta fácil. Es una trama de polvo y tiempo, pero también de sueño y agonías. Sueño y agonías propias de quien conoce, sabe que conoce y se pregunta qué es conocer. Agonías propias del que vive y siente y sabe que siente, sufre y es consciente de ello, y puede expresarlo. Dios posee un secreto archivo. Dios como archivero, bibliotecario, documentalista, una inmensa memoria informática abarrotada de archivos, diríamos hoy. «¿Quién me dirá si en el secreto archivo / de Dios están las letras de mi nombre?». Interrogante sobre el archivo de Dios y la propia identidad. ¿Quién soy, qué soy? ¿Soy nombre o alguien? ¿Mi nombre está en Dios? El papel de Dios aquí no es decorativo, sino fundante; aparece en cuestiones sobre el sentido: la vida, el mundo, el tiempo, uno mismo. Si, como decía Kant, tres son los grandes temas de la filosofía: Dios, el mundo y el hombre, podemos aducir que también son tres grandes argumentos de la literatura, que se iluminan mutuamente. Giremos ahora de Borges a Antonio Machado: Tal vez la mano, en sueños, del sembrador de estrellas, hizo sonar la música olvidada como una nota de la lira inmensa, y la ola humilde a nuestros labios vino de unas pocas palabras verdaderas. Soledades. Galerías. Otros poemas (1907) Quizás Dios puso en marcha el movimiento musical del cosmos que provocó en mi mente la inspiración, verbalizada en palabras que dicen verdad. Tal vez en el origen de la creación poética y artística se encuentre Dios: de Belleza a belleza, de Verdad a verdad. Una belleza que es verdadera, una verdad que es bella. Sembrador evoca, a oídos cristianos, la figura de Cristo, la figura de Dios. Y “sembrador de estrellas” es hermosa metáfora para Dios. La siembra precisa tiempo, como la creación en siete días. La siembra implica semilla y crecimiento. Borges no menciona la mano, pero el Ajedrecista moviendo al ajedrecista evoca una misteriosa mano que nos dirige sin saberlo. La mano divina de Machado, en cambio, no es hostil. Es la mano de un sembrador nada menos que de estrellas y hace tocar una lira inmensa. La mano divina en Borges puede infundir inquietud. La mano divina machadiana es lejana, pero amigable. En uno y en otro, el escenario es cósmico. Desde el corazón del universo, Dios no permanece ajeno a la vida humana. Bien porque nos mueve, bien porque nos inspira, el Dios de Borges y Machado no es motor inmóvil ciego, mudo o manco. La mano de Dios reaparece en Ernestina de Champourcin: Tú solo. Nada más. Tú solo. Nada más. Tú solo... nada menos. —Tu presencia en mi alma y la ausencia en mi cuerpo de lo que no eres Tú. ¡Qué trueque de silencios! Silencio tuyo en mí y silencio secreto de todos los vacíos que Tu mano va abriendo. Entre tanto callar qué marcha hacia lo eterno. El nombre que me diste (1960) La mano de Dios en contexto muy diverso. Dios no está en las estrellas, no es un ser sin rostro, lejano, ya temible o benefactor. Tampoco se duda acerca de Él. Se constata su íntima presencia. «Tu presencia en mi alma». Dios interior a ella misma. Y un silencio, como el cósmico, pero interior. Un silencio comunicativo, que no despierta ira, escepticismo o aun ateísmo. Un silencio comunicativo como el de un bebé hacia su madre. Unos vacíos, oh paradoja, que la mano de Dios va abriendo. Ahora bien, realmente “la mano” referida a Dios, ¿es una metáfora? Si por Dios se entiende un ser puro, esto es, sin cuerpo; si por Dios se entiende un motor inmóvil, lo completamente Otro o incluso Yahveh, “mano” será una nota antropomórfica. Pero si Ernestina es cristiana y cree en consecuencia que el Hijo de Dios ha asumido una naturaleza humana sin abandonar la divina… Entonces la mano puede ser, literalmente, de Dios. En ello abunda el próximo texto, que relata el momento de la conversión de Paulina en la novela La mujer nueva (1955) de Carmen Laforet. —¡Dios mío —dijo Paulina—, Dios mío!... Y, por primera vez, sus palabras no eran una costumbre mecánica, sino algo lleno de reverencia y significado. Nada le sucedía. Sus nervios estaban tranquilos, su carne en paz, mientras aquella profunda sabiduría se le metía en el espíritu... Y era al mismo tiempo la comprensión de Dios, Felicidad Infinita, Amor Eterno, al que toda nuestra vida tiende, para Él que existimos, para Él que crecemos, amamos, sufrimos, anhelamos y nos moldeamos... Y era también el sentimiento de este mismo Dios infinito metiéndose en el alma para prender en ella esta sabiduría... Y, además, aún, la seguridad de que Dios mismo, Él que espera y llama, Él que entra en el alma y la arrebata, Dios enseña el camino de este deseo... Dios se nos ha dado como palabra humana. Con cuerpo de hombre. Dios vivo y Hombre vivo, para deletrear en el lenguaje de los hombres el secreto del Universo. El fragmento es contrapunto de los anteriores. Aquí no está el tal vez borgiano y machadiano acerca de Dios. Aquí Dios es un interlocutor directo, «Dios mío», una palabra plena de significado. La novela es explícita en lo que reflexionábamos antes: «Dios se nos ha dado como palabra humana. Con cuerpo de hombre». Como palabra humana, símil que cierra el círculo iniciado por Machado. Dios no solo inspira palabras verdaderas sino que él mismo es palabra. Y tiene mano porque posee «cuerpo de hombre». Palabra y cuerpo que facultan «deletrear en el lenguaje de los hombres el secreto del Universo». El secreto archivo de Dios en Borges ha dejado de ser secreto para des-velarse en lenguaje humano. El cosmos inquietante de Borges y amigable pero lejano de Machado se abre, como esa mano abridora de vacíos de Champourcin, en palabras pronunciadas por labios divinos. Que Dios posea el lenguaje de los hombres permite el diálogo directo. Y es lo que hace el poeta paraguayo José Luis Appleyard: Un Dios en los infiernos. Un Dios entre nosotros. Y el Amor como antorcha de delicioso fuego es la materia única y es la esencia del Todo. Solo un Dios embriagado de divina locura puede hacer lo que has hecho, oscuro nazareno. Y el sábado se impregna de luces, a destiempo, porque por fin llegaste, Señor, hasta mi infierno. Tomado de la mano (1981) El poeta comienza meditando la muerte de Cristo y la creencia cristiana en su descenso a los infiernos. Pero enseguida pasa de la tercera persona narrativa a la segunda lírica. Appleyard finalmente se introduce en el texto y asume el espacio infernal y la visita del “oscuro nazareno” a su propia persona. La metáfora está en el «Dios embriagado de divina locura». En realidad son dos metáforas: la embriaguez y su causa: una locura. El Dios hecho hombre facilita la posibilidad de la borrachera, pero la locura que la produce evita que la metáfora pierda fuerza. No es solo el Dios humanado el que sostiene estas metáforas, sino también su carácter amoroso, visto en Champurcin, luego en Laforet y ahora en Appleyard. Todo lo vence el amor, también la resistencia a cubrir la distancia infinita entre Creador y criatura. Amor que igualmente salta a un primer plano en estos versos de Alda Merini: Yo soy la mujer de Dios, Aquel que ha besado las carnes de mi estulticia con el fuego de Su Amor y los volvió candentes. Yo soy la amante de Dios, aquella que Lo ama Y que en Él transmigra Como una hoja. Magnificat, un incontro con Maria (2002) Traducción de Jeannette L. Clariond (Vaso Roto, Barcelona, 2009) Alda Merini habla en primera persona pero no se dirige a Dios. Afirma taxativamente ser «la mujer de Dios» (no la esposa, sino la mujer, donna). La afirmación de que Dios «ha besado las carnes de mi estulticia» lo acerca a la llegada de Cristo hasta el infierno de Appleyard. La metáfora es el beso de Dios a las carnes de la poeta, aunque su fe cristiana hace posible ese beso. En el Evangelio Cristo besa y es besado. El fuego del amor es metáfora antigua, y su consecuencia, la incandescencia de la carne, también. (Por cierto, en castellano debería decir “las” volvió candentes, y no “los”, pues el italiano original es “le”). «Yo soy la amante de Dios», sigue afirmando Merini. Appleyard recalcaba el carácter amoroso de Dios. Merini insiste en el carácter amoroso de la criatura con respecto al Creador, de la redimida en relación al Redentor. Uno y otro autor poetizan desde el evangelio y al interior del evangelio. Y su percepción sobre Dios es la de San Juan: «Dios es amor». La transmigración de la amante en Dios nos recuerda la presencia divina en el alma de Champourcin. El símil «como una hoja» se acerca a la metáfora. Y finalmente arribemos a otro poema nacido de la lectura evangélica, esta vez escrito por Joseph Brodsky: HUIDA A EGIPTO ...no se sabe de dónde surgió el guía. En el desierto, elegido del cielo para el milagro por su semejanza, pasaron la noche y alumbraron la hoguera. En la cueva que cubría la nieve, sin presentir su destino, dormía el niño en la aureola dorada de sus cabellos que, en un instante, se acostumbraron a irradiar su luz-- no sólo entonces y en aquel lugar de tez oscura, sino, en verdad, por todo el mundo, como la estrella, mientras exista la tierra: por doquier. 25 de diciembre de 1988 Poemas de Navidad (2006) (Traducción de Svetlana Maliavina y Juan José Herrera de la Muela) Aureola dorada como almohada. Es, parece, uno más de los cientos de textos poéticos inspirados en los evangelios. Pero Brodsky no es cristiano, sino judío, y no siempre creyente, según su propia confesión. ¿Por qué entonces un poema sobre una pasaje evangélico en una serie de piezas que escribió durante varios años y que se recogen en su Poemas de Navidad? Y aquí cerramos el círculo. Hemos empezado este recorrido con el bautizado Borges dudando de Dios; y ahora terminamos con el no bautizado Brodsky trascendiendo de un episodio evangélico para afirmar que la luz de Jesús niño ilumina la historia.
Los autores literarios no solo se internan en mundos imaginativos para deleitarse y deleitar a sus lectores. Ellos expresan también la pulsión humana por el sentido macrocósmico y microcósmico. La poesía de Borges refleja su vivo interés por la filosofía. La de Brodsky, su búsqueda por el sentido en un siglo del sinsentido. En uno, el nombre de Dios no es plenamente satisfactorio. En otro, el nombre de Jesús, aun sin ser cristiano, puede arrojar luz. Y entre uno y otro las preguntas sobre la inspiración, el lenguaje literario, la verdad, la soledad acompañada del yo, la experiencia del dolor, el amor o la conversión pueden traducirse en metáforas sobre Dios que, sin llegar a comprehenderlo, aspiran a saber algo y a hablar con Alguien.
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