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TOCAMOS TODOS LOS PALOS, INCLUIDOS LOS DEL FLAMENCO
por VIOREL RUJEA La idea de que el universo en que vivimos podría ser producto de una mente superior plantea, desde luego, graves e inquietantes interrogaciones, idea que constituye sujeto de meditación para las inteligencias más profundas de la humanidad, desde los más remotos tiempos hasta hoy. En función de la respuesta dada a esta pregunta esencial concerniente a la naturaleza del universo, tanto los creadores de los mitos fundamentales como los filósofos arquitectos de impresionantes edificios teóricos, se han agrupado en dos bandos opuestos, que se han enfrentado permanentemente a lo largo de las épocas históricas, es decir, los materialistas, que afirman la preeminencia de la materia y los idealistas, que afirman la preeminencia del espíritu. Nuestro análisis podría empezar desde cualquier momento de esta confrontación. Nos detenemos, empero, en el filósofo inglés del siglo XVIII George Berkeley (1685‑1753) por la simple razón de que tanto Borges como Bioy Casares fueron buenos conocedores y grandes admiradores de la obra de este filósofo. Berkeley es conocido en la historia de la filosofía como autor de una célebre fórmula, convertida en aforismo, que expresa la esencia de su pensamiento: esse est percipi (“ser significa ser percibido”). Él expone y comenta ampliamente esta idea en escritos como Principles of Human Knowledge o Three dialogues between Hylas and Philonous. El primero de éstos parece haber sido pensado y redactado como una réplica directa, en el marco de una polémica más prolongada con el filósofo materialista francés Descartes, el fundador del racionalismo, el que había postulado la duda como método de pensamiento y como fundamento ontológico al mismo tiempo (dubito, ergo cogito; cogito, ergo sum). La intención polémica del filósofo inglés resulta claramente del fragmento que cita como preámbulo a su trabajo, fragmento en que Descartes se nos presenta como uno de los campeones del materialismo, precursor de la ideología ateísta, poniendo en tela de juicio la existencia de la divinidad misma. El concepto de “divinidad” podría ser —considera Descartes— una simple ilusión y Dios un simple “engañador” o “ilusionista” si rechazáramos la idea de la existencia objetiva de la materia. Haciendo una distinción clara entre los dos conceptos —materia o sustancia, de una parte y Dios, de otra parte— que percibe en términos de polaridades irreducibles, Descartes opta, desde luego, por el primero, por cuanto, conforme a su razonamiento, no exento de cierto sustrato irónico, Dios, en su infinita bondad no puede engañar a los humanos. Partiendo de este fragmento cartesiano, Berkeley defiende y arguye repetidas veces la idea de que el mundo sensible no puede existir fuera de una percepción, que la existencia de este mundo consiste en ser percibido por una mente, sea humana o divina. Esta idea le parece al filósofo inglés muy evidente. Estamos plenamente habilitados a hablar —considera Berkeley— sobre “ideas de los sentidos” e “ideas de la imaginación”. Ellas son de la misma índole, distinguiéndose sólo por intensidad mayor o menor. Berkeley niega categóricamente la existencia objetiva de la materia, postulada por Descartes y por otros filósofos materialistas, sin que ello signifique, empero, una negación de la existencia real de las cosas. La única cuestión que se plantea es la concerniente al sujeto o el autor de esta percepción que constituye el soporte ontológico del mundo, al tratarse de una voluntad o espíritu superiores a los humanos. Para el obispo Berkeley, representante destacado de la Iglesia, ocupando un alto cargo en su jerarquía, no había más que una sola respuesta posible: el sujeto de la percepción mental no puede ser sino Dios, supremo espíritu en que todos nosotros vivimos y nos movemos y del cual recibimos nuestro ser, causa espiritual última, que está detrás de todas las cosas. Berkeley desarrolla ampliamente la idea de Dios como Autor de esta eterna percepción que constituye el soporte ontológico del universo en otra obra, titulada Three Dialogues between Hylas and Philonous, obra didáctica, escrita según el modelo socrático de los diálogos, tan usado en la época medieval y renacentista. Partiendo de la premisa de que la mente humana, por definición limitada, no puede aspirar al rango de instancia óntica suprema, el autor postula —por boca de Philonous (“el que ama el espíritu”)— la necesidad de la existencia de una instancia superior, de un espíritu todopoderoso, apto para sostener mediante una percepción total y simultánea la existencia del Universo entero. Y este Espíritu, desde luego, no puede ser sino una entidad que tenga todos los atributos el Creador Supremo, es decir, Dios (sabiduría, poder, bondad). Para el filósofo inglés está fuera de cualquier duda el hecho de que las cosas sensibles no pueden existir de otra manera sino por ser percibidas por la omnipresente, eterna e infinita mente de Dios. Berkeley no descarta la realidad de las cosas, como lo acusan los materialistas, sino tan sólo su existencia absoluta, fuera de la percepción divina. La segunda idea es la de que entre las cosas sensibles (o las ideas percibidas por los sentidos, como las llama él) y las ideas de la imaginación (las creaciones del imaginario fantástico, como las llamaríamos nosotros hoy), no existe una distinción de esencia sino sólo de intensidad. En lo que concierne a la relación entre las cosas sensibles y la mente humana, Berkeley considera que la existencia propiamente dicha de las cosas está en estrecha relación con la aparición, por decreto divino, de una inteligencia capaz de percibirlos y de proyectarlos instantáneamente, poniendo así el signo de igualdad entre percepción y proyección mental. Por tanto, no creemos que fuese extremadamente azarosa la hipótesis conforme a la cual Berkeley coloca el signo de igualdad-identidad entre los dos tipos de percepción, la sensorial y la mental o imaginativa, por cuanto el Ser Supremo percibe el mundo sensible no a través de los sentidos sino a través de la mente, de la razón. Y la percepción mental supone, al mismo tiempo, proyección mental, ya que las cosas reciben su ser mediante el esfuerzo mental de ese Ser, indiferentemente de su naturaleza, sea racional, imaginativa o simplemente —como consideran desde los tiempos más antiguos algunos poetas filósofos— onírica. Los filósofos idealistas del período siguiente continúan la línea de pensamiento de Berkeley, el más importante de ellos —y el más cercano a la vez— es Schopenhauer, que, a su vez, considera el mundo como inexistente fuera del esfuerzo volitivo y representacional de un sujeto. Borges considera al filósofo alemán como su primer maestro. Más cerca de nuestros días, el psicólogo suizo Carl Gustav Jung, sugiere la posibilidad propia de la mente humana de efectuar proyecciones mentales al hablar, por ejemplo, de la capacidad que tenían los primitivos de objetivar sus pensamientos (una habilidad que el hombre moderno ha perdido). Basándose en las investigaciones de antropólogos y filósofos de las religiones, Jung considera que los primitivos se beneficiaban de la extraordinaria ventaja de un “imaginario” autónomo, ventaja conferida en el plano de la percepción y conocimiento del mundo por su psiquismo diferente. La idea de la preeminencia o, por lo menos, de la autonomía, en el pensamiento primitivo de lo imaginario frente a lo sensorial es utilizada ampliamente por Jung como argumento a favor de su célebre tesis del inconsciente colectivo y la existencia de un juego universal de arquetipos, aun cuando reconoce el estatuto ontológico relativamente precario de tales fenómenos. A pesar de las reticencias, el psicólogo suizo afirma, sin lugar a dudas, su creencia en la realidad del mundo imaginario surgido del inconsciente, no sólo en relación con los contenidos de la conciencia pero incluso en relación con lo que Berkeley llamaba “cosas sensibles”, entre los dos mundos, el inconsciente-imaginario y el consciente-sensible pudiendo existir —por muy paradójico que pareciera— una relación de igualdad, cuando no incluso de superioridad de aquél frente a éste: Por razones concernientes a la experiencia, debo decir, sin embargo, que, en relación con la actividad de nuestra conciencia, los contenidos del inconsciente reivindican, debido a su tenacidad y persistencia, tanta realidad cuanta tienen también las cosas reales del mundo de fuera, aunque tales pretensiones aparecen totalmente inverosímiles para una mentalidad dirigida preeminentemente hacia lo exterior. No debemos olvidar que han existido siempre numerosos hombres para los cuales los contenidos del inconsciente han tenido un grado mayor de realidad que las cosas del mundo exterior. La investigación profundizada del psíquico humano aclara, indudablemente, el hecho de que ambas realidades ejercen sobre la actividad consciente un influjo igual de intenso, de modo que desde el punto de vista psicológico y por razones puramente empíricas, tenemos el derecho de tratar los contenidos del inconsciente como si fueran igual de reales que las cosas del mundo exterior, aun cuando las dos realidades se contradicen y parecen ser completamente diferentes en su esencia. [Psychologische Typen, 1942] Estos contenidos, que Jung llama a veces “estructuras arquetípicas”, otras veces “engramas funcionales”, constituyen la base de la actividad psíquica del ser humano, siendo los que —más allá de las diferencias de raza, edad o época histórica— unen a los humanos debido a su universalidad (la universalidad constituye su característica fundamental). Las proyecciones mentales, como producto de la fantasía o de la imaginación, van en estrecha relación —en la concepción de Jung— con la dinámica y el modo de funcionamiento del inconsciente, a los que él describe —siguiendo las huellas de su maestro Freud— como si fueran determinados por la actividad de una cantidad de energía psíquico denominada libido. Así, por ejemplo, los arquetipos anima y animus, es decir, la imagen obsesionante de la cara femenina, respectivamente de la masculina, aparecen —piensa Jung— como consecuencia de una proyección mental de la imagen del alma. Siguiendo las huellas de los filósofos neoplatónicos del Renacimiento, él afirma lo siguiente: En lo real, el soporte más adecuado para la imagen del alma de un varón, en virtud de la calidad femenina de su alma, es una mujer, y, a la inversa, par una mujer, un varón. Siembre, ahí donde existe una relación inevitable, de efecto, por decir así mágico entre los sexos, nos hallamos en presencia de una proyección de la imagen del alma. Dado que estas relaciones son frecuentes, es probable que el alma sea también frecuentemente inconsciente, es decir deben ser numerosos los hombres que no tienen la conciencia de la actitud que adoptan ante los procesos psíquicos interiores. Al ser la inconsciencia siempre acompañada por una identificación correspondiente con persona, dicha identificación debe ser también frecuente. Lo cual se produce realmente, una vez que numerosas personas se identifican de manera tan completa con su actitud exterior, que dejan de guardar relación alguna consciente con sus procesos interiores. Por tanto, esta proyección espiritual pertenecería a la normalidad, una vez que su ausencia lleva a la manifestación de una psicopatología comportamental con consecuencias inesperadas para el individuo. De todos modos, se produce también la situación inversa: La imagen del alma no se proyecta, sino que permanece en el sujeto, éste se identifica, así, con la propia alma en la medida en que está convencido de que su modo de comportarse frente a sus propios procesos interiores representa su carácter único y real. En este caso, como consecuencia de su estado de conciencia, la persona está proyectada, y lo está sobre un objeto del mismo sexo. Es la base de numerosos casos de homosexualidad manifiesta o latente, o de transferencia paterna en hombres, respectivamente materna en mujeres. Tales transferencias afectan siempre a la gente con adaptación exterior deficiente y con una relativa falta de relaciones, pues la identificación con el alma engendra una actitud que se orienta predominantemente en función de la percepción de los procesos interiores, lo cual quita al objeto su influjo determinante. De modo que la proyección mental de la imagen del alma es, según Jung, un proceso necesario para el desarrollo normal y armonioso de la personalidad. Si la imagen del alma está proyectada, surge una relación afectiva incondicional con el objeto. Si no está proyectada, surge un estado de relativa no adaptación, que Freud llama narcisismo. La proyección de la imagen del alma exime de la preocupación relacionada a los procesos interiores mientras el comportamiento del objeto concuerda con la imagen del alma. El sujeto está situado, de este modo, en la postura de vivir y desarrollar a continuación su propia persona. En el tiempo, el objeto, empero, apenas si estará capaz de corresponder siempre a las exigencias de la imagen del alma, aunque existen mujeres que consiguen, en detrimento de su propia vida desempeñar en relación con sus maridos, el papel de la imagen del alma. La misma cosa la puede hacer, inconscientemente, un varón por su mujer, pero en tal caso aquél estará determinado a cometer acciones que superan sus capacidades, tanto en lo bueno como en lo malo. Él también es ayudado por su instinto biológico masculino. Si la imagen del alma no está proyectada, surge con el tiempo una diferenciación directamente patológica en las relaciones con el inconsciente. El sujeto es inundado en medida cada vez mayor por los contenidos inconscientes que no puede ni utilizar ni tampoco reelaborar de alguna manera, a causa de su relación defectuosa con el objeto. Al comentar a Meister Eckhart, uno de los mayores autores místicos alemanes de la Edad Media, Jung considera que el mundo podría ser una proyección mental instintual, por tanto involuntaria o inconsciente de Dios. La idea de relatividad de Dios aparece expresada por el hecho de que el hombre y Dios no pueden existir uno sin otro, ellos se proyectan con reciprocidad mentalmente. Siguiendo las huellas de Meister Eckhart, otro autor, Silesius, ha conseguido comunicarnos en estrofas breves, conmovedoras y profundas la misma idea de relatividad de Dios: Yo sé que sin mí Dios no puede vivir ni un momento. Si yo perezco, él también está obligado a perecer. Un gusano Dios no lo puede hacer sin mí; si yo no lo cuido con Él, ese perecerá. Dios me es Dios y hombre; yo le soy a Él hombre y Dios, Yo aplaco su sed. Él me libra de mis cuidados. La Reforma —concluye Jung— ha alejado en gran medida a la Iglesia, mediadora de la Salvación y ha restablecido la relación personal con Dios. Este mérito es, lamentablemente, contrarrestado, paliado, aniquilado por lo que Ioan Petru Culianu llama “la censura del imaginario”, es decir, las medidas represivas que tanto la Reforma como su opuesto, la Contrarreforma, han puesto en movimiento desencadenando la vasta operación conocida con el nombre de “caza de brujas”. Esta censura consigue eliminar las «ciencias» fundadas en el control del imaginario, sobre todo el eros fantástico, el Arte de la memoria y la magia, de modo que la ofensiva victoriosa de la Reforma contra lo imaginario acaba destruyendo la cultura del Renacimiento [Culianu, Eros şi Magie în Renaştere, 1999]. La Reforma y la Contrarreforma, afirma el teórico rumano, han actuado, en realidad, de manera unitaria, en el mismo sentido, distinguiéndose sólo en aspectos no esenciales. Este momento ha significado un importante cambio de rumbo en la evolución de la humanidad, por cuanto la censura del imaginario y el rechazo en bloque de la cultura de la época fantástica ejercitada por los medios cristianos rigoristas llevan a una modificación radical de la imaginación humana. El imaginario es visto por Culianu, igual que su precursor y maestro Mircea Eliade, como un espacio sagrado teniendo un papel determinante en el destino de la humanidad. El imaginario es el depósito de una energía psíquica de una fuerza inigualable, que, si es dominada, confiere al sujeto que la posee —sea brujo, chamán, mágico, fundador de religiones o simple artista, poeta, escritor— poderes insospechados, entre los cuales está el poder de manipular, controlar por medio de proyecciones y materializaciones fantasmáticas, las mentes de los demás mortales. Incluso existen métodos de manipulación de las masas y de los individuos. Estos métodos están descritos por Giordano Bruno, el gran filósofo del Renacimiento, que Culianu comenta en el tratado titulado ‘De vinculis’ y estos métodos parecen tener como fundamento que entre las creaciones imaginarias y los objetos del mundo físico material no existe una diferencia de esencia sino tan sólo de intensidad de la percepción. De modo que, al considerar el sueño sólo como uno de los múltiples aspectos de la producción fantasmática, Culianu afirma que el cerebro del hombre no es capaz de distinguir directamente las informaciones oníricas de las transmitidas por medio de los sentidos, lo imaginario de lo tangible. Para Bruno, dice el filósofo rumano, no existe más que una sola verdad y es: todo es manipulable, no existe absolutamente nadie que pueda escapar de las relaciones inter subjetivas. La teología misma, la fe cristiana y cualquier otra fe no son más que determinadas convicciones de la masa instauradas por medio de operaciones de magia. Existe, empero, una condición indispensable para la posibilidad de manipulación, señalada repetidas veces por Bruno, es decir, la fe: No existe operario —mágico, médico o profeta— que pueda llevar a cabo algo sin encontrar una fe previa en el sujeto. La fe es el vínculo mayor, el vínculo de los vínculos [vinculum vinculorum]. Notemos, de paso, que los famosos arquetipos de Jung no son, ellos tampoco, en la concepción de Culianu, más que unas categorías preformativas de la producción fantástica, que se fundan en buena medida en las analogías entre las fantasías de los pacientes y el repertorio mítico-mágico de la humanidad. La distinción fundamental entre el brujo, el mágico y el enfermo psíquico consiste en el hecho de que el brujo utiliza estupefacientes alucinógenos para forzar la experiencia de una realidad distinta de la consuetudinaria; el enfermo psíquico es transportado contra su voluntad en medio de sus fantasmas. Sólo el mágico utiliza técnicas totalmente conscientes para invocar y mandar a sus espíritus auxiliares. En su caso, la invención de un demonio equivale a su entrada a la existencia. Por tanto —concluye Culianu— sólo existen dos tipos de operadores de fantasmas: los que han sido invadidos por la producción inconsciente y sólo a duras penas han conseguido poner orden en la misma; y aquéllos cuya actividad ha sido enteramente consciente, consistiendo en la invención de unos fantasmas nemotécnicos a los que han prestado una existencia autónoma. La idea de existencia autónoma de los fantasmas nemotécnicos es muy importante para nuestra demostración, por cuanto se trata de una teoría y práctica que han venido imponiéndose en la conciencia y la terminología crítica que el posmodernismo ha recogido y heredado del modernismo. Como se sabe, estamos acostumbrados a separar con una frontera infranqueable las cosas del mundo sensible, material, objetivo, de las llamadas “producciones” o “creaciones” del espíritu o de la imaginación. Estas últimas pueden pertenecer a distintos dominios del arte (literatura, pintura, escultura, o, más recientemente, fotografía, cine, artes visuales, etc.); pueden, asimismo, pertenecer a la imaginación milenaria, ancestral, expresada y reflejada en mitos, dogmas religiosos, incluso, como diría Borges, en doctos tratados filosóficos; finalmente, pueden pertenecer a la imaginación individual, de cada uno de nosotros, pues la mayor parte de los mortales otorga la primacía a un pensamiento en imágenes, en detrimento del pensamiento lógico, conceptual. La pregunta que plantearon algunos de los filósofos contemporáneos es la concerniente al estatuto ontológico de estos objetos y seres imaginarios, ficticios. Y la respuesta dada parece ser una paradójica, pero que se inscribe de una manera muy normal en el área de comprensión del realismo fantástico, y es que aquéllos —los objetos y personajes ficticios— existen en la realidad objetiva, a nuestro lado, sólo que a otro nivel existencial, en un universo paralelo o en otra dimensión de nuestro propio mundo. Recogiendo la idea de Culianu, podemos interrogarnos a qué categoría pertenece el escritor como productor de fantasmas y podríamos contestar que a la segunda categoría, asimilándose así al mágico por el hecho de que no se deja dominar o aniquilar por los fantasmas del propio inconsciente —o consciente— sino que sabe domeñarlos, darles vida proyectándolos mentalmente en aquel universo imaginario y sin embargo, al parecer, muy real, antes mencionado. La autonomía de los personajes literarios sería, por tanto, una consecuencia inevitable de la actividad del escritor, como producción de fantasmas. Una vez salidos de la mente del autor, ellos adquieren existencia real, autónoma, material y actúan inconscientemente. El problema fundamental es el de la relación que se establece entre ese mundo ficcional y el mundo en que vivimos los seres “reales”, al que estamos acostumbrados a considerar “real”, material y objetivo, es decir, si entre los dos mundos existe una relación de incomunicabilidad total y absoluta —al estar separados por barreras trascendentales— o, al contrario, son posibles, en ciertas circunstancias, relaciones de comunicación. A partir del modernismo, un número cada vez mayor de pensadores están propensos, paradójicamente, a aceptar la segunda variante, así que el autor recurre a toda una serie de procedimientos de tipo barroco para crear un extraordinario juego de ilusiones y fantasmagorías, para hacernos creer y ver cómo los personajes parece que cobran vida, se salen de las páginas del libro y se enfrentan al autor, luchan por una existencia y un estatuto autónomo e incluso llegan a conquistarlo, desde luego dentro de ciertos límites, determinados por el orgullo demiúrgico del artista. Así pasa, por ejemplo, con escritores —representantes destacados del modernismo— como Unamuno o Pirandello. En el libro antes citado Culianu dedica un capítulo entero al estudio de los demonios y de la demonología en el Renacimiento. Inscribiéndose en la misma corriente de ideas que afirma la existencia objetiva de los fantasmas del imaginario, escribe que los espíritus son fantasmas que adquieren una existencia autónoma mediante una práctica de visualización que está muy emparentada con el Arte de la Memoria. Los personajes autónomos, de tipo unamuniano o pirandelliano y, por extensión, todos los personajes ficticios, podrían ser, por tanto, considerados espíritus, demonios o fantasmas habitando libremente en la “naturaleza” (conforme a la concepción de los filósofos del Renacimiento) o, conforme a la dicotomía impuesta por el pensamiento neopositivista moderno, en otro nivel existencial, en un universo cuadri o pluridimensional. En lo que concierne a la fuente de procedencia de estos fantasmas, Culianu considera que no puede ser sino una sola: la actividad psíquica del ser humano, manifestándose, como hemos visto, a través de toda una serie de fenómenos (imaginación, sueños, producción artística, etc). Es indudable —escribe el filósofo rumano— que los espíritus que imponen su presencia proceden del inconsciente; los demás, empero, que son inventados, ¿de dónde proceden?. Y contesta él mismo: La fuente de éstos es la misma, puesto que los modelos, transmitidos mediante la tradición, aparecieron antaño en la fantasía de otro operador. El mágico o el brujo del Renacimiento se entera de la existencia de los mismos en los manuales de alta magia, tales como la Stenographia del abad Trithemius o la filosofía oculta de su discípulo Cornelius Agrippa, o en los manuales de magia negra. Para infundir vida a esas entidades el mago las invoca mediante talismanes u otros accesorios específicos de su arte. La analogía entre el mágico y el escritor es, por tanto, a la luz de lo expuesto por Culianu, evidente. Tanto el uno como el otro son productores de fantasmas (seres o cosas inanimadas) que, en ciertas circunstancias, en situaciones extremadas, llegan a adquirir estatuto de autonomía, liberándose de la tutela del escritor e invadiendo, hasta cierto punto, el mundo objetivo, físico por el hecho de que tienen la posibilidad de imponerse también a la conciencia de personas ajenas. Viajes al mundo del más allá es el libro en que Culianu insiste repetidas veces en la idea del universo como espacio mental. Así, las visiones y viajes a otros mundos —un tema antiguo de la mitología universal y de todas las religiones y creencias de la humanidad— tienen todas, afirma el autor, un denominador común: Los universos explorados son universos mentales. En otras palabras, la realidad de los mismos está en la mente del explorador. Lamentablemente, ningún enfoque psicológico parece ser capaz de ofrecernos una comprensión suficiente de lo que es la mente en realidad y, sobre todo, de lo que es y dónde se encuentra el espacio mental. La localización y las propiedades del espacio mental son, probablemente los más incitantes enigmas a los que se enfrentaron los hombres; y después de que dos oscuros siglos de positivismo han intentado explicarlos llamándolos ficticios, ellos volvieron con más fuerza que nunca, con la aparición de la cibernética y de los ordenadores. En el más puro espíritu berkeleyano, idealista y posmodernista a la vez, Culianu destaca la interdependencia entre el espacio mental y el mundo que percibimos como fuera de nosotros: El mundo exterior no podría existir sin el universo mental que lo percibe, y en cambio el universo mental presta sus imágenes de las percepciones. El mundo como creación de la mente es una idea antigua, perteneciendo a creencias milenarias de la humanidad, a la que encontramos, por ejemplo, en el budismo tibetano. Así, en El libro de los muertos se dice que: 1. El sueño es creación mental. 2. El mundo circundante es sueño, por tanto creación mental también. 3. Bardo es, también, sueño y, por tanto, creación mental. El tema del mundo como proyección mental aparece incluso en algunas obras de ficción de Culianu. Así, en un cuento titulado ‘El orden secreto’ el autor rumano narra la historia de un oscuro profeta herético, Juan de Capadocia, que consideraba el mundo como un vasto proceso mental en el cual todas las mentes humanas son parte de una mente universal, proyectada para pensar todos los pensamientos posibles. Cuando todas las permutaciones habrán sido agotadas, el universo llegará a su fin. La idea de que el universo que nosotros concebimos como objetivo, real y material pudiera ser una proyección de una mente, sea divina o suprahumana, no le es ajena tampoco a Cortázar, que enmarca esta idea en el conjunto más amplio de las concepciones y convicciones que conforman el fundamento ideológico de la mayoría de sus obras, pero también de su visión personal sobre el mundo y la vida. Así, siguiendo las huellas de Borges, la apología del cuento de reducidas dimensiones, él menciona el hecho de que el autor hubiera podido ser uno de los personajes del cuento (de ahí su preferencia por la narración en primera persona, en la que narrador y personaje se superponen y se confunden a veces). Situándose en una línea que continúa el modernismo, Cortázar recoge, de hecho, un tema extremadamente difundido en los autores perteneciendo a la corriente decadentista de finales del siglo XIX y principios del XX, presente en toda una serie de autores, no sólo españoles sino también de otras literaturas. Se trata de escritores muy conocidos, como el español Unamuno o el italiano Pirandello, entre los que existen evidentes paralelismos y afinidades electivas. Hablamos, en primer lugar, de la conocida teoría, promovida por ambos, tanto en los escritos teóricos como en novelas, cuentos o piezas teatrales, conforme a la cual el autor y sus personajes se sitúan por lo menos al mismo nivel ontológico; es decir, ellos consideran que los personajes imaginados por el autor, brotados de su mente, frutos o “hijos espirituales”, como decía Unamuno, poseen un estatuto ontológico por lo menos igual, cuando no superior al de su autor. Los personajes cobran vida, se convierten en independientes, autónomos, autárquicos, salen en busca del autor, polemizan, discuten, riñen, pelean con él, llegando hasta un conflicto abierto, luchando sin tregua por obtener plena supremacía. El que ha sido considerado, a justa razón, el paradójico Unamuno, va aún más lejos cuando afirma, implícita y explícitamente, que los llamados “personajes literarios” son seres vivos, de carne y hueso, dotados con voluntad y temperamento propios, situándose incluso en un nivel ontológico superior al hombre normal y, en ocasiones, superior a su propio creador, al autor que los había inventado mediante la fuerza de su imaginación. Lo afirma Unamuno repetidas veces, explícitamente, en célebres ensayos como Vida de Don Quijote y Sancho, libro fundado en la idea de que los personajes cervantinos fueron —y siguen siendo—, a diferencia de su inventor, inmortales. Por tanto, nos enfrentamos, en el caso de Unamuno, a una degradación en plano óntico del autor, frente a los personajes inventados por él. Éstos disfrutan de un porcentaje mucho más alto de plenitud vital una vez que son inmortales, perpetuando su existencia a través de la conciencia de miles de lectores. Mientras que, en el caso del autor, el riesgo de caer en el olvido, por tanto de perecer, de morir definitivamente, es mucho mayor, siendo su única oportunidad de sobrevivir asegurada exactamente por estos “hijos espirituales”. Cortázar, a su vez, continuando la misma idea, afirma y confirma en términos semejantes la dignidad y el estatuto ontológico superior de los seres ficticios, injustamente considerados larvales, brotados de la mente de un autor. Él nos habla de la proyección de las criaturas ficticias hacia una condición que les ofrezca una existencia universal, aunque, quizás demasiado influido por algunas lecturas psicoanalíticas, así como por ciertas doctrinas religiosas orientales, el autor argentino confiere un matiz psicologizante e incluso místico-religioso a sus afirmaciones, en la medida en que concede que el proceso de elaboración del cuento breve está estrechamente relacionado a la necesidad, casi biológica, que el artista resiente de librarse de ciertas obsesiones mediante una especie de exorcización u objetivación de las mismas: Un verso admirable de Pablo Neruda: mis criaturas nacen de un largo rechazo, me parece la mejor definición de un proceso en el que escribir es de alguna manera exorcizar, rechazar criaturas invasoras proyectándolas a una condición que, paradójicamente les da existencia universal. Quizá sea exagerado afirmar que todo cuento breve plenamente logrado, y en especial los cuentos fantásticos, son productos neuróticos, pesadillas o alucinaciones neutralizadas mediante la objetivación y el traslado a un medio exterior al terreno neurótico; de todas maneras, en cualquier cuento breve memorable se percibe esta polarización, como si el autor hubiera querido desprenderse lo antes posible y de la manera absoluta de su criatura, exorcizándola en la única forma en que le era dado hacerlo: escribiéndola [Julio Cortázar, Final del juego]. Helo, pues, al escritor, convertido en exorcista de sus propios demonios o taumaturgo, una especie de medicine man que se libera a sí mismo primero, después al lector ocasional, ambos poseídos por obsesiones como por demonios, al cabo de un sostenido esfuerzo catártico y este proceso de exorcización, de objetivación, constituye la sustancia, la esencia y, en última instancia, el valor artístico imperecedero de la obra artística: Este rasgo común no se lograría sin las condiciones y la atmósfera que acompañan al exorcismo. Pretender librarse de criaturas obsesionantes a base de mera técnica narrativa puede quizá dar un cuento, pero al faltar la polarización esencial, el rechazo catártico, el resultado catártico, el resultado literario será precisamente eso, literario; al cuento le faltará la atmósfera que ningún análisis estilístico lograría explicar, el aura que pervive en el relato y poseerá al lector como había poseído, en el otro extremo del puente, al autor. Lo que Cortázar nombra polarización esencial podría ponerse en relación con lo que otros autores, filósofos, historiadores de las religiones, antropólogos del tipo de los comentados anteriormente, han nombrado proyección mental. Incluso vemos que la idea de posesión vuelve casi obsesionadamente en este breve pero extremadamente condensado texto cortazariano. El autor parece delimitarse, sin embargo, aun cuando no en términos demasiado categóricos, de la asociación del proceso de creación literaria a cualquier tipo de ritual o manipulación con efecto mágico: Un cuentista eficaz puede escribir relatos literariamente válidos, pero si alguna vez ha pasado por la experiencia de librarse de un cuento como quien se quita de encima una alimaña, sabrá la diferencia que hay entre posesión y cocina literaria. Así, la verdadera y gran narración, considera Cortázar, es una presencia alucinante que se instala desde las primeras frases para fascinar al lector, hacerle perder contacto con la desvaída realidad que lo rodea. De ese cuento se sale como de un acto de amor, agotado y fuera del mundo circundante, al que se vuelve poco a poco con una mirada de sorpresa, de lento reconocimiento, muchas veces de alivio y tantas otras de resignación. El autor de tales cuentos, a su vez, pasó por una experiencia todavía más extenuante y la tensión del cuento nació de esa eliminación fulgurante de ideas intermedias, de etapas preparatorias, de toda la retórica literaria deliberada, puesto que había en juego una operación en alguna medida fatal que no toleraba pérdida de tiempo. La célebre fórmula que comprende y sintetiza el pensamiento filosófico orteguiano, de procedencia vitalista y perspectivista (“yo soy yo y mi circunstancia”) viene a ser, en la concepción de Cortázar, demasiado estrecha, insuficiente, como de hecho cualquier otra doctrina filosófica o considerada científica y racionalista, para abarcar la cuasi infinita gama de aspectos de nuestra multifacética y misteriosa realidad. En esa fórmula no cabe, por ejemplo, el mundo fantástico ingeniado por un poeta. Cortázar da como ejemplo, primero a Edgar Allan Poe, cuya obra admiró y tradujo, para después recurrir a su propia experiencia de escritor: apelo entonces a mi propia situación de cuentista y veo a un hombre relativamente feliz y cotidiano que lee el periódico y se enamora y se va al teatro y de pronto, instantáneamente, en un viaje en el subte, en un café, en un sueño deja de ser él‑y‑su‑circunstancia y sin razón alguna, sin preaviso, sin el aura de los epilépticos, sin la crispación que precede a las grandes jaquecas, sin nada que le dé tiempo a apretar los dientes y a respirar hondo, es un cuento, una masa informe sin palabras ni caras ni principio ni fin pero ya un cuento, algo que solamente puede ser un cuento y además en seguida, inmediatamente este hombre meterá una hoja de papel en la máquina y empezará a escribir aunque sus jefes y las Naciones Unidas en pleno le caigan por las orejas, aunque su mujer lo llame porque se está enfriando la sopa, aunque ocurran cosas tremendas en el mundo y haya que escuchar las informaciones radiales o bañarse o telefonear a los amigos. El estado anímico que atraviesa el autor es, a la hora de escribir el cuento, uno inefable, semejante al éxtasis místico, un estado que supone una especie de coincidentia oppositorum en plano mental y sentimental, a lo largo de un trayecto espiritual y creacional que va desde la confusión a la claridad, desde el caos hacia el cosmos: hay la angustia y la ansiedad y la maravilla, porque también las sensaciones y los sentimientos se contradicen en esos momentos, escribir un cuento así es simultáneamente terrible y maravilloso, hay una desesperación exaltante, una exaltación desesperada. La actividad de creación, afirma Cortázar, no supone, en realidad, ni el más mínimo esfuerzo, al transformarse el autor en una especie de instrumento hallado a disposición de unas fuerzas extrañas, independientes de su voluntad, que lo manipulan: Escribir un cuento así no da ningún trabajo, absolutamente ninguno; todo ha ocurrido antes y ese antes es el que ha provocado la obsesión. Y por eso, porque todo está decidido en una región que diurnamente me es ajena, sé que puedo escribir sin detenerme, viendo presentarse y sucederse los episodios, y que el desenlace está tan incluido en el coagulo inicial como el punto de partida. Por consiguiente, el hilo de la acción se le revela al autor descrito por Cortázar a lo largo de la elaboración del texto, exactamente mientras trabaja con su máquina de escribir, de modo que, cosa extraña, el autor no conoce de antemano ni como evolucionará la narración, ni el final de la misma; narración, intriga, son elementos que se desenvuelven semejante a un ovillo que conduce al autor hacia la salida del laberinto del texto, o, tal vez, hacia su centro, por cuanto el ovillo se deshace como una madeja que se desovilla a medida que tiramos. De ahí la tendencia, que pareció a ciertos críticos por lo menos exagerada por falsa modestia, de crear la impresión de un autor con pocos méritos en plano de la creación o incluso, paradójicamente, con ninguno, una vez que dicha creación no necesitó ningún esfuerzo. Siguiendo a Unamuno, Cortázar disminuye, por tanto, el papel y la importancia del escritor en la elaboración del texto, como si éste se escribiera solo o hubiera sido dictado por alguna voz misteriosa: la verdad es que en mis cuentos no hay el menor mérito literario, el menor esfuerzo. Y, a continuación, otra afirmación, igual de chocante, pero no menos reveladora, que sitúa a Cortázar en la familia espiritual de los herederos del modernismo como defensor del misterio existencial, afirmación muy semejante, en su espíritu y letra, a un conocido verso del célebre poeta rumano Lucian Blaga: Yo no destruyo la corola de maravillas del mundo. El artista imaginado por Cortázar se sitúa, por tanto, muy lejos del postulado clásico del mímesis aristotélico; él no elabora su texto en el registro mimético-realista, no imita la realidad, ni siquiera la re-crea a través de una selección más o menos rigurosa de elementos perteneciendo al mundo objetivo. El artista, semejante al mágico renacentista, sobre el que con tanto entusiasmo y convicción escribe Culianu, hace más que eso: crea o, quizás, descubre, no se sabe cómo, una nueva realidad, una supra o hiper realidad, mundos nuevos, objetos, seres inexistentes o desconocidos antes y que, mediante su esfuerzo mental acceden a un nivel ontológico superior, saliendo del limbo o de la niebla de su existencia larval. Dónde han preexistido (si han preexistido) estos mundos, seres, objetos antes de ser descubiertos por el autor y llevados a la conciencia del lector y qué pasa con ellos después de haber sido descubiertos —es decir, creados o proyectados mentalmente— es un problema que supera los límites de un simple estudio filológico, entrando en la del realismo mágico, objeto de estudio para la filosofía o, quizás para las ciencias, aún no inventadas, del porvenir. La opinión que Cortázar expresa en lo relativo al estatuto del artista y del arte, tal como resulta de estas consideraciones suyas, recogidas bajo el título Liminar, se asemejen en muchos aspectos con la que los autores y teóricos del Renacimiento, así como algunos filósofos de procedencia romántica, tales como Schopenhauer, proponían, en su tiempo, para definir el concepto de genio y que consiste en acentuar la idea de anormalidad (en sentido positivo, desde luego, el genio situándose no en el límite de abajo sino en el de arriba de la normalidad) análogo al concepto más moderno de estado alterado de la conciencia: La génesis del cuento y del poema es sin embargo la misma, nace de un repentino extrañamiento, de un desplazarse que altera el régimen «normal» de la conciencia. Los cuentos escritos de este modo son, igual que ciertos poemas inmortales, criaturas vivientes que respiran y comunican directamente con el lector, sin necesidad de una intervención autoral. Y los personajes serán, como los ingeniados por Unamuno y Pirandello, criaturas autónomas, dotadas de voluntad y poder de accionar propio: el poeta y el narrador urden criaturas autónomas, objetos de conducta imprevisible, y sus consecuencias ocasionales en los lectores no se diferencian esencialmente de las que tienen para el autor. El estatuto ontológico de los seres ficcionales parece ser uno de los problemas más ardientes y que han preocupado las mentes de muchos investigadores en los últimos años. Uno de ellos es Toma Pavel que, en un conocido libro titulado Mundos ficcionales hace un breve resumen histórico de este discutido problema, descubriendo dos concepciones que han venido perfilándose, dividiendo a sus autores en dos bandos adversos: la concepción segregacionista y la concepción integracionista. La primera caracteriza el contenido de los textos ficcionales como pura imaginación, sin valor de verdad; sus adversarios adoptan una concepción integracionista, tolerante, defendiendo que no se puede consignar ninguna diferencia ontológica real entre las descripciones ficcionales y las no-ficcionales del mundo real. Los integracionistas, especialmente los que pertenecen a la corriente convencionalista, motivados al parecer por la confianza ilimitada en la ponderación ontológica del discurso ficcional, afirman que M. Pickwick disfruta de una existencia igual de sustancial como el sol o como Inglaterra en 1827 [Toma Pavel, Lumi ficţionale]. Los objetos ficcionales están definidos como meinongianos (término derivado del nombre de Alexis Meinong), al disfrutar ellos, en relación con los reales, de un estatuto aparentemente paradójico y discriminatorio disminuyente al mismo tiempo, al tratarse de objetos que son existentes pero no existen. Sólo los objetos reales poseen tanto las propiedades plenas como las atenuadas de existir y ser existentes. El caso de los seres ficcionales supone una extensión de la ontología hacia dominios situados más allá de los limites de la realidad tangible. Ser existente sin existir es una propiedad sofisticada, poseída también por las entidades matemáticas, los monumentos arquitecturales no financiados, por las emanaciones espirituales de los sistemas gnósticos, por los personajes ficcionales. A diferencia de Culianu y de otros autores modernistas o posmodernistas, Toma Pavel cree que los seres ficcionales, como entidades no-empíricas —es decir, situadas más allá de los límites y posibilidades de la experiencia sensible— no pueden ser un buen día admitidos al mundo real, tal como pueden serlo los proyectos no realizados y las utopías. Se trata, pues, de postular uno o varios mundos posibles y de establecer el grado de accesibilidad de los mismos desde nuestro mundo. Aristóteles, con su conocida teoría sobre el mímesis y la tarea del artista, no está lejos de esta idea cuando sostiene que no es el deber del poeta decir lo que ha pasado, sino qué cosas pasarían, en función de la posibilidad y la necesidad. Uno de los filósofos más conocidos que han estudiado la lógica de los mundos posibles fue Leibniz, conforme al cual las proposiciones que son verdaderas no sólo en el mundo actual, sino en todos los mundos posibles, se llamarán verdades necesarias; al revés, una proposición es posible en nuestro mundo real si es verdadera en por lo menos un mundo posible accesible desde nuestro mundo. A pesar de los chocantes paralelismos existentes entre el mundo en que vivimos y los mundos ficcionales, la ficción —escribe Toma Pavel— no puede, sin embargo, identificarse estrictamente con los mundos metafísicamente posibles. Alegando contra tal identificación, Howell ha observado que ésa nos puede dirigir a concebir los mundos ficcionales, junto con los objetos ficcionales, como existiendo independientemente del novelista que los descrie. Pero ello conlleva la conclusión no plausible de que el autor no ha creado al personaje sino antes bien lo ha identificado, al investigar con esmero uno u otro de los mundos posibles. Henos, pues, muy cerca del pensamiento intuido por los escritores modernistas conforme al cual los mundos ficcionales adquieren estatuto ontológico a partir del momento en que son creados, imaginados, son descubiertos por el autor, la última variante sugiriendo la eventualidad de que los mundos posibles existan en alguna parte en un hiperespacio y que el autor adquiera, no se sabe cómo, acceso a ellos. El mundo como proyección mental es, desde luego, un tema esencial en los cuentos de Borges. Hay que destacar el hecho de que Borges, continuando en una importante medida a Unamuno, no hace una distinción neta entre ficción ensayo ni desde el punto de vista temático, ni tanto menos desde el punto de vista estilístico. De modo que sus cuentos de ficción pueden ser leídos y considerados como unos ensayos filosóficos disfrazados, a veces envueltos en un lenguaje metafórico-simbólico, otras veces alegórico pero siempre con un sólido fundamento filosófico a pesar del predominio de los elementos fantástico-imaginativos. No olvidemos que una de las ideas básicas de Borges, muchas veces repetida, es que la filosofía, con todos sus sistemas de todos los tiempos, materialistas, idealistas o de otra índole, se constituye, de hecho, como una rama de la literatura fantástica. Podemos citar tres textos semejantes. En el primero de ellos, titulado ‘Magias parciales del Quijote’, vemos cómo Borges, recogiendo la idea modernista, unamuniana y pirandelliana (idea bastante difundida entre los filósofos contemporáneos) de la identidad ontológica entre el mundo ficticio y el real: ¿Por qué nos inquieta que Don Quijote sea lector del Quijote y Hamlet, espectador de Hamlet? Creo haber dado con la causa: tales inversiones sugieren que si los caracteres de una ficción pueden ser lectores o espectadores, nosotros, sus lectores o espectadores, podemos ser ficticios. La idea del mundo como ficción literaria, obra de todos nosotros, es bastante antigua, considera Borges, pudiendo ser notada, por ejemplo, en ciertos autores de la época romántica: En 1833, Carlyle observó que la historia universal es un infinito libro sagrado que todos los hombres escriben y leen y tratan de entender, y en el que también los escriben [Borges, Otras Inquisiciones]. La misma opinión del universo como proyección del espíritu humano a escala universal es señalada por Borges con referencia a Emerson en el ensayo consagrado al prosista norteamericano Nathaniel Hawthorne: Esa misma intuición de que el universo es una proyección de nuestra alma y de que la historia universal está en cada hombre, hizo escribir a Emerson el poema que se titula ‘History’. ‘Nueva refutación del tiempo’ es el texto en que Borges se nos presenta como un digno continuador de la filosofía idealista de procedencia berkeleyana. Todo el ensayo es un ingenioso comentario de las ideas del filósofo inglés. El procedimiento predilecto empleado por Borges en este ensayo es el de la cita directa (desde luego, en español) de Berkeley y el fragmento que más lo impresionó es: Berkeley observó: «Hablar de la existencia absoluta de cosas inanimadas, sin relación al hecho de si las perciben o no, es para mí insensato. No es posible que existan fuera de las mentes que las perciben. No niego que la mente sea capaz de imaginar ideas; niego que los objetos puedan existir fuera de la mente. Hay verdades tan claras que para verlas nos basta abrir los ojos. Una de ellas es la importante verdad: todo el coro del cielo y los aditamentos de la tierra, todos los cuerpos que componen la poderosa fábrica del universo, no existen fuera de una mente; no tienen otro ser que ser percibidos; no existen cuando no los pensamos, o sólo existen en la mente de un Espíritu Eterno». Schopenhauer, observa Borges, se inscribe en la misma línea del pensamiento idealista, mas comete el error de privilegiar las partes componentes del cuerpo humano en relación con los fenómenos del mundo exterior: Es decir, para el idealista Schopenhauer los ojos y la mano del hombre son menos ilusorios o aparenciales que la tierra y el sol. En 1844 redescubre y agrava el antiguo error: define el universo como un fenómeno cerebral y distingue «el mundo de la cabeza» del «mundo fuera de la cabeza», mientras que Berkeley prefiere resolver tajantemente el problema, recurriendo al ser trascendental: Berkeley afirmó la existencia de los objetos, ya que cuando algún individuo no los percibe, Dios los percibe. El dios de Berkeley es un ubicuo espectador cuyo fin es dar coherencia al mundo. Contrariamente a lo afirmado por Schopenhauer, Borges concluye, llevando el razonamiento idealista al extremo y rechazando el estatuto privilegiado de la persona en general y del cerebro en especial que El cerebro, efectivamente, no es menos una parte del mundo externo que la Constelación del Centauro. Esta negación del espíritu Borges la recoge de otro filósofo inglés del siglo XVIII, David Hume: Berkeley negó que hubiera un objeto detrás de las impresiones de los sentidos; David Hume, que hubiera un sujeto detrás de la percepción de los cambios. Aquél había negado la materia, éste negó el espíritu; aquél no había querido que agregáramos a la sucesión de impresiones la noción metafísica de materia, éste no quiso que agregáramos a la sucesión de estados mentales la noción metafísica de un yo. La idea del mundo y del hombre como proyección mental realizada no por una divinidad todopoderosa sino por los representantes de una especie suprahumana, dotada de poderes paranormales, está presente —observa Borges— en la filosofía budista: Otros textos budistas dicen que el mundo se aniquila y resurge seis mil quinientos millones de veces por día y que todo hombre es una ilusión vertiginosamente obrada por una serie de hombres momentáneos y solos. Todas estas teorías idealistas extremadas demuestran —afirma Borges al final del ensayo citado, mediante una lírica meditación pascaliana— la fragilidad e inconsistencia del ser humano y de su destino, cuya sustancia es el tiempo. La negación del yo, del espacio, de la materia, del tiempo, no son más que aventuras del espíritu inquieto, no son —como diría Pirandello— sino desesperaciones aparentes y consuelos secretos. Nuestro destino es espantoso porque es irreversible y de hierro. El tiempo es la sustancia de que estoy hecho. El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río; es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego. El mundo, desgraciadamente es real; yo, desgraciadamente, soy Borges. De este modo, a través de una visión místico-idealista sobre el universo que se confunde con su propio ego, subraya Borges la tragedia de la condición humana. La mayoría de los comentaristas ha destacado la ascendencia idealista, berkeleyana y schopenhaueriana de Borges. Así, uno de los primeros que han señalado el influjo de Berkeley en el escritor argentino fue Valéry Larbaud, en un artículo publicado en La Revue Européenne, de diciembre de 1925, titulado ‘Sobre Borges’, en el que se puede leer que Borges posee una doctrina estética y combate por esa doctrina que tiene su base en el idealismo de Berkeley y que niega la existencia real del yo y de sus productos: el tiempo y el espacio. Otro crítico, John Bart, señala el influjo de Schopenhauer en la configuración de la teoría del universo como ficción. Borges, afirma John Bart, considera, citando a Schopenhauer, que el mundo es nuestro sueño, nuestra idea, en el cual pueden encontrarse «tenues y eternos intersticios de sinrazón» que nos recuerdan que nuestra creación es falsa, o por lo menos, ficticia, mientras que otros críticos son de la opinión de que este carácter imperfecto, ilusorio, se refiere al texto, tratándose de una referencia simbólica metatextual. Jaime Alazraki subraya la convicción de Borges de que toda doctrina filosófica se configura en el espacio del imaginario fantástico y que la fuerza del pensamiento puede engendrar cosas, objetos inexistentes, a condición de que sean pensados intensa y voluntariamente, de que sean deseados y esperados fervorosamente. Los símbolos son semejantes fuerzas, capaces de producir y establecer un mundo propio. El crítico citado funda su argumentación en un conocido fragmento borgesiano que reza así: Admitamos lo que todos los idealistas admiten: el carácter alucinatorio del mundo. Hagamos lo que ningún idealista ha hecho: busquemos irrealidades que confirmen este carácter. Borges descubre esas irrealidades no en el ámbito de lo sobrenatural y maravilloso sino en esos símbolos y sistemas que definen nuestra realidad: en metafísicas y teologías que de alguna manera constituyen el meollo de nuestra cultura. Luis Sánchez Ferrer destaca el procedimiento narrativo fundamental de Borges, consecuencia de su concepción del mundo como proyección mental y la desaparición de las fronteras que separan los seres reales de los ficticios. Este procedimiento consiste en inventar libros y autores y escribir comentarios sobre los mismos. El razonamiento analógico de Borges sería el siguiente: así como no hay ninguna diferencia desde el punto de vista ontológico entre los objetos y personajes del mundo real y los objetos y personajes imaginados por los escritores, así también, no hay ninguna diferencia entre los libros ya escritos y los imaginados. Estos últimos (los libros “ficcionales”) podrían existir, igual que los seres “ficcionales”, en otra dimensión del universo o podrían aparecer en cualquier momento en nuestro mundo, de modo que nos podemos considerar plenamente habilitado a escribir sobre ellos, como si existieran de verdad. El hecho de que un libro no exista, no significa que no puede existir (en el porvenir) o que no hubiera podido existir (en el pasado). Es suficiente que la existencia de tal libro sea posible o imaginada para que, tarde o temprano, haga su aparición. Stefania Mosca menciona, al lado del influjo berkeleyano, otros influjos que vienen del área occidental pero que se sitúan, asimismo, en la misma barricada del idealismo, de la creencia en la fuerza del espíritu y de la negación de la consistencia de la materia, es decir, el platonismo, la religión cristiana y la magia: En sus relatos hay una forma de atacar la consistencia del universo y del hombre dentro del universo que reúne varios hilos: la filosofía idealista de Berkeley, para quien el mundo no existe fuera de la mente de los que lo perciben o de la mente divina; el platonismo, que concibe el mundo como un reflejo de los arquetipos divinos; la creencia cristiana en un Dios creador y conservador del hombre, que vive mientras el Señor lo piensa y todas las ficciones o leyendas mágicas o populares que especulan con fantasmas, con ídolos, con simulacros, con seres creados por la imaginación de los hombres [Jorge Luis Borges, utopía y realidad, 1983]. Todas —o casi todas— estas teorías, ideas, creencias, sistemas filosóficos tienen como punto común el tema de la existencia como resultado de una proyección mental, de una actividad espiritual, más exactamente cerebral. Este tema aparece expresado, el nivel textual, ficcional, en una serie de cuentos de dimensiones reducida y muy reducidas (algunos no superan una pagina o dos), entre los cuales podemos mencionar ‘Las ruinas circulares’, ‘Parábola del palacio’, ‘La otra muerte’, ‘Tlön, Uqbar, Orbis Tertius’ y ‘El Zahir’.
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