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TOCAMOS TODOS LOS PALOS, INCLUIDOS LOS DEL FLAMENCO
por PEDRO GARCÍA CUETO Ganador hace muy pocos años del Cervantes, la figura de Pepe Caballero Bonald se ilumina como si navegase en muchos mundos interiores, desde el barroquismo que siempre ha pervivido en su universo literario hasta una forma de decir culta y cuidada donde la ética y la estética prevalecen sobre todo lo demás. Perteneciente a la generación de los cincuenta, compañero de poetas de la talla de Paco Brines o José Ángel Valente, Caballero Bonald, un poco mayor que ellos, pero joven de espíritu, envuelto en un universo literario que supo triunfar en la novela en 1962 con Dos días de septiembre y que encontró su verdadero universo en Ágata, ojo de gato, fue en la poesía donde fue trenzando desde el año 1952 una obra que ha sabido tocar diversos temas, pero sobre todo los esenciales —el tiempo, la muerte, la infancia—, obsesiones suyas y de otros que han ido componiendo el mosaico de su obra muy bien recogida en la Obra poética completa (1952-2009). Recoge su primer libro Las adivinaciones (1952) la idea de la vida como una pregunta, cuyo eco debe resolverse en busca de la fe o en un paganismo, donde el hombre encuentre sus verdades. Poemas como ‘Génesis de la luz’ confirman el alto poder de la creación, en el que la soledad de la noche nos invita al desasosiego, porque es fácil perderse en la negrura de la noche. Libro amoroso este incipiente poemario, donde el deseo convive con la entrega, a sabiendas de que todo amor es, en definitiva, pérdida: Por las ventanas, por los ojos / de cerraduras y raíces, / por orificios y rendijas / y por debajo de las puertas, / entra la noche. Noche que se precipita en lugares recónditos, que pasea ante nosotros en el insomnio insondable, noche vertiginosa que nos hace ver monstruos en la lenta espera del alba. El hombre que no duerme, como diría Lorca, será mordido, será vampirizado por la poderosa noche. Entra esta rugiente y poderosa, como nos dice en los versos que siguen: Entra la noche como un trueno / por los rompientes de la vida, / recorre salas de hospitales, / habitaciones de prostíbulos, / templos, alcobas, celdas, chozos, / y en los rincones de la boca / entra también la noche. La noche como testigo de los pulsos de la vida, en el dolor, en el placer, en la intimidad de dos cuerpos (en los rincones de la boca). Pero la noche entra en el escritor que quiere crear, desvelado ante el insomnio de sus pensamientos, cuando la palabra no sale, pero busca su perfil, para que el poema reluzca como un faro ante la negrura de la noche: Entra la noche como un bulto / de mar vacío y de caverna, / se va esparciendo por los bordes /del alcohol y del insomnio, / lame las manos del enfermo / y el corazón de los cautivos, / y en la blancura de las páginas / entra también la noche. Pesado fardo el de la noche, donde los seres se buscan, el poema quiere nacer, hastiado del interior en el que vive, deseando ser creado para relucir en la página en blanco, como los pasos en la nieve que Jaime Siles nos dejó en uno de sus famosos libros de poemas. Para el poeta jerezano, la noche es impulso, deseo que busca su plenitud, por ello, la noche canta, no solo es luz, también grito, los cinco sentidos se agudizan ante el impacto de la noche sobre nosotros: Entra la noche como un grito / entre el silencio de los muros, / propaga espantos y vigilias, / late en lo hondo de las piedras, / abre sus últimos boquetes /entre los cuerpos que se aman, / y en el papel emborronado /entra también la noche. Como nos quiso decir el poeta en versos anteriores, la noche viene, como si fuese esa noche de insomnio que cantaba Dámaso Alonso en Hijos de la ira, pero ahora, con el romanticismo latente del poeta jerezano, la noche llega con el deseo de abrir boquetes entre los cuerpos, como nos ha dejado también Javier Lostalé en el poema ‘El hueco’ (perteneciente a La tormenta transparente), donde el amor de unos seres entregados al deseo siempre deja un hueco, el silencio que queda entre dos seres y que el amor ha de llenar. Poemas como ‘Mendigo’, ‘Espera’, van dejando una huella, un espacio, como el de ‘Espera’, donde un hombre siempre busca a la mujer, y aquel a esta, envueltos en la espera eterna de los amantes, donde el dolor «que me hice sangre en las palabras de repetir tu nombre» se conjuga con el apasionamiento de esos seres que se deshacen si no se aman, vacíos en los cuerpos, rendidos ante tanta soledad: Y tú me lo dices que estás tan hecha / a esta deshabitada cerrazón de la carne / que apenas si tu sombra se delata, / que apenas si eres cierta /en esta oscuridad que la distancia pone /entre tu cuerpo y el mío. Vacío que sangra, deshabitados los seres de su amor, cuerpos que han de rellenar el hueco del amor, en la cerrazón de la carne no consumada, donde Caballero Bonald se desangra en un poema de amor, en la búsqueda del otro para cimentar la vida. La noche vuelve en Las horas muertas (1959), donde Caballero Bonald retoma esa búsqueda de su deseo, la confirmación del amor, donde poder vivir la vida deshabitada antes, ahora, contrariamente a esa primera noche de Las adivinaciones (1952), el poeta jerezano se vuelve a una noche creadora, germinal, donde la vida pueda ser, como nos dice el poema ‘Un libro, un vaso, nada’: Todas las noches dejo / mi soledad entre los libros, abro / la puerta a los oráculos / quemo mi alma con el fuego del salmista. En el oráculo se halla la fe, la que componga las piezas rotas, la que propicie la creación, la que abra, como una granada, el poema, envuelto entonces en luz germinal. Es una noche que abre la senda del viaje, como la de San Juan de la Cruz en la que el alma busca a Dios en su célebre Noche oscura del alma: Todas las noches junto inútilmente / los residuos del día, me distancio / del tiempo funeral del desamor, / consisto en lo que he sido. / (Una mano olvidada entre las sábanas / rompe papeles, incinera / los escombros del sueño). La idea de la creación también la cuestiona el poeta, ante la inutilidad de todo, como si el desaliento estuviese detrás de todo acto germinal, como si el sentido de la vida ya viniese roto por nuestra mortalidad, en la idea que generaron nuestros escritores del 98, el absurdo vital, que la filosofía de Schopenhauer o de Nietszche también ha sabido ver. Lector culto, Caballero Bonald, recoge la tradición y la envuelve en buena poesía, donde alumbra el espíritu manriqueño hasta el mundo lorquiano: Oh posesión / de nadie, ¿para qué / tantas páginas vanas, tantos / días vacíos? Mira / a tu alrededor, ¿qué queda? Solos / estamos: toda la ausencia cabe / entre lo verdadero y lo ilusorio. Aquí / mi obstinación es mi alegría: / un libro, un vaso, nada. Vacío final, el libro como posesión amada, como un cuerpo que se acaricia en cada página, pliegue secreto de ternura, como una piel, el vaso, lugar del vacío, de viajes donde siempre se vuelve al lugar de inicio, el alcohol como evasión ante la vida, la nada como resultado, espacio y ámbito donde el poeta vive y sufre su desarraigo existencial. De nuevo, la noche, en Pliegues de cordel (1963), donde Caballero Bonald retoma esa idea de la noche que engendra monstruos, como el sueño de la razón de Goya o esos caminos que trazaba Luis Rosales en La casa encendida, noche que hace más sensible cualquier sonido, que todo lo desvela, donde cualquier ruido parece un eco callado del mundo: A veces, en la turbia / galería del sueño, encendía / la luz y me quedaba / oyendo los ruidos / de la noche: el treno / de la ronda, el gotear / del grifo, la doméstica / respiración y como un vago / acicate de vida / en la madera. Todo sonaba, todo era súbito despertar, como si crujiese la madera, como si toda cosa cobrase vida, muebles, libros, donde la noche era como un deseo imposible para volver a la infancia, tema clave en su obra, como en la de Paco Brines, un paraíso perdido para siempre: Dormía / vigilando las sombras, / la rebelión de gérmenes / del sueño, entumeciéndome / de fe, como esperando / desde el rincón de reo de mi infancia / que fuese libre para despertar. Reo de mi infancia, como si nada pudiese volver al sueño de la felicidad, lugar de plenitud, oasis donde la vida ya no nos quita la sed. En Diario de Argónida (1997), el poeta canta lo que se va, donde la inclemencia del ayer tiene espejos interiores, tanto que hay poemas como ‘Interior noche’, donde todo es pasado, como si el presente fuese ya un instante que se escapa, casi nada, después del crimen de la vida, como nos dice el poema: Un redundante síndrome de alarma / corre / veloz, / impregna / los papeles, los inmisericordes / formularios del tiempo, empaña / los cristales que velan el pasado. La alarma de la vida, que ya ha pasado factura, donde nada queda, solo la memoria, lugar donde ha de permanecer el ser ante la escombrera del tiempo, envuelto en sombras, que sobrevuelan sobre la nada del ser. Todo se resuelve en la memoria, pero el presente, como si fuese un laberinto esconde el crimen de la vida, su erosión sobre el rostro, sobre los surcos de la mirada: te acuerdas / seguramente del que fuiste, pero no / del que serás después de cometido el crimen. Sin duda alguna, el libro tantea los terrenos de la memoria, como en el poema ‘Marcas del camino’, donde nos habla de la cicatriz que supone el tiempo o ‘Presente histórico’, donde los días tienen el sabor añejo del tiempo, en esa casa nativa, que parece que lo mira, como el balcón donde anidaban los pájaros idos en la poesía de Brines o el viejo que llega a la casa en Las brasas, primer y celebrado libro del poeta valenciano. Y, por fin, su libro La noche no tiene paredes, de 2009, donde Caballero Bonald nos canta al pasado, como resumen lastimoso de un tiempo que ya no volverá, en poemas tan emocionantes como ‘Cuerpo desnudo, ya no te conozco’, perfecto resumen de una obra poética hecha contra el tiempo, pero que muere por su mismo paso, una obra que reivindica la memoria, pero que, en la línea de su querido amigo Brines, sabe que todo es devastación, la vida lo ha dado todo y no ha dado nada, así es el mundo, tal y como lo ve Caballero Bonald, celebrado premio Cervantes y gran poeta, sin duda: Cuerpo desnudo, ya no te conozco, / llegas de lejos y desentendido, / te acercas con despacio / ¿desde dónde?, / permaneces inmóvil frente a mí / y ya no te conozco. Vida que se va, cuerpos que se dejan de querer y el dolor que el paso del tiempo va horadando en los cuerpos ya envejecidos, lejos de aquel raudo tiempo de la juventud, que cantaba Cernuda ante la pérdida inevitable de su rostro bello.
Sin duda alguna, el cuerpo, destino de los hombres ante la realidad, deja al poeta abierto a la sombra definitiva, donde vive el dolor y la memoria, con la noche como escenario preferido: Cuerpo desnudo, pedestal de niebla / donde se juntan finalmente / las fases del temor y sus contrarios, / dulce efigie carnal a quien ya no conozco. Final necesario para una voz verdadera cuya trayectoria ha tocado diferentes estilos, pero es en la poesía, con la hondura que nos regalan los poemas comentados y otros muchos, donde el hombre enamorado de la vida, pero desalentado ante su devenir, logra triunfar, ahora ante un reconocimiento que nos alegra a todos, el Premio Cervantes.
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por PEDRO GARCÍA CUETO Si para Mann la aventura de Aschenbach es bastante intelectual y sólo a la mitad de la novela cobrará tintes emotivos, para Visconti toda la película está inmersa en el ámbito de las emociones, en la importancia que tiene el tiempo (los flashbacks son claves para entenderlo), en la presencia constante de la muerte (desde la imagen nebulosa de Venecia al principio de la película, pasando por el viejo que va en el barco o el gondolero hasta la figura del guitarrista que simboliza la enfermedad y la muerte venidera de Aschenbach). No excluye Mann esas referencias (ya que la góndola se asemeja a un ataúd), pero Visconti le otorga a la película un tono más enigmático, más sensual, donde podemos contemplar, con fascinación y horror, el mundo de los infiernos al que es conducido el compositor cuando el gondolero (Caronte) le lleva al Lido (la Laguna Estigia). Para evidenciar aún más la intención de Visconti, merece la pena citar unas palabras de Rafael Miret Jorba en su estudio dedicado al realizador italiano en la revista Dirigido por, cuando se refiere a Tadzio, visto por Visconti: «A la vez inocente y perverso, Tadzio, variante andrógina de la Lolita nabokoviana, acabará destruyendo a Aschenbach. Su excelente juventud hace todavía más ostensible el deterioro de la vejez» (Rafael Miret Jorba, Barcelona, Dirigido por, 1984, pp. 193-194). Confesó Visconti en una entrevista a Lino Miccichè en Bolonia en 1971 que el tono paródico de Mann era imposible de reproducir en su película: “El tono paródico e irónico manniano era irreproducible en el film porque es esencialmente una dimensión formal de la narrativa de Mann, que se manifiesta en la escritura y en el estilo. (Reproducido en Dirigido por, 1984, p. 276). Y señala que al querer representar en imágenes esa ironía lo había conseguido en algunas ocasiones, como en la secuencia en que el músico está en la barbería, porque aquí la máscara está reflejando la antesala de la muerte. Para Visconti supone una clara metáfora de un final inevitable y que el maquillaje (con el propósito de rejuvenecer al músico) no puede cambiar. Y, para ver la importancia de la técnica en la película, he escogido unas hermosas páginas dedicadas a Visconti por Suzanne Liandrat-Guigues cuando se refiere al zoom, tan utilizado en Muerte en Venecia: «Al espectador se le pide hacer zoom mentalmente, ya estar en un plano cercano, ya estar en un plano lejano. El zoom es una figuración del movimiento cuando enfoca a los rostros» (Suzanne Liandrat-Guigues, Luchino Visconti, Cátedra, 1997, p. 157). Y dice algo que me parece muy atinado en Visconti, porque este director conoció el sentido de lo que se nos escapa y buscó el momento efímero de las cosas en su breve permanecer: «la visión viscontiniana tiene una gran deuda con la poética de Leopardi, que une mediante un mismo movimiento dialéctico lo finito y lo infinito, lo efímero y lo eterno en una misma percepción de la vanidad de las cosas» (p. 157). Si Visconti nos abrió Venecia a nuestros ojos en Senso (1954) en los espléndidos mundos de la aristocracia, en Muerte en Venecia nos deja un aroma decadente y una Venecia muy lejana de aquel mundo de oropeles y de fiestas. Sí es cierto que los huéspedes del Hotel son aristocráticos, porque Visconti no sabe y no puede renunciar a su mundo (el de Senso, El Gatopardo, Ludwig o El inocente) cuando quiere contar algo muy grande, como es el desarrollo de esta película inolvidable. Y hay algo que el director italiano posee en grado sumo: meticulosidad. Ese afán de perfeccionamiento cala en la película, nos inunda plano a plano. Los flashbacks, los detalles cargados de simbolismos, hacen de la película una gran obra. Hay, desde luego, mucho de la novela de Mann (magistralmente escrita), pero también de La montaña mágica, del Doktor Faustus, e incluso, en el nombre de Aschenbach, de Los Buddenbrook (novela que adaptó en la muy notable La caída de los dioses). ¿Qué puedo decir entonces? Sólo que la novela es magnífica, llena del raciocinio y el intelectualismo de un escritor magistral, pero la película nos revela una visión completa de un mundo que muy pocos directores han conseguido plasmar: elegante, distinguido, bello y decadente. Todo ello confirma que nos hallamos ante una obra maestra, algo más que cine, como dijo el gran poeta alcoyano Juan Gil-Albert en Viscontiniana, y, desde luego, arte que no ha de morir nunca. NOVELA Y PELÍCULA: SEMEJANZAS Y DIFERENCIAS Pero no sería justo introducirnos en el estudio de la película sin antes conocer a fondo la novela en la que se basa, sin tener una noticia previa de las cualidades del escritor que la escribió. Y, por ello, quiero citar a un gran conocedor de Thomas Mann, un hombre que admiró su obra, su persona y que supo muy bien cuál era el grado de talento del escritor alemán. Me refiero a Theodor W. Adorno, quien nos dejó en sus Notas sobre literatura, perteneciente a su Obra completa, tomo número once, lo siguiente: «Habiendo conocido a Thomas Mann en su trabajo, puedo atestiguar que entre él y su obra nunca surgió el más ligero impulso narcisista. Con nadie había podido ser el trabajo más sencillo, más libre de toda complicación y conflicto; no era menester precaución alguna, ninguna táctica, ningún rigor de tanteo» (Theodor W. Adorno, “Para un retrato de Thomas Mann”, perteneciente a Notas sobre Literatura, tomo once, Ed. Akal, 2003, p.328). Como nos dice Adorno, Mann tenía un gran interés por ser afable, por no mostrar superioridad y esos rasgos del espíritu sólo pueden ser fruto de su alto rigor intelectual, donde sí se daba por entero, para entender el mundo que le rodeaba. Hay que recordar que La muerte en Venecia es una novela que Mann escribió en 1912, antes de La montaña mágica (1924) o Doktor Faustus (1947). Sólo es anterior, dentro de sus grandes obras, a la novela que comentamos, Los Buddenbrook, escrita en 1901. La muerte en Venecia es una novelita si la comparamos con los libros citados, pero la repercusión de la novela fue realmente muy importante y suscitó el interés de muchas generaciones. Quiero citar la opinión de un hombre de gran sensibilidad, un poeta y prosista alcoyano que ha pasado a la posteridad por su obra reflexiva, meticulosa y llena de refinamiento. Me refiero a Juan Gil-Albert, quien en su estudio Viscontiniana, dedicado a Luchino Visconti, dejó claro algo que me parece importante referir. El escritor de Alcoy hace mención de la poca impresión que le causó la novela de Mann, pero si bien no fue consciente de su influjo, sí existió un verdadero poso que quedó en él, como si algo intangible e inefable le fuera transmitido: «Lo que sí puedo decir es que La muerte en Venecia no constituyó, nunca, una predilección mía; fue un libro que debió de interesarme pero sin que me diera cuenta de que se hubiera instalado, como sucede en algunas de nuestras influencias operantes, en uno de esos desvanes sin articular donde siguen vertiéndonos su enseñanza tantas aportaciones disimuladas» (Juan Gil-Albert, “Viscontiniana”, perteneciente a Los días están contados, Tusquets, Tiempo de Memoria, 2004, p. 278). Es curioso que la novela no ofrezca un dato concreto del año en que se sitúa la historia, es como si el autor no quisiera desvelar algo nimio frente a la grandeza de un relato que está más allá de consideraciones temporales. Sólo señala dos cifras: 19, como si su intención fuese hablar de nuestro tiempo, pero no fechar la historia explícitamente. Estos dos números nos sitúan en un siglo envolvente, dramático, de grandes cambios, de acontecimientos que Mann no podía adivinar en la fecha que escribió la novela. Sí da, sin embargo, un dato de la estación del año, dice: «Era a principios de mayo y tras unas semanas húmedas y frías, había caído sobre la ciudad un bochorno de falso estío» (Thomas Mann, La muerte en Venecia, Destinolibro, 1ª ed. 1979, pp. 7-8). Este escenario donde transcurre el principio de la historia en la novela, no tiene nada que ver con el de la película. Luchino Visconti comienza la película cuando la novela lleva ya bastantes páginas y omite el director italiano toda la narración que Mann hace del protagonista discurriendo y reflexionando por la ciudad alemana donde vive, que es, concretamente, Munich. No será hasta el capítulo tercero de la novela cuando Visconti decida contar la historia. Sí aparece, sin embargo, en el primer capítulo una mención del viaje, pero no sabemos qué intenciones tiene el escritor (según Mann el protagonista debía ser escritor) en su futuro inmediato y sólo se limita a una reflexión intelectual sobre el acto de viajar: «Desde que disponía de los medios necesarios para disfrutar de las ventajas del turismo mundial, consideraba los viajes como una especie de medida higiénica que era preciso emplear de vez en cuando aun contra su propensión natural» (p. 13). Las razones que podrían explicar la decisión de Visconti de no adentrarse en la novela desde el principio se pueden conocer gracias al excelente estudio que Jaume Radigales dedicó a Luchino Visconti y a Muerte en Venecia en la editorial Paidós. Según el crítico, Visconti pensaba comenzar el rodaje situando al protagonista en Munich, como se puede leer en la novela. Llegaron, incluso, a filmarse algunas secuencias en la ciudad alemana, pero Visconti desechó la idea de comenzar la película de ese modo. Para él, las razones que da Aschenbach en la novela, no son suficientemente buenas para el espíritu del relato. Visconti quiere que el protagonista inicie su último viaje y no por mera arbitrariedad, simple deseo higiénico de cambiar de aires (como expresa Mann en la novela). En la novela de Mann, el escritor no siente el cansancio y el agotamiento de la vida que refleja el director italiano al comienzo de la película. Todo ello, nos explica que Visconti no crea en ese comienzo para su película, sino en uno mucho más conmovedor y fascinante, la imagen del compositor, en este caso, llegando en barco a Venecia, nebulosa y gris. Esta imagen es mucho más impactante y misteriosa que la que nos planteó Mann en el inicio de su novela. La secuencia inicial, donde un plano nos muestra al Esmeralda, el barco de vapor donde viaja Aschenbach, es emocionante. Refleja la escena el inicio del día. Es magnífico el plano general de la cubierta del barco donde se ve al compositor alemán y, a continuación, un plano medio del protagonista, donde se puede contemplar al compositor cansado y meditabundo. Parece que ha llovido durante la noche ya que podemos ver un paraguas que descansa al lado de la tumbona donde está sentado Aschenbach. Si nos acercamos a la novela, merece destacar las palabras donde se describe la llegada de Aschenbach. Mann cuenta con finura, con extrema delicadeza, ese momento. Ya va introduciendo el ambiente fantasmagórico que captaría Visconti en su película: «El cielo era gris; el viento húmedo, el puerto y las islas habían quedado atrás y pronto se perdió en el horizonte, cubriéndose de vaho toda la tierra firme» (p.39). Menciona, incluso, la aparición de la lluvia, para enfatizar la atmósfera gris que desvela su llegada, como si la lluvia fuese ya una metáfora de la melancolía que inunda la ciudad y a su protagonista: «Y una hora después, era preciso tender un toldo, pues empezaba a llover» (p. 39). Es curioso que Aschenbach espere una Venecia en la que brille el día, una ciudad esplendorosa, pero en la novela Mann ya nos ofrece una sensación que va agravándose durante la historia, una pesada imagen donde la bruma y las sombras se vierten a nuestro alrededor: «Sin embargo, el cielo y el mar seguían ofreciendo un color plomo, de vez en cuando, caía una fina llovizna y Aschenbach se resignó a alcanzar por mar una Venecia distinta de la que siempre había encontrado, al acercarse a ella por tierra firme» (p. 40). La llegada a Venecia por mar tiene un sentido muy importante para Mann y para Visconti. Si el protagonista hubiese llegado en tren, no hubiese sido posible ver el escenario de la ciudad, el arte que reflejan sus grandes construcciones. En un espíritu cultivado como el de Mann, el arte fue esencial, al igual que reflejó Visconti a lo largo de su vida y en muchas de sus grandes películas, como, por ejemplo, en El gatopardo o Senso (cuyo argumento transcurre en Venecia), entre otras muchas. Por todo ello, el protagonista entra en esa ciudad fantasma por la puerta grande, por la majestuosidad de un mundo que pervive a lo largo de los siglos. Todo ese mundo refleja también la inmortalidad, lo que permanece, frente a Aschenbach, ser humano que ha de morir y cuyo viaje, sobre todo en la película de Visconti, tiene un sentido claramente de despedida. Por tanto, el gran cineasta refleja en un plano medio el rostro de Dirk Bogarde, para señalar que está entrando en su última morada, la definitiva, donde vivirá su última y más importante experiencia vital. Visconti expresa la tristeza del protagonista al volver al primer plano del rostro del compositor, vemos la soledad que rodea su mirada y el frío que siente, cuando se sube la bufanda y cierra sus ojos (Bogarde nos transmite una tristeza infinita que nos conmueve). Toda esa pena, esta pesadumbre no está presente en la novela, es la visión que Visconti nos ofrece de un hombre abatido, cansado, derrotado. En la novela sí encontramos a un personaje que se adentra ya en el absurdo, con el episodio del viejo del barco, que también aparece en la película de Visconti. Pero, en mi opinión, no hallamos tanta tristeza y sí a un hombre reflexivo, inteligente, algo frío, que va a adentrarse en un mundo que lo ha de absorber definitivamente. Su racionalidad, su sentido de lo correcto, van a sufrir un cambio radical al volver a la ciudad amada. El anciano que contempla Aschenbach demuestra la falsa vejez, el dantesco espectáculo de un hombre ridículo, la pantomima absoluta de un ser grotesco. Mann ofrece una descripción magnífica de su encuentro con el viejo, donde se refleja muy bien la inquietud que el escritor manifiesta ante la falsa juventud: «Se trataba en realidad de un viejo, no cabía duda; las arrugas enmarcaban sus ojos y sus labios. El color mate carmesí de sus mejillas era artificial, el pelo castaño bajo el sombrero con cinta coloreada era de peluca, su cuello flaco y tendinoso, su diminuto bigote y la perilla en el mentón estaban teñidos, su dentadura completa y amarillenta que enseñaba al reír, era un substitutivo barato, y sus manos (en cuyos índices llevaba sendos sellos) eran los de un anciano» (p.37). Este anciano que, como nos cuenta Mann, se divierte con un grupo de jóvenes, como si perteneciese a ellos, pese a su decrépito aspecto, irá resultando cada vez más grotesco, ya que, debido a la bebida, va manifestado su estado de embriaguez. Visconti recrea magníficamente estas imágenes del libro (llamo imágenes porque al leerlas nos revelan absolutamente la figura del anciano) y lo hace mostrando una obsesión del director italiano, me refiero al viejo dandy homosexual que, si bien conserva el aspecto de un hombre elegante por su vestimenta, nos recuerda con nitidez a los personajes grotescos de las películas de Federico Fellini o de Pier Paolo Pasolini. Al dirigirse a Aschenbach y decirle que dé recuerdos a su lindo amorcito, Thomas Mann ya nos introduce en el mundo de las máscaras, Venecia, ciudad famosa por el carnaval, es presentada como un escenario de opereta en que lo viejo quiere ser nuevo, como el anciano que, vanamente, quiere representar a un hombre joven. La ciudad es ya un escenario, un lugar donde el protagonista va a representar un papel, el más trágico de su vida, su acercamiento a la belleza y, tras ello, su derrumbe físico y moral en una Venecia enferma por los aires letales que la rodean. Para Mann todo es importante, la visión del barco, el espectáculo de los jóvenes con el viejo y, seguidamente, la góndola donde va a viajar el novelista. La comparación de ésta con un ataúd nos sobrecoge y nos revela el tema de la muerte que subyace desde el principio de la novela en la mente de su autor. Ya aparece en la novela el sirocco al acomodarse el protagonista en la góndola. Aschenbach viaja plácidamente, en el mullido asiento, cansado pero feliz, tanto es así que Mann dice en boca de su protagonista: «El trayecto es corto, se decía. ¡Ojalá durara eternamente!» (p. 45). La figura del gondolero va a ser muy significativa tanto en la novela como en la película, es símbolo de Caronte que lleva a los muertos a través de la laguna Estigia al otro lado, a donde ya nadie puede volver. Sostengo que para Mann y para Visconti la figura del gondolero representa este ser que conduce a Aschenbach al último destino. El gondolero no obedece a Aschenbach, lo que enfada al protagonista. Éste quiere tomar el vaporetto desde San Marcos, pero aquel le dice que el vaporetto no acepta equipaje. Aschenbach oye al gondolero hablar solo, musitar palabras que no logra entender. No es casualidad que Mann no le dé la fisonomía de un italiano, ya que se trata de un hombre sin nacionalidad, emblema de ese ser que ha de llevar al muerto hacia el otro lado. Ya vemos en la novela una aceptación del destino, una sumisión de Aschenbach a la suerte que le está concedida. Viendo que el gondolero no le hace caso, el escritor se deja llevar, acepta su suerte, recostado en ese sillón que le va adormeciendo: «Su asiento, aquel sillón bajo, acolchado de negro, mecido tan suavemente por los golpes de remo del voluntarioso gondolero a sus espaldas, parecía despedir una indolencia embrujadora» (p. 48). Aschenbach llega a pensar en el hecho de hallarse ante un criminal, pero ¿qué puede hacer ya? En la película, podemos ver en un plano picado y de espaldas al protagonista, como si reflejase en esa postura su sumisión, su inferioridad ante el gondolero, como si Visconti fuese perfilando ya a un personaje que va a sentirse embaucado por la atmósfera fantasmagórica de la ciudad amada. Al llegar al Lido, Aschenbach desembarca y busca cambio para pagar al gondolero, pero éste ha desaparecido, ya que carecía de licencia. El escritor (en la novela de Mann) y el compositor (en la película) da la propina a un viejo marinero que se halla en el muelle esperándole. En la novela, se trata de un viejo con un garfio, que, como dice Mann: «no podía faltar en ningún embarcadero de Venecia» (p. 50). Tras la llegada del novelista, podemos ver el Hôtel des Bains. En la novela, Mann describe al director como un «hombrecito silencioso y aduladoramente cortés con bigote negro y levita de corte francés» (p. 51). Lo que en la novela aparece narrado de esta forma tan concisa, en la película requiere mucho más detalle. Para Visconti, era importante crear una atmósfera, retratar a un mundo burgués que habita en el hotel donde va a descansar el protagonista. Por todo ello, el director italiano muestra una galería de personajes que no se hallan muy lejos del espíritu que transmitió Mann en La montaña mágica cuando Hans Castorp llega al sanatorio. Oímos el murmullo de las conversaciones de los clientes, de un viejo ascensor salen niños y una dama, a quien el director (Romolo Valli en el filme) hace una teatral reverencia. El director comenta a Aschenbach que se trata de la condesa Von Essenbeck, un claro guiño de Visconti al personaje de Ingrid Thulin en La caída de los dioses, inspirada también en la novela de Mann Los Buddenbrook. Como podemos deducir, Visconti ama la literatura de Mann, encuentra en ella un recipiente de sabiduría y plasma en Muerte en Venecia a través de los detalles y de la minuciosidad de la cámara, el mundo que se escapa, que está en plena decadencia y que de forma magistral creó el escritor alemán en las novelas citadas. Merece la pena citar lo que dijo Adorno sobre Mann respecto a la idea de decadencia que siempre estuvo presente en sus películas, según algunos críticos: «Lo que se reprocha a Thomas Mann como decadencia era lo contrario de ésta, la fuerza de la naturaleza para ser consciente de sí misma como algo frágil. Pero no a otra cosa se llama humanidad» (Theodor W. Adorno, Notas sobre Literatura, Ed. Akal, 2003, p. 331). Para el crítico y famoso sociólogo, Mann retrata el deseo del hombre de luchas por aquello que cree suyo, por buscar una raíz en su vida y la muerte, como sombra que acecha, busca cercenar esa raíz, devolver al hombre a la nada. La llamada decadencia no era, para Mann, más que un impulso de pertenencia, el poderoso arraigo hacia un mundo que era hermoso, pero que, por avatares del destino, debía desaparecer. En la novela, el espejo es importante, clara metáfora de la imagen que nos devuelve a nosotros mismos, que nos revela nuestra caducidad y nuestra temporalidad. Si en la novela de Mann, Aschenbach contempla desde su habitación el mar, lo que le sirve para reflexionar sobre su viaje y las inquietudes que ha vivido: el galán viejo, el gondolero que le había atemorizado; en la película de Visconti la sutileza es aún mayor, ya que Aschenbach (Bogarde) se mira al espejo, donde se ve despeinado y desarreglado. Esa imagen de sí mismo es fruto del tiempo, él es consciente de su paso irremediable, de su inexorable transcurrir. Podemos ver también cómo saca un portafotos con la imagen de su mujer y de su hija (ambas fallecidas). Para Visconti, todos estos detalles son importantes, porque el sentido y el objetivo de su película difieren del de la novela. Si Mann va introduciendo al personaje en un ámbito extraño, donde su vida se irá apagando, en la película de Visconti cada acto está ya pensado, el protagonista es consciente de su vejez, de su cansancio e intuye que Venecia es su último lugar. Hay una certidumbre sobre su existencia que no se halla en la novela, como si el compositor se asemejase a una vela que se va apagando ante tan hermoso paisaje.
Los detalles que plantea Visonti así lo manifiestan: el espejo, el portafotos, son imágenes del paso del tiempo, iconos donde el protagonista se mira para no olvidar que ha vivido y cuál es su recorrido, en qué punto se halla de su trayectoria vital. En la película vemos un flash back que no está en la novela, la visión de Aschenbach con su amigo Alfred. En ésta, podemos ver al compositor tumbado en un canapé, mientras su médico, vestido de frac, le toma el pulso. Éste dice al compositor que necesita un tiempo de reposo. Hay un salto temporal, donde aparece Alfred tocando al piano el adaggieto, Aschenbach, ligeramente cansado, le escucha, mientras fuma un cigarrillo. El compositor mira un reloj de arena, metáfora del tiempo. Como podemos deducir, a Visconti le interesa mucho la presencia del tiempo a través de los objetos que lo representan: el espejo, el portafotos, el reloj de arena. Al incluir un flashback en la película y alejarse así de la narración lineal como planteaba Mann en la novela, nos introduce en un espacio nuevo que nos hace sentir con mayor intensidad (que en la novela que sirve de base) la fugacidad de la vida y su paso inexorable sobre nosotros. La contemplación de un apuesto y aún joven Aschenbach, pero enfermo en la primera escena del flashback, nos pretende decir que el artista ya adolece de un cansancio prematuro, fruto de su intensa vida intelectual, que va erosionando su aún presente juventud. Coincide, eso sí, con la novela, la mirada que Aschenbach dirige a la playa, tras el flash back, como si el compositor presintiese que aquel es un lugar idóneo para morir. Antes de bajar a cenar, el protagonista besa la foto de su mujer y su hija (en la película), detalle muy significativo que no aparece en la novela. Para Jaume Radigales, en su estudio de Muerte en Venecia, hay una fusión continua entre lo real y lo simbólico en la película, como si los flash back que realiza Visconti sirvieran para afianzar al compositor en el mundo real y la llegada a la ciudad amada fueran su inmersión en lo simbólico, presidido por el fantasma de la muerte. Dice así: «Visconti, mediante el uso de imágenes vistas bajo el efecto de sfumato (como la pintura de Leonardo da Vinci) y otras filmadas bajo ópticas naturalistas (como las fachadas de los monumentos venecianos, que parecen extraídas de burdos documentales para turistas), hace pasar al espectador de un lado a otro de la frontera simbólico realista. Aschenbach viene de un mundo visto desde el realismo (los flashbacks) y se adentra en un cosmos de irrealidad y de juegos ficticios: de símbolos, de juegos y de fiestas, con permiso de Hans-George Gadamer» (Jaume Radigales, Luchino Visconti: Muerte en Venecia, Ed. Paidós, 2001, p. 70). por PEDRO GARCÍA CUETO Guillermo Carnero nació en Valencia el 7 de mayo de 1947. Su padre, Guillermo Carnero Muñoz, natural de Lorca (Murcia), fue maestro nacional, pero, tras comenzar la Guerra Civil ingresó como voluntario en el ejército republicano y tras la derrota de la República fue recluido en el campo de trabajos forzados del castillo de Figueras en Gerona. Su madre, Teresa Arbat Planella, nació en el pueblo de Bescaró, perteneciente a Gerona. Carnero realizó estudios en el Liceo Francés de la capital valenciana. En 1964 se trasladó a Barcelona para realizar sus estudios universitarios. Comenzó la carrera de Económicas (deseo de sus padres) y los simultaneó con los de Filosofía y Letras. De los años de Barcelona proviene la amistad con Ana María Moix y con Pere Gimferrer, compañeros de facultad. En 1965 y 1966 publicó sus primeros poemas en Ínsula y La trinchera, revista esta última fundada por José Batlló en Sevilla en 1962. El poema ‘Ávila’, perteneciente a su libro Dibujo de la muerte, apareció en esta revista (en la etapa en que se inició La trinchera en Barcelona en 1966). Dibujo de la muerte, su primer libro, fue todo un acontecimiento. Se habló de arte culto y minoritario, también de decadentismo, ya que esta obra, junto a Arde el mar de Gimferrer, abrió la senda culturalista en España. Luego llegaron las famosas antologías, en 1970 se publica Nueva poesía española de Enrique Martín Pardo y Nueve novísimos españoles de José María Castellet. En la antología de Castellet, muy renombrada, aparecieron poetas de gran importancia en este período (Manuel Vázquez Montalbán, Antonio Martínez Sarrión, José Mª Álvarez, Pere Gimferrer, Guillermo Carnero, Ana Mª Moix, Félix de Azúa, Vicente Molina Foix y Leopoldo Mª Panero), pero posteriormente fue criticada por eludir nombres importantes: Luis Antonio de Villena, Jaime Siles, etc. En 1970 Carnero abandonó Barcelona y pasó el invierno de ese año y la primavera de 1971 en Cambridge, donde escribió El sueño de Escipión, que apareció publicado en Madrid, en la editorial Visor, en 1971. Recojo la importante introducción de Ignacio Javier López para la editorial Cátedra de la Obra poética de Carnero cuando dice: El sueño ha sido señalado por la crítica como ejemplo del importante cambio que se produce en la poesía del autor, habitualmente descrito como el inicio de una poesía más reflexiva, de orientación metapoética, en la que el objeto del poema y el poema mismo; se trata, además, de una investigación del lenguaje, y una exploración de la relación que existe entre autor, texto y lector (prólogo a Dibujo de la muerte. Obra poética, ed. De Ignacio Javier López, Cátedra, 1998, p. 18). Como vimos, el poeta ya ha cambiado de rumbo. Si Dibujo de la muerte es una indagación sobre la cultura y su poder para vencer a la muerte, El sueño de Escipión penetra en el lenguaje mismo, en su deseo de objetivarlo para poder entender su poder originario y, por ende, su fuerza como elemento revolucionario sobre el mundo que nos rodea. Carnero conoce ese poder del lenguaje e indaga en la metapoesía, con un resultado, como era de esperar, brillante. Luego vinieron Variaciones y figuras de un tema de La Bruyere (1974) y El azar objetivo (1975) y en 1977 terminó los poemas de Ensayo de una teoría de la visión que será editado, junto con los libros anteriores, en Hiperión, en 1979, con un prólogo muy acertado de Carlos Bousoño. Ha publicado más libros: Divisibilidad indefinida (1990), Verano inglés (1999) y Espejo de gran niebla (2002), entre otros. Como podemos ver, la obra de Carnero es muy prolífica, al igual que le ocurría a Jenaro Talens, y ahonda en temas muy interesantes para comprender la importancia del lenguaje como esencia de la poesía. Carnero tiene también una significativa carrera investigadora y docente, en la que no voy a detenerme por falta de espacio. Centrándonos en su obra de creación, quiero mencionar algunos de los poemas de Dibujo de la muerte y de otros libros posteriores para poder apreciar el notable cambio de estilo, lo que refuerza la idea de que nos hallamos ante un investigador del lenguaje poético y un notable conocedor del alma humana. Para Carlos Bousoño, en su famoso prólogo, hay una analogía entre los poetas de los 50 y el uso del grupo del 27 en lo que respecta al verso libre. Explica Bousoño que el verso libre de Carnero tiene afinidad con el que utilizó Luis Cernuda, Jaime Gil de Biedma y Francisco Brines. Bousoño insiste en la analogía con Cernuda: Aún hay otro ingrediente, con origen a Luis Cernuda, y antes en la tradición anglosajona, que Carnero toma de la tradición inmediata de la que hablo: el uso de figuras históricas como protagonistas e incluso como narradores del verso, como correlatos objetivos. (Carlos Bousoño, 1978, p. 41). Y no olvida mencionar que tanto la generación de los 50 como Carnero abandonan la idea del poema como tensión que nos hace fijarnos en las descargas expresivas para emocionar al lector, sino que el poema se lee como un continuo, para que el lector vaya acomodándose al decir del poeta, como si fuese lengua hablada, pero culta, como podemos suponer. Bousoño habla también de los temas de Dibujo de la muerte y menciona una idea esencial del libro: la desolación. Dice el poeta asturiano: El contraste entre refinamiento y desolación es lo que da, no sólo hondura, sino al mismo tiempo riqueza y complejidad al volumen. (p. 42) Es cierto lo que señala Bousoño, por ello, quiero mencionar un poema del libro donde Carnero enfrenta el gusto por lo estético con el vacío que deja. Se puede expresar diciendo que el poeta utiliza la cultura (en este caso, el arte que perdura) para dejar constancia del vacío de lo que ya no tiene alma, sólo es piedra y, por tanto, memoria. Si el arte sobrevive, el hombre no (tema análogo al que expresó César Simón con la naturaleza y el ser humano o el que dejó en nuestros sentidos Jenaro Talens con la extrañeza del ser que ve la nieve mientras sabe que su vida está abocada a la muerte). Sin duda, el arte está presente, pero Carnero elige elementos duros, casi inertes: la piedra, las tumbas, los claustros, para insistir en el arte que deja vacío, donde se puede ver la oquedad del tiempo. Así lo refleja el poema ‘Amanecer en Burgos’. El sujeto del poema contempla el museo de vestiduras regias que hay en el monasterio de Las Huelgas Reales, en Burgos, vestiduras sacadas de las tumbas de los reyes de Castilla. Si el poeta contemplaba la piedra en el poema ‘Ávila’, aquí la muerte se expresa en el objeto, la vestidura regia, exenta de vida, motivo de reflexión y meditación para Carnero. Dice: Andrajos y oro / el esplendor revelan de los cuerpos antiguos. / Entre imágenes de lejana belleza, piadosamente se oculta / la carne muerta (vv. 13-16). La belleza es lejana, porque hace mucho que existió y el mundo antitético al que se refería Bousoño al hablar de desolación y de belleza, aparece al decir: Andrajos y oro. Ya al principio del poema se habla del tiempo y de la luz, motivo esencial en muchos poetas valencianos, ya que supone el nacimiento, pero también la certeza de la muerte: En el silencio de los claustros reposa / la luz encadenada por la epifanía del tiempo (vv. 1-2). Si es luz encadenada es porque nos conduce a la sucesión de movimientos, una vida tras otra y su continuo fluir, nacimiento y muerte entrelazadas. La belleza aparece en la tumba adornada por la escarcha, pero también el dolor, porque de las tumbas no sale un espíritu de reencarnación, sino el vacío: Un ámbito / de otro oculto transcurre, sólo por unas losas / que oscuramente resuenan, incubando / el crescendo angustioso de la profanación de la muerte (vv. 4-7). La muerte triunfa sobre la vida, ya que hay angustia y se va incubando, como una epidemia, esa sensación de negrura que posee la parca. El poema termina negando la posibilidad de volver, ya que el hombre no tiene voluntad, la muerte se impone, le cercena, como la ira de Dios cercenaba al poeta vasco Blas de Otero sus ojos: Y así es hermoso / discurrir fugazmente entre la eternidad de la vida, engarzada / por la geométrica perfección de los albos sepulcros, / como quien nada escucha, puesto que ni seremos / llamados a los turbios festejos de la muerte / ni el amor y el deseo corruptos, y el imposible polvo de los besos / alteran en la madrugada tibia que turba el aire, / el armonioso vuelo de la piedra, elevado / en muda catarata de dolor (vv. 16-24). Evidentemente, la belleza (los albos sepulcros, el polvo de los besos, el armonioso vuelo de la piedra) no evitan que todo sea muerte, ya que todo es una fiesta de contrarios: amanecer con sepulcro, amor frente a ceniza, libertad enfrentada a piedra (lo inanimado y, por ende, lo muerto). En la celebración de la belleza sólo queda la ceniza, porque todo ha de morir, pese a que haya resplandecido en la vida, lo hermoso lleva su guadaña, como el poema expresa a la perfección. El libro deambula sobre esa idea, como puede verse en ‘Muerte en Venecia’, por poner un ejemplo, recreación del famoso libro de Thomas Mann y de la muy brillante y emotiva película de Visconti. Pero hay un poema que siempre me ha atraído especialmente del libro, me refiero a ‘Capricho en Aranjuez’. Hay en el mismo un gusto por lo bello, por la celebración de la vida y por el intento, no conseguido, de eludir el paso de la muerte que gravita en el libro. Lo expresa el poeta valenciano desde el principio: Raso amarillo a cambio de mi vida. Se refiere Carnero a la voluntad de imponer la belleza para vencer la caducidad de la vida. Todo el poema exalta la belleza, en un ámbito muy hermoso como representa el Aranjuez del siglo XVIII. El deseo del poeta es renunciar a sí mismo para dejarse llevar por la belleza del entorno: Fuera breve vivir (v. 7). El ámbito idílico es inmenso, todo sugiere el abandono de los sentidos, la perfección de la Naturaleza: Fuera una sombra / o una fugaz constelación alada. / Geométricos jardines. Aletea / el hondo trasminar de las magnolias (vv. 7-10). Pero la muerte que el poeta quiere evitar, embriagada en la belleza del paisaje, aparece en la imagen de un niño ciego que juega con la misma. Es un reflejo de la derrota de la vida sobre la parca: Inflorescencias de mármol en la reja encadenada: / perpetua floración de las columnas / y un niño ciego juega con la muerte (vv. 13-16). Si en el poema ‘Amanecer en Burgos’ la luz estaba encadenada, aquí aparece la reja, lo que significa que nuestra vida carece de libertad, vivimos atados a la caducidad, a la sombra que todo lo invade. La imagen del niño ciego nos recuerda a las películas de Luis Buñuel y al cine de Ingmar Bergman, donde el patetismo de la vida queda reflejado en personajes marginales y en situaciones extremadamente insólitas (la partida de ajedrez con la muerte en El séptimo sello de Bergman o la cena de los mendigos en El ángel exterminador de Buñuel). Lo hermoso sigue presente y, en el final del poema, el poeta insiste en permanecer embriagado, en ignorar su mortalidad, en ocultar su humanidad para asimilarse a las cosas bellas que contempla, como si se tratase de un camaleón que cambiase de piel e ignorase su antigua realidad: Músicas en la tarde. Crucería, / polícromo cristal. Dejad, dejadme / en la luz de esta cúpula que riegan / las transparentes brasas de la tarde. / Poblada soledad, raso amarillo / a cambio de mi vida (vv. 30-35). La luz del Mediterráneo, esencial en la poesía de Carnero (como lo fue para Brines, Talens, Simón o Bellveser, entre otros) está presente y hay un claro homenaje al primer libro de Brines Las brasas, porque Carnero conoce y admira la poesía del poeta de Oliva y hace este guiño magnífico en el poema, cuando dice brasas de la tarde, dando lugar a un espacio que acaba, como el final de un ciclo que ha sido esplendoroso pero que ha de terminar. La mención a la música es importante, ya que es espejo de lo inefable, que nos emparenta con lo divino, pura abstracción que intenta salvarnos de la muerte. Pero ésta no se va, siempre está ahí, pese a la voluntad del poeta por desasirse de su ignominiosa presencia. Todo termina en la tarde (en sus brasas), cuando el crepúsculo abre las ventanas de la noche y queda una soledad, la existencia del ser que medita sobre su humana condición, que quiere ser cambiada por esa belleza que perdura, ese raso amarillo que da sentido al poema. Para Sergio Arlandis la poesía de Carnero busca la belleza porque el poeta sabe de la extinción de las cosas, del vacío que toda hermosura lleva. Lo dice muy bien en su libro Mapa (Antología poética) de 30 poetas valencianos en la democracia: La poesía, en consecuencia, se transforma en una manera de embellecer aquello que está llamado a su extinción irrevocable, es decir: crea una idea que, a modo de eco, resista desde su belleza, al vacío que le rodea (Sergio Arlandis, Mapa (Antología poética) de 30 poetas valencianos en la democracia, Carena editores, Valencia, 2009, pp. 30-31). Estoy de acuerdo con esa mirada del profesor valenciano donde se insiste en que la belleza muere también, donde se expresa que el esplendor es sólo un oropel maravilloso que oculta el inmenso vacío de nuestro vivir. Por ello, y, como también señala Arlandis en su libro, Carnero busca en la cultura su universo, porque éste va muriendo si no es recreado por el curioso lector o el sempiterno investigador. Hay un proceso, sin duda, en la poesía de Carnero, donde el mundo culturalista y asombroso (por sus referencias y por su belleza) de Dibujo de la muerte se va transformando en un espacio de mayor concentración en elementos antes esbozados, pero no desarrollados íntegramente. Me refiero, entre otros, a la luz que sí era importante en ‘Capricho de Aranjuez’, pero que es esencial en ‘Los motivos del jardín’, poema perteneciente a Divisibilidad indefinida. Cito sólo los versos donde Carnero expresa el claroscuro, la necesidad de nombrar a la luz en poderosa batalla con la oscuridad: Miro del fondo de la estancia oscura / el pequeño rectángulo de luz, / imagen invertida de la noche, / que la Luna recorta en la ventana (vv. 39-42). Como vemos, el rectángulo de la luz es esencial, ya que ofrece lo invertido, el otro lado de la noche. No en vano, es la luna la que asoma (imagen romántica por excelencia) a la ventana. Pero la luz también esconde el vacío, es tan efímera como la propia vida, no lleva en ella la inmortalidad: la divergente vacuidad del rayo / dispersa las veladas figurillas / que con el acicate de la duda / persigue la fatiga de sus ojos (vv. 43-46). Carnero sabe que hay espejismos tras esa luz que aparece en su fugacidad. Por ello, se muestra distante, embriagado en su poderosa soledad de amanuense: Las escucho vagar en la tiniebla / pero me falta fe con que nombrarlas: / yo sería un extraño entre sus risas, / el lisiado al que aturde y acobarda (vv. 47-50). El poeta no pertenece al mundo de la vida: me falta fe con que nombrarlas, sino que está imbuido en territorio de libros, exento de la sensualidad que toda vida (bien vivida) regala, la extrañeza a la que hace alusión lo transforma en un voyeur, aquel que mira con placer, pero que no lo comparte, muy cerca del mundo que comenté en el universo del poeta gallego Arcadio López Casanova. El vate sólo es un “lisiado” que siente cobardía por una turba gozosa de arlequines / mecanizados por la luz de la luna / y que finge entusiasmo y alegría, / falto de caridad y ligereza. El poeta muestra, de este modo, su distanciamiento del mundo, ya esbozado en Dibujo de la muerte, pero aquí, con mucha más hondura. La importancia de la luz es total, porque de ella viene el placer: ‘La Luna’, turba gozosa de arlequines y provoca ese miedo en el hombre que arrastra ya su desdicha y su negación de toco contacto con lo vivo. Pero al final del poema lo dice todo, porque la luz es creación, tanto que hizo posible los espejismos que simbolizaban el placer y que, ahora, se convierten en nada: Así en el fondo de la estancia oscura / se extingue el espejismo, borrado con la luz / y las palabras tejen en el sueño y el agua / su cauce circular, secreto y mudo (vv. 51-54). Otro elemento esencial es el agua, porque simboliza el espejo de la vida, un espacio de transparencia que esconde nuestra irremediable inconsistencia como seres vivos. El amanuense deja de ver las figuras (espejismos) porque la luz lo borra todo y sólo queda el lenguaje (siguiendo la senda de otro poeta valenciano, Miguel Veyrat). Éste es el único lugar útil para recrear el mundo y su misterio. El lenguaje, como el agua, es espejo, cristal que conduce al mundo de los sueños, pero también a un posible renacer, a una especie de isla donde podamos encontrar, a través de las palabras edénicas, el sentido de la vida. Los largos poemas de Dibujo de la muerte o de Variaciones y figuras sobre un tema de La Bruyere (1974), exceptuando El sueño de Escipión (1971) donde se combinan largos y cortos poemas, va encontrando en Divisibilidad indefinida otro ritmo, ya que el poeta, en la línea de Juan Ramón Jiménez y su búsqueda de la esencia de las cosas, va sintetizando su mundo culturalista para centrarse en elementos esenciales que cobran toda su fuerza y, por ende, su sentido en este libro: el jardín, la luz, el agua, la noche, el tiempo, etc. En el poema ‘Lección de agua’, podemos ver la precisión con la que Carnero toca el tema de Narciso mirándose en el agua de la fuente. Pero lo que me interesa de este poema es la temática: se trata del espejismo de la vida, fantasmagoría que no nos salva, pues sólo ofrece la velada idea de su transcurrir perecedero, que nos condena a la muerte. Dice así: Mirándome en el agua de la fuente / por salvar las imágenes vencidas / —colores idos, músicas caídas— / en memoria con gracia de presente / las vi oscilar girando levemente / en facetas y trizas esparcidas / recompuestas y luego divididas, / y hundirse y escapar en la corriente (vv. 1-8). Todo lo que compone la vida (colores idos, músicas caídas) se va diluyendo en el agua, hay un afán de creación: recompuestas, pero también de dispersión: y luego divididas. Toda esa textura de lo vivo se deshace, ya que es fantasmagoría: vivimos enfrentados, parece decir el poeta, a la sensación de la irrealidad, como pudimos ver en muchos poemas de César Simón. Por ello, el agua, símbolo de lo que fluye, que, desvelando la transparencia, al igual que el espejo que miramos y que nos mira, nos revela nuestra fragilidad vital. El mito de Narciso se cumple en los tercetos: Puse sobre las aguas un espejo / con que hurtarme a la muerte en escritura / y retener la luz de la conciencia (vv. 9-11). Aquí el poeta nos habla del deseo de no morir, a través de ese espejo, cristal que nos enfrenta al transcurrir de la vida. No es casual que diga muerte en escritura, ya que el deseo de hurtar esa muerte es el ansia de vivir a través del arte, de nuestra palabra o nuestra presencia en el cuadro o en la música, sino el deseo de vivir sin apoyo, manifestando sólo lo que somos: cuerpo y alma. Este deseo se quiebra, porque la vida se trunca siempre ante la presencia del último acto, el viaje de no retorno: pero la nada duplicó el reflejo / y el cristal añadió su veladura, / en doble fraude de la transparencia (vv. 12-14). No podemos eludir el destino, pues no hay faz alguna para mirar a la vida eternamente, nuestro sino (estigmatizado por el paso del tiempo y por el acabamiento de toda existencia) nos enfrenta a una triste realidad. No hay forma, para Carnero, de cumplir el rito de la permanencia, ni el agua, ni el cristal, nada sirve para eludir nuestra mortalidad. Y no hay que olvidar la importancia de la luz (en la senda de los pintores levantinos, aquí se trata de la luz de la conciencia y su afán de retenerla. Sin duda alguna, Carnero sabe que la vida existe mientras se ilumina nuestra faz con la sensación de gozar del mundo (pese a las inevitables sombras que nos acechan siempre). Este ejercicio de permanencia da brillo al poema porque éste está inmerso en lo cromático: el blanco del agua y los espejos, los colores idos como símbolo del paso del tiempo, el reflejo que devuelve otra vez la transparencia (blanca) del agua. Estamos delante de un poeta que, como le ocurría a Talens o a César Simón, inunda su poesía de luz, pero en el que sobrevuelan las sombras que tiñen aquella de oscuridad. Y quiero terminar este análisis del mundo del gran poeta valenciano citando su libro Verano inglés, no el último de los suyos, desde luego, pero, en mi opinión, el que mayor calidad ofrece, debido al deslumbramiento de su universo amoroso. Hay poemas donde transita el recuerdo, como en “Greenwich banks” cuando dice: Cuando cierro los ojos recuerdo una arboleda / en la linde del mar y del verano / y te veo mirándote en el río, / mientras el Sol se pone y vagan las gaviotas (vv. 1-4). Este romanticismo del poeta que recuerda el lugar idílico y a la amada no excluye los versos donde manifiesta un erotismo que nos deslumbra: Me conduce el calor de tus caderas, / elásticas y duras como un arco, / a la doble diana de tu pecho, / granada abierta y roja en las manos de un niño (vv. 17-20). No es casual que cite al niño, porque Carnero sabe de la importancia de la infancia como paraíso irrecuperable (en la senda de Francisco Brines). Y tampoco en el final del poema se unen los sentidos, lo que dota al mismo de una clara sensualidad mediterránea (ya que la evocación, en mi opinión, le conduce a su tierra levantina desde el verano inglés). Dice así: Color, olor, sabor, flotan en la memoria. / No los dejes morir a tu imagen extinta; / diluirse en las aguas del rencor y del tiempo / rescata en tu retorno tu cuerpo repetido (vv. 21-24). Al igual que en ‘Lección de agua’, el poeta valenciano insiste en el agua que se diluye, como si ésta simbolizase el tiempo y su alusión al color nos hace ver, de nuevo, que representan espacios vitales dejados atrás, impresos en la memoria para siempre. El último verso expresa muy bien lo que es un tema central en su poesía: la vuelta de lo vivo, no en el eco de una voz o en una imagen, sino en la presencia (llena de sensualidad) que evoca lo mejor de la existencia. La belleza de las imágenes nos sobrecoge en versos anteriores donde se prende el poeta de la amada con singular maestría al evocarla: Veo una calle abierta al horizonte / donde vuelan los tordos y corren las ardillas. / Las ramas de un alerce golpean los cristales, / pentagrama indeciso de rasgado silencio (vv. 9-12). El poema es muy hermoso y ese cuerpo repetido de la amada es la imagen que queda en el agua y que, luego, como el amor y la propia vida, se va pronto, dejándonos huérfanos del sabor y del olor de la persona querida. Representa Verano inglés un libro lleno de nostalgia, de bellas evocaciones y de colorido, de una luz especial que abre las ventanas de nuestra sensibilidad. Hay muchos poemas del libro donde la belleza cala en la memoria del poeta. No en vano, es un libro lleno de alusiones a paisajes amados. La presencia de la luz es una constante en la poesía de Carnero. Si la noche tiene un inmenso poder para el poeta en ‘Noche del tacto’, tanto que No fluye murmurando la amenaza del tiempo / ni se pierde en arena sin orillas: / crece en profundidad, gana en firmeza / al adensar las lindes del reposo (vv. 5-8).
La luz tiene toda su fuerza, el poder de vencer al tiempo, es cimiento donde la vida no muere; en ‘Ojos azules’, el poeta le dice a la belleza azul que no vaya a la noche, porque ésta cierra el mundo, en la oscuridad viene el fin de lo que perdura, el capítulo final de nuestra vida. Insiste en ir hacia la luz cuando dice: Mirad hacia la luz, no miréis hacia dentro: / corredores tapiados velarán nuestro brillo, / os cegará el acoso de una mano cortada / con su rampante hedor de podridas promesas (vv. 5-8). La noche tiene, por tanto, malos augurios, un espacio que no se puede desentrañar: Si vas hacia la noche yo no podré seguiros / y no tengo el secreto de las puertas cerradas. / Salid al horizonte conciliado y redondo. / Mirad hacia la luz, no miréis hacia dentro (vv. 9-12). Sí, la única forma de salvarse de la muerte, de la caducidad total de todos nuestros sentidos es adentrándose en la luz, ese espacio de la conciencia que conlleva eternidad. Por ello, al final del poema le pide a la amada que viva el ámbito de la Naturaleza, espacios de sabiduría que ama el poeta, lo siguiente: No recuerdes más peso que el placer del mirlo, / más calor que el abrazo de la calma del aire / más entrega que el Sol al penetrar la nieve: / olvida la luz, y escucha la lección de la tierra. Bello final para todo un canto a la luz, ya que sólo en los ámbitos donde esplende la claridad, la vida permanece. Quiero terminar este estudio de un poeta brillante como pocos, que ha construido un mundo de gran lirismo, desde su pasión culturalista a un verso apegado a las emociones, como en el libro que comento, con unas certeras palabras de otro gran poeta valenciano, Ricardo Bellveser, recogidas de su recopilación de artículos titulado Hecho de encargo, publicado por la Generalitat Valenciana y la Biblioteca Valenciana. Me refiero al artículo titulado ‘G.C. y su actualidad’, cuando dice, refiriéndose al Premio Nacional de la Crítica que obtuvo Carnero por Verano inglés lo siguiente: El exceso de la nueva sentimentalidad cree Carnero que lleva a la poesía a un callejón sin salida a asesinar al poeta. Como Mallarmé, lo que se pretende es que la poesía no surja únicamente desde el ámbito de las alegrías o las decepciones del mundo, sino que intenten dominar el azar (Ricardo Bellveser, Hecho de encargo, Biblioteca y Generalitat Valenciana, 23 de abril del 2000, p. 162). Muy cierto, porque Carnero cree en la poesía como esencia de la vida, no es un mero adorno para recitar en una sala, sino todo un ejercicio de pensamiento, un divagar sobre la vida que convierte su obra en una de las más completas e interesantes del panorama español actual. por PEDRO GARCÍA CUETO Antes de pasar a comentar la estricta comparación entre las obras de ambos poetas, es necesario dejar clara, a través de las palabras de Francisco Brines, la admiración que este último ha sentido por el poeta sevillano. Una muestra relevante y muy interesante aparece en el discurso que Francisco Brines dio en su ingreso en la Real Academia de la Lengua sustituyendo a Antonio Buero Vallejo, ocupando el sillón X mayúscula, extraído del libro Unidad y cercanía personal en la poesía de Luis Cernuda, que publicó la editorial Renacimiento en el año 2006. El discurso de ingreso (contestado por Francisco Nieva) es un repaso por la pasión adolescente de la lectura que se centra en su admiración desde niño por la poesía de Bécquer y de Rubén Darío. Será, sin embargo, Juan Ramón Jiménez primero y Luis Cernuda, después, los que convirtieron a Brines en un lector apasionado de poesía, en un hombre vinculado emocionalmente al mundo de los versos, influyeron, sin duda, en su deseo de escribir. El poeta valenciano habla de “conmoción” para referirse a la lectura del poeta sevillano. Lo que descubre Brines es la verdad del hombre, la autenticidad de una voz que le marcará para siempre, como lector y como poeta. Dice en el célebre discurso: Nadie como Cernuda, en mi experiencia lectora, había sabido incorporar con tanta verdad y completud al hombre que él era en las palabras escritas. Era una experiencia que me conmocionaba y una posible lección de proyección personal en el poema. Brines sabe que Cernuda es un poeta que vive la ansiedad de lo ideal, un hombre que se desgasta por pensar en una vida mejor, un ser que sufre en la monótona realidad y que aspira a una mayor celebración de la vida a través del arte. Hay conflicto, sin duda alguna, entre el deseo y la realidad, en la línea de lo que va a sentir el poeta valenciano a lo largo de su vida: La esencia de su poesía la constituye el conflicto que se establece entre esos dos términos, ya que el deseo, en muy contadas ocasiones logra el “acorde” con la realidad, que se muestra esquiva. (Discurso de ingreso en la Real Academia Española) Son los momentos en que el poeta valenciano (cuando se produce en Cernuda ese conflicto entre realidad y deseo) llama a ese ansia de lo eterno “la eternidad en el tiempo”. Sólo el arte, la naturaleza o el amor pueden producir esa ansia vital. Para el poeta valenciano, Cernuda le habla y consigue que el poema tenga siempre un lector cercano, dotar al mismo de una intimidad que no han podido obtener otros poetas contemporáneos. Da la impresión que Brines dialoga con Cernuda, ambos en una continua charla sobre el sentido de la vida: Tuve la impresión de que allí yo tocaba al hombre que me hablaba con una cercanía mayor que a las personas que conocía en cuerpo y alma. Ningún poeta me había producido una reacción tan emocionante y novedosa. Sin duda, el poeta valenciano se refiere a la simbiosis entre el cuerpo y el espíritu, cualidades que presenta el poeta sevillano. La conjunción entre lo racional y lo afectivo no se produce, de forma tan magistral, en otro poeta contemporáneo. Brines dice que el monólogo dramático triunfa en Cernuda como en muy pocos. Y para terminar esta valoración que nos ofrece sobre la influencia de Cernuda en su obra, cito estas relevantes líneas: A Cernuda siempre le importó desvelar en el poema la verdad del hombre que él era, conocerse a sí mismo en él. Y por ser su verdad, podría ser la de otros. […] Es Cernuda un poeta completo, que concilia con sorprendente conformidad lo que podría parecer distante (pureza y amargura) y aún contrario (intimidad y distanciamiento): es clásico y romántico, poeta de un alto lirismo y acerbamente crítico, abierto con la misma intensa fruición a la tradición poética española y a las tradiciones poéticas de otras lenguas, metafísico y cotidiano, esteta y moralista. No se puede decir mejor lo que supone un poeta para otro, el influjo poderoso que ha dejado en su obra y su vida. Sergio Arlandis, crítico y poeta valenciano de reconocido prestigio, señala, con acierto, en su edición crítica de Las brasas, publicada en Biblioteca Nueva en el año 2008, algo muy significativo: habla de un texto de Brines donde cita las cualidades formales de Cernuda en su poesía: el encabalgamiento, para buscar un ritmo musical interior, coincidencia clara con Brines, legado que nos demuestra el peso esencial que tiene la obra del sevillano sobre la que ha ido gestando el valenciano. Arlandis dice lo siguiente: De esta declaración de voluntades estilísticas cabría ir resaltando aquellos puntos que resultan, cuanto menos, esclarecedores y sintomáticos de su propia poesía, ya que —sin intención alguna— proyecta en la obra de Cernuda todos aquellos rasgos que, de alguna manera, le han marcado su vocación lectora y, en consecuencia, su determinación creadora. (p. 44) Sin duda alguna, la obra de Cernuda es un claro precedente de la actitud de Brines ante el poema, el cual pretende el diálogo con el lector que reconoce en las obsesiones del poeta sobre temas como el amor, la infancia, el paso del tiempo, la muerte, sus propias obsesiones. Seguidamente, paso a comentar las comparaciones que he encontrado entre los dos grandes poetas españoles, cuya poesía nos deslumbra cada que nos enfrentamos a ella al arrullo de nuestra mejor intimidad. 1) El amor en Brines y Cernuda Tema clave para ambos poetas, aparece en Cernuda en Las nubes, donde se vislumbra el fantasma de la vejez y del paso del tiempo. Hay un poema titulado ‘La vereda del cuco’ donde el poeta dice lo siguiente (habla de la fuente): Y tú la contemplabas, / Como aquel que contempla / revelarse al destino / Sobre la arena en signos inconstantes. Para Jenaro Talens: El hombre, que en principio veía en el amor una forma de romper la soledad, queda condenado ahora a la apetencia del amor, fuente de todo. (Jenaro Talens, El espacio y las máscaras, Anagrama). Aparece en Cernuda también la “ceniza” como apareció en la poesía de Brines, refiriéndose al “cuerpo”: Que si el cuerpo de un día / Es ceniza de un día, / Sin ceniza no hay llama / Ni sin muerte es el cuerpo / Testigo del amor, fe del amor eterno, / Razón del mundo que rige las estrellas. Como vemos en el poeta sevillano, el amor es proceso que se acaba y al hacerse ceniza puede ser evocado y ser eterno. Brines conoce esa ceniza del tiempo, ceniza como resultado del amor que evoca. Lo dirá en ‘Noche estrellada’: Acaso existe un Ser, alguna mano oculta / con llamas en los dedos, que está quemando / el tiempo. Y es el hombre y la piedra / los restos que amontona la ceniza. Como vemos, aparece la “llama” como en el poema de Cernuda, si para el poeta sevillano la ceniza es el resultado de lo que se ha querido (y a la inversa, se quiere ya para que el amor muera después), para Brines la “llama” es aquello que nos agarra a la vida, compuesta ya de briznas de ceniza, resultado final de todo amor. Ambos cantan lo que se pierde. Veamos el poema titulado ‘Remordimiento en traje de noche’ de Luis Cernuda, perteneciente a Un río, un amor, en este poema vemos la concepción del hombre como un cuerpo vacío: Un hombre gris avanza por la calle de niebla; / No lo sospecha nadie. Es un cuerpo vacío. / Vacío como pampa, como mar, como viento. / Desiertos tan amargos bajo un cielo implacable. Como podemos deducir, el poeta expresa ese ser que no está lleno, que aparece exento de vida y amor, la comparación con la naturaleza le lleva a unir al hombre a su eternidad (la naturaleza que no ha de perecer). Si leemos a Brines y sus poemas de Aún no, veremos la semejanza (en el poema de ‘Reminiscencias’): ¿Cómo devolver al vacío / los gestos gastados del amor, / las cálidas imágenes desnudas / del espejo / los cuerpos llameando en la penumbra?. Vemos también el vacío como resultado de todo, si el hombre de Cernuda era gris y sin cuerpo, Brines expresa que el “vacío” es principio y fin de lo vivido, por ello, emplea el verbo “devolver”. Magnífica semejanza de ambos poetas (influencia segura de Cernuda en Brines). 2) Los espacios de la naturaleza: la luz y el jardín Veamos en el poema de Cernuda ‘El intruso’ esta sensación: Mientras, en el jardín el árbol bello existe / Libre del engaño mortal que el tiempo engendra / Y si la luz escapa de su cima a la tarde / Cuando aquel aire ganan lentamente las sombras / Sólo aparece triste a quien triste le mira. Como se puede apreciar, aparece el jardín, como en los poemas de Brines, la luz que escapa en la tarde, al llegar el ocaso (nos recuerda la importancia de la luz en los poemas de Brines: luz diurna que engrandece al niño, luz nocturna que es revelación para el joven y condena para el adulto). Aparece en ambos poetas el tiempo y su engaño. La mirada también aparece en la poesía de Cernuda (en un diálogo con su espejo). Recordemos la mirada en el poeta valenciano: Ciego, / miras la luz, las olas, las abejas, / los veleros, los astros. Cernuda dirá en ‘Viendo volver’ (perteneciente a Vivir sin estar viviendo): Mirando, estimarías / (La mirada acaricia / Fijándose o desdeña / Apartándose) irreparable todo / Ya, y perdido, o ganado / Acaso, quién lo sabe. Vemos cómo la mirada es todo, armonía, lucha de contrarios, alegría y desolación. 3) La juventud y el erotismo Ambos poetas coinciden en la juventud como el objeto de deseo, el tiempo (junto con la niñez) de gozar la vida. Recordemos el poema ‘La sombra’ de Cernuda: Al despertar de un sueño, buscas / Tu juventud, como si fuera el cuerpo / Del camarada que durmiese / A tu lado y que al alba no encuentras. ¿No nos recuerda mucho a los poemas que Brines dedica al goce erótico, al amor a la juventud? Desde luego. Atendamos a unos versos de ‘Canción de los cuerpos’: La cama está dispuesta, / blancas las sábanas, / y un cuerpo se ofrece / para el amor, y termina diciendo: Con un cuerpo, / de quien nada conozco / sino su juventud. Vemos ese deseo de gozar con alguien desconocido, anónimo, como en los poemas eróticos de Cernuda. No parece casualidad tanta coincidencia. Hay un ideal pagano y hedonista en los dos poetas, ambos han hablado en sus poemas de los dioses y no de un solo Dios (salvo para dudar de su existencia o rechazarlo plenamente). 4) La infancia: el edén perdido No hay que olvidar la infancia como el lugar de la felicidad para Brines y para Cernuda. Veamos el poema X de Donde habite el olvido: Bajo el anochecer inmenso / Bajo la lluvia desatada, iba / Como un ángel que arrojan / De aquel edén nativo. Aparece en Cernuda la “lluvia” como símbolo de destrucción, al igual que demuestra Brines en su poesía. Además, el edén nativo, esa nostalgia, es la misma que Brines siente por la niñez, recordemos ‘El barranco de los pájaros’ y el poema nº I: Mis amigos / en el agua reían y en ellos / mojé mi cuerpo. Comenzaba cerca / la senda que llevaba a las alturas / gratas, La libertad nos encendía. Vemos dos tiempos, en Brines la felicidad en su plenitud y en Cernuda, a través de la lluvia y el anochecer, la infelicidad. Es curioso que Cernuda haga mención de un ángel que cae, símbolo claro del ángel caído que fue título de un libro del poeta valenciano Insistencias en Luzbel. Va a mostrar Cernuda esa ansiedad del niño por la felicidad en ‘Soliloquio del farero’, hermoso y largo poema que dice: De niño, entre las pobres guaridas de la tierra, / Quieto en ángulo oscuro / Buscaba en ti, encendida guirnalda, / Mis auroras futuras y furtivos nocturnos / Y en ti los vislumbraba. Como vemos, el niño invoca a la soledad para crear, para ser feliz. Ese mismo objetivo late en el poema de Brines ‘Balcón en sombra’, perteneciente a Palabras a la oscuridad, cuando dice: Es el verano, y una música viene / que otros oídos escucharon. Se refiere entonces a los jóvenes felices del tiempo pasado: adolescentes que sintieron por vez única / sus corazones oprimidos / ya muertos para siempre / por el puñal, la soledad o el tiempo. La soledad para Brines ya no es el tiempo de la creación, pero sí lo fue en una época dorada donde, solo o con alguien, podía ser dichoso. Para Cernuda, esa soledad se remite al niño, desconocedor de la condena de la vida y aunque admira al adolescente despreocupado, él (en algunos momentos de su vida) confiesa que nunca lo fue en la juventud (fue un hombre herido antes de tiempo). Para que quede más claro, Armando López Castro en un excelente estudio acerca de Cernuda titulado: Luis Cernuda en su sombra, dirá: La soledad no anula la comunicación; al contrario, es lo que la hace posible. Adentrarse en la soledad para establecer nuestra morada en ella es estar a la escucha, permanecer atento a la llamada de los dioses, según hizo Holderlin en su momento. Todo ello coincide con lo ya dicho, para Cernuda, como para Brines, el joven que está solo es feliz, porque está comunicándose con la vida a través de su deseo amoroso o su deseo de saber. 5) El fracaso del amor Debido a la sensación de pérdida y fracaso nacieron los poemas de Donde habite el olvido, llega a decir Cernuda lo siguiente en el poema XII: No es el amor quien muere / Somos nosotros mismos. Para Brines, el fracaso del amor es la herida que estraga el corazón, así lo dice en ‘Mendigo de realidad’: Retiraste mi mano de tu mano / y me has dañado el ser. (de Aún no). Cernuda dirá en el poema VII: Perder placer es triste / Como la dulce lámpara sobre el lento nocturno; / Aquél fui, aquél fui, aquél he sido / Era la ignorancia mi sombra. Vemos en ambos el dolor de la pérdida, el desaliento por el desamor. Cernuda reitera a través de la repetición de los tiempos verbales la carcoma del tiempo. Además hace una loa a los sentidos (poema XII): Sólo vive quien mira / Siempre ante sí los ojos de una aurora, / Sólo vive quien besa / Aquel cuerpo de ángel que el amor levantara. Para ambos poetas la vida consiste en tocar, mirar, abrazarse. 6) Los amantes para Cernuda y Brines Para terminar este análisis, merece la pena indagar en los amantes, ¿qué sentido tienen para ambos poetas? En ambos hallo coincidencias, los amantes se muestran siempre en la juventud, nunca en la edad adulta. Dice así Cernuda en un bello poema perteneciente a Invocaciones (1934-1935) titulado ‘Dans ma peniche’: Ante vuestros ojos, amantes, / Cuando el amor muere, / La vida de la tierra y la vida del mar palidecen juntamente; y, además, Cernuda conoce el sentido profano de la vida que tienen los amantes: Jóvenes sátiros / Que vivís en la selva, labios risueños ante el / exangüe dios cristiano. Fuera del mundo cristiano los amantes se realizan, pueden conseguir la felicidad. La religión cristiana lleva implícito el pecado y la condena de la vida. Aparece en el poeta sevillano el cuerpo, concretamente el “pecho”: Cuando el amor muere, / Vuestra crueldad, vuestra piedad pierde su presa, / Y vuestros brazos caen como cataratas macilentas, / Vuestro pecho queda como roca sin ave. Cernuda muestra esa extensión del amor a los brazos, al pecho, lo sensual está presente (como lo está en Brines que también hace hincapié repetidas veces en el pecho, la boca). En el poeta andaluz, esta sensualidad se relaciona con la naturaleza, partícipe (como en Garcilaso) de los sentimientos amorosos de los seres humanos (cataratas, roca, ave). Si nos fijamos ahora en Brines, podemos observar en ‘Extasis’, corto poema perteneciente a El otoño de las rosas la visión de los amantes en su momento de máxima sensualidad: Ven, dame tus sollozos y estréchate en mis brazos, / y deja que te bese las mejillas / mojadas. Criatura que reacoges, / caída en ese rapto de la pena, / a un pecho tan oscuro, Y escucha como bate / dentro del amor, allí naciendo el mundo. Hay fusión amor de los cuerpos-naturaleza, como vimos en Cernuda. El pecho es oscuro pues es símbolo de entrega, de tristeza y alegría al mismo tiempo, como el acto amoroso. Lo íntimo, lo profundo está dentro y fuera del lecho, entregándose como una ofrenda a la naturaleza. 7) El tiempo, lugares evocados: Sansueña y Elca Cernuda vuelve para escribir el pasado, el lugar de la dicha en ‘Sansueña’ que es espejo de su Sevilla natal. Para Brines será ‘Elca’ su paraíso de la infancia. Por ello, Cernuda necesita ubicar su niñez a algún sitio, pero tiene que inventar un nombre, como también tuvo que inventarse su propia vida para ser algo feliz. Veamos un fragmento de su libro en prosa Ocnos titulado ‘El tiempo’: ¡Años de niñez en que el tiempo no existe! Un día, unas horas son entonces cifra de la eternidad. ¿Cuántos siglos caben en las horas de un niño? Como vemos, para Cernuda, el niño no conoce el tiempo. Veamos ahora el tiempo del niño para Brines y apreciaremos las coincidencias: No existía la muerte; cuánto orgullo / feliz. El salto era atrevido, siempre / cruzó la viva hoguera pastoril, / la que dañaba el monte. Para el niño no sólo no hay tiempo, sino que no conoce el miedo, es libre y verdadero, como la naturaleza. (pertenece a ‘Otras mismas vidas’ de Las brasas). Para Cernuda, como ya ha quedado claro en los versos de Ocnos, la muerte no existe en el vivir del niño, es solo el resultado del paso del tiempo. Para Brines, la muerte está fuera del mundo de la infancia, donde la vida es dicha y no hay conciencia del dolor. Ambos poetas sienten como suyas la verdad de la vida: el tiempo y su devastador presencia en nuestras vidas. Brines bebe en las fuentes de Cernuda, como también lo hizo de otros grandes clásicos de nuestro tiempo. 8) Otros elementos de la naturaleza Aparece el jardín en Cernuda, así lo manifiesta ‘Jardín antiguo’, perteneciente a Ocnos. Cernuda dice: «Allí en aquel jardín, sentado al borde de una fuente, soñaste un día la vida como embeleso inagotable». Nos recuerda, desde luego, a Bécquer (poeta muy admirado por Cernuda), cuya elegancia y maestría demostró en toda su obra. También Cernuda derrocha elegancia en sus versos. La luz está muy presente en Cernuda, baña cada página de muchos de sus poemas. Recordemos ‘Cuatro poemas a una sombra’, en la 1ª sección. “La ventana” (perteneciente a Vivir sin estar viviendo), dice: «Todo esplendor, misterio / primaveral, el cielo luce / Como agua que en la noche orea». Para el poeta sevillano, la luz del cielo es esplendor y la noche es misterio, lugar de encuentro: «Miras la noche en la ventana, y piensas / Cuán bello es este día de tu vida». Para el poeta valenciano, la noche va a ser “honda” en muchas ocasiones, también aparece la noche que posibilita la creación. Dirá Brines en ‘Mirándose en el humo’ que pertenece a Palabras a la oscuridad lo siguiente: «La vida muerde aún, / mientras la sombra de la tarde viene / para apagarle su dolor, / su vida toda / y un aire llega que deshace el humo». Y no olvidemos la presencia del mar en ambos poetas. Tanto Cernuda como Brines están marcados por las aguas (aparecen en los poemas de ambos poetas el agua, la fuente, el río, el baño, como celebración del cuerpo de los niños). Recordemos a Cernuda en ‘La fuente’ (perteneciente a Las nubes): «El hechizo del agua detiene los instantes: / Soy divino rescate a la pena del hombre / Forma de lo que huye de la luz a la sombra, / Confesión de la muerte resuelta en melodía». Se aprecia el agua como símbolo de la vida que camina hacia la muerte. Igual ocurre con el mar. Para el poeta lleva la caricia y el dolor de la vida. Recordemos el poema VI de Donde habite el olvido: «El mar es un olvido, / Una canción, un labio; / El mar es un amante / Fiel respuesta al deseo». Vemos el mar como símbolo de lo vivo, puede ser muchas cosas, porque entra en la vida del poeta. Veamos el inolvidable poema ‘El joven marino’ (perteneciente a Invocaciones) cuando dice: «El mar, y nada más / Insaciable, insaciable / Con pie desnudo ibas sobre la olvidada arena». Vemos el mar como un todo para el joven marinero, idealizado por Cernuda. Repite la palabra “olvido” como en el poema anterior, porque el mar sufre la soledad del poeta, es querido y amado, pero después olvidado por el hombre. Dirá, en esa fusión magnífica del hombre y el mar: «El mar, única criatura / Que pudiera asumir tu vida poseyéndote». La identificación es absoluta, poeta y mar son lecturas de la vida, con su alegría y su tormento (las olas en calma o agitadas simbolizan el estado de ánimo humano). Aparecen en el poema las “nubes”: «Aquellas oscuras tardes, cuando severas nubes, / Denso enjambre de negras alas, / Silencio y zozobra vertían sobre el mar». Vemos a las nubes como presagios de desdicha y al mar como un ser humano atormentado y solitario. Y además, las aves: «En el atardecer. Las aves del día / Huyeron ante el furtivo pensamiento de la sombra». Las “aves” que simbolizan la libertad huyen ante la desdicha que se avecina. Aparece también el “cuerpo” repetidamente: «Cambiantes sentimientos nos enlazan con este o aquel cuerpo». Y, desde luego, el “pecho”, símbolo del amor carnal que se va haciendo cósmico en el poema: «Hasta las anchas barcas resbaladizas sobre / el pecho del mar. / Quién podría vivir en la tierra / Si no fuera por el mar». Se transforma el mar en símbolo del sentimiento, de lo que nos hace soportable la vida. Hay un matiz de esperanza en el mar para Cernuda, como si éste pudiese devolvernos a la infancia perdida. Este poema tan hermoso nos sirve para ver el sentido que cobra el “mar” para Brines. El poeta valenciano también utiliza (como ya vimos) el mundo de la naturaleza: las aves, las nubes, el viento, etc. Comento ahora un breve poema, pero muy esclarecedor para apreciar las influencias de Brines sobre el mar. Se titula ‘Elca’ (pertenece a Palabras a la oscuridad): «Porque todo va al mar: / y el hombre mira el cielo / que oscurece, la tierra / que su amor reconoce, / y siente el corazón / latir. Camina al mar, / porque todo va al mar». Vemos la misma identificación con el mar, todo va hacia allí, como en Cernuda el “mar” es símbolo de la vida con sus emociones (el dolor, la dicha, todo eso es el mar). Poema de esplendor, donde el mar alumbra la vida, la sustenta y le da sentido. Brines siente el mar como efusión vital, pero no olvida (como le ocurría al poeta sevillano) ese lado de misterio y extrañamiento que produce el ritmo monótono de las olas, al igual que los días de nuestra existencia. 9) La mirada en Brines y Cernuda Para terminar este estudio comparativo, debemos pararnos en la mirada. Cernuda mira el mundo en su proceso, en ese “ir muriendo”. Brines mira (e incluso se observa cuando mira) ese mundo que se va perdiendo con el tiempo. En el primer poema de Las nubes, ‘Noche de luna’, Cernuda habla del hombre y de su necesidad de “mirar” lo horrible y lo hermoso de la vida, repite el verbo “mirar” en varias ocasiones, para subrayar la importancia del acto: «Miró sus largas guerras / Con pueblos enemigos». Después dice: «También miró el arado / Con el siervo pasando / Sobre el antiguo campo de batalla, / Fertilizado por tanto cuerpo joven». Aparecerá, de nuevo, el acto de mirar, pero ahora con más hondura: «Mas una noche, al contemplar / Morada de los hombres, sólo ha de ver más allá / Ese reflejo de su dulce fulgor». Mirar, contemplar, ver; para el poeta es el acto principal, el que da y otorga conocimiento, acto de revelación. Veamos qué ocurre con Brines. Como dijimos en el estudio sobre su obra, Brines hace de su poesía una forma de “mirar” el mundo. Como podemos ver en ‘Plaza en Venecia’: «Alzó los ojos, miró / la luz que cubre el día, / la plaza en que ahora estoy». Y repite el verbo “mirar”: «Es el tiempo el que reina, / yo lo miro pasar / hacia el poniente, cubre / mi cuerpo con su polvo». Brines se deleita en esa sensación de confusión de tiempos, el tiempo de la plaza, el de su niñez, el de su futuro que se encamina hacia la muerte: «cubre mi cuerpo con su polvo». Pero también es importante el olor, cuando dice: «Ya todo es flor, las rosas / aroman el camino». Todo es presencia de los sentidos: el tacto, la mirada, el olor. Muy hermoso cuando dice insistiendo en que la mirada es creación y recoge todo lo que le rodea, haciéndolo vida y poesía: «Y allí pasa el aire, / se estaciona la luz, / y roza mi mirada / la luz, la flor, el aire». Fusiona así la vista, el olor y el tacto del aire que le toca acariciándole. Todo se recoge en la importancia de “mirar”. Vemos de nuevo la influencia de Cernuda en Brines, la mirada es conocimiento, acto revelador de la hermosura y de la desdicha del mundo. Tanto para Cernuda como para Brines hay un hombre que puede ser visto por él, como en un espejo, desdoblamiento del hombre solitario que se mira a sí mismo. Cernuda lo revela en ‘Remordimiento en traje de noche’ (pertenece a Un río, un amor). Dice así: «Un hombre gris avanza por la calle de niebla; / No lo sospecha nadie cuerpo vacío; Vacío como pampa, como mar, como viento, / Desiertos tan amargos bajo un cielo implacable». El hombre vacío, no cabe duda, es el poeta que se mira en la calle de niebla, poeta en soledad, vacío del amor y de la dicha. Brines, en Las brasas, expresa también la llegada de ese hombre que sufre el tiempo, consciente de su término, de la fatídica condena de la muerte: «Es un hombre / cansado de esperar, que tiene viejo / su torpe corazón, y que a los ojos / no le suben las lágrimas que siente». Deducimos que ese hombre es el poeta henchido de soledad, mirándose en el poema que escribe. El poeta valenciano expresa el dolor y, sobre todo, la angustia de saber cierto el final del camino. Para Cernuda el hombre viejo mancha al cuerpo joven y es, sin poder hacer nada para remediarlo, un cuerpo vacío. Merece la pena terminar con unos versos de Cernuda que serán del agrado seguro para el propio Brines que tan serenamente con su maestría poética ha sabido guiar este trabajo (a través de sus reveladores versos): «Donde penas y dichas no sean más que nombres, / Cielo y tierra nativos en torno de un recuerdo; /Donde al fin quede libre sin saberlo yo mismo, / Disuelto en niebla, ausencia, / Ausencia leve como carne de niño: / Allá, allá lejos; / Donde habite el olvido». Como su nombre indica, estos versos pertenecen al primer poema de Donde habite el olvido y es una declaración del joven poeta sevillano hacia la vida que ha de venir tras la muerte, una vida sin dolor, sin amor, tan solo hecha de paz y de inconsciencia. La Nada, al fin y al cabo. Para Brines esa Nada será un lugar hermoso, donde no pese la vida y el poeta, feliz por haber sido, pueda, sin dolor, dejar de ser. BIBLIOGRAFÍA UTILIZADA
—Andujar Almansa, José: La palabra y la rosa, Alianza editorial, Madrid, 2003. —Arlandis, Sergio: Francisco Brines. Las brasas. Biblioteca Nueva, Madrid, 2008. —Brines, Francisco: Poesía completa (1960-1997). Tusquets, Barcelona, 1997. —Brines, Francisco: Unidad y cercanía personal en la poesía de Luis Cernuda, Discurso de ingreso en la Real Academia Española, Renacimiento, Sevilla, 2006. —Cernuda, Luis: Antología poética, Cátedra, Madrid, 2003. —López Castro, Armando: Luis Cernuda en su sombra, Verbum, Madrid, 2003. —Talens, Jenaro: El espacio y las máscaras, Anagrama, Barcelona, 1975. por PEDRO GARCÍA CUETO El escritor mexicano no sólo fue crítico, poeta y estudioso literario, sino también un activo participante en la vida intelectual de Méjico en ese período y contribuyó a ella con la creación de revistas tan interesantes como Taller, en la que Juan Gil-Albert ejerció de secretario. En aquel momento existía entre el panorama intelectual un deseo de salir de las dos tendencias en las que se posicionaron muchos escritores: el nacionalismo y el realismo socialista. Las primeras publicaciones de los nuevos escritores fueron revistas de poesía. Una de ellas fue Taller poético, claro antecedente de la revista Taller, dirigida por Rafael Solana. Fue muy nutrida la colaboración en la citada revista de los escritores más sobresalientes del panorama mejicano: Enrique González Martínez, Carlos Pellicer, Alberto Quintero Álvarez, Manuel Lerín, Efraín Huerta y Enrique Guerrero. El primer libro de Efraín Huerta, Línea del alba, vio la luz gracias a Rafael Solana. Cuenta Octavio Paz en Sombras de obras que fue un momento clave para la transformación de la revista Taller poético en Taller. Fue en 1938, en una comida a la que asistieron Rafael Solana, Efraín Huerta, Quintero Álvarez y Octavio Paz. Durante la reunión se habló de convertir Taller poético en una revista literaria más amplia y en la que tuviesen cabida cuentos, ensayos, notas críticas y traducciones. La idea partió de Solana, el cual pidió colaboración a los presentes para realizar semejante empresa. La aceptación por parte de los jóvenes escritores fue fundamental para iniciar la andadura de la revista Taller. El primer número, fue, en parte, ideado, realizado y pagado por Solana. Figuraban, aparte de poemas de los escritores ya citados, unos poemas inéditos de García Lorca rescatados por Genaro Estrada, con ilustraciones de Moreno Villa, notas de Villaurrutia y Revueltas. Los tres números siguientes los elaboraron Quintero Álvarez y Octavio Paz. Fue en el segundo número de la revista donde José Revueltas publicó el primer capítulo de su novela corta El quebranto, que no llegó a editarse. Octavio Paz quedó fascinado por ella y nos cuenta lo siguiente: Me impresionó tanto que me apresuré a proponerla, sin éxito, a un would be publisher. Años más tarde descubrí que este pequeño escrito de juventud —intenso, confuso y relampagueante, como casi todo lo que escribió Revueltas— tenía más de una turbadora afinidad con El alumno Torless de Musil. (p. 97) Como se puede apreciar por estas palabras, Octavio Paz ya demostraba una gran intuición crítica. Tanto es así que se había convertido en uno de los principales promotores de la intelectualidad mejicana en aquel tiempo. Muy interesantes son las impresiones que dedica al número cuatro de la revista, de carácter excepcional. Apareció en julio de 1939, colaboraron Quintero Álvarez, Huerta, Solana y el mismo Paz. Abrió el número un excelente ensayo de María Zambrano (otra de las amigas de Juan Gil-Albert a lo largo de muchos años, discípula de Ortega, como ya sabemos). Su título fue Filosofía y poesía. Figuraron en el sumario escritores de la talla de Bergamín, Prados, Emmanuel Palacios y Enrique González Rojo. Hubo un texto sobresaliente en ese número: “Temporada de infierno” de Rimbaud. La elección de este texto supone para el escritor mejicano una forma de definirse, ya que no se identifican (el grupo al que perteneció) ni con el realismo social ni con los españoles de la generación del 27. Paz se refiere más bien a una identificación algo confusa, que entronca con la simbiosis entre poesía e historia. Pero lo que nos interesa fue la llegada de los españoles exiliados y la incorporación de estos en la revista. Paz nos lo cuenta de la siguiente manera, identificándose con ellos, sabiendo que la fraternidad en la lengua es el único lugar donde podían refugiarse de los malos tiempos que les tocó vivir: El ingreso de los jóvenes españoles no fue sólo una definición política sino histórica y literaria. Fue un acto de fraternidad pero también fue una declaración de principios: la verdadera nacionalidad de un escritor es su lengua. (p. 99) Colaboraron en la revista amigos del escritor mexicano cuando estuvo en Valencia: Juan Gil-Albert, Ramón Gaya, Antonio Sánchez-Barbudo, Lorenzo Varela y José Herrera Perterre. También intervinieron en la revista dos amigos mejicanos de Paz y un español: José Alvarado, Rafael Vega Albela y Juan Rejano. El problema fue la financiación, ya que tras el número cuatro los recursos económicos para financiar la revista se habían agotado. Eduardo Villaseñor, quien ocupaba un alto cargo en el gobierno de Cárdenas y que amaba fervientemente la poesía les prestó ayuda. También José Bergamín, a través de la editorial Séneca, ofreció su ayuda a Taller. A partir del quinto número Ramón Gaya se encargó de la tipografía, dibujó viñetas (sin cobrar, según nos cuenta Paz) y modificó la carátula. Para el escritor mejicano, la revista se pareció mucho a Hora de España, lo que viene a ser previsible por la presencia de los escritores de la revista creada en Valencia en Taller. No fue Taller una revista cerrada a unos pocos colaboradores, sino que abrió el abanico a nombres tan dispares como Juan Ramón Jiménez, Alfonso Reyes, Luis Cernuda, Carlos Pellicer, Jorge Cuesta, Rafael Alberti, Luis Cardoza y Aragón, León Felipe y otros. Se le dio importancia en las páginas de la revista a la poesía barroca, se publicó una antología de Luis Carrillo y Sotomayor, seleccionada por Pedro Salinas. También Neruda colaboró con una selección de liras del XVII. Sin olvidar la edición moderna de las Endechas de Sor Juana Inés de la Cruz, preparada por Xavier Villaurrutia. Resultan muy interesantes las diferencias entre los componentes de Taller y los que formaron parte de la revista Los contemporáneos. Octavio Paz pretende desmarcarse de ese grupo de escritores. Tanto es así que en el número 2 publicó una nota, “Razón de ser”, en la cual subrayaba todo lo que los unía y los separaba de ellos. Para el escritor mexicano la pretendida juventud de los componentes de la citada revista era una impostura, él no creía en esa reivindicación de poesía pura, pintura pura, como si aquellos descubriesen el Olimpo, cuando éste estaba ya creado. La obra de Juan Ramón Jiménez y el anterior concepto de Paul Valéry sobre la poesía pura dejaba fuera de juego a esa generación impetuosa que creía descubrir en lo puro algo nuevo. Lo que también detestaba Paz era la idea de la juventud eterna, ya que la juventud es etapa, no ha de prolongarse más allá de su tiempo y debe ir navegando hacia el cauce de la bien entendida madurez. Para Octavio Paz la Guerra Civil interrumpió un importante progreso en la literatura de muchos escritores españoles, ya que sacrificaron la estética a su compromiso ético, desnaturalizando la literatura. Como vemos, no está muy lejos de la ponencia en la que Gaya, Gil-Albert y otros criticaban el abuso de lo propaganda ideológica en la literatura. Hay que entender la dificultad de no comprometerse con unas ideas, la inercia hacia la España republicana (por parte de los escritores progresistas) o la franquista (por parte de los conservadores). Pero es interesante el caso de Gil-Albert que logró desasirse, tras una época de compromiso ideológico, de semejante literatura ideológica. El escritor mejicano lo dice muy bien en Sombras de obras: La “literatura comprometida” no derribó a Franco pero comprometió a la literatura y la desnaturalizó. Se confundió a la literatura —novela, poema, crítica literaria— con la literatura política. Pero la literatura política tiene sus formas propias de expresión, las únicas eficaces: el ensayo, el artículo, la sátira, el reportaje. (p. 103) Para Paz los escritores mejicanos de Taller no creían en la poesía social, salvo el caso de Efraín Huerta. Hay unas líneas que, en mi opinión, fundamentan el rechazo de todos ellos a la literatura de propaganda: Nuestra oposición al arte de propaganda era una manera de afirmar la libertad de la literatura. Así lo sentimos y lo entendimos todos los que formábamos el consejo de la revista Taller. Probablemente los comunistas veían en esta actitud sólo una posición táctica transitoria. Pero para los otros —Sánchez-Barbudo, Quintero Álvarez, Solana, Gaya, Gil-Albert y Vega Albela— el principio de la libertad de creación era esencial. (p. 110) Es interesante resaltar por qué desapareció la revista Taller, ya que era un espacio de libertad y creatividad promovido por intelectuales de peso. La verdad nos la cuenta Octavio Paz en Sombras de obras. La principal razón fue la económica, no había forma de financiarla. También influyó el desencanto del grupo, la desilusión de los creadores de la revista ante los acontecimientos del mundo que los rodeaba. Las discusiones políticas y la decepción ante la política de Stalin. Y lo que resulta aún más interesante es el espíritu de censura que alumbraba el mundo al que pertenecían. Tanto es así que Taller era libre mientras no se criticase al estalinismo. Así nos lo cuenta Paz: En Taller se podían profesar todas las ideas y expresarlas pero, por una prohibición no por tácita menos rigurosa, no se podía criticar a la Unión Soviética. También lo eran los partidos comunistas y sus prohombres. (p. 110-111) Tras el fin de Taller nació en abril de 1943 la revista El hijo pródigo, donde también colaboró Juan Gil-Albert. Escribieron en ella los componentes de Contemporáneos, Taller y Tierra Nueva. Octavio Paz ya nos cuenta el conflicto con Neruda, quien se dedicó a injuriar a la nueva revista, ya que Diego Rivera, que había renegado del trotskismo y deseaba volver al partido comunista mejicano, propuso difamar una revista que se alejaba de los presupuestos del partido comunista. El escritor mejicano se desligó de El hijo pródigo en 1943, aunque la revista vivió hasta 1946. Octavio Paz se fue de Méjico durante un largo período, con la intención de ver otros mundos, albergar otras ideas, lejos de la opresión en la que se hallaba en Méjico (una censura velada, pero censura, al fin y al cabo, como vimos al no poder hacer crítica de la Unión Soviética en las páginas de Taller). ALGUNOS TEXTOS DE JUAN GIL-ALBERT EN TALLER Los primeros textos de Juan Gil-Albert en la revista Taller son anteriores a su llegada a Méjico. Como dije antes, él empezó a colaborar desde España, gracias a la relación amistosa que ya existía entre Octavio Paz y el escritor de Alcoy. Si llega a México en junio, el primer texto que aparece en Taller es de abril. La razón se halla en la comunicación que se fragua entre los dos escritores, tanto es así, que Gil-Albert se anticipa a otros exiliados en colaborar en la revista. El texto “Elegía a los sombreros de mi madre” aparece en el número II de la revista, en abril de 1939. La belleza de este pequeño estudio donde Gil-Albert plasma su mundo estético ya nos sorprende gratamente. Sí es cierto que se trata de un texto que no da respiro al lector y que le empuja a un pasado, a un mundo que ya es sólo un espacio hermoso en el recuerdo. Gil-Albert escribe sin tregua, no hay puntos y seguidos, sino comas, que hacen de este texto una larga enumeración de su estética. los pájaros del otoño del otoño se posan sobre el látigo, tu sombrilla es un arpa, y no existe manguito de nutria más dadivoso, que los corderos del hospicio nos traerán relojeras desde el fondo del mar… (Taller, II, pp. 43-62). Hay que reconocer que el escritor alcoyano parece embriagado de surrealismo, porque el texto combina imágenes muy variadas, extrañas mezclas, como si hubiera estado poseído por la escritura automática. Si la miel de la madre le destila en los párpados es porque el escritor añora su presencia, su porte, su elegancia, en un tiempo ido para siempre, de veladas de ópera, de fiestas. De los primeros textos, insertos en el número de Taller citado (“Elegía a un secreto”, “Elegía a un efímero abrazo”), me gusta especialmente el titulado “Elegía a mis manos de entonces”, donde el escritor alcoyano muestra su sensibilidad, su gusto por lo sensual, dejando que las manos sean la muestra de su encantamiento por la belleza del mundo. Son las manos afán de descubrimiento, palmeras abiertas al mundo de la Naturaleza, que, en su ascenso del día, le cobijan con ternura: Mirad mi ya lejana petulancia ¡cuán gentil!, con su nariz altiva como el oro, los dos hermosos arcos vanidosos, y mi pelo corintio… ¡Ya os he llamado, oh graciosas maneras de florecer mis brazos, fieles antenas del cerebro, mecanismo divino! Pero son también “formas finitas leves”, son “alas”, que han tocado la tierra. Como podemos ver, Gil-Albert utiliza el lenguaje cuidado y esmerado, lejano del que están utilizando muchos otros poetas, totalmente influidos por la ideología. Y aparece un largo texto, “Elegía a una tarde purísima”, que lleva como subtítulo ‘Homenaje a Lucrecio’, donde el escritor alcoyano nos regala páginas inolvidables, plenas de la emoción del hombre deslumbrado que, al mirar al paisaje, descubre el mundo como si fuera la primera vez, con ojos de niño, pero con manos de artista: He aquí la calma hecha ya momento inquebrantable. Puede uno moverse por ella, como el dedo en la arena, como el ala en el aire, así es de inmensa. Bajar al jardín es oír el concierto de las gruesas arterias curvadas en cayados, de las potentes venas que rumorean como entre guijos, el aria inaprensible de nuestro nombre único. Dirá cosas como: la seda es patricia en mi cuerpo y tiembla sutilísima sobre mi pecho como el alma de un ánade blanco. Nadie puede negar que Gil-Albert es un esteta que entiende el mundo desde la belleza, desde la contemplación serena y sensible del mundo que lo rodea, en una especie de beatus ille permanente. La quiebra que supone el hombre entre la paz de la Naturaleza queda clara en estas palabras del escritor alcoyano: Las heces fecales del hombre han mancillado la impoluta eucaristía. Incorporado estoy, el aire para mis entrañas arrugadas, los montes son trompetas… La naturaleza es hermosa. Sin embargo, el hombre no ha sabido respetar su belleza y ha mancillado todo lo bello que ésta contiene, a través de la guerra, la religión, el mismo Estado. Hay en esta postura de Gil-Albert un anarquismo necesario en un mundo convertido en miseria por la locura humana. Ya en México, en noviembre de 1939, aparecen nuevos escritos de Gil-Albert en el número VI de la revista Taller. Los textos que contiene este número son “El lugar”, dedicado a José Bergamín y “La muerte”. En el primero, el escritor alcoyano habla del paisaje levantino, el que tanto ha amado durante todos esos años en que recorrió la huerta, embebido de la luz mediterránea. Pero no olvida los montes, que ofrecen su majestuoso espacio a los ojos del poeta: El paisaje es el característico de esta zona mediterránea del interior: montes oscuros de maleza de pino cierran por ambos lados el valle, en cuyo fondo, las ciudades huertas desaparecen entre los amplios trigos a los que hemos visto verdes cuando nuestra llegada, con profusión de frescas amapolas y otras minúsculas floraciones de junio, y hoy completamos marchitándose, oscureciéndose en fantasmales túmulos pajizos alineados sobre el claro rastrojo. (Taller, nº IV. Noviembre de 1939, pp. 48-55) También retrata en este interesante texto el mundo de los campesinos, su labor diaria, la cual nos recuerda a la percepción de Azorín de esos pueblos donde el tiempo no existe, yace muerto en los rincones de las calles, donde las enlutadas van dejando su absorto mirar hacia el vacío de las horas yertas: Por aquí ha vivido estacionado el tiempo, discurriendo por su cauce como la enervante imagen de la monotonía. Las familias de campesinos que asisten como impasibles a la marcha de los acontecimientos y cuyos santones yacen en los suntuosos graneros vueltos hacia la pared, nos hablaron alguna tarde rompiendo su hermetismo habitual, del cura montaraz y cazador, de sus frescas cámaras abiertas sobre el río, y de su huerto, sobre todo de su huerto, del que parecen haber retenido la visión deleitosa, apagada bruscamente para el resto de los hombres. En ese ámbito, donde la vida se estaciona, se vuelve a la Naturaleza en su mayor esplendor. Gil-Albert nos regala hermosas imágenes como la que sigue sobre las higueras: La jornada había sido calurosa y las higueras que crecían abrazadas a nuestras paredes retenían en sus hojas el sopor.
No hay duda de la serenidad que el escritor nos aporta, del esteticismo que late en sus páginas. “La muerte” es el otro texto, la imagen del camposanto nos habla de un mundo donde la muerte está presente, es telón de fondo de las vidas de los habitantes, entra de lleno en sus caminos. La crueldad de los enterradores se pone de manifiesto cuando saltan sobre el féretro, se descubren los cráneos que llenan el lugar, el poeta siente el peso de un mundo horrendo que lo rodea implacable. Cito unas líneas del texto que, espero, sirvan para mostrar el duro relato que hace Gil-Albert: Todo sucedió rápidamente, pero el alma desde no sé qué profundidades se apretaba a mí con una vieja inquietud que parecía reavivarse. Vi cómo uno de los enterradores, para afianzar al muerto en el seno de la tierra, saltó sobre él, lo que hizo que la caja resonara extrañamente cercana y hundida. Aquellos hombres bromearon en su lengua, y comprendí que aludían a alguna cosa terrible. Miré en torno al hoyo y lo que había creído piedras o tubérculos terrosos propios del abandono de aquel bancal, eran cráneos, ya perfectamente limpios y comidos, que el azadón había devuelto a la luz, al abrir para aquel que llegaba una zanja nueva. Esas imágenes pesan sobre el poeta, nos hablan del dolor, no queda lejos el espectáculo de la Guerra Civil y el escritor alcoyano se sobrecoge por tanta crueldad humana, por tanto delirio. Es consciente de que la Naturaleza es el único espacio que queda para poder gozar la vida, lejos del camino de los hombres. No hay que olvidar en Gil-Albert su labor de traductor. Así lo demuestra en el texto “De Hiperión a Belarmino”, donde el gran escritor alemán Fiedrich Holderlin nos deja imágenes de gran belleza que el escritor alcoyano sabe dar forma en castellano: Y así me abandonaba cada vez más, y quien sabe si hasta demasiado, a la feliz naturaleza. ¡Ah! ¡Cómo hubiese deseado volver a mi niñez para sentirme aún más cerca de ella, cómo hubiera querido saber menos cosas y transformarme, para estar junto a ella, en un puro rayo de luz! (pp. 30-36) Al leer las palabras de Holderlin parece que nos hallamos ante la estética de Gil-Albert, ante su visión del mundo, ante su arrobamiento hacia la Naturaleza, fiel confidente del poeta alcoyano y del escritor alemán. El texto pertenece al número diez de la revista Taller, publicado en marzo-abril de 1940. En el número XI de la revista Taller, perteneciente a julio y agosto de 1940, hay un interesante artículo de Juan Gil-Albert sobre Emilio Prados, titulado “Emilio Prados de la Constelación Rosicler”, donde el escritor alcoyano nos recuerda qué significa “rosicler”. Se trata del nombre que el poeta Juan Ramón Jiménez dio a cuatro artistas del verso llamados Vicente Aleixandre, Luis Cernuda, Manuel Altolaguirre y Emilio Prados. Gil-Albert pasa luego a hablar de Prados, de su maestría como poeta, de su técnica indudable, etc. Para el escritor alcoyano, Prados representa el misterio, la luz de una tierra llena de belleza, de un paisaje que sobrecoge el ánimo, pero también la melancolía, la búsqueda de verdades entre espacios de sombras: Un poeta, ¿por qué no? —dejemos a un lado la tristeza inefable, la melancolía, lo inasible del “tiempo que pasa”, ese tema tan anacreóntico y tan de nuestro tiempo— de realidades: las rosas, las muchachas, los mancebos, el vino. Prados es el poeta que en México iniciará un camino misterioso, ensimismado, que, para Gil-Albert, significa la genialidad, porque todo cambia cuando Prados pasa por las calles, tal es el suntuoso aroma que transmite su profundo acontecer poético, su figura desgarrada de hombre andaluz: Esto aparte de que cuando Emilio Prados se para ante unas aguas que lo reflejan —veáse el significativo poema “Ignorada presencia”— estas aguas no son las de una fuente cristalina, ni las de un remanso, sino lo que es completamente revelador, las de un pozo. Esto quiere decir que en el escritor malagueño todo se ahonda, hasta penetrar en las cosas, su mirada está llena de luz y contagia el mundo que lo rodea. Termina aquí esta colaboración (salvo algunos poemas que no he comentado, para dedicar un apartado mayor a su libro en el exilio Las ilusiones) de Juan Gil-Albert con Taller, una revista que, como dijo Octavio Paz, marcó una línea a seguir por publicaciones posteriores. por PEDRO GARCÍA CUETO EL AUTOR, EN SU CENTENARIO 1914. Nace Julio Florencio Cortázar, hijo de Julio Cortázar y María Herminia Scott. «Mi nacimiento (en Bruselas) fue un producto del turismo y la diplomacia», explicaría jocosamente años después. Bruselas se hallaba bajo dominación alemana. 1916. La familia Cortázar se instala en Suiza, donde aguarda el fin de la Primera Guerra Mundial. 1918. Regreso a la Argentina. La familia se instala en Bánfield, un suburbio de Buenos Aires. El padre, de quien Julio no quiso nunca saber nada, abandona a su mujer y a sus dos hijos. Julio se cría con su madre, una tía, su abuela y su hermana Ofelia, un año menor que él. «Nunca hizo nada por nosotros», dirá de su padre. Enfermedades frecuentes, brazos rotos, asma, primeros amores. El cuento ‘Los venenos’ tiene rasgos autobiográficos. 1923. Primeros ejercicios literarios. «Mi primera novela la terminé a los nueve años», dirá. También escribe poemas. La familia sospecha que son plagiados, lo cual produce en el joven Cortázar una gran desazón. 1928. Cursa estudios en la Escuela Normal de Profesores Mariano Acosta (cuya atmósfera recreará en el cuento ‘La escuela de noche’), a la que califica de «pésima, una de las peores escuelas imaginables». Rescata el nombre de dos profesores: Arturo Marasso y Vicente Fattone. 1932. Obtiene el título de Maestro Normal, que lo habilita para ejercer el magisterio. Ese mismo año intenta sin éxito viajar a Europa en un buque de carga, con un grupo de amigos (fracaso que podemos encontrar explicitado en ‘Lugar llamado Kindberg’). «Buenos Aires era una especie de castigo. Vivir allí era estar encarcelado», declara años más tarde en una entrevista concedida a Luis Harss. 1932. En una librería de Buenos Aires descubre el libro Opio de Jean Cocteau, cuya lectura cambia «por completo» su visión de la literatura y le ayuda a descubrir el surrealismo. 1935. Obtiene el título de Profesor Normal en Letras e ingresa en la Facultad de Filosofía y Letras. Aprueba el primer año, pero como en su casa «había muy poco dinero y yo quería ayudar a mi madre», abandona los estudios para iniciarse en el profesorado. 1937. Es designado profesor en el Colegio Nacional de una pequeña ciudad de la provincia de Buenos Aires, Bolívar. Lee infatigablemente y escribe cuentos que no publica. 1938. Publica su primera colección de poemas, Presencia, con el pseudónimo de Julio Denis. De ellos dirá que eran unos sonetos «muy mallarmeanos» y que el libro fue «felizmente» olvidado. 1939. En julio de ese año fue trasladado a la Escuela Normal de Chivilcoy. 1941. Con el pseudónimo Julio Denis publica un artículo sobre Rimbaud en la revista Huella, que junto con la revista Canto fueron importantes vehículos de expresión para los jóvenes escritores. 1944. Se traslada a Cuyo, Mendoza, y en su universidad imparte cursos de Literatura Francesa. Publica su primer cuento, ‘Bruja’, en la revista Correo literario. Participa en manifestaciones de oposición al peronismo. 1945. Cuando Juan Domingo Perón gana las elecciones presidenciales presenta su renuncia. «Preferí renunciar a mis cátedras antes de verme obligado a “sacarme el saco” como les pasó a tantos colegas que optaron por seguir en sus puestos». Reúne un primer volumen de cuentos, La otra orilla. Regresa a Buenos Aires, donde comienza a trabajar en la Cámara Argentina del Libro. 1946. Publica el cuento ‘Casa tomada’ en la revista Los anales de Buenos Aires, dirigida por Jorge Luis Borges. Ese mismo año publica un trabajo sobre el poeta inglés John Keats, La urna griega en la poesía de John Keats en la Revista de Estudios Clásicos de la Universidad de Cuyo. 1947. Colabora en varias revistas, Realidad, entre otras. Publica un importante trabajo teórico, Teoría del túnel. 1948. Obtiene el título de traductor público de inglés y francés, tras cursar en apenas nueve meses estudios que normalmente insumen tres años. El esfuerzo le provoca síntomas neuróticos, uno de los cuales (la búsqueda de cucarachas en la comida) desaparece con la escritura de un cuento, ‘Circe’, que junto con ‘Casa tomada’ y ‘Bestiario’ (aparecidos en Los anales de Buenos Aires) será incluido más adelante en Bestiario. 1949. Publica el poema dramático Los reyes, ignorado por la crítica. Durante el verano escribe una primera novela, Divertimento, que de alguna manera anticipa Rayuela. Divertimento será publicada póstumamente en 1986. 1950. Escribe otra novela, El examen, rechazada por el asesor literario de Losada, Guillermo de Torre. Cortázar la presentará a un concurso convocado por la misma editorial, sin éxito. Esta novela también será editada tras la muerte del escritor, en 1986. 1951. Publica su primer libro de cuentos, Bestiario, en la editorial Sudamericana, donde ya figuran algunas de sus obras maestras en el género. Pero el libro —salvo para un puñado de lectores— pasa inadvertido. Obtiene una beca del gobierno francés y viaja a París, con la firme intención de establecerse allí. Comienza a trabajar como escritor en la UNESCO. 1953. Se casa con Aurora Bernárdez. 1954. Viaja a Montevideo, durante el año en que la UNESCO realiza allí su conferencia general, en calidad de traductor y revisor. Se aloja en el hotel Cervantes (ya frecuentado por Jorge Luis Borges), donde transcurre su cuento ‘La puerta condenada’. Anda por la ciudad, visita el barrio del Cerro, en el que ubicará a La Maga. Continúa trabajando como traductor independiente de la UNESCO. Sigue escribiendo lo que luego serán las Historias de cronopios y de famas, que había iniciado en el año 1951: «Una noche, escuchando un concierto en el Thèatre des Champs Elysées, tuve bruscamente la noción de unos personajes que se llamarían cronopios», explicó años después. Viaja a Italia, donde empieza a traducir los cuentos de Edgar Allan Poe. 1956. En México publica el libro de cuentos Final del juego, en el que aparece el cuento ‘Los venenos’, al que Cortázar considera «autobiográfico». También lo es el que da título al volumen. Asimismo publica la traducción de Obras en prosa de Poe en la Universidad de Puerto Rico. 1959. Publica Las armas secretas, que incluye el cuento largo ‘El perseguidor’. Este cuento supone un sesgo en la narrativa de Cortázar. «Fue una iluminación. Terminé de leer ese artículo (que anunciaba la muerte de Charlie Parker) y al otro día o ese mismo día, no me acuerdo, empecé a escribir el cuento. Porque de inmediato sentí que el personaje era él (...) era lo que yo había estado buscando». Cortázar dice que allí aborda «un problema de tipo existencial, de tipo humano, que luego se ampliará en Los premios y sobre todo en Rayuela» (Los nuestros, Luis Harss). 1960. Viaja a Estados Unidos (Washington y Nueva York) y publica la novela Los premios, escrita durante esa larga travesía en barco «...para entretenerme». 1961. Realiza su primera visita a Cuba, donde tomará conciencia de «el gran vacío político que había en mí, mi inutilidad política. Desde ese día traté de documentarme, traté de entender, de leer». Ese mismo año la editorial Fayard publica Los premios, primera traducción de una obra de Cortázar. 1962. Publica Historias de cronopios y de famas en la editorial Minotauro, de Buenos Aires. 1963. Publica Rayuela en la editorial Sudamericana, de la que se vendieron 5.000 ejemplares en el primer año. «Escribía largos pasajes de Rayuela sin tener la menor idea de dónde se iban a ubicar y a qué respondían en el fondo (...) Fue una especie de inventar en el mismo momento de escribir, sin adelantarme nunca a lo que yo podía ver en ese momento», dirá. (La fascinación de las palabras). Ese mismo año participa como jurado en el Premio Casa de las Américas, en La Habana. 1965. La editorial Pantheon de Nueva York publica la traducción inglesa de Los premios y Luchterhand, Berlín, Geschichten der Cronopien und Famen. 1966. Publica el libro de cuentos Todos los fuegos el fuego (Sudamericana, Buenos Aires). En Nueva York, Pantheon publica la traducción al inglés de Rayuela y Gallimard la traducción francesa de Laure Guille-Bataillon. 1967. Aparece La vuelta al día en ochenta mundos, un volumen que reúne cuentos, crónicas, ensayos y poemas, con una diagramación extremadamente original concebida en gran parte por Julio Silva. El libro, según Cortázar, fue imaginado como un homenaje a Julio Verne «pero de una manera muy indirecta». 1968. Publica en Buenos Aires 62, Modelo para armar. La novela provoca un cierto desconcierto en la crítica. Cortázar había dicho que le gustaría «llegar a escribir un relato capaz de mostrar cómo esas figuras constituyen una ruptura y un desmentido de la realidad individual, muchas veces sin que los personajes tengan la menor conciencia de ello». Ese mismo año publica en Buenos Aires, con fotografías de Sara Facio y Alicia D’Amico el libro Buenos Aires, Buenos Aires. 1969. Publica otro de sus libros “almanaque”, Último round, donde se recogen ensayos, cuentos, poemas, crónicas y textos humorísticos. La edición (Siglo XXI, México) está imaginada como un edificio de dos plantas, alta y baja, y cuenta con profusas ilustraciones. El libro contiene (planta baja) una extensa carta de Cortázar a Roberto Fernández Retamar escrita en Saigón el 10 de mayo de 1967, publicada en la Revista de la Casa de las Américas. «Esta carta se incorpora aquí a título de documento, puesto que razones de gorilato mayor impiden que la revista citada llegue al público latinoamericano». La carta estaba centrada en la situación del intelectual latinoamericano. Pantheon de Nueva York publica la traducción inglesa en Historias de cronopios y de famas y Einaudi (Torino, Italia) la de Rayuela. 1970. Viaja a Chile, invitado a la asunción del gobierno del presidente Salvador Allende. La editorial Sudamericana publica el libro Relatos, en el que se incluye una selección de cuentos de Bestiario, Final del juego, Las armas secretas y Todos los fuegos el fuego. 1971. Publica Pameos y meopas (Barcelona, Ocnos), que incluye poemas escritos entre 1944 y 1958. 1972. Publica Prosa del observatorio (Barcelona, Lumen, con fotografías del propio Julio Cortázar y la colaboración de Antonio Gálvez). 1973. Aparece Libro de Manuel (Buenos Aires, Sudamericana), que obtiene en París el Premio Médicis. Cortázar viaja a Buenos Aires para presentar el libro. De paso visita Perú, Ecuador y Chile. La novela levanta una considerable polvareda: «...si durante años he escrito textos vinculados con problemas latinoamericanos, a la vez que novelas y relatos en que esos problemas estaban ausentes o sólo asomaban tangencialmente, hoy y aquí las aguas se han juntado, pero su conciliación no ha tenido nada de fácil, como acaso lo muestre el confuso y atormentado itinerario de algún personaje», escribió en el prólogo. En Barcelona (Tusquets) publica La casilla de los Morelli, cuya edición, prólogo y notas estuvieron a cargo de Julio Ortega. 1974. Aparece el libro de cuentos Octaedro (Sudamericana). En abril participa en una reunión del Tribunal Russell II reunido en Roma para examinar la situación política en América Latina, en particular las violaciones de los derechos humanos. 1975. Viaja a Estados Unidos invitado por la Universidad de Oklahoma. Allí dicta un ciclo de conferencias sobre literatura latinoamericana y sobre su propia obra. Los trabajos leídos en esa ocasión y dos textos suyos fueron reunidos en el volumen The Final Island: The Fiction of Julio Cortázar (1978), una primera valoración crítica de su obra en lengua inglesa. Publica Fantomas contra los vampiros multinacionales (México, Excelsior), una historieta, publica Silvalandia (México, Cultural GDA), una serie de textos inspirados en cuadros de Julio Silva. 1976. Realiza una visita clandestina a la aldea de Solentiname, en Nicaragua. Publica Estrictamente no profesional. Humanario (Buenos Aires, La Azotea) a partir de fotografías de Alicia D'Amico y Sara Facio. 1977. Aparece el libro de cuentos Alguien que anda por ahí (Madrid, Alfaguara), en el que se recoge el texto ‘Apocalipsis en Solentiname’. 1978. La editorial Pantheon publica en Nueva York la traducción inglesa de Libro de Manuel. Cortázar hace en él una advertencia al lector norteamericano: «Este libro se completó en 1972. La Argentina estaba entonces bajo la dicadura del general Alejandro Lanusse, y ya entonces la intensificación de la violencia y la violación de los derechos humanos eran evidentes. Tales abusos han continuado y han sido incrementados bajo la junta militar del general Videla (...) las referencias a Argentina y otros países latinoamericanos son hoy tan válidas como lo fueron cuando se escribió este libro». Publica Territorios, textos relativos a la pintura (México, Siglo XXI). 1979. Publica Un tal Lucas (Madrid, Alfaguara). En octubre visita Nicaragua luego del triunfo de los sandinistas. Algunos de sus textos son utilizados en la campaña de alfabetización del país. 1980. Publica el libro de cuentos Queremos tanto a Glenda (México, Nueva Imagen). Realiza una serie de conferencias en la Universidad de Berkeley, California. 1981. En uno de sus primeros decretos, el gobierno socialista de François Miterrand le otorga la nacionalidad francesa, el 24 de julio. 1982. Publica un nuevo libro de cuentos, Deshoras (México, Nueva Imagen). En noviembre muere su esposa, Carol Dunlop. 1983. Aparece el libro Los autonautas de la cosmopista, escrito a cuatro manos con Carol Dunlop, en el que se narra un viaje de treinta y tres días entre París y Marsella a razón de dos párkings por día. Entre el 30 de noviembre y el 4 de diciembre viaja a Buenos Aires, para visitar a su madre después de la caída de la dictadura y la asunción del gobierno por el presidente Raúl Alfonsín. Las autoridades ignoran su presencia, pero es calurosamente recibido por la gente, que lo reconoce en las calles. Se publica Nicaragua tan violentamente dulce (Managua, Ed. Nueva Nicaragua). 1984. El 12 de febrero Julio Cortázar muere de leucemia y es enterrado en el cementerio de Montparnasse, en la tumba donde yacía Carol Dunlop. En México (Editorial Nueva Imagen) aparece su libro de poemas Salvo el crepúsculo. 1986. La editorial Alfaguara emprende la publicación de las obras completas de Julio Cortázar, incluso aquella que habían permanecido inéditas hasta su muerte. Con ese propósito crea una colección especial, Biblioteca Cortázar. El diseño de las cubiertas fue confiado a Julio Silva. CINCUENTA AÑOS DE UN LIBRO MÁGICO Se cumplen cincuenta espléndidos años de un libro que despertó oleadas de entusiasmo, libro que aún desprende el aroma de la Maga en cualquier rincón, historia de amor que desprende el tejido de la vida, los hilos donde la ciudad se convierte en un halo de luz, donde los personajes se vuelven personas de carne y hueso, caminan con nosotros, se nos meten en nuestras camas, como si aún pudiésemos creer que la literatura nos salva de la vida. En tiempos donde la literatura ha perdido tanto aroma, donde las novelas parecen calcadas unas de otras, Rayuela supone un experimento realmente brillante, un boceto de lo que quiere ser la vida, la respiración de Cortázar a través de sus personajes por París, Oliveira es el raro, ser que desconoce la estrategia para sobrevivir, La Maga es la mujer que todo lo trastoca, mujer de impulsos que ama a Oliveira por su cultura, pero no entiende sus sombras, Rocamadour es el niño, tocado por la enfermedad, niño que representa la ternura de la Maga, su madre, el ser que ha sido incendiado por Dios, al que se aferra a ella, al que desprecia Oliveira, desde su raciocinio. Rayuela es París, sus pulmones, sus aceras, sus tranvías, sus bulevares, pero también la luz de una ciudad que recorre, con sus fantasmas las obsesiones de Oliveira, antes de irse con el circo que llevan Horacio y Talita, seres extraños, convertidos en la imaginación de Cortázar en parte de nosotros. RAYUELA: SU ORIGEN En 1963, cuando se publicó Rayuela, Cortázar estaba cerca de cumplir cincuenta años, ya había publicado Final de juego (1956), Las armas secretas (1959), Los premios (1960) e Historias de cronopios y famas (1962). Si el cuento había sido su preferencia en esos años, la novela se le antojaba necesaria, para dar rienda suelta a sus mundos interiores. La idea de crear una novela que recogiera, como un collage, su forma de ver la vida, sus monólogos profundos, sus digresiones vitales, se convirtió en una obsesión para Cortázar. Por ello, como nos recordó Andrés Amorós, en su prólogo a la edición de Rayuela, publicada por Cátedra, en el año 2010, en su segunda edición, el libro asimila tendencias, crea profundas raíces donde podemos ver la importancia que va a tener la novela ante la inminente llegada de la literatura del boom hispanoamericano: Asimilación natural de las técnicas renovadoras de la novela contemporánea, profundización de las raíces del mundo hispanoamericano, la fantasía creadora, que no se opone al realismo, sino que lo potencia, intento, como decía Carlos Fuentes, de conducir con una sola mano dos caballos: el estético y el político. (p. 18) Rayuela es todo eso y mucho más, es el conglomerado de miradas en una, es una fantasía que se pone delante de nuestros ojos, para hacernos partícipe de lo extraño que es vivir y cómo nosotros somos, sin darnos cuentas, espejos de Oliveira o la Maga. Cortázar, que se fue con una beca en 1951 a París, aunque naciera en Bruselas en 1914, vivió en Argentina su niñez y, tras llegar a la capital de Francia, el escritor asume el mundo cosmopolita de la ciudad, su poesía interior. Si Argentina es el fondo de su vida, donde el mate y las charlas filosóficas contribuyen a crear al intelectual, París será la bohemia, la vida elegante, refinada, pero envuelta siempre en un aire irreal, como si navegase un extranjero en un río caudaloso, así se siente Oliveira en la novela, sin duda, el personaje que más se parece a Cortázar. La novela la escribió en un par de casas, comenzó a redactarla por la mitad y sin un plan preciso, escribió durante años y sin prisas, porque la novela crecía en su interior, era un pulso latente en su conciencia. La muerte de Rocamadour el hijo de la Maga es el momento de inflexión, cuando Oliveira se da cuenta de que ya no ama a la Maga, decide irse al circo, con sus amigos Talita y Horacio, la novela se enreda, a veces pierde la coherencia, en páginas que nos invitan al vacío, llenas de palabras incomprensibles, pero luego recupera, en algunos momentos, como si fuese una radiografía de la vida, la lógica, luces y sombras en un mismo texto, un puzle que nos obliga a leer de varias maneras, tan lejos de las novelas convencionales de hoy día. Hay en Rayuela la sensación de esperpento vital, en la línea que señala Amorós en el prólogo antes citado, como si la voz de Valle-Inclán y su Luces de bohemia volviese, vida absurda para personas que han de vivir el absurdo vital, envueltos en la incertidumbre de todo gesto, ya que nada tiene sentido en realidad, la muerte de Rocamadour certifica la muerte de Dios, no hay omnipotencia, todo se relativiza, la vida es accidente, un hecho casual que no ha de conducirnos a ninguna trascendencia, así vive la Maga, como si fuera el último día, rompiendo los esquemas, viviendo de verdad cada momento, en cambio, Oliveira vive extrañado, empujado a su interior, sin compartir la espontaneidad de ella, su capacidad de disfrutar de cada instante. ALGUNOS PÁRRAFOS INOLVIDABLES DE RAYUELA Toda la novela destila momentos mágicos, como cuando se cae un terrón de azúcar y la Maga lo persigue por debajo de las sillas en un restaurante, causando revuelo entre la gente, pero el principio de la novela es uno de los más hermosos que he leído nunca, por ello, cito unas líneas del mismo: ¿Encontraría a la Maga? Tantas veces me había bastado asomarme, viniendo por la rue de Seine, al arco que da al Quai de Conti, y apenas la luz de ceniza y olivo que flota sobre el río me dejaba distinguir las formas, ya su silueta delgada se inscribía en el Pont des Arts, a veces andando de un lado a otro, a veces detenida en el pretil de hierro, inclinada sobre el agua. Pero la Maga es todo, es el destello de la ciudad, es su ritmo, es su oxígeno, por ello, dice Oliveira: Oh, Maga, en cada mujer parecida a vos se agolpaba un silencio ensordecedor, una pausa filosa y cristalina que acababa por derrumbarse tristemente, como un paraguas mojado que se cierra. Las sesiones de cine mudo, Oliveira con su cultura y la Maga, virgen de cultura, sin saber qué decir o sentir ante esas películas, porque la Maga es la vida y Oliveria la cultura, en definitiva, una ficción de la vida, una representación de la misma. Y el amor, como una búsqueda necesaria por las calles de la ciudad, siempre presente, el amor externo, el que viven en las calles y el de la casa, tan importante, donde ceban mate, sin que sus tradiciones argentinas queden olvidadas, siempre dentro de ellos, extranjeros en la ciudad de la luz: El tercer cigarrillo del insomnio se quemaba en la boca de Horacio Oliveira, sentado en la cama; una o dos veces había pasado levemente la mano por el pelo de la Maga dormida contra él. Todo es casualidad, Dios ya no nos rodea, el accidente de un viejo en la calle, cuando Oliveira entra, mientras llueve intensamente en París, a ver el concierto de Berthe Trepap, una señora mayor, a la que acompaña a su casa, todo está rodeado del absurdo de la vida, de un dejarse llevar hacia ninguna parte, porque nada debe estar escrito, todo ocurre en el instante, el destino ya no existe, jugamos nosotros con nuestra propia temporalidad. Y Rocamadour, el niño que se va muriendo, como si ya nada pudiese salvarlo, en la casa donde conviven ambos, porque el niño es el alma de la Maga, rota ya por el dolor ante la creciente enfermedad del hijo: Oliveira cebó despacio el mate. La Maga fue hasta la cama baja que les había prestado Ronald para que pudieran tener en la pieza a Rocamadour. Con la cama y Rocamadour y la cólera de los vecinos ya no quedaba espacio para vivir, pero cualquiera convencía a la Maga de que Rocamadour se curaría mejor en el hospital de niños. RAYUELA: UNA NOVELA QUE ES TODAS LAS NOVELAS Sin entrar en más detalles, para que el lector se adentre en la poesía de sus páginas, leer Rayuela es leer todas las novelas, porque hay psicologismo, introspección, prosa poética, personajes que son uno y muchos a la vez, monólogos que se hacen y se deshacen en cada instante, radiografía de la vida en cada respiración. Cincuenta años ya de Rayuela, la mano sabia de Cortázar antes de la magistral Cien años de soledad, ya nos dejó su poesía interior, en este libro, que es, sin duda alguna, una obra maestra, de múltiples lecturas, tan lógica e ilógica como la propia vida, que los lectores jóvenes se acerquen a la novela supone un reto admirable entre tantos vanos entretenimientos de nuestro tiempo, entre la literatura de usar y tirar, leer Rayuela es guardar un tesoro para acercarse a él cada cierto tiempo, como es, sin duda, nuestro paso ante la vida, ante las certidumbres e incertidumbres que nos rodean. |
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