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TOCAMOS TODOS LOS PALOS, INCLUIDOS LOS DEL FLAMENCO
por NATALIA CARBAJOSA Resulta difícil hablar de la relación entre poesía y traducción sin repetir motivos eternamente discutidos y nunca resueltos del todo. Están, por ejemplo, quienes se adscriben a la imposibilidad absoluta de traducir poesía, entre cuyas razones destaca el célebre adagio de Robert Frost: «Poesía es lo que se pierde en la traducción». Otros, para matizar aseveraciones tajantes, deciden buscar términos que sustituyan al vocablo “traducción,” como si este fuera en sí mismo hostil a la poesía y necesitara ser suavizado; y así, Roman Jakobson afirma que, donde la traducción es imposible, sí se puede realizar una «transposición creativa» (cualquier cosa que esto sea). Marina Camboni habla de una «recuperación» de la emoción, la imagen, el concepto y el resto de elementos presentes en el poema original; George Steiner aduce que el traductor «vuelve a experimentar» las relaciones entre el lenguaje y el mundo que el poeta ha establecido; y Octavio Paz utiliza el término «transmutación» para explicar que la actividad del traductor no difiere tanto de la del poeta, sino que simplemente se produce en sentido inverso. Entre los autores citados en el párrafo anterior hay dos poetas, un lingüista y dos académicos de la literatura, todos ellos además traductores ocasionales; señal de que el problema de la traducción de poesía interesa desde muchos ámbitos. En efecto, la traducción se presta como mínimo a tres tipos de aproximaciones: la empírica, esto es, la que van forjando sobre su propia praxis los traductores, respondiendo sobre todo de manera intuitiva —aun cuando se les presuponga una formación lingüística y literaria sólidas— a cuestiones concretas; la lingüística, concebida sobre todo como herramienta que describe taxonómicamente las intuiciones de la práctica de la traducción en categorías como “modulación, transposición, adaptación”, etc.; y la filosófica, que considera la traducción un verdadero ejercicio de hermenéutica, por cuanto el traductor en realidad interpreta, y aquello que interpreta no es solamente un texto sino el “horizonte de una tradición”. Esta última aproximación, de la mano de autores como Gadamer y Derrida, sostiene que, efectivamente, la traducción de poesía es imposible porque el significado es específico de cada cultura y entre el poema original y su traducción se genera una distancia que nunca llega a superarse por completo. Sin embargo, y a diferencia de quienes no van más allá de la imposibilidad, desde estos principios dicha distancia se asume con naturalidad, ya que lo que se traduce, como pretendo exponer a continuación, constata una pérdida a cambio de una ganancia de mayor calado. Iré desgranando esta cuestión en diferentes pasos; baste saber, por el momento, que para mí poesía y traducción comparten una misma imposibilidad, a saber, la de acercar las palabras del todo a las cosas, o el lenguaje a la realidad, circunstancia que las hermana y permite estudiarlas en paralelo desde un enfoque sin duda filosófico, pero que no puede perder de vista los otros dos (el empírico y el lingüístico). Con lo cual, sostengo que, aunque a veces duela, no hay que tenerle miedo al término “traducción” cuando aparece junto a la poesía. Pido, eso sí, benevolencia para desviarme ligeramente ahora de este motivo, con el fin de volver a él con mejores pertrechos. Historia de un triángulo Propongo que nos traslademos, en primer lugar, hasta el diálogo de Platón que lleva por título El banquete, o del amor. En él se nos explica que Eros es hijo de Poros y Penia. “Poros” es salida, vía, modo de llegar a alguna parte. “Penia” es pobreza, miseria, carencia. Eros participa de las dos condiciones de sus progenitores: es capaz de ver un camino, pero incapaz de encontrar la manera de habitarlo; lo que llega a alcanzar siempre termina por escapársele. El personaje del diálogo que así explica la naturaleza del deseo, Diotima, afirma textualmente que «de la misma manera que hay algo intermedio entre la ignorancia y la sabiduría, así también en lo que al Amor atañe, ya que reconoces que no es ni bueno ni bello, tampoco creo que deba ser feo ni malo, sino algo intermedio entre dos extremos». El término clave aquí, según Emilio Lledó, sería metaxú, esto es, “intermedio.” En un artículo titulado ‘El espacio de la traducción poética’, Lledó afirma que «un mundo intermedio, múltiples mundos intermedios, fluyen por el espacio de la comunicación humana». Antes que en la traducción, el filósofo se basa en la poesía misma: «Todo decir, y especialmente el poético, está por naturaleza condenado o destinado a vivir fuera de sí, en ese espacio “intermedio”». A lo que yo añadiría, en una incipiente valoración, que la traducción de poesía debería aspirar, precisamente, a reproducir o señalar la presencia de ese mismo hueco o distancia entre dos extremos que queda sin resolver en el original. Dicho de otro modo: la traducción de un poema debe conservar la capacidad de sugerir que transmiten los espacios en blanco y los silencios del poema original, no menos, sino incluso más, que lo que el poema dice. Seguimos en el mundo clásico, de la mano de la poeta canadiense y traductora de literatura griega Anne Carson. En su ensayo Eros the Bittersweet, Carson se fija en el mismo ejemplo del Banquete que Lledó, y analiza la naturaleza del deseo que ahí se describe, en esta ocasión a partir de la poesía de Safo. Descubre Carson que, siguiendo con la misma noción de la naturaleza de Eros como el perennemente condenado a correr tras su objeto de deseo sin llegar a alcanzarlo, Safo presenta a menudo en sus poemas una figura geométrica, el triángulo, cuyos tres vértices estarían constituidos por los siguientes elementos: a) el amante, b) el amado u objeto de deseo, y c) ese hueco o espacio intermedio, a veces encarnado por un tercer personaje que, al triangular, esto es, aportar un punto de vista equidistante, impide la unión total, lineal, de los otros dos. El espacio intermedio al que Lledó y Carson apuntan desde los clásicos ofrece nuevas interpretaciones a partir del mito bíblico de Babel, mito de los traductores por excelencia. Existen, por supuesto, multitud de versiones alternativas a la canónica, que nos dice que la destrucción de la torre supuso que los hombres dejasen de hablar una única lengua y las civilizaciones se desgajaran en multitud de lenguas incomprensibles entre ellas. Una de estas versiones alternativas corresponde a una secta jasídica centroeuropea del siglo XVIII, de la que oí hablar por primera vez a Gustavo Martín Garzo en relación con la poesía. Según dicha versión, antes de la construcción de la torre, cada pueblo tenía ya su propia lengua, más una lengua común que les permitía a todos ellos comunicarse con Dios. Es esta última la que habrían perdido tras la destrucción de la torre; y es sin duda esa comunicación perdida con la divinidad la que recupera, en los orígenes de todas las civilizaciones, un mediador singular: el chamán, el inspirado, el poeta. Renombrando, pues, los vértices del triángulo propuesto por Safo/Carson, nos encontramos con que, donde se situaba el amante, aparecen todos los pueblos de la tierra; donde el amado, los dioses; y, en el espacio intermedio entre estos dos extremos que aún estaba sin nombrar, por fin un nombre: el poeta. Un tercer salto cronológico nos llevaría hasta el estructuralismo y las teorías sobre el lenguaje que a partir de este movimiento se generan a lo largo del siglo XX, cuando se estudia con detenimiento el hueco entre las palabras y las cosas. O, dicho de otro modo, entre el lenguaje y la realidad; hueco propiciado por la consideración del lenguaje como un sistema de signos arbitrario e imperfecto que, necesariamente, ha de dejar siempre un espacio intermedio (también conocido como desplazamiento, significado diferido, etc.) entre su cualidad de significante y la cosa referida. Esta limitación de nuestra principal herramienta de comunicación permite a Michel Foucault concebir una variante del mito de Babel: «Las lenguas se separaron y se hicieron incompatibles sólo en la medida en que previamente habían perdido su semejanza original con las cosas que habían sido la razón primera para la existencia del lenguaje». Hay en la interpretación de Foucault una lectura hacia el pasado y otra hacia el futuro que ya es presente. Pasado porque, en efecto, en las sociedades premodernas, pre-científicas y por tanto pre-agnósticas, todavía prevalece la idea de que a cada cosa, por jerarquía divina, le corresponde una palabra (“nomina sunt numina”). Y futuro que ya está aquí porque, sin duda, el hueco entre las palabras y las cosas no ha hecho sino agrandarse en nuestras sociedades contemporáneas, donde la especialización de los saberes, la virtualización de la experiencia y la pérdida de una identidad colectiva articulada, entre otras razones, han dado la vuelta a la manera misma de comunicar y de significar: es la sociedad del simulacro que dibuja Baudrillard, en la que los signos anteceden a las cosas referidas en aras del consumo o la manipulación política (cuestión que sería por sí misma objeto de otro debate). De este modo, nuestro triángulo, cargado ya de elementos (amante/seres humanos, amado/dios, espacio intermedio/poeta-mediador), puede renombrarse de nuevo: en un vértice se situarían las palabras, el lenguaje; en otro, las cosas referidas, el mundo; y en el tercero, vuelve a abrirse un espacio que, aunque de momento identificamos como imposible de cubrir, será disputado, como un Eros jadeante detrás de su presa, por el poeta… y por el traductor. El triángulo se complica La poesía, por definición, es el arte de decir aquello que no se puede decir. Más aún: aquello que no se puede llegar a decir, dada la imperfección de su herramienta principal —que no exclusiva—, esto es, el lenguaje. Fijémonos brevemente en los términos con los que algunos pensadores abordan este asunto: María Zambrano concibe la poesía como la llave que abre espacios percibidos «no como conquistados, sino como recuperados, puesto que se ha vivido con la angustia de su ausencia». Ramón Xirau, abundando en la idea de que la poesía se acerca a la imposibilidad de decir, o dicho de otro modo, al no decir, ofrece una nueva configuración de los tres vértices del triángulo: «el verdadero decir que es la poesía está siempre en el límite entre silencio y palabra» (apuntemos pues: palabra y silencio; y equidistante entre ambos extremos, poesía). La propia Zambrano expresa lo mismo de este modo: «la palabra poética quiere borrar la separación entre estos dos extremos, lenguaje y silencio». La poesía, por tanto, es consciente de la imposibilidad de su tarea. No puede salvar del todo el hueco entre lenguaje y realidad, que es en lo que se afana (esto es, en crear una ilusión de unidad semejante al antiguo “nomina sunt numina”), porque llegar al grado absoluto de la identificación entre palabra y cosa supondría… el silencio. Por otro lado, el poeta es consciente de que, cuando escribe, no es dueño del todo de lo que escribe. De nuevo hemos de volvernos a Platón, quien en el Ión, probablemente la primera obra occidental donde se intenta comprender el fenómeno poético, presenta al poeta como un mediador entre la realidad y una manera de expresarla no del todo racional. Ese uso especial del lenguaje en poesía, que el poeta recibe como al dictado y con voluntad de explorar los límites del lenguaje mismo, le hace afirmar a Ana Blandiana, por ejemplo, que «escribir poesía es como escribir en una lengua que no se domina bien del todo». María Tseváyeva llega incluso más lejos cuando sostiene que «escribir poesía ya es traducir la lengua materna a otra lengua, una lengua universal». Cuidado porque el triángulo, me temo, se va complicando: en un vértice podemos situar la lengua materna, o lengua de uso de un poeta perteneciente a una cultura en una época determinada (palabra en el tiempo, que diría otro poeta); en otro, la lengua universal, esto es, la hipotética Ur-Sprache que, bien desde la lingüística, bien desde la metafísica que nos retrotrae a los tiempos pre-babélicos, está en consonancia con expresiones que ya han aflorado a lo largo de esta charla: “horizonte de una tradición,” “recuperación,” “volver a experimentar…”. Anamnesis platónica, podríamos añadir. Desde esta perspectiva, la poesía traduce de una proto-lengua común a toda la humanidad a las distintas lenguas vernáculas; recorta el espacio entre ambas que, como en una nebulosa, se recibe como recuerdo antes que como novedad al leerlo. Es como si esa lengua universal fuese un inmenso océano del que los poetas, cada uno desde su orilla, fuera sacando cubos con los que ir mezclando la arena, de distinto grosor y textura en cada orilla, para formar un barro o una arcilla compuesta precisamente por los dos elementos, el agua común y la tierra autóctona. Una idea hermosa aunque, hasta cierto punto, también confusa. Entre quienes la cortejan, Octavio Paz parece ser quien más luz arroja a la cuestión. Afirma Paz que, a pesar de que la confusión babélica trajera la pérdida de ese lenguaje universal, en las sociedades pre-modernas «la universalidad del espíritu era la respuesta a la confusión babélica […] la traducción disipaba la duda: si no hay una lengua universal, las lenguas forman una sociedad universal en la que todos, vencidas ciertas dificultades, se entienden y comprenden». Digamos pues que la confianza en el lenguaje se traslada a la confianza en la traducción. No se concibe el espacio intermedio como una amenaza, sino como un problema dotado de fácil solución. La Edad Moderna, sin embargo, destruye esa seguridad. Poner en entredicho la relación entre las cosas y sus nombres conlleva la imposibilidad de traducir del todo aquello que, de entrada, ni siquiera se puede llegar a comunicar del todo. Hay que esperar pues a la corriente hermenéutica del siglo XX que, sin dejar de reconocer la naturaleza insalvable del hueco, vuelve a apelar a la universalidad, no del lenguaje sino de la cultura. Dicha corriente aporta, en palabras de Martin Heidegger, una nueva definición de traducción: «Traducir no consiste simplemente en facilitar la comunicación con el mundo de otra lengua, sino que es en sí una roturación de la cuestión planteada en común. Sirve a la comprensión recíproca en un sentido superior». Esa cuestión planteada en común nace, para Lledó, de la vivencia interna: traducir consiste en el «descubrimiento de los significados universales que parten del mundo interior». Walter Benjamin aduce que, dado que ni el mensaje ni el enunciado de un poema son cruciales, la traducción del mismo debe ser, en última instancia «la expresión de las relaciones más íntimas entre las lenguas». Idéntica noción de una red de relaciones supralingüísticas le hace concluir a Paz que «en cada período los poetas […] escriben el mismo poema en lenguas diferentes». Tenemos, pues, una remodelación del triángulo con un vértice fundamental, más que nunca hoy en el mundo globalizado, que es ese bagaje interno y externo que como humanidad del siglo XXI compartimos, no tan diferente, por cierto, del de quienes nos han precedido; basta con leer cómo se quejan los líricos arcaicos griegos, siglos antes de Cristo, de que la juventud sólo piensa en divertirse, por ejemplo. Ese es en el momento presente, sin duda, el principal elemento mediador entre un poema y su traducción. Un espacio, sí, nunca salvado del todo, pero en modo alguno insalvable hasta cierto punto, en función de la pericia del traductor. Desde esta reubicación, situando al poema y a la traducción en un mismo plano de posibilidad e imposibilidad, pero estableciendo la relación entre ambos no exclusivamente desde el lenguaje de partida y el de llegada sino desde la perspectiva, más amplia, de leer ambos lenguajes contra el tapiz de una tradición compartida, obviamente más palpable cuanto más cercanas sean desde la historia y las familias léxicas las lenguas involucradas, considero que no se puede negar la viabilidad de la traducción de poesía. Todo lo dicho, obviamente, no incide en la cuestión de las buenas o malas traducciones desde un punto de vista técnico. El poeta Carlos Javier Morales señala al respecto, en un artículo de 2007, lo siguiente: «Mi experiencia como lector de poetas traducidos al castellano me ha conducido con frecuencia a sensaciones desconcertantes: si por una parte he entrado en contacto con mundos personales y sociales ajenos a la poesía hispánica, por otro lado he lamentado la insuficiencia de una expresión casi siempre renqueante, postiza, muy desproporcionada con la profundidad de ideas y emociones que trata de transmitirnos el autor extranjero en cuestión, y que en castellano apenas conseguimos entrever». Al mismo tiempo, Morales elogia la labor del Taller de Traducción de la universidad de La Laguna, coordinado por Andrés Sánchez Robayna y garante, desde hace años, de una buena praxis en la traducción de poesía. Todos tenemos ejemplos que aportar, felices y desafortunados, de nuestra propia experiencia como lectores de poesía traducida. La traducción de poesía es ardua y ni una formación técnica sólida, ni una intuición poética acertada, ni una erudición literaria garantizan el éxito por sí mismas, aunque por supuesto ayuden. El éxito es la suma de esos tres factores y algo más, ya que el traductor ha de aparcar su tentación de modificar, por los motivos que sean, el tono o registro del texto original. Asimismo, se verá constantemente impelido a tomar decisiones que favorezcan algún aspecto parcial del texto de origen (el sonido, la connotación, el ritmo…) en detrimento de otro (el sonido, la connotación, el ritmo…). En cualquier caso, no se puede prescindir de las traducciones de poesía: aferrarse a su imposibilidad, sencillamente, no es una opción, como tampoco lo es dar por buenas traducciones que se dejan por el camino la genialidad del poema de partida, dondequiera que esta resida. Para comprobarlo, hagamos una prueba con la que, además, concluiremos esta sencilla lección de geometría: pongamos en un extremo de este triángulo, ya tantas veces metamorfoseado, nuestro nombre; en el otro, el de cualquier poeta fundamental en nuestro horizonte de lecturas pero que no podamos leer en su lengua: Hölderlin, Rilke, Ajmátova, Kavafis, Basho, Szymborska, Shirazí, Holan… Ambos vértices cambian constantemente de nombres, en función de quién los escribe. Sólo el tercero, el mediador, el que vive en el hueco entre ambos con conciencia de que es el reflejo de otro hueco anterior; esto es, el que una vez ocupó un poeta entre una lengua y su propio decir, posee un nombre fijo, permanente, insustituible: el traductor.
2 Comentarios
Pedro Pérez
10/9/2017 04:16:06 pm
Acabo de leer este texto y encuentro en él una exposición interesante y una conclusión adecuada. Yo seré más tajante con las teorías que defienden la intraducibilidad de la poesía. Me recuerdan a Zenon de Elea y su paradoja de Aquiles y la tortuga, con la que negaba ontológicamente el movimiento. Mi respuesta para ellos es la misma que le dio Diógenes: el movimiento se demuestra andando. La traducibilidad de la poesía se demuestra traduciendo. Quienes defienden la intraducibilidad de la poesía lo hacen debido a determinados prejuicios, se han dejado atrapar por los conceptos abstractos, por las palabras. En vez de partir de la traducción perfecta, de la perfección, que no es más que un concepto abstracto y que, como tal, sólo funciona si se establece un sistema cerrado, ¿por qué no hacerlo partiendo del hecho concreto de la traducción? ¿Por qué no observar el proceso, el resultado y ver en qué medida se acerca al original y se identifica con él? ¿Por qué ver la botella vacía, contenga ésta una mínima cantidad, esté a medias, alcance los tres cuartos o –para los más exagerados- le falten tan sólo unas gotas imperceptibles?
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27/8/2022 05:34:19 am
Buenos días señor / señora,
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