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TOCAMOS TODOS LOS PALOS, INCLUIDOS LOS DEL FLAMENCO
por JUANDE MERCADO No puedo más que admirar la entereza del pueblo ruso. Un pueblo que ha aguantado a lo largo de su historia el azote endémico de tantas penurias económicas y que ha sabido siempre levantarse tras sufrir las arbitrariedades maníacas de padrecitos de la patria socialista como Lenin y Stalin es un pueblo marcado con el hierro candente de “pueblo elegido por la humanidad”. En estos últimos quince años están padeciendo otra anomalía histórica, como es el reinado de ese rostro impenetrable llamado Vladimir Putin, un aplicado alumno de los “Órganos” (el apodo con que se conoce a la policía y servicio de espionaje ruso desde que se creó la Cheká hasta el actual FSB) que ha sabido legitimarse en el poder pero cuya obra política y económica ya se encargará de juzgar la Historia de aquí unos lustros. Antes de que Hitler creara los campos de concentración para exterminar a los judíos, Lenin ya se había sacado de la chistera la isla de Solovskí, una isla situada en el mar Blanco donde los bolcheviques mandaban a todos aquellos que consideraban “insectos” (Lenin dixit) que no hacían más que perturbar ese nuevo edén que era la joven Revolución Rusa. Sin duda, Stalin tuvo un buen padre tiránico al que emular y superar durante treinta años de autocracia política inmisericorde. De momento, durante los primeros años de la Revolución, no tenía un papel protagonista en el Nuevo Orden y se limitaba a aprender cómo se instauraba una dictadura proletaria a base de derramamiento de sangre y cómo se eliminaba sin miramientos a todo aquel que fuera enemigo del pueblo, categoría esta mucho más amplia que en los tiempos pretéritos del zarismo. Según Lenin, una de las clases más pusilánimes de “insectos” a combatir por la Cheká eran los intelectuales y a ello se aplicaron con suma diligencia los esbirros de Dzerzhinski, de Yagoda, de Yezhov o de Beria durante treinta y cinco años. De nada servían los ruegos de intelectuales orgánicos del Partido como Gorki que en una carta enviada a Lenin, durante los primeros años de reinado del bolchevismo, se quejaba amargamente de los atropellos que se estaban cometiendo contra los intelectuales, a lo que el máximo teórico del bolchevismo contestó: “¡Figúrate qué desgracia! ¡Menuda injusticia!” y, a la vez, le aconsejaba que no “gimoteara por esos intelectuales podridos”. El estilo de vida de esos intelectuales podridos no distaba mucho del Lenin que llevaba una vida tranquila y austera en su exilio suizo mientras escribía sus incendiarias obras y artículos. Otro intelectual orgánico que se dedicó a defender las bondades del régimen soviético por el mundo entero fue el poeta Mayakovski, autor de unos versos tan elegíacos como estos: “¡Y el que no canta con nosotros, está contra nosotros!”. Este tipo de proclamas que suenan a suave arrullo para los oídos siempre fueron del agrado de los españoles que conocemos de sobra esa dulce tonada. Sin embargo, no solo los intelectuales padecieron persecución, reclusión en campos de trabajos forzados y, en muchos casos, muertes trágicas. No hubo ni una sola capa de la sociedad soviética que no sufriera la ira vengativa de un partido que entre sus objetivos fundacionales preconizó el terror como el mejor instrumento de supervivencia política. Para enumerar todos los colectivos que sufrieron la persecución bolchevique, nada mejor que usar como guía el primer volumen de Archipiélago Gulag de A. Solzhenitsyn, publicado en Tusquets Editores, libro en el que el autor ruso describe en profundidad, dando nombres y apellidos y de forma cronológica todas las persecuciones arbitrarias a las que fueron sometidos los ciudadanos soviéticos de cualquier extracción social y profesional. La expresión “Archipiélago Gulag” es la macabra metáfora que se inventó Solzhenitsyn para referirse a la amplia red de centros de reclusión que instauró el bolchevismo para internar a los presos (tanto condenados por delitos comunes como por delitos políticos) y que se extendió como una mancha de petróleo por todo el territorio soviético, desde el mar Báltico hasta Kazajistán, desde Leningrado hasta los confines siberianos de Kolymá. Solzhenitsyn, con ese humor negrísimo que caracteriza la prosa de Archipiélago Gulag, denominó riadas del alcantarillado a ese inagotable río de detenciones que caracterizó al régimen bolchevique desde 1917, año del triunfo de la Revolución, hasta 1953, año de la muerte de Stalin. Aparte de la intelectualidad, no hubo colectivo político, religioso o profesional que se librara de esas particulares caza de brujas a las que era tan aficionado ese hijo de zapatero georgiano. Este, como buen padrino, era el encargado de señalar con el “dedo gordezuelo” (una mención peyorativa de ese dedo le costó a Mandelstam el destierro y una triste muerte en una prisión de tránsito) los objetivos a eliminar pero, en cambio, sus eficaces secuaces eran los encargados de apretar el gatillo. Respecto a esa farsa teatral que fueron los grandes procesos contra aquellos enemigos de clase políticos, profesionales o religiosos y dado que la historia la suelen escribir siempre los vencedores, existió una figura irrepetible dentro de la elevada justicia soviética llamada Nikolai Krylenko, fiscal de los tribunales revolucionarios durante la década de los veinte y primeros treinta. Gracias a un impagable libro de Krylenko donde se recogen sus discursos acusatorios contra los enemigos del pueblo, Solzhenitsyn puede reconstruir grandes procesos que no tienen nada que envidiar a las grandes purgas llevadas a cabo desde 1936 a 1938 en las que fueron eliminados los principales cuadros de mando del partido bolchevique. Durante cuatro años (1918-1922), se ajustició y se fusiló a un montón de enemigos del pueblo sin que existiera un mísero código penal que tipificara los delitos. ¡Tal era el celo de los tribunales revolucionarios para impartir justicia de clase! Las garras buitrescas de los “Órganos” cayeron contra ese terrible opio del pueblo que es la religión y se inventaron unos procesos contra los máximos representantes de la Iglesia de Moscú y de Petrogrado porque se negaron a colaborar en la incautación forzosa de los tesoros de la Iglesia. En el proceso contra la Iglesia de Moscú, de los diecisiete acusados, once fueron condenados a muerte; mientras que en el proceso de Petrogrado, de los dieciséis acusados, cuatro fueron fusilados. En este último proceso, uno de los acusadores llegó a decir que “toda la Iglesia ortodoxa es una organización contrarrevolucionaria. En realidad, habría que meter en la cárcel a toda la Iglesia”. En 1922, una semana después de que se aprobara el código penal, se juzgó a la cúpula del Partido Socialista Revolucionario (PSR, también llamados eseristas) por alta traición al Estado. ¿En qué consistió esa traición? En haberse levantado en armas contra el golpe de Estado de Octubre perpetrado por los bolcheviques y en una supuesta colaboración con Alemania por haber espiado a favor de estos cuando, en realidad, fueron los bolcheviques los que buscaron y consiguieron firmar con Alemania la paz de Brest-Litovsk concediéndoles, a cambio, inmensas contrapartidas territoriales. El juicio duró un par de meses y la flor y nata de las glorias bolcheviques (con Kámenev y Bujarin a la cabeza) ayudaron a calentar el ambiente arengando a las masas para que se dirigiesen al edificio del tribunal y, así, crear un ambiente de pánico escénico que influyese en un tribunal que no se caracterizaba especialmente por su imparcialidad. Se condenó a muerte a doce dirigentes eseristas. Sin embargo, se suspendió la ejecución de esa pena de muerte en función del comportamiento futuro de los eseristas que estaban en libertad, es decir, la guillotina caería bajo sus cabezas si sus camaradas de lucha se mostraban demasiado revoltosos con el régimen de los soviets. Y, después de los eclesiásticos y los compañeros de viaje durante el zarismo, había que luchar contra los empecedores infiltrados en la economía soviética que utilizaban sus malas artes para impedir el cumplimiento de los ambiciosos planes de industrialización del Partido. Para ello, en 1930, se sienta en el banquillo a ocho ingenieros durante el llamado “proceso contra el Partido Industrial” presentando como pruebas incriminatorias unos míseros artículos publicados en la prensa soviética y las confesiones de estas ocho cabezas de turco sacadas bajo tortura durante los eficientes interrogatorios llevados a cabo por los “Órganos”. Se les acusaba de retardar el ritmo de crecimiento económico sin tener en cuenta que las cifras económicas del Gosplán (la institución que velaba por la planificación económica centralizada) eran imposibles de cumplir. Krylenko no tiene que esforzarse demasiado en el juicio-farsa porque gran parte de los acusados, además de ser viejos, habían sido ablandados en los interrogatorios y reconocieron, sin rechistar, su culpa como saboteadores de la economía. Una vez perfeccionada la metodología de los juicios-farsa contra los enemigos del pueblo, Stalin pudo cumplir su ansiado sueño húmedo de acabar con la plana mayor de los cuadros políticos que participaron en la Revolución de Octubre para sustituirlos por otros cuadros más maleables, educados ya bajo la debida obediencia estalinista. Solzhenitsyn se pregunta cómo pudo ser que las viejas glorias del partido que hicieron la Revolución de Octubre junto a Lenin representaran de forma fiel, según el guion escrito por el bigotudo, la farsa teatral que fueron los procesos públicos llevados a término desde 1936 a 1938. En estos procesos, Zinóviev, Kámenev, Bujarin e, incluso, Yagoda confesaron unos supuestos delitos contra el Partido que no cometieron teniendo un comportamiento pusilánime e impropio de unos revolucionarios que estuvieron en prisión o fueron desterrados durante el zarismo. Solzhenitsyn contesta a su propia pregunta: en realidad, los años de prisión que les cayó no fueron tantos y el tratamiento que les dispensó la Ojrana, la policía secreta zarista, fue mucho más benigno que el habitualmente proporcionado por el NKVD, la policía secreta bolchevique. En otras palabras, estos héroes tan mitificados de la Revolución de Octubre no tuvieron la dignidad necesaria para morir y se prestaron a participar en una pantomima sádica que causó gran regocijo interno a Stalin. Yagoda, uno de los peores monstruos de este régimen ignominioso, suplicó a Stalin con estas palabras: “Dos grandes canales he construido para usted” (se le olvidó mencionar que la construcción de los mismos se hizo con mano esclava y que murieron miles de personas por las duras condiciones de trabajo). Bujarin, uno de los grandes teóricos del socialismo, fue acusado de oportunismo de derechas (de hacerle el juego a las democracias burguesas) y Stalin jugó con él al gato y al ratón: ahora aprieto la presa, ahora la suelto. El tirano asiático fue tan habilidoso creando el clima persecutorio propicio que la víctima cayó dócilmente en sus garras. Por último, he dejado la gran riada que mató la esencia espiritual del pueblo ruso que era, por excelencia, una sociedad agraria antes del triunfo de los bolcheviques y que fue descrita con admiración y detalle en numerosas obras de literatos de la talla de Dostoievski o Turguénev. En estas obras, se describe al mujik ruso, un campesino pobre sometido al régimen de servidumbre, como un ejemplo de hombre honesto y cabal. El Partido, con el gran timonel a la cabeza, decretó una colectivización forzosa de la tierra mediante la creación de granjas colectivas denominadas koljós y, para ello, se inventaron la persecución a muerte del kulak, aquel propietario agrario que tenía mano de obra trabajando para él. En esta riada llevada a cabo durante 1929 y 1930, no solo se persiguieron a los kulaks verdaderos sino a todo aquel que se negaba a la requisa forzosa del grano por parte del Estado soviético. La región más castigada por esta arbitraria medida fue Ucrania que era apodada “el granero de la URSS”. Se estima que esta hambruna ucraniana costó la vida a cinco millones de campesinos en el periodo comprendido entre 1932 y 1933. Esta riada de campesinos, además de las muertes por inanición, significó también el éxodo de miles de campesinos junto a sus respectivas familias hacia tierras frías y yermas (sin olvidar el terrible dolor de perder el vínculo con la tierra de los antepasados) y proporcionó mano de obra esclava para esa economía sumergida que, aunque no aparecía en las estadísticas oficiales, fue imprescindible para acometer la rápida industrialización de la URSS.
1 Comentario
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27/8/2022 04:47:51 am
Buenos días señor / señora,
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