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EL HIELO QUE MECE LA CUNA

3/3/2015

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por LUCCIANO STOLA
          Al igual que un vertido de aceite sobre la superficie de un charco puede generar irisaciones con la luz apropiada, ciertas emociones humanas pueden enmascararse de virtud e incluso de pureza —como si un crótalo pudiese anticipar una de canción de cuna—; para quedar constituidas tarde o temprano por lo que realmente son, un desierto donde el ser humano, con aquello que ve, supone o encuentra, quiere construir una cabaña donde sentirse fuerte —sino completo o absoluto— como un pequeño embrión de Dios.

          Muchos dirán que el cine de Lars von Trier estimula con demasiada frecuencia un lado del ser humano que limpia, dejando desnudos y apilados los cálamos del alma; películas sórdidas sobre temas sórdidos, como si su punto de vista, en este aspecto, fuera personal con respecto a los grandes maestros de la cinematografía o la literatura de los países nórdicos. Basta recordar a Bergman, Carl Theodor Dreyer o Günar Ekelof para constatar que el hielo mistifica de algún modo la dureza.

          Lars von Trier nace el 30 de abril de 1956 en Copenhague, donde cursa sus estudios en la Escuela de Cine y se licencia en 1983. Al año siguiente, con 28 años, rodaría su primera cinta, The Element of Crime, galardonada con diversos premios en el festival de Cannes. En 1987 ejerce de guionista —trabajo que repetirá en variadas ocasiones— así como de actor en Epidemic, segunda película de una triología sobre el viejo continente que cerraría finalmente con Europa, rodada en 1990, y que versa sobre la devastación prolongada de la segunda guerra mundial: el personaje principal, encarnado por él mismo, llega desde Estados Unidos a una Alemania de postguerra. La cinta está rodada en blanco y negro, a excepción de algunas escenas donde se incluye el color, y estas son, una por una, escenas clave donde los personajes muestran diversos indicadores de que son humanos, a fin de cuentas, en medio de una apatía que permanece suspendida en el ambiente como partículas de polvo o quizás de sangre seca. La primera escena sucede cuando el personaje masculino está próximo a subirse al tren, apenas lo separa una valla; la segunda cuando ve por primera vez al personaje femenino; en el minuto 38 dos niños ejecutan al alcalde de Frankfurt; la cuarta corresponde al beso con la mujer que ama; la quinta y sexta escena, que no son las últimas, corresponden a la caída del patriarca cuando el ejército de ocupación termina con la obra de su vida lográndosela arrebatar, algo que ni siquiera los nazis habían conseguido. Durante toda la película, se evidencia como la destrucción de unos produce el éxtasis en otros, hombrecillos sedientos de poder que buscan lucir un epitafio, donde ponga, expresamente: Aquí yace el rey de la montaña.

          Una de las escenas más hermosas de la película tiene lugar en una iglesia —se está oficiando la misa por un muerto— que carece de techo, y la nieve se precipita cubriendo el paisaje: el suelo, los bancos de la iglesia, la cabeza y los hombros de aquellos asistentes, como si el cielo quisiera darle una sepultura más liviana. Allí se encuentran los personajes principales, y allí también, es donde comienza la verdadera reflexión de la película, los personajes se mueven cada uno por una línea concreta que llaman realidad, incluso algunos, inteligentes y aparentemente cuerdos, aplican lógica y relevancia sobre los distintos acontecimientos que pueden verse en el progreso de la cinta (algunos de ellos los veremos comportarse como si sólo existieran dentro de un manicomio en llamas).

          En 1996 comienza su segunda trilogía, la llamada “Corazón dorado”, con Breakin the waves. Tanto él como Emily Watson —su actriz protagonista— serían nominados y receptores de un buen número de premios cinematográficos, a él le sería otorgado nuevamente el premio del jurado en el festival de Cannes. Antes lo había conseguido con Europa. En 1997 trabaja como guionista y actor en Riguet II. En 1998 rueda Los idiotas, segunda cinta en relación a la trilogía que cerrará dos años después con Dancer in the Dark, Palma de Oro a la mejor actriz (la cantante Björk) y premio Goya a la mejor película extranjera entre otros muchos reconocimientos.

          En 2003 rodaría Dogville, título que afianza, no solo su carrera, si no su estilo cinematográfico y sobre la cual me veo obligado a detenerme: la película está ambientada en los años veinte, los locos años veinte, ya saben: ametralladoras, gánsteres y toda suerte de chiquilladas que tan bien resuelven al hijo pródigo del mono. En su inicio muestra la personalidad, al menos en superficie, de los habitantes de un lugar llamado Dogville. Todos ellos gente tan sencilla, amable y representativa de lo que constituye la tranquilidad de un pueblo, como las piedras, el légamo y las ninfas pueden serlo si hablamos del lecho de los ríos (la disposición de los escenarios, y perdónese aquí el anacoluto, también debe resaltarse por la fuerza que solo pueden generar las cosas más sencillas, el cineasta habla de los cimientos del alma, algo que solo puede observarse —y siento menospreciar la satisfacción de los productores por corregir los presupuestos a la baja— en la desnuda intimidad del ser...). Decíamos que los personajes muestran una suerte de bondad que mezcla saudade y cenizas, y esto queda claro cuando en el primer capítulo, el protagonista masculino —como un pequeño amante de la pintura de Lucien Freud—, le revela al personaje de Nicole Kidman algunos rasgos de la vida de aquellos sus conciudadanos: Olivia y Jun, una madre negra y fuerte que vive con su hija invalida; gracias a que el padre de Tom, un hombre tan piadoso como el resto de la congregación —véase como un grupo de organismos vivos puede conformar una barrera de coral, una sociedad o una medusa— les cede la casa donde viven a cargo de que Olivia desempeñe su trabajo como mujer de la limpieza. Chuck y Vera, que se odian con toda la fuerza que permite un corazón, son padres de siete hijos que se alimentan con más pan que hambre y más hambre que otra cosa. Los Hanson, unos pequeños estafadores que lijan el borde de los vasos de mala calidad para poder venderlos como un producto diferente o mejorado. Pero el personaje más revelador, por ser o parecerme —vindico ese derecho a equivocarme—, una concreción del resto es Jack Mackey, el más bondadoso y desvalido personaje de la cinta: un ciego que se niega a relacionarse abiertamente con los demás por temor a que descubran aquel secreto que, casa por casa y por otra parte se conoce, todos permiten que Jack se perpetúe en su mentira, todos omiten que sus ojos solo pueden ver la oscuridad.

          Grace, el personaje de Nicole Kidman, comienza a realizar pequeñas labores para todos ellos a modo de compensación por la buena voluntad de los aldeanos, se aplica con entrega y gratitud, como un regalo que solo pide humanidad para mantener su función y su belleza, aunque de forma paulatina y sutil, al menos al principio, comienza a desencadenarse la lógica de la crueldad —la forma más rápida y sencilla de que una persona cobarde acometa un acto de valor es persuadirle de que nunca sufrirá las consecuencias—. Si alguien ha visionado la película, sabe muy bien que la protagonista no tiene a donde ir, y que el acuerdo establecido por todos recogía la condición de que Grace podía quedarse en Dogville, siempre y cuando ni uno sólo de los habitantes expusiera alguna queja. Poco después, con la recompensa de cinco mil dólares por Grace se vuelven ladinos y codiciosos, todos, por separado, se encuentran en una situación de superioridad, de ventaja sobre ella, aún así, no dudan en buscar el apoyo de los demás —pequeños e insignificantes gusanos que sueñan comerse una manzana a dentelladas—, comienzan los abusos, las violaciones y, tras un fallido intento de fuga, el régimen de esclavitud. Por supuesto, su moralidad se adecua a su comportamiento, se visten de ella como si fuera un abrigo que les induce a confundir las moscas y los pájaros o las raíces de un árbol con sus ramas más altas.

          Manderlay, en el año 2005, fue la segunda parte de una trilogía inconclusa, puesto que Washington, la última entrega de Tierra de oportunidades, no llegaría a realizarse.

          En 2009 volvería dirigir una de sus mejores obras. Para aquellos que padecen la ceguera de lo inmediato, la cinta puede contar con escenas de un salvajismo gratuito; desde mi punto de vista —y esto podrían interpretarlo como un pequeño trazo de victoria o de razón—, si dejamos a un lado la vanidad, sabremos que la perfección ha nacido muerta. Véase el signo del vacío sobre la tumba de Ozu. Pero nada es gratuito en la de obra de Trier, para eso están las labores de montaje. La película de la que estoy hablando es Anticristo, y en ella la poesía presente solo en las imágenes iniciales es poderosísima: en los primeros instantes de la cinta, Trier remarca la ingravidez de los cuerpos y convierte en perspectiva la concreción de los sentidos. El agua de la ducha parecen copos de nieve en una secuencia a esa velocidad y en blanco y negro; la armonía de la banda sonora, y el lenguaje gestual e interpretativo de Willem Dafoe y Charlotte Gainsbourg son tan sublimes como las imágenes de los objetos, ellos son los protagonistas, sin duda, pero al mismo tiempo son elementos del paisaje: el extractor de humos devorando el vapor de agua como una sólida metáfora del principio y el fin de los instantes. La escena de la ventana que se abre, afuera un aluvión de nieve se desprende del cielo, como si fueran luciérnagas muertas, despojos de insectos que desafían a la noche. Frente a la ventana, hay unas figuritas de plomo que hablan de la insignificancia y anteceden la idea de lo que puede ocurrir. El pie que se levanta de la báscula; el oso de peluche sujeto por uno de sus brazos a un globo de helio, véase como la forma de un objeto puede narrar la condición de un ser humano —un cuerpo puede ser preadamita, si se abandona a la sublimación de los sentidos—, los calcetines del niño jairados de estrellas; la botella de agua que derriban en mitad de la pasión y cómo ésta vierte, mientras el chico se acerca a la ventana, el líquido más vital que existe en el planeta. El prólogo es algo indispensable para comprender la película, y así mismo, las imágenes que más tarde serán reveladas como la verdadera autenticidad de aquellos minutos donde, indefectiblemente, la vida cambia por completo. Al margen del prólogo, la primera escena revela una maestría y sensibilidad extraordinaria para el lenguaje cinematográfico. La cámara enfoca, desde el interior del coche, allí donde descansa su hijo muerto. Puesto que la vivencia de ese echo será, durante el resto de la película, el eje principal para los protagonistas, pero también para los espectadores. La desesperación se infiltra y se propaga como la sal del mar sobre las piedras o los diversos cuerpos a su alcance, de forma lenta y victoriosa. Recurro al minuto 36, segundo 38, y al simbolismo del miedo a cruzar el puente, de encontrarse cara a cara consigo misma, o lo que es peor, desvelar a los demás su auténtica naturaleza. Puesto que el personaje de Charlotte Gainsbourg se comporta como una mujer enferma, desquiciada, como si le hubieran enseñado desde niña que el maquillaje se fabrica con las alas de las mariposas.

            Pero la simbología en Lars von Trier es proteica y maravillosa, véase el ejemplo de las bellotas, la frustración del esfuerzo —recupérese la voz de la naturaleza es sabia— o la imagen del zorro devorándose a sí mismo como un augur salvaje de cuanto el resto de la cinta nos reserva.

         En 2011 presenta Melancolía, de nuevo con Charlotte Gainsbourg y una inconmensurable Kirsten Dunts en el papel protagonista. De nuevo la sutilidad de Trier se hace evidente desde los primeros segundos de la cinta. Superado el breve prólogo de imágenes podemos ver una pareja de novios que llegan tarde al banquete de boda. Ellos van montados en una limusina que excede por mucho la capacidad de paso con la que cuenta el camino, es decir: ambos personajes comienzan con demasiadas expectativas el tránsito de una vida en común que debiera ser más fluida y que terminan por realizar andando. Más tarde el director profundiza en las aguas sobre las que se ha construido el matrimonio, la novia no quiere casarse y, poco a poco, toda la celebración va tomando su genuina identidad de burla. El personaje femenino lucha con una verdad que sospecha a cada instante, intenta revelarse ante lo que puede ser uno de los mayores errores de su vida. Y todo se acelera, o utilizando términos culinarios, se clarifica, cuando el novio le muestra con toda nitidez el futuro que ha presupuesto para ellos sin tener en cuenta la voluntad —si cierto es que ambos pueden concebirla— del único elemento en la pareja que puede alumbrar la vida. Él le enseña una fotografía de la casa que ha comprado, réplica exacta y nada accidental de la casa donde él vivió su infancia; en aquella imagen, el personaje de Kirsten Dunst ha quedado relegada a la convicción de un hombre que, como buen nostálgico, confunde el tiempo que perdió con el espacio que le rodea. Poco a poco la novia va descubriendo que todos los asistentes a la boda están allí por muy diversos motivos, en lo que debería ser el día más feliz de su vida, todo son causas ajenas a su felicidad. La ternura cristaliza casi al final de la cinta, cuando Justine, convence al niño de que la esperanza es una posibilidad, de que ella puede construir una cueva mágica que acaba teniendo la forma, al menos en su esqueleto, de un pequeño tipi donde los tres personajes que todavía se muestran, se cobijan uniendo sus manos y logrando, en las últimas secuencias de la película, de nuevo una poesía visual poderosísima.

          En 2013 vería la luz Nymphomaniac, que, junto con el documental The five obstructions: Scorsese vs Trier del vigente 2015, cierran la obra de un cineasta que boxea sin contemplación, como Sjöström, buscando, tal vez, la claridad en el azul del hielo.  

 

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