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EL COLOQUIO DE LOS PERROS

FICCIONES

PEQUEÑOS RELATOS PARA ENTENDER EL MUNDO

ROBERTO MASCODAGAMA

13/7/2021

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EL CORTACÉSPED
       Solo digo que es de muy mal nacido alegrarse del mal ajeno. Me explico:
        Decidí hacerme un chequeo cuando comencé a notar sofocos al subir las escaleras. Supuse que dos cajetillas diarias tendrían su parte de culpa, también algún que otro gin-tonic los fines de semana. Nada más levantarme por las mañanas, tosía hasta echar los hígados; el ataque solo lo calmaba el primer cigarrillo del día, que sabía mal pero sentaba bien y una vez abierta la veda, los siguientes pitillos se sucedían como en concilio ecuménico. En definitiva, cosas del tabaco y la edad, por lo que no le di mayor importancia. Ese día debía acudir a la consulta para recoger los resultados. Como no iba a ser por mucho tiempo y por no complicarme, estacioné el coche en zona de minusválidos.
        Di mi nombre a la señorita de recepción que me dijo aguardase en la sala de espera. No había muchos pacientes, solo dos hombres cogidos de la mano en actitud melosa. No tengo problema con eso, aunque sí hace sentirme algo incómodo. Me senté junto al ficus artificial intentando ignorarlos, sin humor para hojear las revistas atrasadas de cotilleos. Los dos hombres debieron notar mi turbación, pues lejos de soltarse, redoblaron sus arrumacos. Mucho vicio que hay por el mundo y también mucha la tontería, pero como he dicho, allá cada cual. La recepcionista se asomó para indicarme que era mi turno de consulta.
         En vez del doctor de siempre, una facultativa joven me tendió la mano invitándome a tomar asiento mientras yo me preguntaba qué había pasado con el viejo doctor, aunque sin mucha insistencia, pues saltaba a la vista que había salido ganando con el cambio, si bien el hecho de que fuese mujer y joven me creó dudas acerca de su profesionalidad. Como en un par de ocasiones la mirada se me desvió hacia su escote, procuré centrarme en la ventana que tenía a su espalda, con vistas al jardín de rododendros. El día era uno de esos en los que no apetece más que sentarse en el parque para recibir el sol de cara, dejando que la vida le pasase a uno a sus anchas. La doctora se levantó para colocar la radiografía sobre el panel luminoso de pared, momento que aproveché para mirarle el trasero. La luz parpadeó y emitió un zumbido antes de fijarse, y al instante surgieron dos continentes negros que pretendían ser mis pulmones, y en su interior unas manchas blancas de forma circular. Era como si me nevase por dentro, al modo de una de esas bolas de cristal con paisaje navideño que, al agitarla, da comienzo la tormenta.
        Del exterior llegó el sonido de una furgoneta estacionando que distrajo mi atención. El conductor que bajó para abrir la portezuela llevaba un mono verde de operario municipal. Pensé en otro empleado público de los que poco o nada trabajan y a los que todos los demás contribuyentes pagamos su sueldo. Yo solo digo que una semanita en la obra y verían lo que es el verdadero esfuerzo. Pero en fin, como ya he dicho, allá cada cual. Intenté volver a la doctora y centrarme en lo que decía. La cosa no pintaba bien, sabía que me quitaría el tabaco e intentaría convencerme para realizar algo de ejercicio. Que no me gustase sudar es un hecho, que no pueda dejar la nicotina es otro, ambos igual de enquistados en lo más profundo de mi ser. Preveía un tira y afloja y una negociación, pero la cuestión última radicaba en no ceder. Como contrapartida le ofrecería volverme vegetariano o abstemio, pero el tabaco y el chándal ni tocarlos, doctora.
         Ella tomó un bolígrafo para remarcarme las zonas afectadas. Nunca me gustó la nieve ni el frío, y si por aquel lío de faldas la arpía de mi ex-esposa no me obligase a pasarle una pensión, hace tiempo que me hubiera marchado al sur, a un sitio de palmeras y gaviotas, donde vestir todo el año en camiseta y bermudas. Entonces se escuchó el ruido fuerte de un motor, y volví a la ventana para ver al operario municipal encendiendo lo que parecía una máquina cortacésped. La doctora se aproximó para cerrarla, pero el ruido continuó filtrándose a través de los cristales. Apagó el expositor de pared y retiró la placa que a partir de entonces engrosaría mi historial.
      Se la notaba tensa, y entonces, no sé por qué, me pareció realmente adorable. Empezó a escribir algo en mi expediente, como postergando el momento de una situación incómoda. Me fijé en que no llevaba alianza y en su esmerada manicura. Bonita, pulcra y bien educada... ¿Qué más se podría pedir? Y me dio por imaginar toda una vida juntos, en un pueblo pesquero de casas encaladas. Ella recogiendo la ropa del tendal, alzándose de puntillas para alcanzar la de más arriba, descalza sobre el césped y con un vestido de tréboles. La colada contrastando con un fondo azul marino, hasta donde llegan los ecos de mi martillo al reparar una embarcación varada en la playa. Se había corrido la voz de que era un buen calafate y no me faltaban encargos. Sorprenderla entonces a mediodía, entrando con sigilo y descalzo para encontrarla en la cocina con media cebolla en la mano, y agarrándola por la cintura, levantarla en el aire mientras ella me tilda de bestia y animal, diciendo que apesto a brea y sal. Pero feliz de verme allí a su lado. Y yo le regalo la caracola y el caballito de mar que encontré entre las redes.
        Mas el ensueño desapareció con el ruido del cortacésped que por momentos se acercaba. El hombre llevaba unos auriculares para proteger sus oídos, se le notaba la buena vida bajo la funda que se le ceñía en la barriga. La doctora sonrió comprensiva y esperó a que el ruido se alejase para comenzar a hablar. Dijo lo mucho que se había avanzado en medicina en esos años y en la conveniencia de empezar un tratamiento cuanto antes. El tabaco, por supuesto, habría que dejarlo. Intenté negociarlo, con una reducción simbólica al principio y drástica después, pero ella se mostró tajante: ni un pitillo al día. Temblé ante la posibilidad de que la cajetilla que llevaba en el bolsillo fuese la última; el pensarlo me provocó unas ganas irrefrenables de fumar. Intenté serenarme volviendo a la ventana y al jardinero, que ya se había concedido un pequeño paréntesis tras su dura jornada, y para mi desesperación, también un pitillo. En aquel momento lo odié con todas mis fuerzas, al igual que odié a los dos engendros que se hacían carantoñas en la sala de espera.
         La doctora seguía hablando, a mí me costaba seguirle el ritmo. Volví a nuestra improbable vida marital, pero no a una casita de techumbres en la costa, sino a una cabaña alpina, donde cada mañana, con una brizna de hierba en la boca, yo conduciría el rebaño de cabras a las praderías, mientras ella haría requesón para vender en la feria. Y al anochecer le haría el amor, despacito para no sofocar mis pulmones nevados, besando cada rincón de su cuerpo todavía con olores agrios del requesón.
        Nuevamente el runrún de la dichosa segadora volvió a transportarme al mundo real, con la doctora hablándome en una jerga incomprensible. No me explicaba tanto dramatismo. A fin de cuentas, nada me dolía, nada ocurría salvo el tabaco y la edad; así que cansado de tanta pantomima dije:
         —Señorita... Puede decírmelo sin tapujos... ¿Qué es lo que tengo?
        Ella levantó la vista de los papeles y ensombreció el gesto. En ese justo momento, volvió a pasar el operario del cortacésped frente a la ventana para hacerme imposible el escucharla. Solo pude ver como movía los labios en lo que parecía ser una palabra corta, de dos sílabas a lo sumo.
         Llegados a este punto, me reitero en lo inicialmente dicho.

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ROBERTO MASCODAGAMA (Lugo, España, 1971). Licenciado en ADE y Diplomado en Ciencias Empresariales por la Universidad de Santiago de Compostela. Sus relatos han aparecido en diferentes revistas y periódicos: Fábula, La Gran Belleza, Literatosis, La Voz de Galicia...

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DIEGO VALE COUSO

9/7/2021

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TIBURÓN A CARBONCILLO
    Se detuvo ante la puerta con el puño en alto, a punto de golpear la madera de pino que los separaba. Cerró los ojos y suspiró, hacía calor y estaba sudada, traía sobre los hombros el cansancio de las dos últimas noches, del no haber dormido, de los llantos de bebé entre las sábanas.
    El equilibrio la traicionó por un segundo y su cuerpo se tambaleó, estuvo a punto de golpear la puerta con la frente y armar un estruendo en su cabeza y al otro lado. Sin embargo, retrocedió a tiempo y se sentó en uno de los sofás de caucho negro del pasillo. Un sofá sin respaldo, mullido e incómodo. Juntó las piernas y apoyó los codos sobre ellas, las manos en la cara. Y lloró. Le cayó una lágrima y no supo a qué se debía. En los últimos días había perdido a dos amigos suyos en un accidente de tráfico y había tenido que atender al hijo de apenas un año que tenía la pareja. No tendría que hacerse cargo del bebé, sólo cuidarlo hasta que llegara a la ciudad la tía de este, tal como constaba en el testamento. «Por algún motivo, habían dejado uno escrito», pensó con los ojos rojos y las frías y rígidas legañas que le aumentaban en los lagrimales a cada hora que pasaba. Arrastró la manga del fino cárdigan de color caqui por la cara, secando así sus lágrimas, y se puso en pie. Se dio un par de cachetes en el culo y muslos, acomodando la ceñida falda negra, y volvió a encarar la puerta. Se sintió marear, realmente necesitaba echar una cabezada.
    —Disculpe, ¿tiene un segundo? —preguntó tras golpear la puerta y escuchar que, al otro lado, alguien le decía que pasara. Era el director de la sucursal.
     Llevaba cuatro años trabajando en ese enorme depósito de efectivo y no lo había visto hasta la fecha. Siempre que tenía un problema o necesitaba hacer un cambio en su jornada, hablaba con su supervisora o con un amigo que había hecho en el área de laboral.
     —Sí, diga —contestó un hombre cano de cincuenta y muchos o sesenta años. Estaba gordo, tremendamente gordo. En la mesa apaliaba, en uno de los lados, un montón de folios sin cuidado alguno, se veía el desorden a kilómetros. Unos folios sobresalían y otros estaban doblados, algunos se esparcían incluso por el suelo. En el otro lado de la mesa había un pequeño ordenador que parecía estar apagado y unas cuantas fotografías de tiburones. Todas eran de tiburones. Es más, en una de las paredes había un retrato a carboncillo de un tiburón.
     Carmen se quedó de piedra durante un segundo, sintiendo cómo el mareo se le asentaba en el estómago y las piernas le temblaban; sus ojos veían al tiburón salir del cuadro y acercarse a ella para mordisquear sus rodillas. Deliraba.
    —Sí, diga —repitió el hombre que ocupaba una silla acolchada, posiblemente hecha a medida, ahora, un poco impaciente.
      —Ah, sí. Disculpa —dijo Carmen bajando la cabeza ligeramente—. Verá, me ha surgido un problema personal y mi supervisora hoy tiene el día libre. Además, no hay nadie en laboral que pueda ayudarme a estas horas.
      —Ah, vale. Ya entiendo. Dime, ¿de qué se trata?
     —Pues... A ver... —dijo esta, buscando las palabras apropiadas—. Unos amigos míos han muerto el otro día en un accidente. Y me estoy ocupando de su bebé hasta que llegué la tía del pequeño a recogerlo, que se supone que llega hoy.
      —Vaya, lo siento —dijo él, interrumpiéndola.
      —Sí... Ha sido un golpe. Pero, a ver... —«¿Cómo se lo digo?», pensó para sí—. El caso es que llevo un par de días sin pegar ojo; y claro, me preocupa cómo estará el bebé. Es más, tampoco consigo sacarme a mis amigos de la cabeza... Pero eso, que me caigo con el sueño. Estoy algo mareada,  no creo que así pueda hacer mi trabajo como debería.
      —¡Ah! —exclamó la papada que vibraba al otro lado de la mesa—. Tú tranquila, vete a casa y descansa. Y mañana me cuentas.
      —Gracias —le dijo Carmen dándose la vuelta, tropezándose ella sola.
      —¡Cuidado!
     —Le gustan mucho los tiburones, ¿no? —contestó por nerviosismo, con una sonrisa que temblaba y unos labios que querían abrirse para bostezar, ya con la manilla de la puerta en la mano.
     —Sí, así es.
        Cerró la puerta tras de sí y salió de la sucursal sin decirle nada a nadie. Llegó a casa y cogió el teléfono para tenerlo cerca, esperando a que llamara la tía.
        —Nos vamos a dormir una siesta, ¿qué tal si tú también duermes un poco? —le dijo su novio, con el niño en brazos.
     —Sí, lo intentaré —y un par de legañas se desprendieron sobre uno de sus puños, apretado y con las venas hinchadas.
       Él la miró atravesando el tiempo que los unía, tratando de entender cómo estaba. Unos segundos después aupó la diminuta cabeza que sobresalía de una manta blanca como el coral de entre sus brazos y cerró la puerta del salón. Apoyó con cuidado al bebé en la cama y se tumbó con él. Carmen se quedó sola, con sus pensamientos y los temblores de la falta de sueño. Lo que le cruzaba la cabeza parecía una papilla tibia, un cubo de cemento con demasiada agua, el rebosar de un río tras un diluvio. Quiso gritar y provocar los llantos del pequeño que, con suerte, dormiría un par de horas sin hacer ruido. Pero cerró los ojos y llevó las manos sobre el estómago, recostada en una butaca de tela del mismo color que su cárdigan, y durmió hasta que sintió el teléfono vibrar sobre su tripa.
      —¿Sí? —se pudo entender en el fondo de un bostezo.
      —Hola, ¿Carmen? —dijo la tía del bebé al otro lado del teléfono.
      —Ah, hola. Disculpa, estaba durmiendo un poco.
      —Vaya, perdona por despertarte.
      —Nada, tranquila —dijo esta, esperando escuchar alguna noticia prometedora.
     —Mira, estoy aparcando el coche, en media hora o así estoy por ahí. Estabas durmiendo en casa, ¿no? —preguntó una risilla de parquímetro, entrecortada.
      —Sí, sí. Estoy en casa. Ven cuando quieras, el niño está durmiendo, pero te preparo un café y así charlamos un rato.
      —Genial, ahora nos vemos.
 
       Carmen se abofeteó con delicadeza para dar un poco de color a sus moradas y frías mejillas y fue al baño a lavarse la cara. Echó un vistazo a la habitación en la que dormía todas las noches con un chico encantador y lo vio con la cara apretada contra el colchón y la espalda completamente torcida, con los pies hacia arriaba. Se preguntó cómo era capaz de dormir en esa postura, pero decidió no despertarlo por miedo a molestar al bebé que dormía con él, agarrado a uno de sus brazos. Una extraña ternura le recorrió el cuerpo y decidió hacer una tostada con mantequilla y mermelada de ciruela mientras esperaba a que llegara la tía. Bostezó tres veces antes de que volviera a sonar el teléfono.
      —No llamé al telefonillo por si el peque seguía durmiendo —dijo la tía a una de las orejas de Carmen.
     —Vale, entra. Te abro. —y pulsó el botón del interfono que abría la puerta del portal. Colgó y dejó entreabierta la del apartamento.
      —Hola, ¿cómo estás? —dijo esta al entrar a la cocina, después de cerrar la puerta de entrada estrepitosamente.
Carmen le indicó que mantuviera silencio con un gesto y cerró con cuidado la puerta de la cocina.
      —Bueno, más o menos —dijo—. Ha ocurrido todo de repente. Todavía no sé cómo procesarlo. ¿Tú cómo estás? —le preguntó a la hermana de su amiga que no había visto nunca.
      —Bueno, ha sido un viaje largo —dijo la tía, ausente a la situación—. Me apetece muchísimo ese café que me habías prometido.
      —Sí, ya está la cafetera al fuego. Puedes sentarte.
     —Gracias, tienes una cocina muy bonita. Supongo que el resto de la casa será igual de bonita.
    —Sí —contestó Carmen, y dejó que el silencio se asentara durante unos segundos—. ¿Te vas a llevar la cuna también?
     —No, nunca me gustó esa cuna que le había comprado mi hermana. Además, es muy aparatosa. Haz con ella lo que quieras. Yo todavía tengo la que usó mi Pedro. Le pasaré una bayeta y ala, ¡listo! —dijo entre risas mientras continuaba escrutando las manillas de la alacena—. Por cierto, ¿qué tal funciona la vitrocerámica? Nosotros todavía tenemos hornillos de gas en casa, pero ya hace tiempo que quiero cambiarlos. No es nada seguro, ya sabes...
     —Sí, va bien —dijo Carmen un poco molesta—. ¿Y el resto de la ropa y el carrito?, ¿eso te lo llevas?
    —No, no. Tampoco. Con que lo llevemos hasta el coche, ya está. Después ya me encargo yo de desempaquetarlo cuando llegue a casa —volvió a reírse.
     —¿Tienes sillita en el coche? —preguntó Carmen mientras se levantaba a apagar la cafetera.
     —¡Pues claro! ¿Qué pensabas, que lo iba a llevar en brazos? —dijo la tía indignada ante la ocurrencia de Carmen.
     En ese instante, Álvaro entró en la cocina pidiendo un poco de silencio:
     —Hola, buenos días. Podríais bajar un poco la voz, hay un bebé durmiendo en la habitación de al lado.
     —Bueno, así se va acostumbrando. Este mundo es muy ruidoso —dijo la tía alzando el labio inferior hasta la nariz.
    —No, si me refiero al bebé de los vecinos. No quisiera tener problemas... —contestó Álvaro, buscando una excusa que le permitiera cerrar el buzón de impertinencias que aún parecía tener más que decir.
     —¡Uf, dímelo a mí! —bufó la tía—. No sé cómo me las apañaría en un pisito como este. Yo vivo en un chalet y aún tengo que escuchar las quejas de los vecinos de vez en cuando. Y eso que no compartimos pared. Si es que... Son una molestia de cuidado —dijo golpeando la mesa.
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     Carmen posó los pocillos en la mesa y trajo un brik de leche y un recipiente de cristal donde guardaba el azúcar. Le dio una cuchara a la tía del niño y guardó silencio.
     —¿Podría bajar la voz? —preguntó Álvaro al escuchar llorar al bebé en la habitación, desconcertado y solo. Salió de la cocina y le regaló una mirada de compasión a Carmen antes de cerrar la puerta.
     Las dos, solas, guardaron silencio durante un rato. Algo le decía a Carmen que todo esto no tenía ningún sentido. Que su amiga y su marido hubieran muerto y que el pequeño fruto de los dos tuviera que irse a vivir con su tía, no tenía ningún sentido. Le pareció una tomadura de pelo. Al mirarla, con la cara hinchada de comer patatas fritas y las uñas de los dedos sucios de algo que prefería no saber, sintió pena por el bebé que lloraba premonitoriamente en la habitación donde ella se echaría a dormir desconsolada esta noche. En la que habría un nuevo olor que tardaría un par de días en disolverse en su memoria y en las aguas de la lavadora.
     —¡Vaya un chico guapo que te has conseguido! —exclamó la tía, rompiendo el silencio tras dar un sorbo al café.
     —Ya ves —contestó como pudo, con la mejor sonrisa que consiguió pintar. Apuró el café y se levantó—. Creo que es mejor que os acompañe al coche.
     —¿Eh? —preguntó la tía a la impertérrita espalda de Carmen, que recogía su pocillo y el de ella a medio beber y los aclaraba sin reparo alguno en la pila de la cocina—. Está bien, ¿dónde está esa ratita? —dijo al levantarse, con una nueva mueca en la cara.
     Carmen salió de la cocina y le dijo a Álvaro que cogiera el carrito y la acompañara hasta el coche, que ella iba a echarse a dormir otra vez; le dio un beso en la mejilla y le dio las gracias por ocuparse de todo. Agarró una de las manos del pequeño, que dejó de llorar milagrosamente, y le dijo adiós con una lágrima en los ojos. Besó su frente y se metió en la cama sin despedirse de la invitada.
     —Vamos —le dijo Álvaro a la boya de color naranja que flotaba sobre las plaquetas de la cocina, con una mano en el bolsillo del chándal y la otra tocando los botones de la vitrocerámica. «Pi, pi», se escuchaba desde el pasillo.
Dejaron atrás un ambiente enrarecido y los llantos que se filtraban por debajo de la puerta de la habitación donde Carmen buscaba consuelo entre las sábanas.
 
     A la mañana siguiente fue a trabajar con una ojera nueva bajo el ojo izquierdo que no respondía a la falta de sueño, sino a una muda tristeza que se escapaba de su interior. A fin de cuentas, había conseguido dormir un par de horas y ya no se sentía tambalear. No había mareo alguno que torciera sus piernas. Sólo sentía rabia y un malestar al que no se atrevía a poner nombre, no quería maldecir las pocas esperanzas que le quedaban en relación al futuro del niño con el que había compartido la cama en los últimos días.
     A la hora del café le dijo a su supervisora que le pidiera uno con leche de avena y fue directa al despacho del director.
    —¿Se puede? —preguntó asomando la cabeza tras escuchar cómo él contestaba a los nudillos que habían golpeado a su puerta con un: «¿sí?».
     —Ah, hola. Sí, pasa, pasa. Dime, ¿has conseguido dormir un poco?
     —Sí, hoy he dormido algo. Ya me encuentro muchísimo mejor. Gracias por lo de ayer.
     —Nada, no te preocupes. ¿Vino la tía del bebé a buscarlo?
   —Sí. Sí que vino... —dijo Carmen apartando la mirada—. Ha cambiado el cuadro de sitio —dijo de improviso, tratando de alejar todo lo que quería volver a trepar a sus hombros.
    —Pues sí —dijo este, pensativo—. Ayer cuando te fuiste me quedé mirándolo; y me gusta mucho ese cuadro, no creas, pero me parece un poco... No sé. Ya ves, no tiene ningún color.
    —¿Y por eso lo puso detrás suya? —preguntó Carmen, mirando al cuadro que se exponía en la pared que ocupaban los títulos que había amasado el hombre con el que hablaba, a su espalda.
    —Sí —dijo este girando sobre la silla—. Me gustan mucho los tiburones, pero ayer, contemplando este cuadro, sentí algo raro. Y ya ves, decidí moverlo. Así puede que intimide a alguien —dijo con una risa ahogada.
     —¿Cómo es que le gustan tanto los tiburones?
   —Son animales magníficos, ya sólo con ver su constitución... —dijo este, que parecía no ser capaz de concretar nada—. Y sus filas de dientes... Además, dicen que son muy agresivos y todo eso, pero yo nunca me he encontrado uno.

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DIEGO VALE COUSO (Santiago de Compostela, España, 1995).
Graduado en Economía. Ha publicado relatos en la revista Ícaro y Esperanta Digital.

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RODRIGO LÓPEZ ROMERO

3/7/2021

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FRESAS
        Rememoraba la habitación de la otra tarde: la ropa colgando sobre un tubo, el paquete de galletas en el mueble, el televisor pequeño y estorboso, una mancha oscura en la pared necesitada de una mano. Conocía sus intenciones, el ir y venir de las frases, ese afanarse hacia el listón, los botones, el tirante. Sobre la barra de la cocina había un montón de fresas secándose en un cuenco de plástico. De un rojo intenso, aunque las había que viraran al claro. Junto a ellas los trastes apilados, dos cucharas y un cuchillo sin filo.
       Más allá, el grifo que pierde un hilo de agua. Le había dicho que esperara, sin terminar de decidirse. Lo había prometido y él aguardaba con ansia. Serían los cabellos rizados y la herida de los labios, el desdén aprendido quién sabe dónde. Finalmente ella concedió, cayeron las tiras de los hombros y la tela de la blusa. También la falda que hizo a un lado para desabrochar los zapatos. Aparecieron los dos senos que nunca había mirado, la carne anónima que permanecía indiferente.
         Una nube incandescente llenaba la ventana. Debajo proliferaban los sonidos de la ciudad. En la asfixia que crecía al calor de la tarde, nunca aliviada por el ventilador impotente en su jaula. La luna de un espejo devolvió una imagen descompuesta. Quiso fijar en su cabeza algún pormenor, quizás el arco de las vértebras o la expresión última. Porque no hubo ternura. Apenas hablaron después. Ella estiró con sus dedos el borde de las sábanas, un cuerpo cansado como todos.
        Sería lo sofocante del cuarto o la dilación de la espera, la insaciable voracidad del tedio. No le concedió el verla desnuda por mucho. Recurrió a la blusa aunque no al sostén, a los calzones que no a la falda. Él se levantó también, vistiéndose deprisa. Esforzó el inicio de una línea, pero la voz le salió cansada. Ella fue a la cocina a cortar la corona verde de las fresas que chorreaban un agua rosada, amontonándolas en un plato limpio. Comió una y luego otra por inercia. Estaban salpicadas de semillas que tronaban en los dientes.

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RODRIGO LÓPEZ ROMERO (México, 1992). Ha colaborado con las revistas Palabra realizada, La palabra y el hombre, Deslinde, Plurentes, El ornitorrinco tachado y Luvina. Ha publicado narrativa en la revista digital Primera página y ha trabajado en diversos semanarios de la ciudad de Toluca.

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    El Coloquio de los Perros.
    Revista de Literatura.
    ISSN 1578-0856

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