FICCIONES
PEQUEÑOS RELATOS PARA ENTENDER EL MUNDO
DEBAJO DE MI LENGUA HABITA UN ALACRÁN Debajo de mi lengua habita un alacrán. No sé cómo entró ahí, ni me importa. ¿Por qué he de molestarlo si yo mismo soy un pedazo de carne en el paladar de la tierra? Si escogió mi boca como cueva, allá él. Alacrán amarillo, casi transparente. María, la vecina, no volvió a cenar conmigo cuando vio salir de mi boca su cola como espada. Por eso, mientras como o bebo agua, trato de hacerlo de manera correcta: despacio y sin prisas. Pero a veces se me olvida por culpa de la vida acelerada que llevo. Estoy seguro que encontraré la manera de detener a tiempo mi dentadura impertinente cuando sienta su cuerpecito duro entre la masa del aporreadillo y la tortilla. ¿Cómo evitar la pequeña tragedia? Por las noches, cuando el pueblo duerme y yo no puedo hacerlo debido a mi trastorno, el animalito se apiada y clava su aguijón en la punta de mi lengua para depositar dos gotitas viscosas que corren por mi cuerpo y en unos cuantos segundos quedo completamente adormilado. Durante el día, en la calle o en el trabajo, los monosílabos y las gesticulaciones han sustituido a las extensas conversaciones que caracterizaban mi personalidad. Me he percatado que algunos me miran con extrañeza e incluso hasta con horror. Pero esto no seguirá por mucho tiempo, porque presiento que mi estimado huésped, compadecido por este nuevo malestar, alguna de estas noches suministrará totalmente su fluido letal.
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ÉL NUNCA LO HARÍA Cuando quisimos darnos cuenta, un perro vagabundo vivía ya entre nosotros en el verano del 94. No sabíamos quién había sido el primero en verlo, ni por dónde había entrado en la urbanización, tal vez por la carretera o desde el bosque (un pinar reseco, realmente) que llega hasta las primeras casas. Estuvo unos días husmeando en silencio por las calles de la urbanización, girando la cabeza hacia atrás con desconfianza. No quería resultar un estorbo. Cuando pasaba un coche, se apartaba y se subía a la acera hasta casi rozarse con las vallas de los jardines. Los niños le seguían con la bici a cierta distancia. Quizás el veterinario que vivía en la urbanización se vio moralmente obligado a dejarle unos desperdicios en la puerta de su jardín, y pronto otros vecinos hicieron lo mismo. No era raro ver huesos de pollo crudo o asado en varios puntos de la misma calle. El domingo hubo una cabeza de cochinillo, pero no debió de sentarle muy bien porque luego apareció un repugnante excremento viscoso. Decían que pasaba las noches en el viejo campo de fútbol abandonado, sobre un cojín de un sofá roñoso que hacía años habían rescatado de la basura unos adolescentes para zanganear. Unos días después, los vecinos que paseaban por la noche en grupos dando vueltas a la urbanización como cobayas en una jaula, pusieron un poco de orden. A la entrada, junto al cartel oxidado que dice “Propiedad privada. Prohibido el paso a toda persona ajena a la urbanización”, cerca del campo de fútbol abandonado (como pasa con muchas urbanizaciones, el campo de fútbol nació ya viejo y abandonado), el perro estaba jugando con los niños a perseguir una pelota. Los grupos de vecinos fueron acercándose haciéndose los remolones al pasar cerca de allí, asombrados ante la paradoja de que el silencio era mayor cuanta más gente había, de manera que terminó formándose una venerable asamblea de hombres sabios bajo una noche estrellada de verano. —No es un perro vagabundo. ¿Veis cómo le ha crecido el pelo en esta zona? Ha tenido collar hasta hace dos días. Le han abandonado. —Parece que tiene los colmillos limados. —Si ha venido desde la carretera, alguna familia que va de veraneo lo ha abandonado aquí como podía haberlo dejado en cualquier otro sitio. —¿Y ahora nos toca a nosotros estar llamando a la perrera? —Tiene los colmillos limados. —Mejor que no termine en la perrera. —No es una raza que se vea mucho por aquí. —No es pura raza, tiene las caderas demasiado caídas. Suelen ser más braquicéfalos. —Los perros de pura raza cogen más enfermedades, eso está comprobado. —Han sido unos madrileños. —Quien quiera darle de comer, que le deje los desperdicios en ese rincón, así tendremos limpias las calles. —Dicen que en Chernobyl ya hay perros que han mutado, por la radiación. —¿No os parece que tiene los colmillos limados? *** Aquello era el viejo campo de fútbol abandonado... Nunca había llegado a tener césped, no era más que un terreno baldío con dos porterías oxidadas y silenciosas como si hubieran sido fabricadas con los restos de barco de arrastre hundido en Gran Sol. A comienzos de septiembre, cuando en los quioscos empezaban las ventas por fascículos de objetos insignificantes que permitían al pequeño burgués sentir todavía algo de melancolía, a veces el viento hacía rodar los matojos secos a través del campo de fútbol de manera que algún matojo seco quedaba enganchado en la única portería que quedaba después de que un chatarrero robara o recuperara la otra. El hijo del veterinario ganó un concurso de fotografía local con esa imagen. Y ni siquiera en primavera brotaba la hierba en el terreno pisoteado. Al fondo del campo estaba la estructura de muelles del sofá con una espuma de color amarillento. A resguardo de los vientos dominantes, el cojín donde dormía el perro resistía a la intemperie desde hacía varios años. Tiempo atrás había dormido allí otro perro que murió. Los niños sabían que este perro también iba a morir. Con su buena intuición para la muerte, los niños sólo necesitaron oír alguna palabra jugosa entre los adultos. Habían pasado por aquí muchos animales errantes desde que la urbanización fue construida en los años setenta. Era mejor no volver a contar lo que le pasó a aquel pobre perro abandonado en la carretera por unos veraneantes, precisamente en un verano de finales de los ochenta, cuando en la televisión se emitía el anuncio de la Fundación Affinity que tenía por eslogan «Él nunca lo haría, no lo abandones» a la vez que aparecía un perro tristón en medio de la carretera. Pero al final lo contaron: torturaron y colgaron al perro de un pino. Mejor no entrar en detalles. Pero al final entraron en detalles: le clavaron palillos en los ojos, le arrancaron la piel de los testículos, le introdujeron un petardo de mecha gorda y le colgaron de un pino. Pero no entremos más en detalles. Buenas noches. En fin. Buenas noches. Nunca se supo quiénes habían sido. No eran de la urbanización, por supuesto. Se cree que fueron algunos de los adolescentes de la ciudad que pasaban en bicicleta camino de los campos de fresa. Había unos campos de fresa más allá de la urbanización. Algunos jóvenes iban a robar fresas de vez en cuando. Parece ser que no tenían miedo de los temporeros rumanos que vivían en las casetas prefabricadas, ni los rumanos miedo de los adolescentes. Comer fresas era un poco de maricas, desde luego, pero no el robarlas. A veces había restos de fresa estampadas en las casas que daban al camino por el que volvían hacia la ciudad. Entre la sangre del hocico, cuando descolgaron al perro, alguien creyó ver restos de semillas de fresa, aunque enterraron rápidamente el cadáver entre los pinos. Dos niñas se quedaron un rato más y representaron una cruz con piedrecitas. Las viejas urbanizaciones apaletadas que tuvieron su momento de gloria con su verbena en verano y sus fiestas del barrio y su bar con paella apelmazada los domingos, las urbanizaciones entre pinares resecos cuyas pistas de tenis siempre fueron viejas y casposas, en las que viven maestros y carteros, mecánicos y ebanistas, y la mitad de los jardines están ya abandonados, han visto pasar por sus calles numerosos animales a lo largo de las décadas, en peregrinación hacia algún otro sitio. Pasó por aquí un toro de lidia que saltó la valla en los encierros y estuvo todo el día perdido en los pinares hasta que los ruidos de las motos de los agentes le trajeron a estas calles; un cachorro de león que se escapó del circo ambulante; un vecino místico que fumaba en el porche a altas horas de la madrugada vio un zorro pasear con toda confianza, otro día vio un ciervo nervioso; aves exóticas que observaban a la gente con insolencia desde lo alto de los árboles, que volaban de árbol a árbol dejando rastros de colores en el cielo propiciando que después los vecinos discutieran un buen rato sobre qué colores tenían exactamente, que picoteaban por capricho algo de fruta de los jardines y ese mismo día levantaban el vuelo sin que nadie hubiera podido apresar ni una sola de ellas en veinticinco años. *** En agosto hubo varios chalés con las persianas bajadas. Algunas familias se fueron a la playa un par de semanas. El veterinario y su familia se quedaban aquí. El veterinario cogía las vacaciones en octubre, cuando ya no había revisiones de mascotas. A finales de agosto, al volver de las vacaciones en la playa, muchos se sorprendieron de que el perro todavía estuviera vivo. Había sobrevivido a las inundaciones. Los que estaban fuera, vieron desde los apartamentos en la playa las imágenes del telediario. Las inundaciones habían dejado en las calles de la ciudad una capa de engrudo y restos de vegetación arrancada por el granizo y luego arrastrada por la corriente de agua helada. Llamaron a los vecinos para preguntar por sus casas. Algunos sótanos se habían inundado, el campo de fútbol, antiguamente un viñedo de terreno bajo, era una piscina de légano. El sofá había flotado a la deriva girando sobre sí mismo como un barco de arrastre en Gran Sol. El hijo del veterinario tomó fotos. Los jardines que tenían frutales y huerto habían perdido casi toda la cosecha. El perro reapareció dos días después. Estaba despeinado como cuando un río se seca y quedan las algas momificadas en el lecho conservando la forma del agua. Por acción del lodo, le había cambiado el color. Tenía el tercer párpado inflamado, como si tuviera todavía algo de arenilla. El veterinario estuvo observando al perro todos los días de agosto cuando volvía del trabajo y no dejaba de darle vueltas a ciertas preocupaciones. No quería alarmar a nadie. Esperó a que le pidieran consejo. Nunca paseaba por la noche, tan sólo podía vérsele cuando tiraba la basura después de la cena. Parecía tener más basura que de costumbre. Tal vez la dividía en bolsas pequeñas para tener una excusa. —¿No es peligroso tenerlo ahí sin vacunar? —Fijaos en lo que ha pasado en Inglaterra con las vacas. —Y con las gallinas. —Puede ser un foco de atracción para las pulgas. —Si tiene la rabia y muerde a alguien, ¿es contagioso? —Mi mujer está embarazada. —Debe tener cuidado con los gatos, no con los perros. —Tiene los colmillos limados. —Los gatos son los que le pueden pegar algo a tu mujer. —Aun así, tampoco me parece bien que haya una mujer embarazada y tengamos un perro pulgoso aquí al lado. —Caga verdoso. Cuando se supo por la televisión que iba a haber un eclipse de luna, algunos buscaron información de astronomía en las enciclopedias. Después, de noche, cuando casi todos los vecinos se alejaron de las farolas hasta un claro en el pinar para ver el eclipse y fanfarronear delante de los demás con cuatro datos sobre Venus, Mercurio y alguna constelación, y luego la luna volvió a reaparecer roja y enorme y se oyeron los aullidos del perro, uno de los expertos en astronomía, respondiendo a la pregunta de un niño sobre por qué aúllan los perros y los lobos a la luna, explicó que es porque se sienten solos y buscan la comunicación con la manada al haber más luz en las noches de luna llena, y que además era posible que presintieran que alguien va a morir, incluso era posible que presintieran su propia muerte. El niño no preguntó cuándo y cómo iba a morir ese perro callejero, puesto que confiaba en el comité de sabios de la urbanización. Y sin embargo, llegó a ser un perro admirado por todos. Como en cualquier urbanización, había aquí un nutrido grupo de gatos caseros gordinflones y aburguesados cuyo único contacto con animales era con los escarabajos que se daban cabezazos contra las farolas y luego caían al suelo patas arriba y los gatos los tocaban con remilgos con la patita y fingían asustarse cuando volvían a zumbar. Cuando apareció un enorme lagarto ocelado surgido de las entrañas de la tierra a través de una enorme grieta misteriosa en el asfalto de la calle, en la hora de más calor de la tarde, ningún gato se atrevió a atacarle más allá de algunos amagos hechos por compromiso, bufando muy alto para que los hombres acudieran en su ayuda. Los vecinos de las casas de los alrededores se levantaron de la siesta medio desnudos y vieron que seis o siete gatos bufaban sin atreverse a atacar rodeando al lagarto, que erguía el cuello azulado sacando pecho y abría las fauces como un cocodrilo y sacaba la lengua como una cobra. No emitía ningún sonido, y tal vez eso acobardaba aún más a los gatos, a los que miraba de uno en uno. Entonces el perro abandonado saltó desde detrás de los gatos con la pelambrera ondulando al aire y cayó en picado sobre el lagarto atenazándole por el lomo, le zarandeó en el aire dando cabezazos y le desgarró la barriga desparramando las tripas hasta los pies de los gatos. El lagarto quedó boca arriba mostrando un color pálido repugnante, el perro olisqueó con asco y se marchó tranquilamente. Los gatos se acercaron a husmear con altivez y se fueron con un gesto de desprecio. De no haber estado sentenciado, la gente habría aplaudido. Parecía un poco feo alabarle la valentía y la agilidad delante de los niños y luego sacrificarle. Podría ser confuso para los niños, así que alguien dijo que el perro había matado una especie de lagarto protegido, que era mejor hacer desaparecer el cadáver cuanto antes porque la multa podía ser de infarto, que un perro bien adiestrado aprende a diferenciar entre amigos y enemigos, y poco a poco esas sabrosas palabras fueron abonando el terreno. El incendio hizo que la sentencia se retrasara algún día más. La gente decía que algún madrileño había tirado una colilla desde un coche. El perro vio el fuego desde el córner del campo de fútbol, cuando se quemaron los pinos. Estuvo observando el ir y venir de los vecinos que llegaban hasta el límite del pinar asustados por si el viento rolaba y el incendio llegaba hasta las casas. Observó el ir y venir del helicóptero con la tolva de agua una y otra vez, las sirenas, el trasiego de los camiones de bomberos, sentado sobre las patas traseras como si estuviera en un cine de verano. Sus antepasados habían convivido con el fuego mucho antes que con los hombres. Cuando no estaba todavía controlado, aburrido de ver a los hombres sufrir por unas cuantas llamaradas rojas, bostezando, se fue a dormir. Había mucho bochorno y costaba mucho concentrarse para pensar, pero al final fueron saliendo las cosas con un poco de orden. —Para que un veterinario, con lo que quieren los veterinarios a los animales, llegue a decir lo que ha dicho, el asunto debe de ser más serio de lo que nos pensábamos. —No podemos dejarle sufrir. —Todos hemos visto matar a perros en los pueblos. —Yo no hablaría de matar, se trata de sacrificar. No es lo mismo. —Era lo más normal del mundo cuando había una camada muy grande. —No podían criarse todos. —Incluso Félix Rodríguez de la Fuente era defensor del control de la población de animales. —En mi pueblo ahogaban a los cachorros. —En el mío se los desnucaba como a un conejo. Así. Zas. —Yo he visto cómo se les retorcía el pescuezo. Así. Crrgg. —Lo que no se hacía en ningún caso era limar los colmillos a un perro. Si un perro era agresivo, se le daba una buena pedrada. El otro día fui a darle un trozo de pan y se tiró a morderme. —Ahora estamos hablando de un perro grande, no de un cachorro. Se necesitará una cuerda. —Los chicos pueden llevárselo al pinar. Ninguno ha cumplido todavía los catorce. Son inimputables. —Si les pillan, los padres pagamos una multa. Pero si nos pillan a nosotros, a lo mejor hasta vamos a la cárcel. —Algunos no tienen hijos, pero el problema es de todos. Hay que acordar que si multan a algún chico lo pagamos entre todos nosotros. —Ahora protegen más a los animales que a las personas. —De boquilla, pero luego mira cómo los tratan en la perrera. Donde mi primo, en Segovia, tuvieron un perro y la protectora tardó un mes en tramitar los papeles. No cabían más perros y sacrificaron uno para poder meter otro. —Y encima es agosto. —Para que le sacrifiquen dentro de un tiempo, para eso le sacrificamos nosotros y le evitamos el dolor. ¿Os acordáis de lo que pasó en Halloween? —¿Merece la pena vivir en una jaula de un metro cuadrado? La noche del sábado era bochornosa. No se movía el viento nada. Ningún trocito de la cama estaba más fresco que el resto. Los chicos no pudieron dormir dando vueltas en la cama. Estaban nerviosos. Había un plan, pero habían hablado de que los perros al fin y al cabo tienen el gen salvaje del lobo que puede hacer que los planes se tengan que modificar. Fueron a primera hora de la mañana sin desayunar. Refrescaba un poco. Tenían intención de ir a contraviento, a sugerencia de uno que llevaba ropa de camuflaje, pero al final se dejaron de tonterías y fueron hacia él con un trozo de pan y una cuerda de la mano. Pero antes de poner un pie en el polvo del campo de fútbol, el perro se olió algo y salió gañendo hacia el pinar tan sigiloso que no pudieron echarle el guante. —¡Rápido, corred! Bosque adentro, al amanecer de los domingos durante todo el verano, en un claro entre los pinos, un grupo de jóvenes con coches tuneados se reunía a apurar las últimas drogas y escuchar música lenta antes de marcharse a casa. Tal vez la pulsación grave y primigenia del subwoofer atrajo al perro como unos tambores indios primigenios, como la pulsación lenta de un corazón enorme. Escondidos tras los pinos, los chicos vieron cómo un asqueroso bakala, descamisado y lleno de tatuajes, se acuclillaba y acariciaba al perro. No volvió a aparecer por la urbanización. Era el final del verano y todos se olvidaron de él. Iban a empezar el primer año de instituto. En octubre, cuando en los quioscos todavía quedan algunas ofertas de venta por fascículos, los días se acortan al atardecer y las grullas emigran hacia el sur, los chicos vieron al perro en la ciudad cuando salían del instituto. Se reconocieron al momento. El perro quiso acercarse a ellos y el dueño le dio más cuerda. Dos de los chicos se acuclillaron y el perro les lamió las manos. Ellos le rascaron las orejas y le hablaron. Lo habían pasado muy bien con él en aquel lejano verano y se alegraron mucho de que aún estuviera vivo. No podían creérselo. |
FICCIONES
El Coloquio de los Perros. ALFARO GARCÍA, ANDREA
ALMEDA ESTRADA, VÍCTOR ALBERTO MARTÍNEZ, DIEGO ÁLVAREZ, GLEBIER ANDRÉS, AARÓN ARGÜELLES, HUGO ARIAS, MARTÍN ÁVILA ORTEGA, GRICEL AYUSO, LUZ BAUK, MAXIMILIANO BEJARANO, ALBERTO BELTRÁN FILARSKI, OLGA BOCANEGRA, JOSÉ BORJA, NOÉ ISRAEL CABEZA TORRÚ, JUAN CÁCERES, ERNESTO CAM-MÁREZ CAMACHO FERNÁNDEZ, GREGORIO CANAREIRA, A. D. CASTILLA PARRA, JOSÉ DAVID CASTRO SÁNCHEZ, JUAN CATALÁN, MIGUEL FONSECA, JOSÉ DANIEL
FORERO, HENRY FORTUNY i FABRÉ, CESC FUENTES, FRANCISCO FRARY, RAOUL GALINDO, DAVID GARCÉS MARRERO, ROBERTO GARCÍA-VILLALBA, ALFONSO GARCÍA MARTÍNEZ, AMAIA GARDEA, JESÚS GIORGIO, ADRIÁN GÓMEZ ESPADA, ÁNGEL MANUEL GUILLÉN PÉREZ, GLORIA GUTIÉRREZ SANZ, VÍCTOR HACHE, MYRIAM HAROLD BRUHL, KALTON HERNÁNDEZ, JOSÉ HERNÁNDEZ, JUAN FRANCISCO HERNÁNDEZ NAVARRO, MIGUEL ÁNGEL HINOJOSA, PAZ HIRSCHFELDT, RICARDO HIRSCHFELDT, RICARDO [EL ABANDONO] JUNCÀ, JORDI KOUZOUYAN, NICOLÁS LÓPEZ, DOMINGO LÓPEZ-PELÁEZ, ANTONIO LÓPEZ LLORENTE, JORGE LÓPEZ VILAS, RAFAEL MAHTANI, VIREN MARDONES DE LA FUENTE, ALEJANDRO MARTÍN, RAIMUNDO MARTÍNEZ COLLADO, GUILLERMO MÉRIDA, JAVIER / BARRETO, SERGIO MEROÑO, ANTONIO MILLÓN, JUAN ANTONIO MIRELES, JUAN MONTERO ANNERÉN, SARA MONTOYA JUÁREZ, JESÚS NORTES, ANDRÉS OLEZA FERRER, CARLOS (DE) ORMEÑO HURTADO, AARÓN OSORIO GUERRERO, RODRIGO OTAMENDI, ARACELI OUBALI, AHMED PANZACOLA, ELIOT PARDO MARTÍNEZ, SAMUEL PÉREZ ALONSO, ALBA PIQUERAS, CARMEN PUJANTE, BASILIO QUINTANA, JULIO RECHE, DIEGO REMEDI, ROBERTO A. RODRÍGUEZ GARCÍA, JUAN AMANCIO RODRÍGUEZ OTERO, MIGUEL ROSADO, JUAN JOSÉ RUCHETTA, MAURO SÁNCHEZ LOZANO, PILAR SÁNCHEZ MARTÍN, LUIS SÁNCHEZ SANZ, PEDRO SCHUTZ, LOLA SEGURA, ALEJANDRO SEVILLANO, ATILANO TOMÁS, CARMEN TORTOSA, JAVIER TRENADO, ENRIQUE URTAZA, FEDERICO VIDAL GUARDIOLA, NATXO Hemeroteca
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