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EL COLOQUIO DE LOS PERROS

FICCIONES

PEQUEÑOS RELATOS PARA ENTENDER EL MUNDO

EMILIO CONTRERAS

31/8/2022

1 Comentario

 
ARDOR

        Tras perder a otros, tuvieron que atravesar el río y consentir que sus pertenencias se empaparan. Si alguno llevaba documentos oficiales, debió haberlo pensado dos veces, pues ahora su identidad se resumía a grumos dentro de sobres pastosos.
          El coyote había prohibido el uso de linternas, pero cuando vio que una nena, de la mano de su madre, apuntaba un redondel de luz cálida hacia la corriente, para no tropezarse, el recuerdo de su hijo le germinó la intención de encaminarse otra vez al río y la cargara. Pero se mantuvo al frente del grupo.
          Era mucho exponerse, no valía la pena. Además, ¿cuántas historias no había oído en ese paso? Gente arrastrada porque no pisa bien y enseguida imaginó a un ahogado y a los demás viéndolo y limitándose a continuar su viaje. Alguien tiene que encogerse de hombros. Quienes le enseñaron el oficio lo compararon incluso con los excursionistas en el Everest: cuando uno se cae, hay que cortar la soga; no vale la pena despellejarse las palmas cuando el peso muerto desbalancea a los otros alpinistas; el fracaso de uno compromete al equipo. Hay que tener la cabeza fría para tomar la decisión.
         Ahora debían ascender hasta la cresta como se pudiera: mojados de la cintura para abajo, se internaron entre biznagas, formaciones rocosas revestidas de arena y cactus agigantados por la velada luminiscencia; nubes opacas se interponían entre la luna y los migrantes, que paso a paso iban secándose conforme escalaban la peña. Chorreando, lo único que conservaban a toda costa era el silencio. En la cima, el cabecilla esperó a que se apiñaran los caminantes, contempló el sur del que habían partido y se dirigió al punto cardinal opuesto. Detrás, casi todos llevaban gorra o sombrero, sus morrales pesaban y las cantimploras, con agua fresca pero lodosa, zangoloteaban contra sus piernas; constituían unos veintitantos y ninguno hablaba.
          La soga los unía desde la orientación del primer hombre hasta los ancianos, pacientes como el agua que, con el afán de no demorarse tanto, humedecía sus labios. Ellos dejaban que la comitiva avanzara un poco, sin perderla de vista, pues debían recomponerse contra un talud o uno de esos desniveles capaces de albergar madrigueras de serpientes y raíces arqueadas. Nadie los esperaría. Arrastrada y titiritando del ombligo hasta sus pies, la niña veía cómo el par de viejos se hacía más pequeño en sus ojos.
          Enseguida tiró de la blusa de su madre, pero ésta no se detuvo, no podía; sólo la jaló hacia los otros, caminando a la ventura de esa noche. Sin embargo, la madre no vio cómo su hija soltaba la linterna. A ver si esos dos viejos que aún iban tasando los repechos en la pendiente la agarraban. La mano de la pequeña quería escurrirse en sudores de la firme palma materna. Quedarse atrás representa morir, según le habían hecho entender en términos menos ampulosos, pero con un apremio que ahogó, como si se tratara del río, todas las palabras que pudieran decirse.
          El miedo que nace... Algo así iban pensando algunos mientras tanteaban a ciegas el terreno, cerca de la falda del cerro. Si despertaban alguna alimaña, podían, aparte de retrasarse, ser mordidos o picados; la hinchazón se agravaría y ¿qué remedio o curandero podrían encontrar en kilómetros a la redonda? Y el grito... Violaría con creces el único encargo del guía, aventajado por su orientación, pero que de vez en vez se paraba y veía la marcha de los migrantes en descenso. El oxígeno tibio del desierto dominaba su agitación; de nuevo, esperó a que el resto se agrupara.
         Los ancianos repasaban las huellas de esa ladera, surtida de peraltes riesgosamente inclinados, y en la que se soltaban piedras o un ligero arrastre de panza de lagartija que, en esa quietud, adquiría la dimensión de una culebra. Las escarpaduras exigían que ambos midieran los puntos de apoyo y consideraran la gravedad que, tirando de súbito de sus mochilas, podía jugarles malas pasadas; los viejos arañaban las grietas y sus piernas, una a una, adivinaban los peldaños naturales en el terreno. Necesitaban ver, porque el miedo que nace, de verse desbarrancados hacia las afiladas piedras, oprimía sus pulmones. En uno de sus descansos, encontraron la linterna.
          Cuando el coyote contó a sus clientes, vio que faltaban dos. Al pie de aquel cerro, informó que pronto vendría el peso del descampado; los demás respondieron con exhaustos asentimientos. La niña miraba hacia atrás, escrutando los zarzales y la pendiente por la que recién había bajado, sin oír al guía que explicaba que frente a ellos había una extensa llanura, apenas con árboles o zanjas a los que pudieran arrimarse si oían que... Pero, sólo en ese caso, por supuesto, habría que correr zigzagueando. Ese paso al descubierto, puntualizó, era la ruta más rápida. No les pidió que corrieran, pero sí que caminaran tan rápido como pudieran.
         Con un dedo, el hombre trazó una zeta en el aire. Quienes le entendieron, recularon una pisada, miraron el monte y obedecieron al coyote. La madre, jalando a su niña, se sumó a los migrantes, cuya prisa a hurtadillas iba en aumento. No sólo porque en las mentes de muchos se dibujaron los colores de patrullas fronterizas; a lo mucho, otra deportación figuraría en sus expedientes. Había otro peligro. No hacía falta explicarlo, pero sí estar atentos a las elevaciones y mesetas que confinaban su cortejo.
         El miedo que persevera... Los jadeos se apaciguaron y los migrantes miraron esa pantomima del líder que buscaba hacerles entender su instinto de preservación. Algunos, como la madre, querían desandar hacia el río ante la noche árida de estrellas. Volver era una opción, pero sería volver ¿a qué? Y adelante, ¿quién o qué los esperaba?
           Las dunas de esa madrugada habían dejado zanjas incapaces de ocultar a una persona. Además, si no se fijaban, podían torcerse el tobillo. Encima, avanzaban las nubes, parecidas a un humo disipado del que ya se entrevé el incendio de la luna. No eran más que siluetas quienes daban tragos de esa agua turbia, antes de cerrar sus botellas, como con miedo.
           Caminar, caminar hasta que reventasen los callos en los pies.
           Caminar hasta acariciar el sueño de este otro lado.
          El coyote iba pensando en su niño cuando oyó un crujido. Hizo la seña: un puño alzado. Los otros veintitantos se detuvieron en seco. La hija bostezó un poco y preguntó qué ocurría; recibió un shhh como respuesta. El hombre ahuyentó de sí toda imagen doméstica: no dejaba de producirle vértigo la inmensidad por la que andaban. Tan oscuro estaba que no sabía dónde acababa el desierto e iniciaba esa penumbra cubriéndolos. He aquí que reapareció el murmullo de rama pisada. El hombre del frente se sintió vacío. Se volteó. Desgarradas las nubes por el viento, la luna ahora empalidecía y desabrigaba a sus clientes. Entonces, el coyote advirtió el punto amarillo.
         Debió haber sido involuntario. La linterna de la nena, quizá, pero los dados ya estaban echados cuando dos ráfagas crepitaron y aquel punto amarillo cayó como una luciérnaga fulminada, rodando por la pendiente y perdiéndose en los derroteros. Un alarido antes de otro disparo. ¿Habrían sido los dos rezagados? Cundió el pánico, la mayoría corrió de vuelta al río y soportó empellones y una gritería atravesada por nuevos tiros. Aunque los migrantes zigzaguearan, la munición los alcanzaba. La niña enmudeció en medio de aquel caos mientras veía sombras a su alrededor proferir plegarias antes de caer abatidas. ¿Dónde estaba mamá?
          El coyote se abalanzó contra ella y ambos rodaron hacia un breñal cercano hasta que el golpe contra la arena detuvo su caída. Raspados y cubiertos de moretones, la penumbra los cegaba. Mientras distantes ráfagas se cernían, el hombre y la niña resoplaban. Pronto terminó la caza. Pero el hombre no se atrevió a levantarse.
         En cuclillas, el sollozo ahogado de la niña fastidiaba al hombre en cuclillas, quien alzaba la oreja y volvía a recargarse contra el pequeño farallón. Shhh, le pedía. La soga se había tensado. De pronto, un derrape de llantas y el rugido de motores cerca del escondite. Los cazadores acaso estaban sobre la extensión de la que recién habían rodado; luego se oyó que murmuraban en su idioma. Ni la niña ni él entendieron de qué hablaban, pero sí comprendieron el enfado articulado. Ambos se estremecieron.
          Aunque sus manos taparan la boca, la niña seguía gimoteando: los moretones estrujaban su piel de un modo que nunca antes había conocido. Aparte de las raspaduras, se había espinado sus brazos y pantorrillas. Sobre la arena, un goteo negro la conmocionaba. Ya no era agua del río sino calidez avergonzada la que escurría por su entrepierna.
          El hombre trataba de hacerla entrar en razón: de nuevo sus muecas silentes y el lenguaje de las manos, al que estaba acostumbrado por temor a situaciones como ésta. La tensión de la soga lo lastimaba: en sus palmas frotó la certeza de que él pertenecía a su casa, con su hijo. Tal resolución debía ser incuestionable. ¿Qué dirían quienes le habían enseñado el oficio?
          Un tarareo de piedras cayendo lo despistó antes de erguirse. Estaban cerca. El guía vio a la niña y la recordó iluminando el agua para no tropezarse. ¿Cómo era su madre? Trató de ver en la pequeña las facciones de esa mujer que le diera la vida. Pero, por última vez, el ardor apenas duró, porque, acompañadas de moqueo y vagidos, las lágrimas restauradas le dieron al hombre la impresión de ver en esas gotas el reflejo de la luna y, entonces, otra luz que pudiera atraer las balas. Ella era la linterna. Y él tenía que volver a un hogar. A él sí lo esperaban un qué y un quién.
          Se incorporó con pausas, fingiendo que contraía sus músculos. En un susurro, anunció que buscaría ayuda; la nena alzó la vista y le cedió al coyote todas sus esperanzas. Le solicitó, apretando sus dedos, que hallara a mamá. Al hombre le costó zafarse de esa súplica engarrotada. Mientras tanteaba el desierto, le pareció que en sus palmas brotaba el alivio por haber soltado una soga áspera.

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EMILIO CONTRERAS (Xochimilco, México, 2000). Licenciado en Estudios Literarios por la Universidad Autónoma de Querétaro. Escribe cuento, poesía y ensayo. Ha publicado en las revistas Poetómanos, Enchiridion, Irradicación, Herederos del Kaos, Mitote literario, Deméter y Grafógrafxs.

1 Comentario
Viviana Ayala
31/8/2022 07:11:40 pm

Excelente

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    El Coloquio de los Perros.
    Revista de Literatura.
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