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FICCIONES

PEQUEÑOS RELATOS PARA ENTENDER EL MUNDO

JORDI JUNCÀ

11/7/2022

1 Comentario

 
         BIENVENIDO A DESENMASCARADOS

        Yo no veía nada raro en el andén de la estación de Manresa, compré el billete de siempre en la misma máquina de siempre y a mi alrededor había la clientela habitual: un hombre de unos sesenta años con una boina y un bolígrafo colgando del bolsillo de la camisa, dos mujeres con dos velos que cubrían sus dos cabezas (eso sí, cada una tenía la suya), la típica pareja de adolescentes ella con leggins ceñidos, él pantalones cortos militares, los dos con gorros de invierno en verano fumando cigarrillos a escondidas; por supuesto, nada me hacía sospechar que iba a ocurrir lo que iba a ocurrir. ¿Y es que quién se esperaría algo así? Tampoco me olí nada cuando una mujer más o menos de mi edad —es decir, ni muy joven ni muy vieja— y entrada en carnes me preguntó si aquel tren que había parado en la vía 2 iba a Barcelona. Yo miré el cartel luminoso y vi que decía Hospitalet y entonces le dije que si el tren de Hospitalet pasaba por Barcelona entonces sí; ella me dijo que sí, que efectivamente, que con toda seguridad el tren de Hospitalet pasa siempre por Barcelona y en ese momento no pude sino cuestionarme qué sentido tenía que me preguntara algo que ella parecía saber mejor que yo.
      Ahora es muy fácil identificarlo como una anomalía pero cómo iba a pensar yo en anomalías un domingo cualquiera. No pensaba yo en nada que no fuera subirme al vagón y tomar un buen asiento y abrir el libro que hacía poco me había comprado en Ciutadella, cuando un hombre negro que llevaba una gorra del revés y unas Air Jordan y una camiseta sin mangas de los Lakers, me preguntó si aquel tren iba a Barcelona y yo le dije que sí, esta vez con total seguridad. Por algún motivo que no alcancé a comprender —ahora sí, pero lo que sé ahora no lo sabía entonces— el tipo no parecía fiarse del todo y, antes de volver a ponerse a mirar por la ventana, aprovechó para preguntarme si más concretamente yo sabía dónde tenía que bajarse si lo que quería era ir a Fabra y Puig. Yo le dije que de eso ya no estaba tan seguro y que tal vez pudiera bajarse en Sagrera; por lo que sabía allí confluían muchas líneas de metro en un mismo punto y eso probablemente jugaría a su favor. Él no contestó nada más pero parecía sentirse decepcionado por no decir ofendido, a juzgar por cómo se le arrugaron las cejas mientras se daba la vuelta y volvía a mirar a través de la ventana.
        Con esa ya eran dos veces las que me preguntaban si aquel tren llegaba a Barcelona. Habrá quien piense que a esas alturas empezaba a ser bastante evidente que aquel no era otro simple viaje en tren. Y, sin embargo, sin sospechar nada me puse a mirar por la ventanilla para ver cómo discurrían las vías como siempre muy cerca del río, momento en el que pensé que los seres humanos al final tampoco tienen tanta imaginación si uno lo piensa, al fin y al cabo las vías no hacían más que reproducir la forma alargada y estrecha de su curso. Entonces paramos en Sant Vicenç de Castellet y hubo el clásico intercambio de pasajeros que vienen y se van; todo transcurrió dentro de la normalidad hasta que una mujer de rasgos asiáticos —hace diez años habría dicho china y seguramente me habría equivocado— entró y se me acercó y más que preguntarme me lanzó en la cara la palabra Barcelona. Yo asentí con la cabeza mientras ella ya tomaba asiento justo detrás del mío, donde de hecho también se había sentado la mujer de mi edad entrada en carnes.
       Casi con perfecta simultaneidad, el hombre negro de la gorra al revés empezó a hablar con otro hombre negro que, en su caso, agarraba una bicicleta de montaña y la empotraba contra la pared de plástico del vagón para que no se cayera, y en ese momento yo no pude evitar centrar toda mi atención en el intercambio de información que allí se producía: Oye, hermano, ¿tú sabes dónde tengo que bajar si quiero ir a Fabra Puig? Y el otro le decía que eso era muy fácil, que todo lo que tenía que hacer era llegar hasta Sants y allí coger la línea roja. Yo sabía que eso era entre otras muchas cosas una gran mentira o en todo caso una posibilidad muy remota, por no decir la ultimísima de las opciones, yo lo sabía y sin embargo los vi tan a gusto en su conversación, tan alineados, que no fui capaz siquiera de sacar mis ojos del papel que los envolvía, fingir que yo seguía inmerso en mi lectura, pero la realidad era que allí se estaba mascando una tragedia que yo no me atrevía a impedir, ya fuera por pudor, ya fuera por pereza.
       Cuando parecía que por fin iba a hacerse el silencio en aquel vagón de locos, se oyeron las voces de la mujer asiática y la mujer entrada en carnes, justo detrás de mí, enzarzadas, en cuestión de segundos, en un caótico intercambio de impresiones de lo más estéril; la una le decía Barcelona con su acento exótico, la otra le decía que sí, pero entonces la otra insistía: Bal-se-lo-na, Bal-se-lo-na y la otra que sí, que ahora estamos en Terrassa pero luego de aquí un rato ya llegamos a Barcelona, y aunque lo decía muy despacio y con pausas muy marcadas eso no hacía más que empeorar las cosas. A pesar de sus esfuerzos, la mujer asiática no parecía tenerlas todas consigo y aquello empezaba a convertirse en un auténtico callejón sin salida y eso era para mí lo más desconcertante. En mi opinión hacía ya bastante tiempo que habían logrado el objetivo de toda comunicación: una quería ir a Balselona y la otra le decía que iba por el buen camino; yo te hago una pregunta y tú a cambio me das una respuesta. Pero por algún motivo y contra todo pronóstico aquello no acababa de hacer click, no acababa de cerrarse, la una que Balselona Balselona y la otra que sí que sí, yo no entendía el problema y creo que la mujer entrada en carnes tampoco. De repente, la mujer asiática empezó a decir otra palabra que en este caso se me antojó indescifrable. Era una palabra de dos sílabas, la primera un poco más larga que la segunda. Pensé en que tal vez aquella palabra describiera la pieza que nos faltaba para terminar el puzzle, tal vez era aquello lo que no le cuadraba, tal vez fuera un lugar concreto de Barcelona, tal vez no tuviera nada que ver, y en cualquier caso ahí ya fue cuando todo se rompió, la mujer entrada en carnes encogida de hombros, la mujer asiática cubriéndose el rostro con las manos presa de la desesperación.
         La vida no se detenía en aquel vagón que ahora irrumpía en la estación de Terrassa Sud. De nuevo se producía el habitual intercambio de pasajeros y aquello era lo más parecido a la paz después de tantas preguntas imprecisas y respuestas insuficientes. Volvió el silencio si es que a aquello se le podía llamar silencio: la mujer asiática que balbucea; la mujer entrada en carnes que resopla; el hombre negro de la gorra al revés que se pone a hablar por teléfono en voz muy alta y le dice a su interlocutor que tardará unos treinta minutos en llegar a casa. Y yo pensando que para eso lo tenía más bien crudo y durante unas décimas de segundo pensé en decírselo, decirle que si hacía aquella ruta de la muerte a decir verdad no llegaría nunca, entendiendo nunca como una unidad incierta de tiempo, pero rápidamente se me apareció toda una lista de acciones que aquello implicaba: discutirle al otro hombre negro —el de la bicicleta incrustada en la pared— lo que él consideraba una verdad absoluta, insinuar de algún modo que por ser negro sabía menos cosas de las que yo sabía, intentar explicarles unas alternativas que ni yo mismo tenía muy claras, todo para acabar aportando poco o nada a una situación que ellos ya daban por concluida.
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        En ese momento la mujer entrada en carnes se levantó y se cambió de sitio, tal vez abrumada por los continuos resoplidos de desesperación que profería ininterrumpidamente la mujer asiática; no iba a ser yo quien se lo reprochara, porque al fin y al cabo yo tampoco había entendido muy bien cuál era el problema. Entonces empezó a sonar el teléfono de la mujer entrada en carnes y ella lo cogió cuando apenas sonaba el segundo timbre. Parecía aliviada al tener algo que hacer que no fuera evitar los ojos perdidos de la otra mujer. Empezó a hablar con alguien que al parecer le esperaba en la estación de Montcada y fue en ese preciso instante cuando la mujer asiática se levantó de repente y empezó a dar vueltas por el vagón visiblemente frustrada pero sin acabar nunca de perder los papeles, siguiendo esa tendencia de algunas culturas asiáticas de mantener un perfil bajo, preguntando a los demás pasajeros todo el rato lo mismo, que si Bal-se-lo-na y después la otra palabra de las dos sílabas, una vez y otra y otra y otra. Yo intentaba refugiarme en el libro pero era inevitable escucharla decir aquella palabra, hasta que de repente sucedió: me pareció entender lo que decía, milagrosamente, me pareció que la primera sílaba era Fon y la segunda Do, cada vez que volvía a pronunciarla más claro lo tenía: Barcelona, Fondo, pero ninguno de los demás pasajeros parecía comprender el mensaje encriptado y se limitaban a encogerse de hombros y a negar con la cabeza y a mirar hacia otro lado.
        Por algún motivo a mí no llegó a preguntarme nada, es verdad que yo seguía con los ojos puestos en las páginas del libro, lo cual al parecer me convertía directamente en azúcar, pero en cualquier caso yo me debatía entre intentar ayudarla o no: todo cuanto sabía de Fondo es que era una estación de metro de la línea roja que se ubicaba casi al final, ya por la zona de Santa Coloma; sabía que todo cuanto había que hacer era bajarse del tren en plaza Catalunya y después cambiarse al metro que estaba allí mismo, apenas a unos minutos a pie, pero de nuevo sopesaba mis opciones y veía que las probabilidades de éxito eran inversamente proporcionales al esfuerzo que ello requería, un esfuerzo que nadie garantizaba que sirviera para nada, entre otras cosas porque nadie podía asegurarme que la palabra que ella decía era efectivamente Fondo, entre otras cosas porque nadie podía asegurarme que lográramos siquiera comunicarnos, por lo que al final resolví que lo mejor era dejarlo todo como estaba.
        Entonces el tren entró en la estación de Sabadell Nord y los acontecimientos se precipitaron: conforme el vagón se acercaba al andén, la mujer asiática se colocó en frente de una de las puertas y empezó a suspirar como quien valora si vale la pena o no lanzarse al vacío, cosa que de hecho hizo al abrirse las puertas, se fue del vagón tal vez convencida de que había los indicios suficientes para concluir que aquel no era su tren, y aunque yo sabía —o por lo menos, lo intuía— que había cometido un gran error ya nunca podría decírselo. Había tenido mi oportunidad pero la había dejado pasar ya por pudor, ya por vagancia.
        Casi al mismo tiempo, por otra puerta entró una chica que debía rondar los veinte años, con un moño negro en su cabeza y un gran tatuaje en su espalda. Hablaba por teléfono con una mano y con la otra cargaba un carrito; busqué al bebé en su interior pero no lo encontré, la curiosidad que ese vacío me despertó me llevó hasta sus ojos pintados de negro, unos ojos verdes donde pronto me di cuenta que llovía a mares, lloraba la chica mientras hablaba por teléfono con la desesperación impregnada en cada sílaba que salía de su boca, al parecer la angustia de la mujer asiática era ahora su angustia, tal vez por aquello de que la energía no desaparece si no que se transforma, como si aquel tren estuviera condenado a las desgracias.
        Decía la chica a su interlocutor que había perdido al niño en la estación de Terrassa Centre, maldecía con una admirable lista de improperios el momento en el que había decidido subirse a un tren con el carrito, decía que ahora se dirigía para Terrassa en otro tren y que por favor la esperara allí, por favor, por favor, por favor; y entre por favores caí en la cuenta que si lo que ella pretendía era ir a Terrasa iba de hecho en la dirección contraria, y sin embargo yo no quería precipitarme y preferí seguir escuchándola, escuchar cómo decía que sí, que se había cambiado de tren porque se lo había dicho un revisor pero que luego se había bajado y se había subido a otro (yo ya estaba bastante perdido en este punto), la cuestión es que ahora creía que por fin andaba en la dirección correcta, lo que ella no sabía es que todo indicaba que de hecho andaba en la dirección contraria, pero cómo iba yo a interrumpir la conversación telefónica de una desconocida, lo mismo debieron pensar todos los demás porque nadie decía nada, ni el hombre negro de la gorra al revés, ni la pareja de adolescentes con gorros de invierno en verano, ni la mujer entrada en carnes, ni el anciano del bolígrafo en el bolsillo, nadie, absolutamente nadie decía nada al respecto y a todo esto el tren avanzaba rumbo a Montcada, momento en el que la chica colgó y se sentó en uno de los asientos justo al lado de la puerta.
         Entró el vagón en la siguiente estación sin que nadie hubiera dicho una sola palabra. Se abrieron y cerraron las puertas y la chica no se movió de donde estaba, todavía algunas lágrimas deslizándose por sus pómulos, sus ojos todavía enrojecidos por una tristeza que poco a poco iba dejando lugar a lo que parecía ser un atisbo de esperanza, cuando yo volvía a debatirme entre ayudarla o no ayudarla, volvía a cernirse sobre mí un complejo entramado de preguntas sin una respuesta clara: ¿Hasta qué punto debía yo implicarme en aquello? ¿Y si me pedía que la acompañara al otro andén hasta que llegara el tren que necesitaba? ¿Y si me pedía que la acompañara hasta Terrassa? Miraba a mi alrededor y veía que nadie estaba haciendo nada al respecto, quizás porque nadie se había dado cuenta de la envergadura de las circunstancias que rodeaban a aquella chica o quizás porque lo fingían; fue entonces cuando resolví que eso era lo que yo iba a hacer, fingiría no darme cuenta de que aquella pobre mujer se pensaba que se acercaba a su pequeño cuando en realidad se alejaba.
         Pero entonces el tren irrumpió en la estación de Montcada y, en cuestión de segundos, aquellos ojos cuya tristeza se había ido apaciguando asumieron por fin que la situación era aún peor de lo que habría cabido imaginar. La chica se levantó en décimas de segundo y se colocó muy cerca de la puerta, como si solo con eso pudiera hacer que se abrieran antes, como si solo haciendo eso su hijo estuviera un poco más a salvo. Miraba a su alrededor sumida entre la desolación y la rabia, tal vez consciente de que al menos uno de nosotros tenía que haberse dado cuenta de su error y sin embargo nadie había dicho nada; y llorando, otra vez llorando como si fueran sus párpados una tubería rota, hasta que las puertas desaparecieron y vi como salía del vagón casi de un salto, y una vez en el andén arrastraba el carrito con una mano y volvía a hablar por teléfono con la otra, seguramente anunciando a quien estuviera al otro lado de que lo había vuelto a hacer y que por favor se diera prisa.
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        Tampoco en este caso me di cuenta de la anomalía. Transcurría el tren entre pueblos de la periferia de Barcelona y yo lo único que hacía era pensar en lo perdida que andaba la gente en esta vida; no se me ocurrió en ningún caso que todos aquellos sucesos tuvieran entre sí una conexión más allá de la torpeza e ineficacia que en mayor o menor medida compartimos todos los seres humanos; sí que es verdad que era relativamente consciente de que en un periodo relativamente corto de tiempo había tomado un número relativamente alto de decisiones que podrían ser consideradas relativamente egoístas, pero qué iba yo hacer en aquellas circunstancias, acaso era mi responsabilidad lidiar con las barbaridades que acometían los demás, definitivamente no tenía yo por qué cargar con sus malas decisiones. ¿Acaso no somos todos mayorcitos como para esperar a que otros nos saquen las castañas del fuego? Y fue así como llegué por fin a la estación de Plaza Catalunya, donde terminaba por fin mi accidentado trayecto Manresa-Barcelona.
      No fue hasta que se abrieron las puertas del vagón que reparé en todas aquellas cámaras y la considerable muchedumbre que me rodeaban, cientos de flashes y rumores de acusaciones que se cernían sobre mí; y entonces una mujer rubia se acercó con un micrófono y me lo puso en la boca y sin previo aviso me dijo que Bienvenido a ‘Desenmascarados’, tras lo que me preguntó qué se sentía al haber negado la ayuda hasta a tres personas en un solo trayecto, como hizo el mismísimo San Pedro con el mismísimo Jesucristo (mierda de guionistas sensacionalistas, pensé), para, acto seguido, insinuarme lo racista que había sido mi comportamiento y que si no me daba vergüenza. Pero antes de que yo pudiera formular algo que se acercara a una respuesta o por lo menos una excusa, ella ya se había dado la vuelta y, mirando a cámara, dijo que todo indicaba que vivíamos en una sociedad donde ya no había lugar para el altruismo, mientras yo por mi parte trataba de explicarme pero no me salían las palabras, mi cabeza a punto de estallar intentando comprender, procesar lo que estaba pasando, hasta que me pareció recordar haber leído en algún sitio algo acerca de un programa que ponía en ciertas situaciones límite a personas elegidas al azar para comprobar cómo actuarían en unas circunstancias concretas, siempre con el ánimo de sacar a relucir sus más profundas miserias, que es lo mismo que decir todas nuestras miserias.

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JORDI JUNCÀ (Barcelona, España, 1988). Ha coordinado durante los últimos cuatro años el departamento académico de la Barcelona School for International Studies, centro universitario para estudiantes norteamericanos y australianos adscrito a la universidad de Jacksonville, Florida. Ha sido galardonado en diferentes certámenes literarios de poesía y relato.
 
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