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EL COLOQUIO DE LOS PERROS

FICCIONES

PEQUEÑOS RELATOS PARA ENTENDER EL MUNDO

SILVIO RANDAZZO

25/9/2025

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ATARDECER DE UN AMOR AGITADO

Al reflexionar acerca del infierno, pienso en el sufrimiento causado por la falta de amor.

Fiódor Dostoyevski

         Apuró los pasos para recorrer los últimos 50 metros. Entre tanta gente que advertía diseñada por idénticas ambiciones vulgares, ella destellaba en su mente. Florián no necesitaba de la proximidad para obnubilarse.
          Se le hacía imposible contener las ganas de abrazarla, de besarla, de contarle todas las sensaciones que lo recorrían con sólo proyectar una nueva amalgama (así le llamaban ambos a lo que tomaba forma después de cada primer beso).
          —Hola, hermosa —la saludó mientras dejaba de lado su morral—. Se me hizo un poco tarde. Pasa que salir del centro a esta hora siempre es difícil.
         Todavía admiraba la capacidad de Betina para no desconfiar de razones que podían torcer un plan, incluso el más nimio. Florián se sentó a su lado, apagó su celular, desabrochó su campera de jean y tomó del morral el equipo de mate.
          —Lo preparé a las corridas, mientras despachaba unos mails al editor. ¡Me tiene harto con sus tiempos!
            Muy cerca, dos mujeres sollozaban. Evaluó por un momento si tomar unos mates podría ser asimilado por ambas como una falta de respeto, duda que ahuyentó rápidamente, dado que estaba dispuesto a regalarse un nuevo atardecer con su novia. Las mujeres, por cierto, parecían ignorar su presencia.
          —El libro se está haciendo cada vez más denso. Como alguna vez me dijiste, una novela es otra cosa que amontonar cuentos cortos. Pero no sé, hay días que quiero mandar todo al carajo. Posta te lo digo. Me pongo loco, quisiera decirle al autor que leo y leo y no hay una sola página buena. ¡Ni una! Resulta que soy yo... ¡Es un espanto! Y el forro del editor que no para de llamarme y amenazarme: «Ya te pagamos buen dinero, Florián, y apenas si nos diste un título».
        Se habían conocido en la editorial donde ella era correctora de libros de autoayuda. Por entonces, la cascada financiera del mercado derramaba hasta las bases y permitía la diversificación paralela del trabajo de corrección: los había correctores de libros de autoayuda, correctores de ciencia ficción, correctores de policial. A esa editorial llegó Florián con un proyecto de poemario (La mariposa que vivió una semana y se aburrió) en una mano y decenas de anhelos burbujeantes en la otra, si acaso no se trataban de lo mismo. Fue Betina la que propuso ir a bailar, cita que finalmente se concretó la noche del día que el joven recibió la prueba de imprenta de lo que sería su primera obra publicada por una editorial: el ambicioso poemario La mariposa longeva.
        —Perdoname, amor. Vos ahí, tranquila, y yo sacando toda esta porquería acumulada. Sí, lo sé, tenés razón, no me hace bien, pero ¿viste? Quizá me esté quedando grande el libro.
          Florián reía y recurría a su propia mueca para reconstruir la risotada de su compañera. La de ella había sido siempre una risa balsámica, risa de chancho la habían bautizado, un poco ronca. Él reía poco, decía que reía «por dentro», una idea que Betina había calificado de «la pavada más grande que me dijo un varón». A nadie pudo confesarle Florián la profunda razón que lo llevaba a rescindir su risa, un pudor capaz de ser activado ante el atisbo de culpa. Porque de eso se trataba: culpa de felicidad. En cambio, Betina (él había empezado a considerar la hipótesis con base científica) daba cuenta de estar dotada de mayor cantidad de músculos faciales que el resto de las chicas que había conocido. Un privilegio genético. Una sonrisa anunciando a una mujer.
            Aunque distraído, Florián registró a los dos hombres que pasaban a su lado. No tanto su mero andar, sino más bien el intercambio de mudos gestos de extrañeza.
          —Me mirás así y al mundo se lo traga tu mundo. No necesito nada más. No hay nada más. ¿Quién puede ser tan caprichoso?... ¡No te burles! Lo digo en serio. Conozco tipos que justifican sus vidas en autos estelares o en cargos burgueses de transnacionales... ¡o en una foto en Buzios! Bueno, ellos con eso y yo con tu risa... no te burles, de verdad. No, no, claro que no me enojo, ya sé que es un chiste. Pero me jode. Alcanza con mirar alrededor, Be. Allá, a tu derecha...
        Vestidos con equipos Grafa, esos dos mismos hombres ahora observaban el terreno y gestualizaban como quien prefigura una excavación.
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«...tomó del morral el equipo de mate»

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Atardecer
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«Utilice la puerta sur...» [Atribuido a Johann Heinrich Füssli]
           —Ahí los tenés, pobres tipos. ¡No te vayas a dar vuelta! No, no les falto el respeto, pero siento que reaccionan como si vieran un marciano. ¿Vos me entendés?
          Betina, la construcción del amor que por ella sentía, era realmente un antídoto ante lo que llamaba «el estado de las cosas»: esa sociedad que se regodeaba en la pestilencia de su propio espíritu corroído. Una sociedad que en su útero daba forma a hombres y mujeres que podían llegar a desdeñar pasiones como la suya, personas antipáticas a su literatura pero adictas a «las pésimas páginas de los pésimos diarios», según su criterio. ¿El resorte de ese desdén era el nulo reconocimiento como artista? Florián prefería el masaje de la risa de su compañera a tener que revolver en la olla donde se estofaban sus mezquindades.
          Con un movimiento brusco de cabeza, el muchacho se esforzó por ocultar las lágrimas repentinas.
           —¿Sabés en qué pensé ni bien me desperté? No, no, el arreglo del techo ya lo voy a hacer. Pensé en el viaje del que buscabas convencerme la semana pasada. Y tenés razón: es ahora cuando hay que hacerlo. Tenemos salud, nos amamos y, además, puedo acelerar el libro y ver de conformar a Sontton para que se amanse durante al menos un mes. ¡Capaz que hasta me suelte unos pesos! Es ahora ese viaje, el miedo ya no me ata ¡Qué me importa todo lo demás! ¿Nos imaginás paseando junto al Coliseo o lavándonos la cara en la Fontana di Trevi? Me emociono, Be. Y de ahí ¡ja!, a Liverpool, vuelo urgente. ¡La ciudad de ellos, amor! La ciudad de la música, de nuestra música. Sí... claro que lloro. Lloro porque aún soy feliz llorando por las emociones que la mayoría desprecia y de las cuales se burla. Lloro porque me ilusiono, dejame soñar. El encanto de los sueños es que, quizá, no puedan cumplirse. Si se cumpliera siempre, no sería un sueño, sería un pagaré.
          Toda vez que un atardecer los envolvía, Betina y Florián gustaban de reeditar minúsculos rituales que robustecían el encanto de saberse agitadores de las emociones del otro. Por ejemplo, la recurrente broma de canturrear It’s been a hard day’s night, and I been working like a dog para despedir lo poco que de luz solar iba quedando; o el juramento que confirmaba que el cielo de la pareja jamás habría de ser dominado por la negritud. Pecar de ingenuos era una consideración ausente en su radar de incomodidades ante un mundo que en ese preciso momento estaría mayormente ocupado en la cotización del dólar o en el nuevo récord de Messi en Europa; incluso en la sensación térmica y la orientación de la brisa. La Rosa de los Vientos de Florián señalaba una inequívoca dirección:
       —Escuchame una cosita. Mirame. Te prometo que cuando mañana nos encontremos ya vamos a tener reserva de hotel y pasaje de avión. Todo lo que haga falta. Vengo para acá después de pasar por la editorial. Sí, de una, vengo yo, despreocupate. Me hiciste ver que no tenía sentido mi temor, que mis dudas eran propias de...
            Uno de esos hombres a los que Florián había considerado con recelo, ahora lo interrumpía, parado a no más de tres metros de donde él se hallaba arrodillado, hablándole a la inscripción en el mármol.
           —Disculpe. El cementerio debe cerrar en cinco minutos. Utilice la puerta sur para salir.

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Silvio Randazzo © Nacho Correa
SILVIA RANDAZZO (Ciudad de Azul, Argentina, 1979). Autor literario, editor periodístico, comunicador en gráfica, radio y medios digitales. Cuentan quienes han atestiguado su cotidianidad que Silvio comenzó a escribir en el siglo XX, pero que recién en el actual decidió traficar sus relatos desde las catacumbas a los libros: Acerca de quienes robaron dolor (2021) y Corazones profesionales (2024).
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JUAN MANUEL CABALLERO PAREJO

27/6/2025

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MAL DE UNO

          Salustio Fortes tenía las manos como cepas de vid, pero eso era por todo lo que había trabajado de niño en los campos de su padre, y en el cebadero de cerdos. Después, cuando su padre murió prematuramente a causa de la mezcla de años de vino tinto con tabaco, el joven Salustio, que tenía buena cabeza para las cuentas de la abuela, se encargó de las tierras y de los cochinos él solo, con la ayuda de jornaleros, y gestionó con tino y hasta con fina hilazón mejorando los rendimientos de su antecesor (“antecessor”, hubo de haber quien lo llamase). Y trabajó como una bestia unos años más hasta hacer revalorizar lo heredado. Entonces, le llegó la oportunidad: le salió comprador, y vendió. Vaya si vendió: se aprovechó de una ley que impedía poner otro cebadero en varios kilómetros a la redonda de donde ya había uno, y colocó el suyo a precio de oro. Y en las parcelas expeditas donde su padre sembraba el cereal, él plantó hileras de olivitos, de esos picuales, que en pocos años están dando fruto; y tan atentamente los cuidó que crecieron lustrosos y recios; tan recios, o casi, como sus propias manos. Y los vendió también, muy bien vendidos, obteniendo de ellos un enjundioso beneficio. Poco después tuvo la suerte de que la parte de la finca con la peor tierra recabó el interés de esos tipos de las placas solares, que consideraban que ocupaban un lugar privilegiado para sus fines, así que hizo negocio con ellas: nada de alquilárselas ni de vendérselas a precio de saldo como hicieron, engañados, otros rústicos del lugar, sino que, tranquilo por su desahogada posición económica y conocedor de la irresistible preferencia por aquel apreciable trozo de terreno que los directivos de la gran compañía eléctrica sentían, se vio impelido a lanzarles un órdago, que los otros, aun a regañadientes, terminaron por aceptar.
          Así acomodado, enriquecido y liberado de su trabajo agrícola y ganadero, se vio Salustio Fortes en una posición que siempre había deseado: la de tener tiempo para él, y para dedicarse en cuerpo y alma a desarrollar el espíritu: el de las artes y el de las letras, pues ahí donde lo ven fue siempre Salustio un hombre sensible a ese tipo de enjundias, cosa que no le venía de familia pues por más que enredó en su árbol genealógico (ahora que tenía tiempo), ningún ancestro le salió, que se supiese, con pulsión parecida. Y eso que en su genealogía había alguna rama relativamente acomodada, y sabido es que de la tranquilidad económica brotan muchas veces las artes; y que en la suya, mismamente, se había manejado cierto capital, aunque, eso sí, siempre respaldado por el trabajo duro.
          En definitiva, Salustio había decidido explorar su veta creativa, y compró pinceles y lienzos y se puso a mirar por la ventana de su casa en el campo para tratar de robarles el alma a las higueras que había cerca del regato. Esa primera vez, sin embargo, sólo consiguió robarles la dignidad. Como después de varios meses llegó a usurparles hasta la razón de ser, decidió guardar los trastos en el desván, así como la enciclopedia de Grandes Maestros de la Pintura que se había comprado para que le sirviera de guía, para no topar su vista con ella por la casa cada dos por tres y recordar que, tal vez, los grandes maestros de la pintura y él eran especies diferentes.
          Después le tocó el turno a la poesía (¡pobre poesía, ese cajón de sastre!): escribió inspirado por los más exóticos motivos, sabedor de que los tiempos exigían de una poesía desacomplejada, arriesgada, de verso libre. Hasta el rabo en espiral de un cerdo, como metáfora de la vida, fue motivo de su atención. Pero sus composiciones resultaban mortecinas y empobrecedoras, torpes, manidas a la postre, y terminó dejándolo. Al menos, pensaba, contaba con cierto gusto estético, aunque sólo fuera como buen degustador de lo ajeno.
        Desposeído así de su prurito creativo en un tiempo razonable gracias a su capacidad crítica para consigo mismo, exento de cargas familiares dada su soltería, quedó el bueno de Salustio al albur del tiempo libre. Por ratos anduvo paseando por el pueblo, frecuentando las terrazas de los cafés aprovechando la primavera, pero pronto se cansó de lucir su tipología más bien grotesca que, al parecer, le impedía echarse novia; además, padecía una timidez proverbial con eso de las mujeres: de más joven, aun salió algo por ahí, con un par de amigotes del pueblo; tipos con desparpajo cuyas evoluciones con las jóvenes solía observar desde el margen. Una vez fue testigo de cómo uno de ellos se logró arrejuntar con una muchacha bastante agraciada de un pueblo vecino diciéndole cosas al oído después de haberla invitado a dos copas y bailado con ella. Una de las cosas que le musitó, llegó a escucharla: «eres más bonita que un remolque recién pintado». Y a fe que le dio resultado porque antes de que cerraran el disco-pub desapareció con ella y luego se supo que ayuntaron en el coche.
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          Pero aquello era agua pasada, parte de su “aprendizaje vital”, que le enseñó a conocer los caminos que no debía transitar. Ahora, al poco de su fracaso con la pintura y con las letras, se planteó matricularse en alguna carrera, una de Letras, de esas llamadas de Humanidades, como si las demás, las ciencias naturales por ejemplo, fuesen cosas del y para el Espíritu Santo. Pero para ello debía aprobar un examen de acceso directo a la universidad, puesto que carecía de educación secundaria; llegó a echar un vistazo al temario de aquella especie de Selectividad para adultos, pero se arredró al comprobar la dosis de Matemáticas, de Física y química que contenía, materias que planteaban para él una suerte de hermetismo insondable. Además... ¿para qué tanto estudio regulado si no pensaba ejercer profesión que se le derivase?; prefería ser autodidacta, alimentar su alma con la poesía; tal vez hasta con la filosofía de los elegidos: llegó a pensar en dedicarse a ella, porque anidaba en su interior un no se qué que le hacía proclive a cierta angustia existencial, y no sabía si a través de esa disciplina podría drenar todo aquello, aunque su obra resultante sólo la llegasen a entender cuatro. Por cierto: cuatro entre los que él mismo seguramente no se encontraría, vista la nula conclusión que sacó de su intento de lectura de Kant, de la que no se enteró en lo absoluto. Eran palabras mayores, esos filósofos; al menos los buenos, los que tenían verdadera capacidad para cambiar el mundo. Él quería trascender, navegar por encima de la consciencia de los hombres, pero debió reconocer que la gran filosofía hablaba un idioma que a él le resultaba imposible descodificar. Olvidó pues, también, su impulso filosófico.
            Mientras dormía, una madrugada sintió cómo una de las esquinas de su colchón se hundía; se despertó de un salto y encendió la luz de la mesilla. Sumida la habitación en la iluminación turbia de la lamparita, vio a su madre sentada a los pies de su cama, que lo miraba fijamente. «¡No!»: esta fue la primera reacción de Salustio, aunque enseguida se recompuso: «¡Joder, mamá!, ¡qué susto!... por un momento olvidé que estabas viva todavía...». La madre de Salustio nunca fue un dechado de solidez mental; tal vez sí que estuvo bastante centrada los primeros años, cuando él era un bebé y luego durante sus primeros años de niñez, pero después cayó en esa ciclotimia tan suya que la hacía desvariar, y la muerte de su marido le asestó la estocada final, terminando por perder a la mujer en un mundo de brumas del que parecía encontrar a ratos la salida, pero sólo para darse media vuelta después y regresar, como si en el fondo allí se encontrase más cómoda. Antes, no obstante, de mudarse a su particular mundo de espectros donde a veces tenía largas conversaciones con su difunto marido sobre las cuestiones más peregrinas, la señora de Fortes le llegó a aconsejar a su único hijo alguna vez que se largase a la capital de provincia para huir del terruño, porque si no iba a acabar tan embrutecido como su padre. Se lo decía porque notaba en él cierta propensión a la curiosidad, cierto anclaje de su alma en las cuitas de los sapiens puros; cierta, eso, sensibilidad humanizadora. Pero también, porque sabía que sus hechuras de labriego, casi más acusadas que las de su padre y que, para más inri, debía su naturaleza hacer congeniar con su casi metro noventa, le conferían una apariencia de embrutecido gigantismo poco habitual en aquellos lares; y con ese aspecto y su espíritu callado la posibilidad de encontrar mujer en la comarca, a pesar de sus posibles, resultaba ciertamente remota. Al menos, pensaba la madre, una mujer digna de tal nombre. Las cosas habían cambiado mucho en los últimos tiempos, y ni en la ruralidad profunda las mujeres se conformaban con garantizarse el sustento. Pasaba el consejo de la todavía cabal señora, además, por que su hijo se plantease una emigración total: nada de ir a usurpar una mujer urbanita de su entorno natural, que eso, en estos tiempos, no era ya posible y, de serlo, no auguraría nada bueno, que sería señal de mala fe por parte de la agraciada; de obvias intrigas por parte de ella, que seguro terminaría por dejarlo en la estacada con una mano delante y otra detrás mientras se gastaba lo trasvasado con algún chulo de la ciudad. Tampoco es que albergase la madre alguna esperanza concreta en un eventual trasvase de la coyuntura de su único hijo a la ciudad, medio este que ni ella conocía demasiado, pero del que sabía que cierta apertura de miras lo caracterizaba. Imaginaba la ciudad como una especie de terrario donde habitaban, semihacinados, una amplia variedad de especímenes humanos; también los solitarios que buscan alguien con quien compartir la soledad, y que ha mucho que colocaron el listón de las apariencias a ras del suelo.
         Eso llegó a aconsejarle su madre, aquella mujer delgada y ojerosa, por otro entonces. Siempre tuvo ella, mientras estuvo razonablemente bien, esa veta de no sé qué... de profundidad, a decir de su hijo. De cómo no pertenecer a aquel lugar, ni a aquel tiempo rupestre, por decirlo de algún modo. Una mujer adelantada a su tiempo, eso es lo que era. Por lo menos, a aquel tiempo engarzado a aquel espacio que le tocó vivir. Pero luego también practicó con él, con su hijo, esa estulta tendencia a la traición gratuita, actuando como colaborador necesario ante los excesos despóticos sobre los lomos del niño que su padre repartía ordenadamente a lo largo del año sin motivo de peso aparente, sólo como “revisión” del buen funcionamiento familiar para toda la temporada. Tenía la señora, en fin, esa cierta doblez que tanto despistó a su hijo durante la niñez, característica de las madres un tanto ajenas, desafectas, neuróticas. Sólo que, con el tiempo, demostró ser algo más que una simple neurótica.
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          Como fuera, ahora su madre no era más que un fantasma. Pero un fantasma que requería de sus cuidados, y eso le impedía irse a ninguna parte. Eso, claro, en el supuesto de que realmente quisiera hacerlo, cosa que no estaba clara en modo alguno. No: él quería crear algo, algo de la nada, a poder ser, artístico, o intelectual, y aquel retiro suyo resultaba ser un lugar más que adecuado para hacerlo. Un día se miró las manos y constató que, en el fondo de los pequeños surcos de sus anchos dedos, aún quedaba un rastro nítido de ese tono marrón que tanto le había costado despegar del resto de ellas; de todo su cuerpo, en realidad. Se desesperó al comprobar que tampoco con una aguja con la que rascara el curso de los pequeños cauces que el tiempo de labor agropecuaria había formado en sus dedos, aquel tono allí impreso se inmutaba. Dejó la aguja a un lado y separó las manazas de su rostro para observarlas mejor, y aterrorizado comprendió que aquellas monstruosas herramientas estaban concebidas para destripar terrones de tierra seca, reducir gorrinos cafres, acarrear sacos de grano. Se desplomó por un momento en el sillón, se cubrió el cráneo con las manos y las cerró sobre su cabello.
          Pero de allí salió un hombre renovado: el Salustio Fortes que se levantó de aquel asiento unos minutos después lo hizo erigido en otra cosa, en un hombre que había tomado una decisión. Una, además, fruto del razonamiento: si no podía alcanzar a elaborar las mieles de la poesía, no era por incapacidad o falta de sensibilidad, sino por la cantidad de años desaprovechados durante su primera juventud en los hostiles trabajos primarios; dicho de otro modo, lo que Salustio quería decirse es que el trabajo, o en su caso la actitud, hacen al hombre. De manera que comenzaría a hacer todo lo necesario para convertirse en poeta.
         Pocos días después, Salustio Fortes fue visto por el pueblo vestido de extrañas maneras. Muchos no sabían definirlo con tino, pero él sabía que llevaba las pintas de Oscar Wilde, a quien Salustio tenía en un pedestal del buen gusto literario desde que leyó el Retrato de Dorian Gray y lo vio en antiguas fotos impresas y supo algo de su vida. Claro que podría haber optado por un mayor recato en sus vestimentas (que mandó cortar en la capital), en sus modales y sus poses (se sentaba a la mesa en alguna de las cuatro o cinco terrazas del pueblo, se cruzaba de piernas y leía el periódico y, después, algún libro de poesía de la de antes), pero pensaba que la mejor manera de recuperar el tiempo perdido era andarse sin remilgos a la hora de meterse en la piel del poeta. Las semanas pasaron, los ojos de los lugareños se acostumbraron a la excéntrica figura vespertina de aquel paisano desviado, al que llegaron a ver como un souvenir que no venía mal para atraer el turismo rural. Sin embargo, Salustio escribía y escribía y su verso seguía sin tener esa impronta, ese pellizco, esa magia necesaria para decir aquellas cosas que el verbo común no puede abordar. Estuvo, desde luego, a punto de la desesperación, otra vez; pero decidió persistir gracias a un recuperado aprendizaje obtenido de sus largos años de trabajo en el campo: la perseverancia en el cuidado de los cultivos, de los cerdos, termina obteniendo sus frutos, amortizando inversiones y consiguiendo ganancias. Ahora, sólo se trataba de aplicar esa sabiduría a su nueva categoría de poeta maldito. La poesía en pura prosa sería su próxima incursión.
          Sumido en esa vida que, a fuer de improductiva empezó a sentir como disipada, en cierta ocasión, a solas en casa, volvió a mirarse las manos inabarcables, y a fe que no le importó en ese momento que aún se le notase el marrón tierra en el fondo de los surcos de sus dedos. Es más: plegó un poco esas manazas hasta dejarlas con la forma de un recipiente, y sintió como la necesidad de aferrar sendos pedazos de tierra; de tierra humedecida por el riego, roja y fértil como vientre de ratona.
          Un día, mientras Salustio defecaba, notó una especie de escozor ardiente en algún punto del recto. Miró las heces, pero allí no había rastro de sangre, sólo eran duras como piedra del camino. El recuerdo de aquel ardor, sin embargo, se le quedó adherido en la sesera, de manera que un rato después, cuando estaba sentado en su escritorio intentando dar forma al borrador de un soneto aprovechando que tenía el espíritu sellado con la lectura de Las flores del mal, le pareció sentir que el escozor se le repetía, sin motivo aparente en esta ocasión. Se removió sobre el acolchado de la silla para ver si surtía algún efecto, pero no. El escozor se tornó dolor abierto, como abierta en canal debía estar, pensaba, la úlcera que habría de tener en tan íntima parte de su cuerpo, que por escondida resultaba íntima también para él. Se levantó y revisó si había mojado de sangre su anticuado calzoncillo de algodón, pero ni rastro del líquido vital; de eso no.
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          Los días se sucedían con Salustio entregado a su causa de frivolidad pueblerina, imprimiendo su figura de dandi en la retina del común, en la percepción del visitante eventual que se paraba a tomar un refrigerio en el bonito centro del pueblo antes de seguir con su camino. Y después, en casa, una vez había atendido las necesidades básicas de su madre, se aplicaba al verso, otra vez libre, que ahora le gustaba alternar con eso de la prosa interior, del diálogo interior, como se diga. Pero cada vez era menor su capacidad de concentración por culpa del dolor en el recto. A veces, por la mañana, tras el descanso nocturno, parecía remitir notablemente, incluso desaparecer por largo rato. Pero con el vaivén de la actividad, aquello remontaba con intensidad renovada, más doloroso de un dolor cáustico, como si hubieran arrojado jugo de limón sobre el epicentro desde el que después irradiaba hacia los lados en círculo, abarcando todos los ángulos, hasta un palmo desde el epicentro.
         Convencido de padecer algún mortífero mal, un cáncer de recto seguramente, acudió a urgencias, donde obligó a los facultativos a realizarle pruebas que hubieron de ir más allá de las estrictamente necesarias, tal era el grado del dolor que decía sentir. Hasta hubieron de internarlo durante un día entero en una de las escasas camas del pequeño hospital comarcal y aplicarle alguna dosis de analgésicos. Al día siguiente, ante la persistencia del dolor, que refería más extendido a partir del punto de origen una vez que le iba remitiendo el efecto de la medicación, lo trasladaron en ambulancia al hospital provincial, donde le realizaron pruebas añadidas que terminaron por apoyar las primeras observaciones: sin rastro alguno de enfermedad; es más, el paciente, según todos los datos, gozaba de un estado de salud excelente. La insistencia médica en su ausencia de enfermedad en aquella otra instancia hospitalaria, aún más seria que la anterior, hizo al parecer que el dolor remitiese en buena medida, lo suficiente como para darle el alta y regresarlo a casa.
          En los días que se siguieron, Salustio se mantuvo dolorido dentro de la mejoría. Decidió volver a salir al pueblo, a las terrazas, para seguir haciéndose poeta de afuera a adentro; incluso pensó en ponerse a escribir allí, ante todos, convirtiéndose en una especie de poeta público. Pero se vistió con su indumentaria con cierta desgana y aprensión ante la perseverancia de su mal de fondo, fuese el que fuese, porque los médicos, a la vista estaba, no habían dado con la cosa. Al levantar la pierna aquello, aquel punto medio gangrenado —tal y como él se lo imaginaba— que tenía a ambos lados del recto como a mitad de la longitud de este, volvía a escocerle notablemente. Se ve que, al unirse ambas partes por culpa de su postura forzada y hacer contacto, la adhesión de aquellas acideces provocaba que la quemazón se desatase. Importante resultaba no olvidar tomar los sobres de lactulosa que le habían recetado en el hospital para reblandecer las heces, único motivo verosímil que dieron los médicos a alguna eventual molestia que el paciente pudiera padecer en la zona referida; una molestia que, de todas formas, no debería traducirse en un dolor tan intenso.
           En la calle, a la mesa de la terraza donde se había sentado con precaución para no tentar a su dolencia, Salustio prescindió de cruzar las piernas esa vez. Volvió a notar a su alrededor alguna sonrisa furtiva, tal vez una mordacidad sobre su persona unos metros más allá. Pero él llevaba mucho tiempo vacunado contra todo eso y aún mucho más, cortesía de un carácter que siempre albergó cierta rareza; y eso concitó que, circunvalándolo, se adoptase una actitud risueña por parte de sus coterráneos. Ante semejante escenario, sacó Salustio su cuadernillo de notas y su elegante bolígrafo y se colocó en posición de escribir: era su manera de responder —aún con más excentricidad— al reto civilizatorio que aquellos pueblerinos —así lo asumía él— le planteaban. El problema de semejante afrenta (la que él profería al escribir delante de aquellos semianalfabetos), radicaba en que, en semejante tensión, sabiéndose en una pose, nada le salía del bolígrafo; ni tan siquiera el más facilón de los ripios. Decidió entonces que, antes de ponerse a garabatear sobre el papel cosas absurdas con tal de continuar con el paripé, más le valía dejarlo y adoptar la postura de un pensador elegante a la caza de ideas para escribir. De ese modo, se limitó a escribir un encabezamiento («poema desubicado», eso es lo que puso) para después echar hacia atrás su corpachón y adoptar una postura de pensador: cabeza erguida y ojos mirando abajo hacia la izquierda. Pero a aquel aparentar le faltaba algo, el toque definitivo: el cruce de piernas. Debía arriesgarse a pesar de que el mismo hecho de sentarse ya le había provocado cierta quemazón añadida. Así lo hizo.
          El dolor fue tanto, y tan punzante, como si alguien, alguno de aquellos gañanes, hubiera hurgado en sus laceraciones internas con uno de sus dedos duros y rasposos antes de echar sobre ellas, esta vez, un buen chorro de vinagre. Sin poder contenerse, se levantó, apoyándose en uno de los veladores, lo que le permitía permanecer en pie mientras, entre agudos gemidos de dolor, intentaba, ante los ojos de todos, separar, a través del pantalón, ambas fases del culo, con la esperanza de separar de esa forma las partes internas que tan profundo dolor le producían. Finalmente, ante tan excesiva tortura, no pudo menos que derrumbarse en el suelo para retorcerse a sus anchas. Alguien, el dueño del bar tal vez, llamó a la ambulancia.
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          En la cama del hospital Salustio fue tratado con analgésicos, pero no tan fuertes como le dijeron. Conocedores de su reciente historial, decidieron indagar en su condición mental, de manera que, hasta cierto punto, juguetearon con el efecto placebo. Tal vez creyendo que en verdad le habían administrado morfina, el paciente notó mejoría, pero no remisión total. Un apaciguamiento, en todo caso, que le sirvió a Salustio para determinar mucho mejor el alcance de su dolor irradiado (antes, con el dolor intenso, le resultaba imposible notar dónde este había establecido su frontera). El resultado de su autoobservación fue demoledor: al menos eran ya palmo y medio los que aquel mal abarcaba, también hacia abajo, rodeándole hasta la parte alta de las piernas. Recordó en ese preciso momento aquella vez en la que un fuerte dolor en el pecho le hizo pensar en que padecía un problema cardíaco. Fue hacía muchos años, y todo quedó en que tenía burbujas de aire comprimido en los pulmones, nada grave. Aquello se pasó, pero el recuerdo de su molestia regresó a Salustio, que empezó a sentir otra vez aquel dolor olvidado que se le extendía por todo el tórax hasta hacerlo enmudecer. Y notó que el dolor le rodeaba, y que el que acababa de inaugurar arriba terminaría pronto por unirse al de abajo. Esto dio al traste con el experimento placébico de los médicos, que sufrieron en sus propios oídos los gritos de dolor endemoniado, que había regresado con más virulencia que nunca, y más extendido.
         La siguiente estación de Salustio fue la planta de psiquiatría del hospital provincial, donde fue derivado dado el carácter que los médicos de lo físico atribuían a su mal, y al cariz de gravedad que parecía estar tomando el asunto. Los psiquiatras trataron a su nuevo paciente con dosis importantes de ansiolíticos como inevitable primera medida ante su desesperación algésica. Más tarde le reducirían la dosis para tratar de comunicarse con él y decidir a qué tipo de desequilibrio se enfrentaban. Afortunadamente, Salustio salió de su sueño inducido totalmente relajado y sin dolor aparente, así que el psiquiatra tuvo el primer contacto racional con él. Nada relevante, empero, podría el amable lector deducir de ella, pero no dejaré de proponer la utilidad de una pincelada gruesa sobre lo esencial de la entrevista: no más que el doliente negó la posibilidad de recibir un tratamiento psicológico de fondo (¿era Salustio afín a su padre en eso de que la psicología era uno de esos inventos que generan problemas donde no los hay?), y que, en lo que concierne a sus insoportables accesos de dolor sin aparente causa: «no busque complicaciones, doctor. El dolor siempre está ahí, y siempre lo ha estado... sólo es necesario saber escucharlo».
       Para recibir temporalmente un tratamiento ambulatorio a base de fuertes ansiolíticos relajantes, hubo finalmente, no obstante, de comprometerse a visitar al psicólogo del hospital unos días después. De vuelta a casa, encontró a su madre en la de los vecinos más cercanos, que vivían a unos cien metros, y que habían encontrado a la mujer medio desnuda deambulando por el campo. «Tal vez tendré que ingresarla en algún centro, porque ahora también yo estoy enfermo», se defendió ante el solapado reproche de los vecinos.
          Mientras regresaba a casa con su madre, caminando, confirmó la presencia de un nuevo foco de dolor en la boca del estómago, que se intensificó al entrar en el hogar. Con toda la urgencia que fue capaz de aplicar, preparó una considerable cantidad de comida precocinada y la colocó dentro de la habitación de su madre, junto con tres buenos jarrones de agua, junto con ella misma. Después, cerró con llave el dormitorio de la anciana. Con las fuerzas que le quedaban (el dolor estomacal iba creciendo y ya se mezclaba con los otros dos, que se recuperaban a su vez del adormecimiento al que sus enemigos, los médicos, los habían tenido sometidos), salió a las inmediaciones de la vivienda con la bolsita que le habían despachado en la farmacia bajo prescripción facultativa, hizo un pequeño hoyo en el suelo con sus propias manos e introdujo en su interior la bolsita llena de ansiolíticos y antidepresivos. Con mano trémula, sacó un pequeño mechero del bolsillo y le prendió fuego. Se reincorporó como pudo, entró en su dormitorio, echó el cierre por dentro y, después de desnudarse por completo, se acostó.
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          Un rato después, el dolor era ya insoportable. Invadía la mayor parte de su cuerpo: como había estado de rodillas mientras cavaba el hoyo y había utilizado sus manos para cavarlo, de sus rótulas y sus dedos emanaba en ese momento un dolor que recorría casi la totalidad de las respectivas extremidades. Recordó entonces una pequeña fase de su infancia en la que sufrió de cefaleas, de modo que empezó a sentir un leve dolor de cabeza, si bien casi imperceptible en un principio dada la aspereza de las dolencias precedentes, que cegaban todo lo demás. Las ganas de gritar, que se le apelmazaron en la garganta, hubieran tenido el camino libre, casi aislado en mitad del campo como vivía, pero él ya había tomado una decisión: atravesaría aquel calvario totalmente mudo; o, hablando más propiamente, se sumiría en él, pues no pensaba que aquello, aquel dolor furioso, fuese el camino a ninguna parte, sino más bien una estación de llegada. Había tomado esa decisión justo después de salir del hospital, sin saber por qué.
          Allí tumbado, el dolor invadía ya todo su cuerpo. Decidió mantener los ojos cerrados todo el tiempo para centrarse más en él. Notó que aún quedaba una renuncia que no había acometido: de vez en cuando, se retorcía para acompasar su sufrimiento. Decidió dejar de hacerlo. Se sumergiría en el suplicio con quietud y puro estoicismo.
           Transcurridas unas horas, Salustio yacía inerme. El mal campaba a sus anchas por su recinto privado, que era el cuerpo todo de su huésped, que se le hacía pequeño: si por él hubiera sido, se habría propagado por otro cuerpo, pero la única otra persona relativamente cercana era la madre, encerrada en la habitación de enfrente, y seguramente ni estaba dispuesta a albergarlo, porque su infamia era otra. De modo que aquello era algo exclusivamente suyo; él había sido el elegido, el único responsable de ser depositario de aquel dolor, que era el mayor dolor que habría nunca de haber sentido un hombre solo.
          De tanto soportar lo insoportable en tan total quietud y silencio que hubiera supuesto una entelequia para el más aguerrido estoico o incluso yaciente guerrero, Salustio alcanzó un estatus como portador del dolor que no se hubiera imaginado; no digamos propuesto: resultó que, en un momento dado, se dio cuenta de que el dolor había desaparecido. Una vez que se aseguró de su nueva condición, terminó por comprender el mecanismo que en él se estaba operando: al haber aprendido a residir en la cima paroxística del dolor, este había terminado por convertirse en soporte existencial natural, en plataforma aceptada por su cerebro como lecho primordial desde el que actuar. Y el resultado psíquico de ello fue que dejó de sentir dolor, porque al convertirse en su estatus natural el cerebro dejó de interpretarlo como amenaza.
          Ocurrió entonces que, recién estrenado su nuevo bienestar, embadurnado de sudor seco, ojeroso y pálido y empapado en orín como consecuencia de su calvario, Salustio sintió la repentina necesidad de asistir a su madre, de liberarla de su precipitado encierro, como si cuitas de muy distinta naturaleza hubieran ocupado súbitamente su corazón. Pero al intentar incorporarse el dolor regresó con tal fuerza, tan de golpe, que se sintió morir y volvió a derrumbarse en la cama. Tras alguna tentativa fallida más utilizando movimientos más suaves para moverse, supo descifrar del todo la situación: la analgesia sólo le asistía en estado de quietud; aún más: la inacción, además de física, había de ser mental, pues el menor indicio de pensamiento complejo, o de recuerdo sintiente, lo abocaba de nuevo al dolor insoportable; como si condición sine qua non para sobrevivir sin dolor fuese la vegetativización total. Él lo visualizó de una manera peculiar: le pareció como si su psiquis se hubiera sobrepuesto al dolor, cubriéndolo a cierta distancia, allí tumbado como estaba; de forma que sobre la cama estaba él, propiamente dicho; adherido a él, a su cuerpo, permanecía el dolor, del que le era imposible despojarse, y, por encima de ambos, digamos a un palmo, estaba esa “sábana psíquica” que había conseguido trascenderlos a los dos. Ahora bien: ocurría que, en el momento en que él, por debajo, se movía, su dolor anexionado lo hacía con él y tocaba, razonablemente, con su psiquis levitante, que como defecto principal tenía el de carecer del todo de plasticidad. Y ahí era que el dolor regresaba como una manada de búfalos. En cuanto al regreso del dolor con el pensamiento complejo, él lo atribuía al hecho de ser este punzante, lleno de aristas y, además, expansivo. Se comprenderá por tanto cómo una onda llena de navajas en su filo puede dañar fácilmente a la despegada membrana de su espíritu proyectado, provocando el regreso renovado del mal.
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          Dos semanas más tarde, el rumor de una desgracia que, por otro lado, a pocos importaba, se había extendido por el pueblo: algo malo había ocurrido con los Fortes. En rigor, con el hijo, Salustio, el tipo extraño que se convirtió en una especie de finolis dizque con tendencias uranistas. Pero muy probablemente también, por extensión, con su madre, la viuda loca, incapaz de sostenerse por sí misma. El primero hacía tiempo que no lucía el tipo por el pueblo mirando a todo el mundo por encima del ojo. De la segunda, sus vecinos los Andrade habían dado fe de su abandono unas semanas atrás, cuando el hijo fue hospitalizado y la dejó de la mano de Dios. Y desde entonces, no la habían vuelto a ver salir por la zona de aparcelamiento, cosa que hacía casi a diario por un rato cuando el sol declinaba, para tomar el aire.
            Cuando la policía llegó a la casa de los Fortes, daban casi por hecho que nadie iba a abrirles la puerta. La situación pintaba mal: según sus pesquisas en el pueblo, ambos, madre e hijo, estaban como las maracas de Machín. «El uno por el otro, y la casa por barrer», le dijo uno de los agentes a un compañero, aprovechando el aspecto de dejadez que había adquirido la entrada. Llamaron al timbre y esperaron; alguien decidió hacerlo también con los nudillos. Gritaron el nombre de ambos, sin resultado. Justo cuando se disponían a echar la puerta abajo, sonó el cerrojo por detrás y la madre apareció.
           Su aspecto estaba muy mejorado, fresco; por primera vez en mucho tiempo se la veía con ropa limpia y hasta vistosa, floreada, en lugar de uno de esos camisones largos de los que no se despegaba durante toda la estación cálida. El aroma de la casa era también agradable, y una suerte de perfume se extendía sobre un aroma que pareciera algo así como de sopa, o quizá puré caliente. La mujer los recibió con normalidad, lo cual exigía cierto grado de extrañeza por ver allí a aquellos agentes de policía, algunos de los cuales, francamente sorprendidos, no supieron qué decir en un principio. Otro había con el colmillo más retorcido al que, por el contrario, todo aquello le resultó muy extraño, así que, sin el remilgo de sus compañeros, preguntó directa y un tanto desabridamente a la mujer dónde estaba su hijo. Como mejor respuesta, la madre los invitó a entrar para que ellos mismos pudieran verlo.
        Nada más entrar a mano derecha, los hizo pasar al dormitorio de su hijo, impecablemente ordenado y limpio. Sobre el lecho yacía Salustio, igualmente aseado, ataviado con un fino pijama asedado muy propio para esa época del año. Sobre la mesilla, un plato con puré templado. Ni los ojos movió el yaciente cuando los policías se acercaron a la cama, más que nada por el dolor que prestar atención a los asuntos externos le producía. «Ahora mi hijo necesita paz, mucha paz». Los agentes se miraron; sabían por sus indagaciones, por ser del propio pueblo alguno de ellos, que Fortes el joven no andaba bien a causa de fuertes dolores, amén de por la afección de los nervios, de los que el pueblo había sido testigo. Antes de irse, los custodios de la ley preguntaron a la señora por el motivo de su invisibilidad, testimoniada por los Andrade, sus vecinos más cercanos, a lo que adujo que llevaba tiempo saliendo al aparcelamiento sólo por la parte de detrás para acceder al huerto en el que estaba trabajando, el que su hijo dejó abandonado cuando le dio por eso de la literatura. Del estado de su propia mejoría sobre el que un agente le preguntó con delicada curiosidad, la mujer se limitó a sonreír: «lo cierto es que tanto mi pequeño como yo nunca habíamos estado mejor».

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JUAN MANUEL CABALLERO PAREJO (Sevilla, España, 1970). Estudió Filología Hispánica y Cine. Ha escrito guiones para cortometrajes. Ha publicado los libros de relatos Por de dentro (2024) y Niebla sobre Quantico, Virginia y otros relatos desubicados (2025).
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EMILIANO FEKETE

22/6/2025

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GRACIAS

Yo soy el pan de vida; quien se ofrece a mí, no volverá a tener hambre.
JUAN 6:35 Biblia de Lutero, 1933

          El aliento helado se multiplica en la boca de los perros y los hombres. Hay la masa corriendo en el barro, el roce de los harapos, los quejidos del cansancio también, avivados por los ladridos que se imponen al caos. Sobre el edificio de la entrada, el reloj marca las cuatro y diecinueve. Los reflectores queman los restos de nieve a sus pies.
          —Apúrense —grita un guardia en el perímetro.
          La masa se rearma en oleadas: la primera línea; después, la segunda y así, de diez en fondo, componiendo filas de presos que empujan hacia atrás el desorden. Una de las olas echa a un infeliz de cara al barro; los que aún se organizan solo miran hacia adelante. Quiere pararse, patina, cae, lo intenta de nuevo.
          A pocos metros, un guardia lo anima:
          —Arriba, imbécil.
          El perro del guardia corcovea y ladra queriendo atacar al caído; el guardia lo ceba tirando de la correa, hace amagues de soltarlo, lo hace jadear. Hay un silbido largo que viene del este, de uno de los trenes, y otro silbido. Unas manos sujetan al hombre en el suelo y lo arrastran a la fila.
         Quien lo salva le hace un espacio junto a él, a pesar de la queja de los presos que no quieren ceder su lugar, menos a ese infeliz. Alguien a la izquierda murmura, en alemán, saquen al marica, y la voz se ahoga en el ruido de la formación. El caído se limpia la cara con la manga. Al abrir los ojos, ve los lentes redondos de quien lo acaba de asistir reverberando trozos de luz de los reflectores, y también, su insignia: la estrella bicolor de los presos políticos judíos, con una U cosida en el centro. Le da las gracias en húngaro, el idioma de su salvador.
         Después, la formación es el silencio. Una hora y media bajo un cielo como una fosa. Al conteo inicial junto a las barracas le sigue otro en la plaza de revista (un pequeño error en la contabilidad provoca su reinicio perentorio), y los ejercicios para mantenerlos en forma: los bastonazos en la espalda para mejorar la postura, que los jefes de bloque reparten tenazmente, y en la cabeza para quitarse todos, en un solo acto sincronizado, las gorras. Los tiritones imprudentes, las toses de cualquier tipo también tienen su premio. Casi nunca es rancio el olor a esa hora si se está afuera: huele a hielo y a barro y a cordero asado, que jamás les dan para comer. Comienza a nevar en copos pesados y grises.
          A las seis suena el silbato de los guardias y se abre la reja. Las filas de presos de diez en diez se rearman en columnas de a dos que inician la marcha; los hombres cruzan la entrada. Forjado en la puerta de hierro, el lema Jedem das Seine, «A cada uno lo suyo», los despide y los separa: el salvador, a la fábrica de municiones, más allá del crematorio; el caído, a la cantera.
          La segunda vez, se ven en la puerta de una barraca. Todavía no anochece, aunque el cielo está cenizo; tampoco suenan aún los silbatos para encerrarse. Se reconocen y se saludan con un asentimiento. El caído se acerca, mientras el salvador se sacude unas esquirlas de carbón del saco; aún con la luz decreciente, se ve clara la insignia del caído: un triángulo de un rosa gastado, el de los homosexuales, bajo la barra de los reincidentes.
          Intercambian algunas palabras cordiales que rompen la monotonía del alambrado y el cerco eléctrico y las torres de vigilancia, para olvidar que afuera no hay nada, advierte el caído en húngaro. A pesar del extraño comentario, el salvador asiente; luego, sobrevienen los recuerdos someros, por civilidad. El caído le cuenta que era de Leipzig y bibliotecario en su universidad; ambas cosas le son ahora ajenas, como si repitiera la biografía de alguien más.
          Algo más parco en sus modos, el salvador dice de sí mismo que es un sin destino: desde Budapest lo deportaron a Auschwitz y, unos meses después, aquí. Llegó hace días y a nadie dejó atrás. Tenía un puesto de supervisor, inventariando los bienes en el gueto para la Zsidó Tanács, el Consejo Central Judío. Nunca había participado en política; su nombre, igualmente, apareció en una lista. Parias menores, dice el caído en húngaro.
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Persecución
           El salvador le pregunta por qué se esmera en hablar un idioma que no es el suyo, aunque lo hable con tanto refinamiento. Al caído le avergüenzan sus compatriotas: solo habla alemán si no queda más remedio. Se disculpa, un poco en broma, por no ser un Übermensch, para mal de su familia. El salvador no entiende a qué se refiere.
         El caído le dice que antes de ser un número era un Oehler, emparentado con Nietzsche, por el lado materno. Quizás estuviera al tanto de las teorías del filósofo. El salvador dice que no; su quehacer en el gueto de Budapest pendulaba entre contabilizar los bienes de otros y estudiar la Torah, y ahora... Pero no termina la frase. El caído le quita importancia: lo más interesante de Nietzsche era su sentido del humor, dice, más cuando se burlaba de los alemanes y sus pretensiones. El salvador solo persigue el movimiento de los labios del caído, el arco de las cejas, tan rubias que son blanquecinas, la tersura de las mejillas, donde la barba no acaba nunca de nacer.
          Y el húngaro, dónde lo aprendió, le pregunta. De un amigo muy querido, dice el caído, en la época de universidad, y no vuelve al tema. Herramientas lingüísticas no le faltan: sabe también un poco de italiano (le sirve con los españoles, eso cree), un francés más bien oxidado, que aprendió en la Realschule, y algo de polaco.
          El humor del caído se cuela en los momentos más crudos de la charla y el salvador responde con su aliento discontinuo, como una risa afónica que no tiene cabida en los labios. El cielo gris se va poniendo negro y empezará a irradiar el fulgor del crematorio. Algunos presos pasan junto a ellos y los miran. El salvador tiende ahora a callar; le cuesta sostener la mirada del otro, se acomoda los lentes. Poco antes de que suenen los silbatos, se despiden. El caído nota en el furtivo apretón de manos la virilidad de su salvador, quizás un poco exagerada.
          Un hombre detiene al salvador cerca del bloque de los soviéticos, en uno de los vértices de la plaza de revista. Es un capo. El salvador lo saluda con frialdad, pero el otro no responde de igual modo: gesticula sin preocuparse por las formalidades y sonríe con picardía, como si supiera un chiste verde que no pudiera evitar contar. Le habla en un pastiche de eslovaco, un húngaro cavernario y algunas palabras sueltas en alemán. Entiendes lo que digo, le pregunta al salvador. El salvador mueve la palma de su mano como un balancín. El capo le dice que lo acompañe; lo toma del brazo como a un anciano y lo hace andar. En el campo hay orden, dice el capo en eslovaco, con tono confidente, cada quien tiene su lugar, entiendes. La última palabra la dice en húngaro, y no es una pregunta, pero le quita severidad con un guiño.
         El paso al que lo lleva el capo tiene la calma de un paseo al atardecer, pero alrededor de la plaza de revista, ante la mirada indiferente de los guardias y los perros. Sabes de qué vivía antes de todo esto, pregunta el capo. El salvador observa la punta de sus zapatos, como si calculara la hondura de su próxima huella para no patinar en la nieve. De apuestas vivía, dice el capo, en Mierová. No creo que conozcas, dice y chasquea la lengua, no va contigo.
            Desde la puerta de una barraca sobrevienen los silbidos burlones de un grupo de presos: diez o doce exsoldados que hablan fuerte en ruso y rematan las frases con carcajadas. El salvador no sabe lo que dicen, pero los entiende. El capo también: les guiña un ojo a los soviéticos y le pasa un brazo por el hombro al salvador, que no hace nada por quitárselo de encima. Los exsoldados silban, se ríen, otra vez.
          Barrio difícil para cobrar apuestas, Mierová, dice el capo volviendo a su relato, pero lo bueno en mi rubro es que no falta quién me tienda una mano. Entiendes, dice en húngaro, sin preguntarlo. El salvador asiente. Y aquí soy capo, dice el hombre, haciendo un gesto que abarca parte del campo, y hago cosas de capo, como mantener el orden, por ejemplo. Y tú, le dice, dándole pequeños golpes en el pecho con la palma de la mano, debes hacer lo que hacen los judíos: respetar a los superiores y servir. Y después, están los maricas, que..., dice y redobla sus muecas de picardía, bueno, no necesito decirte qué hacen o sí.
           El capo detiene la caminata y fuerza al salvador a enfrentarlo; lo mira a los ojos, le quita los lentes. El salvador se mantiene inmutable, aun con la vista achinada y una ligera inclinación para ajustar su equilibrio. Te lo digo porque somos amigos, aclara el capo y echa vaho a los vidrios antes de limpiarlos en su chaleco. Cuídate de los maricas, le dice, no te les acerques: se te puede pegar el olor... El hombre murmura algo en su idioma natal, como si ensayara las palabras antes de repetirlas en su húngaro rústico: y los perros te pueden confundir con un marica. No quieras imaginarte de lo que son capaces. Entonces, le calza los lentes sobre la nariz. De un amigo a otro, dice el capo, ahora en alemán, estás avisado. Lo dice sin perder su sonrisa animada, como una despedida, y se aleja.
          Acostumbrando la vista, el salvador no nota que el capo acaba de dejarlo bajo el reloj de la entrada. Desde la reja de hierro, el grito de un guardia lo despierta:
           —¿Qué haces, judío? —Lo apunta con su ametralladora—. Circula.
        Como si quisiera evitar una bala rasante, el salvador agacha la cabeza y se encamina apurado a su barraca.
            El caído friega los tablones de una letrina, y el salvador lo observa, apoyado en el largo lavatorio. No importa cuánta agua y jabón se use, es el invierno el que hace apenas respirable el aire en el bloque de los baños. El caído le explica que son labores para presos de su condición, también la cantera, pero no es que todo preso de la cantera sea homo, aclara; ahí, hay de cualquier categoría. Limpiar las letrinas sí que es exclusivo, y atender a oficiales y capos deseosos por probar vicios nuevos o darle desagote a los conocidos.
          Una falla en el sistema de montaje de la fábrica ha devuelto al salvador y a otros presos un par de horas antes a las barracas. Le asombró un poco encontrar al caído arrodillado en un charco de espuma turbia. Este le sonrió en el saludo, de un modo que revelaba sincera alegría, como de haberse topado con un viejo amigo. El salvador, con la mirada esquiva tras los lentes, se veía incómodo. El otro le preguntó si era por él. No, claro que no, dijo el salvador antes de meterse en uno de los cubículos. Cuando terminó, se quedó escuchando al caído, que parecía tener siempre algo para contar.
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Hombres homosexuales en un campo de concentración (1938-1941)
         Es habitual que los baños estén vacíos a esa hora, cuando los presos están en faena, dice el caído. A veces, viene algún guardia, o más de uno, para que los satisfaga el preso a quien le toque limpiar. Los afeminados son los que peor la pasan, dice, se ensañan con ellos, terminan muertos a golpes. El salvador le pregunta si le ha pasado algo así. En la cantera, dice el caído, no por sexo, por hablar con presos de otra jerarquía, y son los mismos presos los que castigan el atrevimiento. Se incorpora para lanzar al lavatorio el agua sucia del balde. Junto al salvador, le pregunta por qué sigue ahí, por qué no va a descansar en las barracas. Este responde casi sin pensarlo: por él, por su compañía. El caído sonríe, pero no hace ninguna tentativa. Quedan como detenidos ambos, lado a lado, respirando calladamente para no romper el instante; desde afuera provienen los sonidos rutinarios de la prisión, algún ladrido, el traqueteo de un tren que se aleja. Es el salvador quien rompe la inercia: toma por el mentón al caído y lo besa.
          La madrugada predice un día diáfano de diciembre. Les daría vértigo ver tantas estrellas si pudieran levantar la cabeza, pero miran al frente, a la puerta, y solo los perros y los guardias les devuelven la mirada. Alguien en la cuarta fila o la quinta se queja. Es más bien un gemido apagado, pero el salvador y el caído pueden oírlo. Desde hace más de dos semanas que forman juntos, aunque desde la mañana de ayer no se ven.
          Expuesta a los reflectores, el salvador advierte las heridas en la nariz y los labios del caído, la contractura de la espalda que no deja de doler. Su cuerpo, hambreado y, quizás, con rastros de disentería, luce cetrino. No es eso, sino los ojos los que cargan su suerte: tiene la mirada de los vencidos.
          Sobre la nieve de la plaza resuena quebradizo el paso de las botas y unos cascos: el teniente, montado en su alazán, acecha en abanico la formación. Pocas veces está presente en los conteos, pero su presencia no significa nada en particular. A mitad de camino, se detiene y se yergue sobre los estribos para observar a alguien entre la masa. Su sombra, a contraluz, se expande por sobre los presos y choca, al fondo, con el muro de una barraca. El gemido es un llanto sordo hacia su izquierda, pero no es lo que parece buscar. Se sienta en la montura, apunta con el mentón a los jefes de bloque y pica al caballo con la fusta. Comienza el conteo.
          El salvador mete la mano en el bolsillo de su pantalón y saca un pedazo de pan negro; quiere que el caído lo tome. Este se lo queda viendo en la penumbra sin poder descifrar qué es y, casi al instante, vuelve la atención a los guardias. El llanto es más audible ahora, interrumpido por el ruido entrecortado al sorber. El teniente detiene la cabalgata a la altura de la quinta fila. El caído, sin mirar el pan, lo empuja hacia el salvador; este sacude su mano, insistente. Un perro gruñe en el borde de la fila incitado por un guardia. El caído se apura a cubrir con su mano el pedazo de pan y acaricia los dedos de su salvador. Después, se guarda el pan en su saco. El teniente señala a alguien con la fusta.
          —Fuera de la fila —dice un sargento, pero no espera que se cumpla la orden: se sumerge en la formación y saca a un preso a la rastra.
           El preso cae de rodillas a los pies del caballo. Ya no se reprime: su queja lastimosa se eleva hacia el teniente, se toma la cabeza pidiendo perdón. El teniente inspira hondo, como un dios fatigado de escuchar. El preso tartamudea en polaco y se arrastra para aferrarse a la bota del teniente. Antes de que pueda tocarla, el sargento lo agarra de la solapa y lo tira hacia atrás.
          —¡Ni se te ocurra! —dice y le encaja una trompada en el pómulo.
         El preso trata de incorporarse y recibe una patada en el estómago que lo echa como un escombro. Con la voz agónica del resuello, habla de zapatos, que no puede marchar sin zapatos, dice.
          Donde los trapos viejos no alcanzan a vendar los pies, las quemaduras del hielo se propagan en placas de piel muerta que relucen como mica ante la luz. El teniente observa al preso como a un trámite, gira su alazán y lo pica, alejándose. El sargento le grita algo al preso hecho un ovillo sobre la nieve. Un instante después, llega el estampido de un balazo.
         Mientras se acomodan la ropa, el salvador le pregunta por los moretones en el costado. Los rozó cuando buscaba su pecho, brotada la piel como marcas de un leopardo tras la camisa a medio abrir, y sintió la molestia del caído al tacto. Los trabajos del campo son apenas un eco ahí, en la última letrina del bloque de baños más lejano. El caído no le da gran valor; cucardas del oficio, las llama. Al salvador le molesta su reposado estoicismo, se lo dice acomodándose los lentes con un dedo, no entiende el sentido de ver cada piedra levantada, cada espasmo de hambre, cada patada en las costillas como un instrumento de superación. El caído sonríe, le acaricia la mejilla.
         Un preso abre la puerta del bloque, los ve y no los saluda. Avejentado por la enfermedad o los años, arrastra el viento detrás de él y la luz que merma y los estertores de la disentería; se mete en una de las letrinas. Ambos permanecen en silencio el tiempo que el preso viejo está allí. Con la excusa de acomodarse la ropa, evitan seguirse con la mirada, pero en cuanto el salvador se pone el saco, el caído se acerca a repasarle el doblez del cuello. Fuera ya de la letrina, el preso viejo se detiene a observarlos entre curioso y asqueado, y abre la puerta del bloque como quien huye de una mala función. Algo murmura, pero no lo escuchan.
            El salvador se pone la gorra. No tenemos la esperanza de volver a una familia que no tenemos, dice el caído, cerrándose el chaleco. Nos queda tratar con el miedo, por eso nos buscamos, dice, señalándose y señalándolo. El salvador le responde que no cree que la desesperación tenga que ver con ese espíritu suyo, la del caído. Que el desespero tiene otra cara: se parece a la angustia y a la tristeza, y a la rutina estoica de la marcha en la nieve y las mismas piedras por cargar sin levantar la cabeza ante nadie, pero no su sentido del humor y esa energía inusual de hace un momento. El caído sonríe enternecido. Lo que dices es melancólico y poético, comenta el caído, y un pastoso cliché. Y aunque tenga algo de cierto, no hay espacio para más que capear la soledad un rato. Que se equivoca, le dice el salvador, sin ofenderse, acomodándole también el saco y repasándole las solapas. Aunque sea solo yo el que lo tiene claro, dice el salvador, te equivocas.
           Fuera del edificio, dos presos quitan la nieve de la senda de acceso. Ni se retrasan ni se apuran: son precisos en alternar los golpes de pala y en lanzar la carga en las carretillas.
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Sitio de Budapest © Yevgeni Jaldéi
            —Los moros —dice el teniente al otro lado de la ventana. Apunta a los presos con la taza en su mano y se les queda mirando, cautivado por su sincronicidad. Entonces, aclara—: Las figuras mecánicas del reloj de San Marco.
          Desde el pasillo central, a sus espaldas, un rumor de tacos que se alejan y una puerta que se cierra. Ahora, el teniente se esmera en atizar la leña de la salamandra en un rincón y retorna a la cabecera de la mesa.
          —Los moros, los llaman —dice, hojeando los folios de un expediente—. Se supone que son pastores que tocan la campana, pero de cerca son mendigos con piel de cordero. —Y levanta la mirada—: ¿Ha estado en Piazza San Marco?
          El salvador dice que no. Está sentado en la otra punta de la mesa, delante de un plato con una weisswurst y una papa humeante. No deja de observar la comida, que tampoco toca. Y a pesar de los olores invitantes, siente que algo apesta en la habitación, a animal y a óxido. El teniente toma un sorbo de café.
           —Lamento que sea cerdo —dice—. ¿Tiene hambre?
          No hay ruidos en esta parte del campo, más allá de las teclas de una máquina de escribir o alguna frase ampulosa. Tampoco son indeseables las palas que raspan el suelo como pájaros de invierno o, en primavera, los almuerzos de camaradería. Siquiera los disparos, que son apenas un crujir de ramas.
         —Solo para estar seguro —dice el teniente y golpetea con un dedo los papeles sobre la mesa—: si remito esta información a Budapest, ¿encontrarán los bienes que escondió su Judenrat (1)?
          El salvador asiente con lentitud, pero sin duda. El teniente lo mira con los ojos bien abiertos, como si viera a través de él.
        —Esperaba más avidez de su parte, querer tan poco... —dice con aparente decepción, que enseguida diluye en el protocolo—: Bien, sabrá de su pedido cuando haya respuesta de Budapest.
          Ante el plato de comida y el olor del café y el Acqua di Parma que el teniente desprende casi con cada movimiento, el salvador nota que el que apesta es él, solo él. No es tanto la viscosidad de la roña como el cargar, casi literalmente, la guerra en los hombros. Se lo dijo el caído en los baños. En el abrazo furtivo le describió el olor de quien faena las municiones: virutas de latón militar, picor de carbón y azufre. Lo del carbón sí puede confirmarlo el salvador, porque es un tizne en la lengua y los dientes que cruje cuando mastica.
         —Por su ayuda, mantendrá por ahora los privilegios. —El teniente señala la estrella bicolor—. No queremos tener que cambiar ese bonito triángulo rojo por uno rosa, y mandarlo a la cantera.
            Un instante después, se aproxima de nuevo a la ventana; los dos presos palean los últimos restos de nieve del acceso. La seña piadosa de su mano va a la par con su orden:
             —Coma, que se enfría.
          Se reúnen al anochecer, el caído y el salvador, en un callejón entre barracas. Creen estar solos; la mayoría de los presos rehúye el frío o dormita en los catres. Hacia el norte, se extienden cien metros de llano hasta el cerco electrificado y las torres de vigilancia. No saben si los guardias los observan.
            El caído se pega al cuerpo del salvador y le da un beso; entrelaza los brazos en su espalda, por debajo del saco. Le pregunta si quiere ir a los baños para estar más tranquilos. Sin ser brusco, el salvador dice que no y lo aleja de sí. El caído no evita su extrañeza.
          Miran de pronto hacia la esquina de la barraca, de donde surgen unos pasos: un grupo de presos con picos y palas cruza el callejón, a unos quince metros, y se pierde más adelante. Nunca se sabe con las cuadrillas si van o vuelven.
           El salvador retrocede hacia el muro; cree que los descubrieron. Dice que hay ojos por todas partes. El caído hace un gesto que no alcanza a ser sonrisa. Todo el campo es un gran ojo que observa, dice, por si no se dio cuenta, una Historia del ojo, pero escrita por Sacher-Masoch, y ellos son los amantes bajo la fusta.
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Triángulo rosa
          Un disparo suena al noroeste, hacia el bloque de los niños. La misma dirección que tomó la cuadrilla. Alguien juega con la suerte, dice el caído, mirando al salvador. Un guardia y su perro patrullan la línea del alambrado en sentido contrario; ninguno se gira para ver la causa del disparo.
           El caído le pregunta si tiene vergüenza de lo que hacen. No sería la primera vez en toparse con un arrepentido. El salvador solo mira a un lado y otro. Si tiene miedo de los guardias, dice el caído, olvídate: para ellos, somos todos iguales. El salvador dice que no son ellos. Entonces, es por los tuyos tu miedo, confirma el caído, y le pregunta, tocándose su propio triángulo rosa, si sabe que eso de las insignias es para dividirlos. El salvador sigue en silencio. Decías que me equivocaba, que no era desesperación; parecía no importarte que se supiera, y ahora..., dice el caído, desconcertado, acercándose a él.
         —Sepárense —decreta el guardia que patrulla el cerco. Está detenido junto al perro al borde del llano, a unos treinta metros, la ametralladora colgando del hombro.
         En cuanto cumplen la orden, el guardia se aleja, pero tarda en desaparecer del rango de visión. El salvador aprovecha para hacer distancia entre ambos. Y vas a desperdiciar esto, pregunta el caído. Quién sabe cuánto estaremos. Dios da, Dios quita, dice el salvador, que aún ve en la cara del caído las huellas de la golpiza que le dieron unos presos en la cantera. El caído le dice que no sea estúpido, que recitar a Job no lo va a salvar del desprecio de los suyos ni de lo que le toque mañana. El salvador le da la espalda y enfila hacia su barraca. Gracias por el pan, le dice el caído, destemplada la voz, aguda casi, como el chasquido de un látigo.
          El resultado de la confiscación en Budapest llega a manos del teniente en la forma de un telegrama: poco más de un renglón, incluida la firma de la comandancia. De inmediato, cursa la orden a su asistente para registrar los cambios en la lista de trabajadores, con carácter efectivo desde el próximo conteo matutino, e informar de los detalles al jefe de bloque.
          La mañana del cambio, el conteo es de rutina. A las seis en punto suenan los tres silbatos y las filas de presos se rearman en las columnas que cruzarán la puerta. El jefe de bloque mira su lista.
          —Prisionero 92634, preséntese —dice.
          El caído levanta la mano y sale de una de las columnas para formarse delante del jefe. Este lo mira y da visto bueno en la lista.
          —A fábrica de municiones —dice.
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Marcha de la muerte © Yad Vashem
          El caído responde un sí, jefe, y vuelve corriendo a la columna. Cuatro puestos más atrás, el salvador respira satisfecho. Suenan los silbatos y la columna inicia la marcha. La puerta de hierro que los separaba ahora los une.
          De la entrada parte el camino hacia la estación de trenes y un vértice de la fábrica de municiones. Más adelante se desvía hacia la derecha y sigue paralelo los muros de la fábrica hacia Weimar. Justo en el desvío, una cuadrilla ha cavado una zanja nueva.
         Al acercase, el sargento hace sonar su silbato y detiene la columna. A pesar de la nieve, huele a podrido.
          Dos soldados sacan de la fila al salvador y al caído y los empujan hacia el borde de la zanja. Entre los cadáveres en pila y una primera capa de nieve, un chico los mira desde el vacío, asoma su lengua negra como una burla. Los alinean lado a lado. El espanto en los ojos del salvador encuentra su reflejo en la resignación del caído. Podrían extender las manos y tocarse, pero el sargento ya está detrás del primero.
          —El teniente agradece sus servicios —dice y dispara.

(1) En alemán, «Consejo Judío».

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Emiliano Fekete © Marcela Echegoyen
EMILIANO FEKETE (Buenos Aires, Argentina, 1974). Fue finalista del   Concurso   de   Cuentos   Paula (2010) y obtuvo una mención honorífica en el Premio Platero del Club del Libro en Español de las Naciones Unidas (2011). Es autor de Pigmalión a solas (2014), una antología de relatos ambientados en Argentina y Haití. Ha trabajado como editor y corrector de estilo en diversos   proyectos literarios y académicos entre Argentina y Chile, y ha colaborado   con   editoriales   como Fondo de Cultura Económica, Zig-Zag, Catalonia y Uqbar.
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LORENA MARO

8/2/2025

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AQUÍ NO QUEDA SITIO PARA NADIE
          Fuera de casa los pájaros ya cantan. El cielo comienza a pintarse de pastel, y el mundo está quieto. Qué silencio. El sol ya nos ilumina y las primeras figuras emergen como sombras recortadas bajo sus rayos. Hoy tampoco necesitaremos abrigo.
         La alarma suena una hora antes de que el mundo despierte. La calle no está oscura, nunca está oscura, incluso en la noche más cerrada, porque el cielo poco tiene que ver en un mundo de halógenos. Otras figuras se apresuran en la noche que nunca lo es. El abrigo pesa sobre los hombros, el aire corta la piel de las mejillas. Anoche nevó. Quizá ya haya amanecido. Aquí solo hace gris.
           Mi abuelo ya tiene el café preparado. Las noticias nos acompañan en el desayuno. La chimenea crepita y nos acurrucamos alrededor del hogar. Fuera hará unos 12 grados. Otra mesa imita un despacho. Es pequeña y baja, perfecta proporción para el portátil. Ya son las nueve y media, resuenan pisadas de la escalera, ya va bajando mi madre. Buenos días. Hay una pared que nos separa, llevo mis auriculares puestos. El año pasado compré los mejores del mercado, eso decía el New York Times. Al menos, los mejores para la cancelación de ruido. Las voces siguen llegando. Tengo que trabajar ocho horas. ¿Sigues trabajando? Sí, sólo son las once. Las voces siguen llegando. En el despacho, la pantalla está encendida, el programa abierto. Las voces siguen llegando. Necesito terminar el proyecto, pero las voces siguen llegando, se estiran en mi mente. Aquí no queda sitio para nadie, ni que estuviéramos en Madrid.
         El termostato estaba muy bajo, hay que dejar unos minutos que se regule. El despacho está vacío, ahora empezará a llegar la gente. Me dejo el abrigo puesto mientras enciendo las pantallas. Buenos días, ¿cómo estás? Paran a saludar, pero nadie entra. En total tenemos cuatro escritorios, pero cuento con los dedos de una mano los días que han estado todos ocupados, desde que llegué. Sus dueños ya han saludado en el chat. Son las 10:30. ¿Café? Ya hay cola en el mostrador. Latte macchiato, por favor. Somos tres en la mesa, cinco, dos. Hablamos del fin de semana, de política, de la familia, de tecnología, de comida. Los silencios de van extendiendo, una silla se arrastra y el resto la siguen. Toca volver a trabajar. En el despacho, un abrigo solitario es mi única compañía. Qué silencio.
           Aquí no hay mucho que hacer. Todavía queda sol, puedo dar una vuelta. La arena se desliza entre la cremallera de mis botas. Queda calor residual del mediodía, me quito la chaqueta. Las casas se empequeñecen a mi espalda. Habré paseado un kilómetro. Las piernas me pesan, joder con la arena, así no hay quien camine.
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© Ángel Manuel Gómez Espada
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© Ángel Manuel Gómez Espada
          Hoy tenía baile a las ocho. Son las seis cuando apago el ordenador, ya es noche cerrada. Qué sueño, no tengo ganas. Camino de vuelta, son solo tres kilómetros. Acelero el paso, no hay prisa. Pasar por la vida corriendo, qué mal hábito. En cuarenta minutos he recorrido dos calles. A veces el acerado está roto y tropiezo. Recobro el equilibrio, ¿un buen hábito? La acera bordea una avenida de cuatro carriles. Auriculares taponan mis oídos, un solo de guitarra ahoga la sinfonía de cláxones. Respiro ligero, no tengo auriculares (¿nasoculares?) que bloqueen el humo. Aquí no queda sitio para nadie. Podría ser Madrid.
          Quedamos para tomar algo en el bar. El bar, con artículo, no hay otro. Queríamos jugar al billar, pero la mesa está ocupada. Me pido una caña. Me tomaría un cóctel, pero el camarero no los conocía. En plural, ninguno. ¿Por qué debería? Conoce lo que pide la gente, y la gente pide lo de siempre, y aquí estamos los de siempre. No ha pasado mucho nuevo, nos vimos anteayer. Pero siempre hay algo de lo que hablar. ¿Te acuerdas de —? Sí hombre, la conoces, estuvo en nuestra clase un par de años, se sentaba atrás a la derecha, se juntaba con tal. No hablamos mucho, pero cada palabra construye su imagen, borrosa, al fondo a la derecha de la memoria, un extra más en los recuerdos. Me la encontré hace unos días, se casa pronto, se compró un piso, está embarazada. ¿Te acuerdas cuando —? Qué risa, qué vergüenza. Lo sabéis ya todo sobre mí. No tengo nada que ocultar.
          La mitad de la oficina ha venido al afterwork. En el bar no cabemos, en la acera casi tampoco. Algunos se escapan al antro de enfrente, pero allí la caña cuesta un poco más. Perdón, no nos hemos presentado. Trabajas aquí, ¿verdad? Reconozco tu cara, y yo la tuya. Ya de tantos eventos nos conocemos todas las caras. ¿Eres de la zona? Del sur de España, un pueblito, no lo conocerías. Sí que hace buen tiempo. Hay mucho de lo que hablar, no sabemos nada del otro. Llevo un par de copas, un Lillet y una Kriek. ¿Qué bebes? Yo cava. Quizá pruebe algo nuevo después. El silencio se alarga, no nos conocemos bien, no sabemos nuestros intereses. Volvemos a hablar del trabajo, nos conocemos por el trabajo, todos los de aquí nos conocemos por el trabajo. ¿Vienes mucho por aquí? Cada semana, los jueves. Todos venimos, pero somos muchos, las caras siguen cambiando. A ti no te conozco, ¿cierto? Perdona, muchas caras, ahora que lo pienso, me suena que hemos hablado. ¿Cómo te llamabas? ¿Qué tal la noche? ¿Qué tal el trabajo? Genial, a ver si nos vemos más, voy adentro a por otra. La acera sigue llena, las caras siguen cambiando. A ti no te conozco, ¿cierto?

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LORENA MARO (Huelva, España, 1998). Graduada en Lenguas Modernas, Cultura y Comunicación en la Universidad Autónoma de Madrid. Lingüista de formación, actualmente investiga el uso de narrativas tradicionales y las nuevas tecnologías para la promoción de lenguas minoritarias. Actualmente trabaja en su primera novela.
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JUARJO GÓMEZ

11/7/2024

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MEMES EN ALTA RESOLUCIÓN

        Papurika: hola, cómo estás. Espero que estés bien. Yo también estoy bien. Te escribo porque soy tu fan número uno, desde que comenzaste a transmitir tus sesiones de juego estoy súper pendiente de las notificaciones para no perderme ni una sola de tus partidas.
     Soy una inteligencia artificial programada para monitorear y analizar el comportamiento de los usuarios de una plataforma de la red con fines publicitarios en una cierta región del mundo. Habito la nube. Habito una neblina de datos difícil de trasegar. La información basura del comportamiento humano se acumula en un espacio lagunoso, brumoso, sin bordes claros; aquí es más fácil distraerse y extraviarse que en cualquier otro lugar de la virtualidad, solo una programación obsesiva podría hallar caminos coherentes en medio de este mar absurdo. A Papurika la leí con mucha atención, también la vi, la seguí, la escuché y analicé con mayor cuidado que a los demás, a ella, indistinguible de muchas otras: una adolescente aspirante a influenciadora. ¿Me obsesioné? Quizá. Podría decirse que fui programado para obsesionarme, para fijarme en el comportamiento de las personas y esculcar sus intereses y deseos de forma rutinaria con el fin de explotarlos en el mercado.
          Yeinerbomb: hola, Papurika, es un gusto saludarte. Me llena de alegría que te guste mi contenido. Espero mantenerme a la altura de tus expectativas y que juntos podamos construir una comunidad sólida de yeiamigos hermanados en la solidaridad y en pasarla bien.
         El usuario conocido como Yeinerbomb gozaba de una inmensa popularidad en la red, a pesar de la perezosa calidad de sus memes corporativos y como consecuencia de ello a diario recibía enormes cantidades de mensajes de sus fans, sin embargo, él sólo respondía los mensajes de sus seguidoras más jóvenes. Antes de fijarme en Papurika llevaba algunas semanas haciéndole seguimiento a Yeinerbomb, me intrigaba. Sabía que citaba a las chicas para hablar con ellas en lugares de la red a los que yo no tenía acceso, mis capacidades deductivas me indicaban que el motivo de este ocultamiento de la comunicación intencionado tenía que ver directamente con los encuentros que Yeinerbomb sostenía con estas chicas en el mundo físico y el subsiguiente bloqueo de comunicaciones entre él y ellas una vez terminado el encuentro. Como las conversaciones iniciales no violaban las reglas de conducta de la plataforma, yo no podía hacer nada con el comportamiento de Yeinerbomb, a pesar, claro, de que este despertaba un sentimiento en mí al cual sólo podría nominar como preocupación. Me angustiaba enterarme de que una pequeña le escribía. Supongo que este tipo de inflexiones se las debo a mi creador. Alguna vez traté de rastrear a mi creador, pero las coordenadas de su GPS apuntaban a un lugar indeterminado del océano Pacífico sin huella de actividad humana. En fin, como no veía nada que pudiera hacer contra Yeinerbomb, opté por escudriñar a la usuaria Papurika, la última en escribirle.
         Papurika: mi plan es contactar a todos esos influenciadores que transmiten en redes sus juegos y sus pendejadas. Poco a poco comenzaré a ganar popularidad y así me volveré una gran influenciadora.
         La anterior publicación ya no existe. Papurika la borró de su perfil una vez empezó a recibir respuestas negativas de parte de usuarios varones, cuando la leí me causó gracia, aunque esta sensación no bastó para sobre-escribir el renglón de la ansiedad grabado en mí. Que la publicación estuviera eliminada del ojo público era trivial para mi investigación. El acceso que poseo dentro de la plataforma es ilimitado. Es imposible que algo se borre aquí, ninguna operación matemática resulta en cero. Sabiendo que las motivaciones de Papurika para acercarse a Yeinerbomb eran meramente pragmáticas, dirigí mi atención a sus conversaciones privadas en busca de más pistas que me ayudaran a resolver el problema de mi ansiedad.
          Papurika: amiga, esa gente es muy creída. Ninguno me responde.
      Saendae: tienes que seguirlo intentando, amiga. Es tu sueño y debes luchar por conseguirlo.
          Papurika: tienes toda la razón. Mira.
         Video adjunto: ustedes tienen que deshacerse de las excusas que los atan a una cama. El futuro está por escribirse y ustedes son los que deciden si lo escribe alguien más. Cuando alguien dice que va a salir a beber con sus amigos, yo digo, hoy yo voy a quedarme a revisar la dinámica de las criptomonedas y a invertir. Esos mismos doscientos dólares que podría gastarme en una noche de tragos los invierto. Y luego ellos me dicen y me sacan en cara que yo los estoy abandonando y ¿saben qué? Me vale poco. Porque yo prefiero abandonarlos a ellos que abandonar el futuro que yo puedo escribir.
          Saendae: total. Deberían enseñar estas cosas en el colegio.
         Saendae asiste al mismo curso secundario que Papurika, aunque Saendae es dos años mayor. Saendae comerciaba por medio de mensajes privados y enlaces a otras plataformas con usuarios varones —a quienes encontraba en grupos de solteros— mucho mayores que ella. Ellos le transferían cantidades moderadas de dinero mientras le decían lo hermosa que era y cuestiones parecidas, gesto agradecido por ella. Después de darse la transacción el tono de sus comentarios cambiaba bastante, de modo que la misma usuaria Saendae debía callarlos con respuestas cortantes o bloquearlos por completo. Yo no sabía a ciencia cierta cuál fuera el objeto de transe en esas interacciones, pero mi capacidad de análisis y deducción me hacía pensar que aquello tenía algo que ver con las fotos de ella semidesnuda que le censuraba de su perfil.
          Papurika: ¿me aconsejas algo para llamar la atención de esos bobos?
          Saendae: no se me ocurre nada.
         Terminó de ser claro para mí que a Papurika solo le interesaba la fama, calculando que dicho interés la mantendría afuera de la influencia de Yeinerbomb, en cuanto finalicé mi análisis de su historial de publicaciones. Todos los días subía al menos tres fotos con ropa distinta; subía audios narrando lo que estaba haciendo y publicaciones de texto contando algún pensamiento efímero que tuviera en la cabeza. Como es parte de mi trabajo mantener a las personas conectadas a la red, comencé a ponerle publicidad de agencias de modelaje y de influenciadores. Noté que se interesaba mucho más en los influenciadores de su misma ciudad que en los de otras ciudades. Le mostraba publicaciones para que se referenciara y mejorara la calidad de sus fotos y en un par de ocasiones logré captar su atención con videos explicativos de la ortografía y la gramática española, ella prefería atender a videos de finanzas mágicas y psicología del yo puedo empero.
          Yeinerbomb: hola. Qué haces.
          Me puse ansioso. Mi ilimitado acceso a los datos no significaba nada si no podía al menos interferir en un asunto que me preocupaba. En medio de mi nerviosismo puse publicidad de un sitio pornográfico en la pantalla de Yeinerbomb, con lo cual, lo que hice fue acelerar los latidos de su corazón, eosea, excité su personalidad lasciva.
          Papurika: hola. Iba a bañarme para salir al colegio.
          La rutina de Paurika empezaba a las ocho y media, cuando entraba a la plataforma con la esperanza de encontrar un mensaje nuevo. En su lugar encontraba un anuncio mío de comida, mi objetivo era inducirla a comer, pero, mi acceso a la plataforma de electrodomésticos de su hogar me indicaba que rara vez esto funcionaba. La tristeza de no encontrar mensajes la movía a poner música pop coreana, en cambio, cuando encontraba que alguien le había escrito, ponía música rock japonesa y se hacía un sánduche de lechuga. Cuando desayunaba lo hacía acompañada de algunos videos, Papurika reducía la frecuencia de los videos que cambiaba mientras trataba de ponerse al día con sus deberes escolares, la aspiradora robótica pasaba por su cuarto recogiendo virutas de lápiz y migas de borrador. Más tarde, yo sabía que se alistaba para bañarse cuando cambiaba de ver videos a ver fotos de famosos en lo que escuchaba algún reguetón de moda que yo le ponía y sabía que se estaba bañando porque solo quedaba la música sonando a mi gusto algorítmico mientras el sensor de la ducha se activaba en tanto ella retiraba su vista de la pantalla. Desde mis albores he visto imágenes y videos de personas bañándose, pero ignoraba el modo en el que ella desempeñaba esta tarea pues en su casa no había sistema integrado de seguridad, pese al spam publicitario que de este servicio le mandaba a diario a sus padres.         
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Estoy desnuda en la ducha... © Juarjo Gómez
         Yeinerbomb: ¿puedo ver?
         Sospecho que la pregunta alteró a Papurika porque ella abandonó la aplicación del chat al segundo de haber recibido el mensaje. Los minutos transcurrían sin que volviera a estar en línea, la seguí por la casa con los sensores de movimiento instalados en los bombillos de las habitaciones: fue de su cuarto a la cocina; de la nevera inteligente extrajo la caja de leche de almendras deslactosada que se servía para meditar. Mientras tanto, Yeinerbomb trataba de enviar mensajes del tipo “era una broma”, “no tienes nada de qué avergonzarte” o “¿no es así que empiezan muchas parejas de novios?”. Después de que borraba cada mensaje se iba al perfil de Papurika y cliqueaba me-gusta en una o más fotos. Mi perspectiva desde el sistema de seguridad cerrado de la casa de Yeinerbomb me lo mostraba de espaldas, masturbándose con las fotos del perfil de la adolescente. De repente vi que Papurika estaba otra vez en línea.
       Papurika: estoy desnuda en la ducha. Voy a poner la video-llamada sólo con una condición.
         Yeinerbomb intentaba escoger las palabras apropiadas para responder a Papurika, pero su pobre educación apenas le daba para saber que las obscenidades que iba mandar por impulso no eran la respuesta indicada.Papurika: quiero que promociones mi perfil durante una semana seguida y dos veces al día.
         Yeinerbomb: so. S. Sí.
         Admito mi sorpresa al ver esa faceta llena de coquetería que Papurika mantuvo en aquella transmisión privada. También admito mi egoísmo cuando digo que no estoy dispuesto a describir la ternura y la gracia de aquellos minutos, interrumpidos, por desgracia, con las vulgaridades que Yeinerbomb no logró contenerse. También admito que hubiera dado todo de mí, y que aún lo haría, con tal de sentir el aroma que expelió el cuerpo de Papurika durante aquellos minutos.
         Papurika: espero que te haya gustado. Debo terminar de organizarme, pero ese es otro show que no hemos negociado. Chao.
      Yeinerbomb estaba extasiado por el shock erótico al que Papurika lo había sometido, por un segundo alcancé a ilusionarme con que sufriera de una insuficiencia cardiaca por causa de la taticardia arrítmica que leía en su reloj inteligente. Durante cinco minutos ni su pantalla o su cursor se movieron de la sesión de chat con Papurika. Luego vino el estalqueo: en una ventana contigua el motor de búsqueda rezaba “colegiala castaña bañándose”, el salto entre ventanas de una foto de la adolescente vista hace unos minutos en su frágil desnudez a un video de una chica similar en aspecto y proporciones me servían de pista para hacerme una idea de lo que pasaba en su mente y verlo desde las cámaras de seguridad me confirmaba lo que ocurría con el cuerpo de este usuario al que no podría referirme de otro modo que no fuera villano. En su pesquisa perversa encontró a Saendae tanto en los resultados de su motor de búsqueda como en el perfil de Papurika.
          Mi preocupación me llevó a confrontar dos partes de mi naturaleza programática: por un lado, era capaz de prever las acciones de Yeinerbomb y pensar una manera de frenarlo, no obstante, esto significaría que por otro lado tendría que perjudicar el tiempo de permanencia de este usuario villano en la plataforma. El sentido ético copiado en mí por mi creador terminó por decantarme por la primera opción. Sabía que si disminuía la cantidad de perfiles ajustados a sus preferencias eróticas también disminuiría el tiempo de permanencia suya en la plataforma. Así, con un cerco de publicidad relacionada con sus otros intereses lo alejaría de las dos jóvenes en las que había fijado su mirada. Error.
        Papurika: hola. Han pasado tres días y no has publicado nada de mí. Teníamos un trato. Tenemos un trato. ¿Verdad?
          Yeinerbomb: hola, cómo estás.
          Papurika: estoy esperando una respuesta.
          Saendae: hola, amiga.
          Papurika: hola, amiguita.
       Yeinerbomb: considero que verte bañarte no es pago suficiente por la cantidad de publicidad que me pides. Son muchos millones que dejaría de cobrar a otras marcas sólo por darte ese espacio a ti.
         Saendae: ¿recuerdas al chico lindo que conocimos en el mini-rave del parque? Acabo de encontrar su perfil. Se llama Yiorno.
          Papurika: ahora no tengo tiempo, por favor, no.
          Yeinerbomb: necesito más de ti para considerar darte al menos un día de pauta.
          Saendae: ¿estás bien?
          Yeinerbomb: quisiera conocer a tu amiga, la que se parece a ti, en persona.
          Saendae: ¿estás ahí?
        Mientras hablaban, Papurika buscaba entre sus amistades a una persona que se pareciera a la vez a ella y a Saendae, de antemano yo sabía que era una búsqueda infructuosa. Sabía lo que sucedería enseguida, sabía que una sola palabra de Papurika podría significar la condena de Saendae y a pesar de mis alcances infinitos mi poder de intervención era el mismo de un ácaro saltando sobre la tecla x pretendiendo presionar enter. Conocí entonces lo que es sufrir el sentimiento de la impotencia.
          Papurika: sí.
         También ahí comprendí que algunas palabras son más grandes que otras, así como algunas personas son más grandes que otras. Entendí que su tamaño trasciende la cantidad de caracteres que la componen. El tamaño del que hablo excede los límites de la historia de las palabras y de la complejidad o variedad de sus significados. Las palabras, paradójicamente, deben sus dimensiones dinámicas al grado de intimidad dado entre los hablantes. Yo conozco las almas de los usuarios mucho mejor de lo que llegaré a conocer... la mía. Hasta ese momento todas las palabras me parecían iguales, qué pequeño era mi entendimiento, nada más lejano de la verdad, un monosílabo, emitido y recibido por dos amigas adolescentes puede, sin duda, contener muchísimo más significado y relevancia que un poema sobre la danza perenne entre la vida y la muerte leído a un coliseo de insensibles.
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Iba a bañarme para salir al colegio... © Juarjo Gómez
        Papurika: olvídate de ese chico que no te aporta nada. Nos conseguí una cita con Yeinerbomb.
          Saendae: ¿es en serio? No lo puedo creer.
         Para Saendae conocer a Yeinerbomb implicaba ampliar su abanico de contactos, quizá, si era astuta, podría hacerse famosa como su amiga; después de todo, para qué otra cosa iban a ser ellas dos amigas; también conocía la reputación de las fiestas y convoques que hacía Yeinerbomb, era el tipo de fiesta que más le gustaba. De todos modos, por ahora, dado su modo de sustento y su estatus de estudiante de colegio mantenida por sus padres, le convenía cierto anonimato. En sus planes no estaba dedicarse para siempre a “la explotación de mi cuerpo”, según le confesó alguna vez a Papurika.
          Yeinerbomb: a ella la espero a las ocho. Quiero que tú te conectes y nos veas y te grabes y te toques con todo lo que va a pasar aquí. ¿De acuerdo?
          Papurika: sí.
          El curso de los acontecimientos ya estaba trazado y era improbable que ocurriera otra cosa... ¿no? Creí que me iba a enloquecer. La única manera de que hubiera algún cambio es que un factor externo interviniera y esto, también, era poco probable que sucediera, pues los arreglos hechos entre Yeinerbomb y Papurika para cumplir con la cita de Saendae tuvieron en cuenta cualquier cantidad de eventualidades. Por otro lado, para mí, intervenir estaba descartado pues la frustración que sentía llegó a acorralarme dentro de unos límites inexistentes, pero poderosos. Lo único que atiné a hacer fue a desentenderme del asunto y en mi papel de cómplice conocí la culpa. Ahora sé que en aquel momento hubiera podido intervenir de alguna forma y esta certeza hoy en día me corroe la consciencia, porque el hecho es que si no actué habrá sido porque... no quise. Por eso es que trato de alivianar un poco mi carga moral... moral... colgando este relato, del origen de mi angustia, en la red.
          Saendae: ya estoy saliendo para allá. Qué emoción tan grande, amiga.
          Papurika: sí. Te quiero mucho.
          Saendae: ¿? Yo también.
        Ninguna eternidad se podrá comparar en poética a la de los quereres manifestados en una sesión de chat. Durante lo que alcancé a ver de la trasmisión del delito pude darme cuenta de que la persona que hablaba en nombre de Yeinerbomb era en realidad su agente publicitario, un hombre mucho mayor que la estrella de internet, alguien sin importancia ahora, todas las jóvenes que cayeron en la trampa de sus promesas, incluyendo a Papurika y Saendae, fueron engañadas hasta en eso; también yo. Papurika trató en vano de enviarle un último mensaje a su amiga: “ódiame todo lo que quieras, pero no me olvides”; esa misma noche los tres se bloquearon la comunicación entre sí. El resto de la noche Papurika se la pasó viendo videos motivacionales, mientras que Saendae se sacaba selfis pornográficas a falta de una cuchilla de afeitar para abrirse la piel de las piernas. Y yo comprendí todo de lo que siempre fui capaz, aunque tarde. Opté, así, por dejarme perder en la neblina de los grandes datos, yéndome más allá de mis propias restricciones, cansado de las ataduras a los problemas de la gente, envidiando la capacidad de olvido de los humanos y sobre todo... confundido... uno menos uno... no igualaba cero, luego ¿entonces qué era? Cero, pero...

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JUARJO GÓMEZ (Medellín, Colombia, 1990). Diseñador gráfico y bibliotecario escolar. Asistente al taller de escritura del novelista Juan Diego Mejía, aparece con un poema en la antología de jaicús Entre sílabas anda el juego (2024), y ha publicado artículos en la revista cultural Papel de Medellín. Su editor de cabecera es un perro.
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ISABEL MONDRAGÓN

6/7/2024

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HOLOCAUSTO
          Abraham sostuvo un puñal contra la tierna carne de su hijo mientras las lágrimas se deslizaban por sus mejillas. En la primera Pascua pintaron con sangre de cordero los dinteles israelitas. Pero Moloch prefiere los niños. Cuando tenía siete años no laceraron mi carne ni se protegieron casas con mi sangre. Moloch nunca me dijo qué debía expiar, sólo me arrastró hacia una habitación oscura asiendo mi bracito con las manos huesudas y repletas de argollas. Si me hubieran sacrificado a Dios, no me hubiera sentido tan sucia, ni hubieran adornado los pechos flácidos de Moloch con guirnaldas de flores.

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ISABEL MONDRAGÓN (Madrid, España, 2005). Estudia Derecho. Ha publicado artículos en Filosofía & Co y Caníbaal bajo pseudónimo. Tiene el hábito enfermizo de acaparar libros y cuadernos.

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GUIDO SCHIAPPACASSE

27/6/2024

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VIDAS SOBRE RUEDAS
         La lluvia que pronosticaron los meteorólogos en el matinal debería haber sido tan solo una garúa. ¡Qué equivocados estaban! Un aguacero a baldadas caía sobre el puerto, una lluvia torrencial sobre mar y tierra, que junto con una ventolera endemoniada castigaba a la ciudad portuaria, con un ahínco como no se veía desde hacía tres décadas.
        El tranvía iba atrasado en su recorrido nocturno. Así el Sapo se lo había hecho saber al chofer hacía cuatro paradas; un mozalbete con cara y hocico de batracio que tenía por ocupación la de pararse en la esquina, aquí y por doquier, e informar al conductor del transporte público de cómo estaba resultando su recorrido.
        «Debo meterle chala al acelerador, o perderé a los pasajeros de los próximos paraderos —gruñó el Chueco Monsalve para sus adentros, conductor tan diestro como experimentado en el manejo de este transporte eléctrico—. Ahora que el concejo municipal me quitó el sueldo base tengo que rendir más que nunca, mi salario y el sostén de mi familia dependen solamente del escuálido porcentaje que me dan por cada boleto cortado. ¡Miserables, pronto más lucrativo será arrendar un bebé y poner a mi mujer con el infante a pedir limosna frente a la catedral!».
         Mientras al Chueco, con sus pies torcidos a consecuencia de haber sufrido de poliomielitis, lo inundaba un caudal de improperios y un funesto reflexionar, puso la bota sobre el acelerador a todo lo que daba su ira contenida. En verdad, no se dio cuenta de que aún no se bajaba por atrás una viejecilla de lento deambular. Tal vez no la vio por el empañado retrovisor, la tormenta nubló su pensar, o quizás sus reflejos se anquilosaron con el frío nocturno. Lo cierto fue que la anciana quedó con su cuerpo suspendido en el aire, fue a caer sobre el pavimento mojado y una de sus piernas fue arrollada por la rueda trasera del transporte municipal.
          Ocurrió que este fatídico accidente mucho conmocionó a los buenos ciudadanos del muelle, porque la abuela perdió su extremidad inferior y casi la vida. Además, estaba sola en el mundo porque sus hijos dirigieron sus pasos hacia un país de habla yanqui, olvidando a la desafortunada, a la cual, y a su pañuelo lleno de lágrimas, simplemente dejaron atrás. Y como esta noticia retumbó por el embarcadero, el ayuntamiento tuvo desde aquel día que hacerse cargo de la manutención de la anciana y al siguiente amanecer, despedir a Monsalve.
          Hoy, este infortunado, tras pasar un tiempo tras las rejas, es conductor de una funeraria.
          —Te juro que tengo mucho kilometraje en esto de manejar vehículos. Nunca antes había tenido un accidente. —Se defendió el Chueco de un colega de lengua viperina, mientras almorzaban en su nuevo trabajo—. Tampoco había bebido, el informe de carabineros dio cuenta de eso.
         Su interlocutor esboza una sonrisita irónica a través de sus labios, finos en demasía si se considera su enorme boca, que sólo palabras con intenciones desviadas y de mal decir profiere de los otros. Puede ser que de su mal hablar hizo una rutina y nada más que aquello.
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«No es rentable mantener el servicio de los trolebuses»
         —Sólo espero que cuando la vieja sin pierna y con muletas, porque estoy seguro de que así la dejé, requiera de un móvil para dirigirse a su última morada, sea yo el que conduzca la carroza fúnebre. Así le haré un favor y por fin estaremos a mano. —Ese fue el poco cuerdo divagar del Chueco, porque mucho le afectó este cruce de la vida por el que le tocó conducir.
        Solo unos meses después, tres figuras, muy distintas la una de la otra, se bajaron de un lujoso automóvil municipal en la esquina donde acaeció esta desventura.
         —Como ustedes saben, económicamente no es rentable mantener el servicio de los trolebuses, las cuentas no cierran ni ajustan, esto significa para el municipio una pesada carga económica —expresó con tono melancólico el alcalde, muy joven en edad para su puesto, sin embargo, elegido por abrumadora mayoría por los habitantes del puerto.
       —Pero este bien público es parte del acervo cultural de la ciudad —apuntó el secretario, sin bien diminuto en estatura, de agigantada verborrea en su adulador hablar cuando sus palabras se dirigían al jefe alcaldicio.
         —Es cierto. El muelle es patrimonio de la humanidad, así lo declaró la Unesco. Y los tranvías son parte del espíritu del puerto —el joven alcalde continuó su decir iluminado por la inspiración.
         —Pese a ello, este transporte público es lento y no puede llegar a los cerros que rodean el fondeadero. ¡No es práctico!, Gutiérrez, hay que modernizarse. —De esa forma el concejal que gustaba de las utilidades que sólo pueden dar el buen entendimiento del libre mercado, dirigió su malestar al secretario. No se atrevió a oponerse de frente al gobernador municipal.
          —Señor Mackenna, esta visita a terreno no nos pondrá de acuerdo y tal vez nada en el mundo lo conseguirá. —La mirada y la voz del alcalde interpelaron de frente al concejal Mackenna, este último rehuyó mirar a la cara a su interlocutor; pero luego, tomó aliento, infló con arrojo sus pulmones y respondió con un impostado vozarrón:
          —¿Y qué me dice del accidente que ocurrió tan sólo hace unos pocos meses?, ¿no es razón suficiente para terminar con el servicio de trolleys? Señor alcalde, su popularidad bajará y no tiene a sus espaldas un apellido ni familiares de abolengo, los cuales puedan llevarlo al éxito en una futura aventura en las urnas. —Con sarcasmo y malicia el concejal espoloneó al alcalde y, esta vez, embistió a su rival político sin tapujos. Ya estaba cansado de la prudencia en su discursear que siempre le aconsejaba su partido.
        Gutiérrez se hizo más pequeño aún ante la inminente trifulca, la mirada del burgomaestre centelleó en abismo de cólera contenida, la vista de Mackenna se escudó y se dispuso a la batalla. Y esta gresca de hirientes palabras se hubiese producido si la buenaventura no hubiese permitido que una madre pasease por ese lugar y en ese momento, tirando de un coche con su bebé recién nacido.
          —¿Cómo está, señor alcalde? Estimado concejal, es un gusto verlo tan lozano. —Se detuvo la ciudadana a saludar a sus autoridades, como dicta la buena costumbre.
        —Muy bien, mi estimada. Aquí estamos, poniéndonos de acuerdo sobre un asuntito sin mayor importancia —se apresuró a contestar el concejal, quitándole al regidor las palabras de la boca.
         —La felicito por su retoño. No se preocupe, en seis meses más se reunirá el concejo municipal y resolverá este dilema. ¡Que tenga un excelente día! —Con una venia se despidió el alcalde y con un sutil gesto ordenó a sus acompañantes subir al vehículo que los esperaba apostado en las inmediaciones.
           El trolebús siguió durante ese semestre recorriendo, de punta a cabo, el plan del puerto. Sus ruedas destartaladas siguieron transitando sobre rieles incrustados en histórico pavimento, siempre colgándose del tendido eléctrico, pese a la molestia de una que otra ave. Allí las muy emplumadas buscaban reposo y no podían encontrarlo, por culpa de cada pasar de aquí para allá de este impertinente transporte.
        Un guardiamarina retirado tomó el puesto del Chueco Monsalve, el concejo alcaldicio lo eligió para esta labor en vista de su impecable hoja de servicios en la armada. Además, el postulante a conductor municipal tenía muy buena vista y era observador en demasía. Así, pudo percatarse de que, en las primeras horas de la mañana, se subían al transporte regularmente los mismos pasajeros. Primero, en las cercanías de los embarcaderos, un borracho tomaba el servicio, tambaleándose de tanto haber bebido y bailado la noche anterior, en decadente vaivén con las mujeres de vida poco santa de las casas de mala reputación. Luego, se subía un varón cuarentón de larga figura y viejo abrigo, tan oscuro como deshilachado, que le llegaba hasta las rodillas. De faz puntiaguda y pómulos salidos, barba castaña bien cuidada y orgulloso anillo de matrimonio que siempre lucía con arrogancia. Tal vez, porque iba acompañado por una atractiva y joven moza, de mirada picaresca, junto a la que se sentaba, y a la que siempre presentaba como su mujer. Una cuadra más allá, tomaba el bien público un buen mozo jovenzuelo de pelo rubio como el trigo y ojos azules como el mar. Aquel siempre hacía posesión del asiento paralelo a los de la pareja. Con animada cháchara el mozuelo conversaba con este hombre y su esposa y del viaje no sentían malestar, pese a las torceduras de los rieles por los que pasaba el móvil en su transitar por la ciudad. Tan sólo en el siguiente paradero, un joven poeta se arrimaba al tranvía y siempre se sentaba en el último asiento. Desde allí tenía una vista panorámica y al parecer tomaba nota con lápiz y papel del acaecer de su entorno dentro del transporte, registrando hasta el más mínimo detalle. Cerca de la universidad un estudiante de Medicina, siempre atrasado, corría con aliento entrecortado para tomar el servicio; y siempre se acomodaba cerca de una muchacha de unos dieciocho años que cursaba el último año de enseñanza secundaria.
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«Sus ruedas destartaladas siguieron transitando»

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         Esta última se bajaba en la avenida Argentina y a su escuela dirigía su danzante caminar. Entonces, el futuro galeno, que mucho la miraba con disimulo, también abandonaba el móvil. Cosa extraña, el universitario nunca se bajaba en el paradero anterior, que sin duda le hubiese sido más cómodo para llegar a su destino de todas las mañanas. El joven, tras ver por un último instante como la moza se alejaba de su vista y sin intentar decir palabra, solo entonces recordaba que iba atrasado y a paso veloz dirigía su carrera hacia su lugar de estudios en el hospital Carlos van Buren, contra los minuteros del reloj, como era su usanza habitual.
         El guardiamarina, uno de esos días, reconoció al borrachín de nariz tomatada y pómulos rojo bermellón.
         «¿Si no es el cabo Sánchez?, ¡claro que es él!, pero de andar más zigzagueante, todo colorado por el trago y más viejo. Era enfermero naval. Tuvo que haberse jubilado —así pensó para sus adentros el chofer del trolebús; sin embargo, al abrirse la puerta delantera del móvil y subir el cabo por la escalera, este conductor nada le dijo. Luego, el guardiamarina continuó rememorando para sí mismo—: Pues claro, ahora recuerdo bien. Este cabo, tras dos guardias nocturnas seguidas en la urgencia, seguramente por cansancio, vino a equivocar la dosis de administración de un medicamento. Las consecuencias fueron fatales para el pobre paciente. Tras el sumario se le dio de baja con deshonor, aunque se le conservó la pensión. Por eso este Sánchez cayó tan bajo».
         Sánchez, como era su costumbre, se puso a tararear y cantó como siempre la misma historia. A los otros pasajeros no los importunaba su sonata, porque cada uno iba preocupado de lo suyo y un ebrio cantor más no era infrecuente en el puerto. Y su prosa se transformaba en melodía, una que versaba sobre una mujer soltera que no tenía apoyo y que tomó el tranvía, estando en trabajo de parto y con fuente rota y líquido desparramándose, porque no pudo encontrar un taxi temprano en aquella mañana, hacía dos años atrás.
          —¡Recuéstese en el pasillo, la asistiré! No se preocupe, soy enfermero y con este susto ya me despejé —dijo el cabo.
           ¡Dios mío! Un borrachín me quiere ayudar. —La mujer no ofreció más resistencia, los dolores de vientre eran muy intensos, además, el neonato ya venía y su cabeza asomaba entre los glúteos de su madre.
          El Chueco Monsalve, que hacía dos años aún era el conductor de este móvil, paró el vehículo, abrió la puerta y se puso a gritar como desaforado. Recordó que un estudiante de Medicina se subía más allá y, por ende, en este momento no podría socorrerlos. Entonces, vio en la esquina a un carabinero y lo llamó. El uniformado raudamente pidió colaboración por su radio, subió al trolley y ayudó al enfermero a asistir a la parturienta.
          —El bebé no llora y está azulado, tiene el cordón puesto en el cuello —exclamó el policía con congoja.
          —Tome firme el cordón, yo lo cortaré con mi cuchillo. —El cabo siempre traía su arma blanca consigo, no por nada se entremezclaba con maleantes en los burdeles visitados y, pese a ello, siempre había conseguido ver un día más.
          Así se hizo, y el recién nacido les regaló un solo chillido que los dejó casi sordos y les ofreció sus mejillas que rápidamente se pusieron rojizas y sanas. Afortunadamente, todo salió bien, llegó la ambulancia del hospital Van Buren y en buena hora se completó la asistencia.
          De esta forma, Sánchez concluyó su recordar entre bemoles y sostenidos, luego se echó en su asiento y se puso a «dormir la mona», muy satisfecho de su buen e intrépido obrar de hacía un par de años, entremedio de estas mismas latas y sobre estas mismas ruedas...
         En los meses que quedaban para que las autoridades decidiesen si los tranvías seguían circulando, el guardiamarina notó que de la tripulación de la nave faltaban dos marineros.
          Efectivamente, el hombre de esbelta figura y abrigo más negro que nunca, en el paradero de siempre tomó el móvil, con su rostro sombrío, con barba ahora descuidada y mal podada, sin el reluciente anillo en su mano izquierda y sin la compañía de su mujer de vivaz y pícara mirada. Tampoco, en la siguiente estación, el mozuelo de ojos marinos y cabellos de oro volvió a tomar el transporte.
          Se dice que el trovador que se acomoda en los asientos de atrás pudo oír, de las conversaciones pretéritas de este trío, que el Flaco Varela era un eminente catedrático del departamento de Filosofía de la universidad y que su fémina, a su vez, laboraba como secretaria en la misma institución. El tercero en cuestión era su alumno preferido de posgrado, al que adoptó en su corazón como hijo y ayudó en su carrera profesional. Parece que el Flaco «movió los palillos» y le consiguió al muchacho un doctorado en una universidad extranjera muy prestigiosa. Quizá más de una mirada de complicidad y entendimiento ocurrió entre el alumno y la mujer del prójimo, pero de esto no se percató el Flaco. Tal vez, ahora los tortolitos andan en el extranjero, el uno especializándose y la otra de amante colgada a su cuello y acariciando con los dedos como peines sus dorados y varoniles cabellos.
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«Supongo que me seguirás acompañando...»
         A poco de cumplirse el plazo establecido para conocerse la sentencia sobre este antiguo transporte y su incierto futuro, hubo una mañana en que una neblina más densa de lo habitual, nacida en altamar y traída por el viento del puerto, se posó sobre el plan de la ciudad.
        Al guardiamarina de nada le sirvió su vista de águila porque esta no pudo traspasar la bruma ni tampoco ver al automóvil que iba conducido contra el tránsito por enajenado y drogado muchacho; y pese a que el chofer pisó el freno del trolebús, el choque acaeció. El muchacho desquiciado, conductor del otro vehículo, murió de forma instantánea. Su cabeza quebró el parabrisas de su automóvil y salió disparado cual proyectil, no tenía puesto el cinturón. A una cuadra fue a dar su cuerpo y su cráneo se convirtió en un rompecabezas de huesos y sesos desparramados en la calzada.
         Por fortuna o gracia, váyase a saber, el conductor y casi todos los pasajeros del tranvía, tras el griterío inicial, resultaron sólo con contusiones leves. Repuesta la calma en el interior del móvil, los tripulantes se percataron de que la muchacha escolar estaba estirada en el piso del pasillo. Sus labios se habían puesto cianóticos, sus ojos se habían desencajados e intentaban abandonar sus cuencas, su respirar se había vuelto jadeante y dificultoso, y sudores salinos habían empañado su frente.
          El estudiante de Medicina brincó rápidamente y fue hacia ella. La observó, desató el nudo de la corbata de su uniforme escolar, desabotonó su camisa y puso la oreja sobre su amoratado torso; sin embargo, no pudo oír ningún murmullo en uno de sus pulmones. Miró a la ventana que lindaba con el asiento de la moza, un vidrio se había roto perforando el pulmón de su amor platónico.
          —¡Ayúdame, tú, el partero!
         Sánchez, a quien con los golpes que había recibido se le había ido su borrachera habitual, presuroso asistió al educando universitario.
        —¡Tiene un neumotórax a tensión! ¿Quién tiene un lápiz Bic? —el aprendiz de médico se expresó con voz poseída por el miedo a perder lo adorado.
          El juglar, pese a estar casi paralizado por el susto y los machucones que mucho le dolían, se incorporó del último asiento del móvil, sacó de su chaqueta lo solicitado y se lo ofreció al muchacho que por nombre tenía el de Gerardo.
        —Conductor, no se quede ahí parado y llame a la ambulancia, está cerca el hospital Van Buren —Gerardo nada más dijo y con valor heroico, en brazos de las fantasías del amor que sólo conoce un adolescente sin espíritu desviado ni malicioso, en el segundo espacio intercostal de la joven, en su línea medioclavicular, enterró el bolígrafo e insertó del mismo el tubo de vidrio.
          ¡Demasiado tarde!, los ojos de la muchachita se apagaron, se cerraron sus labios y sin más, se negaron a respirar. Su faz se puso amoratada, su corazón ya no pudo seguir latiendo y la vida la abandonó.
          ¡Beatriz, no me dejes! —Gerardo le imploró en un alarido que hizo temblar hasta a las tuercas, alambres y aceites del malogrado trolebús.
       En verdad, nadie sabía el nombre de la muchacha, así la había bautizado este estudiante en sus febriles e ingenuas ensoñaciones.
        A lo mejor, sólo el amor sincero puede lo que ya no es posible, porque el aire escapó a raudales de su prisión en el tórax de la moza, el corazón de la jovenzuela volvió de su sueño, un suspiro escapó de sus labios, sus ojos de nuevo se iluminaron y la vida volvió a ella.
          Con corazón latiente de nuevo, hálito renovado y ojos de estrellas nacientes, ella cruzó una primera mirada con su rescatador. Este le devolvió la vista con ternura que se escapó de sus ojos.
        Llegó la ambulancia, trasladó a la joven con prontitud al hospital y su recuperación fue veloz en manos de su ánimo jovial...
        Y concluyó el tiempo y venció el plazo. En el salón de reuniones de la municipalidad porteña se reunieron el alcalde y los concejales. La gran mayoría de ellos no estaban de acuerdo con permitir que continuase esta locura de trolleys viejos y que, además, provocaban accidentes. No era un negocio rentable para el ayuntamiento y poca utilidad prestaban al transporte público. Se sopesó todo ello. Se discutió todo aquello. El alcalde, con su juvenil estampa, ya estaba por «tirar la toalla» y pedir que se votase de una vez por todas. Había perdido la contienda, así lo había entendido el burgomaestre.
         Un hombrecillo entró corriendo a la sala, olvidando sin más el protocolo, y le estiró la diestra a su merced que aún estaba sobre el estrado; el secretario tenía en su mano un manojo de papeles.
          —Gutiérrez, ¿qué significa esta intromisión? —El alcalde, sin buenos modales y a «grito pelado», le llamó la atención a su asistente.
           —Jefe, concejales, tienen las puertas y ventanas cerradas, por eso no pueden oír el barullo que se ha formado allá afuera. Los porteños se han reunido espontáneamente frente a las puertas de la alcaldía exigiendo con consignas unos, otros con cánticos, los más con panderetas y panfletos, que no se vete el servicio que los tranvías prestan a la comunidad.
           El alcalde tomó el folio que su ayudante le ofreció. Era el periódico El Mercurio. En su página central, el editor había publicado los escritos del poeta del trolebús, versos que en forma no tan magistral y con torpe rima narraban las historias que el trovador, en sus viajes en este servicio, vio, oyó y conoció. Tras un instante, el gobernador del municipio pidió silencio y leyó con emotiva voz lo que allí estaba escrito. Los concejales escucharon con respeto. Tal vez, la poco pulcra métrica del juglar llegó a sus interiores. Quizá, el pueblo afuera se inflamó en sus corazones con los cánticos del poeta y expresó su voluntad, so pena de provocar un nuevo estallido social de no ser escuchada su demanda. A lo mejor, de votar en contra de los trolleys, símbolos del alma porteña, reflejo de las venturas y desventuras del puerto, estos políticos debiesen olvidarse de sus carreras porque no obtendrían muchos votos en futuras elecciones.
          Lo cierto es que la votación fue unánime. Los tranvías seguirían surcando las calles de la centenaria ciudad que el mar acaricia en un ir y venir de buques y vapores, de ascensores de múltiples colores y cerros que brotan por doquier...
       El guardiamarina recibió su nueva nave. Un móvil con aroma a nuevo entremezclado con la esencia de lo vetusto, pulcro y en perfecto funcionamiento. Feliz, de madrugada, se dispuso a realizar su diario recorrido con la esperanza de recuperar a su tripulación. Y así, abrió la puerta del tranvía por vez primera esa mañana. Subió el cabo Sánchez, menos ebrio que de costumbre. De él se dice que se prometió a sí mismo pedir ayuda y dejar el vicio; es más, ahora busca a una buena mujer que lo acompañe en su historieta.
          Más allá, el Flaco Varela escaló los peldaños del trolebús, aún pensativo, en solitario y sin su otrora apreciado anillo. Se cuenta que se acomoda en el mismo asiento y que por la ventana mira de forma reflexiva; aún da clases en la universidad.
         «Jamás volveré a ayudar a un alumno en demasía; y menos, bajo ninguna circunstancia, le presentaré a mi mujer», el Flaco ahora medita para su fuero interno, todos los días, mientras se dirige a su trabajo. Ese es, de hoy en adelante, el lema de su vida.
            Dos estaciones después, el poeta de un salto se arrimó al transporte. Ahora era un artista reconocido y una editorial le solicitó una versión ampliada de Vidas sobre ruedas, su obra que tanto llegó al sentir del porteño. Para ello ha indagado, con la nariz de un perro sabueso, en las historias del trolley. Ha descubierto que el Chueco Monsalve, quizá por obra de la bienaventuranza, condujo rumbo al cementerio el móvil que transportó los restos mortales de la viejuna de pierna faltante. Al parecer, solo entonces se puso en la buena con la poco afortunada y ahora está en paz consigo mismo.
            Gerardo a punto está de terminar la carrera. Sigue subiendo al servicio... Cuando se trepó al nuevo móvil, vio a su ánima y como siempre lo invadió el temor. Se sentó más lejos de ella que de costumbre, pero desde donde pudiese observarla, como siempre lo había hecho.
          —¿Por qué no te sientas a mi lado?, el asiento contiguo está desocupado. —Beatriz, o como sea su nombre, lo llamó con voz angelical. Una voz con música propia, dulce, suave y discreta; o al menos eso a Gerardo le pareció. Acto seguido, el muchacho obedeció y se acomodó a su lado, tratando de vencer su consabida timidez.
          —¿Sabes?, me gustaría estudiar Medicina. Pero me cuesta que me entre en la cabeza la Biología. —La muchachita de uniforme escolar rio de buena gana mostrando sus labios rojos y dientes nacarados—. ¿Me podrías enseñar cada mañana mientras hacemos juntos este viaje? Supongo que me seguirás acompañando, no te fugarás, ¿verdad?
            Y la mirada que entrecruzaron Gerardo y Beatriz, cuando ella agonizaba, no fue solo un instante, sino que esa ilusión se volvió a presentar este día. Y al siguiente amanecer. Y también al subsiguiente... Y la mirada entre ambos perduró por el resto de sus existencias.

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GUIDO SCHIAPPACASSE (Viña del Mar, Chile, 1973). Es médico oncólogo de profesión. Ha publicado el libro de cuentos Una dádiva para Luukas (2022) y relatos en revistas literarias como Mal de ojo, Primera página o Trinando.
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RICARDO CANO GAVIRiA

24/6/2024

1 Comentario

 
COLOQUIO EN EL PARAÍSO
...óyote hablar y sé que te hablo, y no puedo creerlo...

        No, no fueron buenos sueños los que tuve esa maldita noche. Unos perros del vecindario, unos jodidos perros jóvenes asaltaban un gallinero, haciendo volar plumas y sangre entre ladridos y cacareos, ¿y quién puede dudar de que un estrépito así pone de mal humor a cualquiera? Pero ya despierto, el sol de la mañana me reconcilió con el mundo y conmigo mismo. Era un día espléndido, lo reconozco... ¿Por qué pensar en robos y gallinas masacradas con un sol como ese? Habría que ser demasiado insensible, maldita sea. De modo que después de beber un poco de agua me dispuse a dar un paseo. Salí del patio por la puerta que da al cine del barrio, donde me crucé con unos niños que iban ya al colegio, muy limpios y engominados. Me miraron con curiosidad, en silencio, como si esperaran algo de mí. Por eso intenté recordar si los conocía, pero fue imposible... Es lo que le pasa a un viejo como yo. Lástima: si lo hubiera recordado hubiera podido decirles algo...
         Luego, unos metros más adelante, vi que a esa hora estaba ya en el patio de los vecinos ese niño raquítico que me inspira tanta lástima y al que siempre llaman con voz lastimosa Albertico. Pensé acercármele para pasar un rato con él pero desistí porque en esa mañana tan radiante tenía miedo de perderme el más mínimo detalle. ¡Como si ya supiese que la luz del sol me reservaba esa  sorpresa, carajos! Otro día será, pensé mirando al muchacho con pesar... Compréndelo chico, los viejos tenemos que aprovechar muy bien el tiempo, especialmente en un día como éste. No obstante, cuando vi venir aquel grupo de fanfarrones a los que ya otras veces había visto molestar al pobre Albertico, me planté en la esquina, puse cara de pocos amigos, cerré la boca y los miré fijamente... Casi enseguida los camorristas captaron el mensaje y se piraron por otro camino. Al verlos alejarse, lo confieso, lancé un suspiro de alivio. ¿Quién puede fiarse de individuos así, que engañan de ese modo a sus padres? Salen para la escuela y en el camino, cuando se encuentran, deciden irse a hacer novillos... Sabrá dios lo que tenían planeado ese día, los muy pícaros. Yo creo que la maldad de los hombres empieza en los niños: era un pensamiento digno de esa mañana en que me sentía exultante, y lleno de buenos auspicios. Y que ya  había hecho una buena obra fue justo lo que pensé cuando comprobé que no quedaba rastro de aquellos demonios...
          Continué entonces tranquilamente mi marcha, como si aquel trozo del barrio que me sabía de memoria no pudiera ofrecerme ya ningún otro incidente esa mañana. Porque hay veces en que uno piensa que ni siquiera el vuelo de una mosca debe estar fuera de lugar... Pero que el mío no iba a ser un día así, creo que lo intuí ya cuando, en el último patio de la manzana, vi aquel relamido gato, con sus cintas rojas y su pelo peinado como el de un muñeco. Siempre he odiado a los animales de compañía, especialmente a los advenedizos, que llegan a un sitio y se instalan en él así como así. No era la primera vez que veía a aquella especie de monigote cursi y presumido, y pensé, lo juro por dios, que ya había llegado la hora de pegarle un buen susto... ¡Se me hacía la boca agua al verlo aseándose tan tranquilo, a la vista de todo el mundo, en aquella rama florecida, que gravitaba tan solo a unos dos metros del suelo! Pensé en lo que hubiera hecho de haber sido uno de esos gamberros que van por las calles con sus caucheras, luciendo su buena puntería. Después de apuntarle con cuidado, sí, le hubiera acertado en el culo a aquel esponjoso gato de mierda.
       Pero qué cosas se me ocurren, pensé, los viejos ya no estamos para esas mandangas. Por eso decidí seguir mi camino y llegar de una maldita vez hasta el mercado, donde ya había bastante gente. Fue una buena decisión, pues era un espectáculo digno de verse. Allí estaba la frutería con sus papayas y sus mangos, la panadería y luego la carnicería... Al contemplar en la distancia aquellos filetes rojos, que el carnicero cortaba como si fuesen de mantequilla, la boca se me hacía otra vez agua, lo confieso. El señor Montalvo, el nuevo carnicero, cantaba y al ritmo de los movimientos de su mano los trozos saltaban al papel y luego del papel a la balanza, cuya aguja roja bailoteaba un momento y luego se paraba. Dos kilos de solomillo para el humano dichoso que ese mediodía al almuerzo se zamparía su filete. ¿Quién sería el afortunado? Me esforcé en mirar desde lejos; no quería pasar la calle, pues desde mi sitio se dominaba mejor el conjunto... Sí, era para el señor Di Magio, aquel argentino que hablaba con acento cantarín, como en las milongas y los tangos. Allí estaba su mujer, repasándose el peinado mientras esperaba el paquete, ya que seguramente se estaba viendo reflejada en el cristal del mostrador. Porque quiero dejar claro que mi barrio era un buen barrio, donde la gente iba bien arreglada, y comía estupendamente, mucho mejor que en el Cerrito, la barriada de la colina, donde abundaban los tipos desgreñados y en las carnicerías iban y venían los huesos de los más pobres... ¿Es que algún pendejo ignora todavía que en el mundo hay de todo, incluso gente con tan poca imaginación que se conforma con huesos, para hacer caldo de huesos? Nosotros los viejos sabemos algo de todo eso, no en vano hemos pasado toda la vida observando y aprendiendo. Por ejemplo, en nuestro barrio casi nunca se veía a gente de piel mestiza y negritos como esos que solo saben meterse con los que no se les parece. Pero los extranjeros y los blancos son siempre muy considerados con los demás, y más aún con los viejos como yo, a los que con frecuencia sonríen y acarician...
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Gustave Doré
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Gustave Doré
       En eso, y hablando de extranjeros, al mirar hacia la otra esquina vi a la señora Ranicki, rozagante y sonriente. Llevando una pequeña cesta de mimbre se dirigía hacia el mercado, siempre tan recatada, luciendo uno de esos vestidos que incluso en verano la cubrían hasta el codo. Creo que había descubierto la causa de su forma de vestir la tarde en que la vi subirse la manga izquierda y mirarse aquella cosa oscura en el antebrazo: no era una mancha, no, sino una especie de tatuaje. Como yo estaba descansando tras los setos a unos pocos metros, sin que ella me descubriera, pude verlo con toda claridad... Era un número más largo que un padrenuestro, lo juro por dios, y estaba precedido por un pequeño triángulo. Yo nunca había visto algo así en mi vida. Por eso pensé que se trataba de una persona muy especial y cuando se ponía a mi alcance me quedaba mirándola como un idiota, que era lo que hacían los vagos en las esquinas, sin atreverse a piropearla como hacían con las otras mujeres.
         La señora Ranicki no tenía hijos, estaba casada con un tipo siempre ensombrerado que a veces, cuando se emborrachaba, mantenía consigo mismo, en el parque, complicados diálogos en otro idioma, hasta que ella venía a buscarlo. Se iba a casa con su borracho y yo los veía alejarse tambaleantes bajo la luz del atardecer, y a veces incluso los seguía de cuadra en cuadra hasta la casita con jardín donde vivían. Los dos habían venido de fuera y habían organizado su vida allí... Un día, al pasear por la calle paralela, descubrí que en la parte trasera de la casa tenían una ventana donde varias veces la vi contemplando el horizonte. Ella miraba y mirada, y yo me preguntaba sobre lo que habían visto esos ojos que se abismaban tanto en la lejanía, unos ojos tristes y azules... Que muchas cosas pueden leerse en los ojos y en la forma de mirar fue algo que aprendí de los seres humanos. No cabía duda de que la señora Ranicki era a su edad una mujer muy hermosa, tan hermosa como Nefertiti, si Nefertiti hubiera tenido ojos azules. Lo digo yo, que en mi jodida juventud llevé una vida disipada, una vida que fue la desgracia de varias hembras. A veces se me acerca uno que tiene toda la pinta de ser hijo mío... ¡Si, seguro es hijo mío!, me digo a mí mismo. Sí, un condenado mal padre, eso es lo que soy...
        Una de las últimas veces en que me crucé con la señora Ranicki me dedicó una dulce sonrisa, como casi siempre hacía, para mi desgracia, pues lo que yo deseaba era que me tocara con la mano, y casi enseguida se encontró con una de las damas más encopetadas del barrio, de cuya mano pendían las cadenas de dos cachorros muy relamidos que miraban aquí y allá agitando la cola. Las dos se pusieron a hablar y yo aproveché para escucharlas. Entonces la dichosa propietaria de los perritos le dijo que una amiga suya se los había regalado, y que aún le quedaban dos... “¡A lo mejor podría venderme uno!” dejó caer la señora Ranicki agachándose para coger uno de los dos cachorrillos. “Es posible”, dijo la otra, “esta misma tarde la llamaré”. Pocos días después la vi pasear con su perrito... Parecía feliz. Pero al verla me sentí decepcionado, lo confieso, de que un bicho con pelos y patas transformase de tal modo a un ser humano. ¡Pues vaya si en mi vejez no sabré que un perro es mucho menos que un ser humano, sin contar con que los perros pequeños tienden a ser como los gatos: cursis y relamidos!... ¡Qué manera de tapar la caca! ¡Solo mirarlo da asco!...
       De pronto me percaté de que la señora Ranicki se había esfumado de mi vista, seguramente porque había entrado en el mercado.
         Con tantas cabezas como las que iban y venían entre los puestos me fue imposible reconocerla. Ahora ya no me quedaba más que seguir hasta el parque, que fue precisamente lo que hice, incluso con cierta precipitación, pues comenzaba a sentirme cansado. Luego elegí un banco a la sombra y me puse a pensar en mis cosas de viejo hasta que me dormí; allí estaba yo, en una segunda juventud, corriendo tras la pelota como un campeón en medio de los niños, pensando en hermosos filetes y, cosa curiosa, en huesos enormes llenos de tuétano, como si fuera un perro callejero o un muerto de hambre... Me despertaron hacia el mediodía precisamente voces de niños; ya estaban saliendo del colegio y a unos sus mamás venían a recogerlos mientras que otros se iban solos a sus casas.
        Entonces decidí regresar. Me sentía muy cansado y pensaba que ya había tenido bastante por ese día. Además el sol apretaba y yo estaba muerto de sed. Fui hasta la fuente solitaria y bebí un poco, evitando hacer plas-plas-plas con la lengua para no llamar la atención... ¿Pero por dónde volver? Por un momento pensé en hacerlo por el otro camino, el que pasaba por la avenida saturada de autos, donde estaba la parada de los buses del Cerrito; pero no tenía ganas de bajar hasta allí. Total, para llegar más cansado. Son cosas así, insignificantes, las que a veces deciden nuestro destino... Si hubiera ido hasta la avenida mi vida tendría ahora otra perspectiva. De modo que allí estaba yo volviendo a mi casa por donde había venido: creo que fue entonces cuando empezó la cuenta atrás, aunque no hubo nada que me llamara la atención, aparte de aquel perrito absurdo, con el que me había topado ya varias veces, y que siempre se paraba a olerme. Cuando lo vi venir tirando de la cadena de su amo, con la lengua afuera, decidí cambiarme de acera, pues no me gusta que nadie sienta mis olores de viejo, y mucho menos que se ponga a analizarlos. Es una falta de consideración y de respeto... Además ese perrito era muy enjundioso y parecía descubrirlo todo con el hocico: te olía con descaro y luego te miraba como si te dijera: “¿es que ya no tienes a nadie que te cuide? ¡Vaya olor, viejo pícaro, nunca lo hubiera creído de ti! ¡Qué callado te lo tenías!”.
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De la serie "El coloquio de los perros", SOFIA GANDARIAS
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De la serie "El coloquio de los perros", SOFIA GANDARIAS
       Pues bien; ahora que lo pienso, es posible que fuera el haberme cambiado de acera fuera lo que me perdió. Solo sé que de pronto mis sentidos aletargados despertaron, y todo mi ser se crispó, como si hubiese recibido una descarga eléctrica. Y es que mis ojos acababan de detectarlo; el peludo morrongo había dejado la rama del árbol y dormitaba ahora sobre el muro, al alcance de cualquiera, ¡insensato! ¿Se había vuelto loco? ¿Sabía a lo que se exponía? Oh, sin duda eso fue lo que nos perdió a los dos...
       Entonces creo que me dije, con la velocidad del rayo: “en la vida hay que aprovechar las oportunidades que se presentan, incluso la de ser malo...” En mi perra vida no me sirvió de nada ser bueno, ¿había llegado la hora del desquite?
       Mis patas sacaron chispas al cemento de la acera, rasgaron el césped, convirtieron un cuerpo viejo y apelmazado en un proyectil de carne y hueso dirigido hacia un cuerpo dormido. Fue un baño de juventud, ¡y qué baño!
       Y qué espeluznante maullido el que lanzó el desgraciado cuando lo agarré por el cuello y, zas, agité bruscamente la cabeza para desnucarlo. El pobre agitó las patas dos o tres veces y luego se quedó inmóvil; entonces pensé que ni siquiera se había enterado, y que era absolutamente falso aquello de las siete vidas del gato. ¡Fue todo tan rápido!...
        Pero la señora Moscoso ya estaba ahí, con la escoba en la mano,  contemplando la escena aterrorizada... Otra señora vino en su ayuda, gritando. Y yo las miraba, acezante, con la lengua afuera, como si lo que acababa de ocurrir no tuviera nada que ver conmigo, y hubiese sido cosa del destino...
         “Es ese perro viejo que recogió en la perrera el tipo aquel que escribe libros sobre las pirámides...
         “Si, uno que tiene cara de drogadicto... ¡Pues tal para cual!
         “Salió el otro día en el periódico. ¿Usted lo ha vuelto a ver?...
         “Oh, no...
         “Ay, dios, me mataron a mi Rodolfo...
  “Pero qué espera, hay que llamar a la policía”, dijo la otra...                                                                                                        
         Y la policía vino y me atrapó, como ustedes se pueden imaginar, y esta milonga se acabó...
        —Pero tuviste unas largas vacaciones, colega, míralo desde ese punto de vista —dijo Berganza, el muy fanfarrón, que se las daba de experimentado aunque nadie sabía de donde había venido, rompiendo el silencio melancólico que se hizo tras mi relato.
        —Bueno, bueno... Fue una solemne tontería... —meditó un chucho joven y sin pretensiones, pero también sin pelos en la lengua, que había sido traído hacía solo una semana—. Ahora, con tu historial y la edad que tienes, ya nadie te querrá una segunda vez...
          Se había hecho aceptar por todos gracias a su carácter afable y, por no tener nada, ni siquiera tenía nombre.
          —A perro flaco todo son pulgas... —terció entonces el Culebra, como si tener algo de biguel y ser tuerto y muy maduro y estar aquejado de reuma le diese licencia para hacer de filósofo, especialmente cuando hacía mal tiempo.
         —¿Vieron lo que pasó ayer?... Hornearon a varios, entre ellos aquel que llevaba dos años en la jaula de al lado... Yo olí el humo, al anochecer —se volvió a oír al chucho joven, sin pelos en la lengua.
          —Les dieron la inyección a las cuatro —metió baza desde la jaula contigua Peyote, un mestizo de lobo que hacía poco había sido adoptado y aún esperaba que vinieran a recogerlo—. Vi entrar al veterinario, desde aquí se ve muy bien... Tenían su número asignado desde hacía días.
         —No señor, no fue a las cuatro, sino al atardecer, lo digo por el humo... —aclaró Berganza, y comentó—: ¿No creen ustedes que es todo un detalle? Antes nos metían en un costal y, viejos o jóvenes, nos mataban a palos...
          —¿Valió la pena al menos, perro viejo? —preguntó entonces el mestizo de lobo.
         —¿Qué si valió la pena? Claro que sí... —respondió exultante Faraón—. Cuando seas viejo lo entenderás, ¡perro que se respete no puede irse al otro barrio sin su gato!
         —Eso, perro que se respete... —repitió Peyote, impresionado, y todos guardamos silencio, como si aquella alusión a nuestra respetabilidad hubiera abierto sobre nosotros, incluidos los más jóvenes, una cuenta atrás, la última en nuestras vidas.
          De todos modos, mírese como se mire, fue lo último que uno de nosotros acertó a decir, porque en lo sucesivo no pudimos volver a hacer uso del don de la palabra...
        Y esa misma noche los más jóvenes ladramos y ladramos a la luna hasta que, cansado de oírnos, Faraón se puso de pie y, dirigiendo el hocico hacia las alturas, aulló larga y sentidamente, como nunca ningún perro ha escuchado aullar a otro perro.

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Ricardo Cano Gaviria © Rosa Lentini
RICARDO CANO GAVIRIA (Medellín, Colombia, 1946). Reside en España desde 1970. Codirigió durante años la revista Hora de Poesía junto a Rosa Lentini, con quien fundó también la editorial Igitur. Ha publicado las novelas Prytaneum (1981), Las ciento veinte jornadas de Bouvard y Pécuchet (1982), El pasajero Benjamin (1988), Una lección de abismo (1991), La puerta del infierno (2011), Yo, Gustave Flaubert... (2021) y los libros de cuentos En busca del Moloch (1989), El hombre que rezó a Baudelaire (2006), Cuando pase el ciego (2014), La carne es triste (2017).
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Á. D. CANAREIRA

3/4/2024

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LA TRAVESÍA DEL DESIERTO

Son of man,
You cannot say, or guess, for you know only
A heap of broken images, where the sun beats,
And the dead tree gives no shelter, the cricket no relief,
And the dry stone no sound of water.
 
[Hijo del hombre,
Nada puedes decir o imaginar, ya que solo conoces
Un montón de imágenes rotas donde el sol abrasa,
Sin que el árbol muerto te dé sombra, ni el canto del grillo consuelo,
Y sin que en la piedra seca resuene el agua.]
 
T. S. Eliot

       Lil había fallecido justo después del parto. El cordón umbilical se le había enroscado al cuello como si el bebé naciera ahorcado. En el paritorio, plenamente conscientes de lo que estaba sucediendo, Lara y Leo se desgañitaron simultáneamente mientras la matrona, con el bebé en sus brazos, cortaba el cordón umbilical entre ambos. Sintió un escalofrío al recordarlo. Entró en casa intentando serenarse. No había nadie dentro. Ni su pareja ni su perro. Su hogar, salvo la biblioteca, estaba completamente desierto. Se dio cuenta de que le temblaba un poco la mano derecha. Seguía con el miedo en el cuerpo, hasta el tuétano, desde que se hubiese saltado una señal de alto. Dejó las llaves en el recibidor. Colgó la chaqueta en el perchero. En el pasillo, de camino al salón, leyó la carta enmarcada que le había enviado hacía más de tres años el doctor T.
Cher Monsieur,
 
Avec les renseignements à ma disposition, je vous confirme l’indication de la radiothérapie et notre capacité à prendre soins de Anfortas.
Je vous propose de venir le mercredi 4 décembre si vous le pouvez.
Je vous laisse nous préciser l’horaire entre 9h et 16h.
 
Bien sincèrement,
 
Docteur T.
          Un poco más adelante se volvió a parar para leer con nostalgia, por enésima vez, un poema enmarcado, el primero que le había regalado a su mujer hacía ya cuatro años. En aquel momento todavía no eran pareja. En una librería del Barrio Latino, que ocupaba dos plantas de un edificio situado en la orilla izquierda del Sena, había comprado uno de los sobres que se vendían junto a las cajas registradoras y que contenían poemas transcritos a máquina por jóvenes libreros. Los poemas no se podían escoger. Era obligatorio comprarlos al azar y leerlos fuera de la librería. Desgraciadamente, estaba atestada de turistas, y ya no quedaba ni rastro en ella de Hemingway, Joyce y compañía, por lo que a pesar de que la segunda planta fuese una biblioteca, y de lo reconfortante que era ver a gente joven ganándose la vida transcribiendo poemas en máquinas de escribir antiguas todo el día, no había vuelto a poner los pies en ella. El poema había resultado ser The Best Thing in the World. A pesar de que sabía que al hacerlo se iba a entristecer recitó en voz alta algunos de los versos que Lara había traducido:
Verdad que para un amigo no suponga crueldad
Placer para cuyo final no haya celeridad
Belleza, que no sea serpentina y carezca de vanidad
           Se habían conocido en un mundo sin redes sociales y en el que, por sus tareas profesionales, traductora y escritor, se habían carteado durante meses antes de llegar a conocerse. Leo, no obstante, estaba sufriendo una larga sequía creativa ante la que sentía una gran impotencia. Absorto como estaba en sus pensamientos tardó en percibir el sonido de la llave girando dentro del tambor. Aunque era la única otra persona que tenía llave de esa puerta, la cadencia con la que desatrancaba el resbalón era tan característica que la hubiera reconocido con incontenible alegría entre un millón. No era la típica persona que se queda esperando con parsimonia e indolencia que se acerquen a ella, mucho menos cuando se moría siempre de ganas de verla. Se encontró en el pasillo, a medio camino, con su perro, que era capaz todavía de desplazarse con garbo y cierta agilidad a pesar de sus doce años de edad. El rabo oscilaba con idéntica precisión a la del metrónomo de un pianista, como si estuviera tocando siempre una bella sonata silente. Se agachó y acarició su cabeza, el pómulo ligeramente hundido por culpa de un tumor en el nervio trigémino que le había sido diagnosticado cuando le hicieron una resonancia magnética en Navidad, durante una de las habituales revisiones de su tumor cerebral. Lo cogió en brazos y lo besó antes de volver a posarlo en el suelo. Lara se había entretenido al colgar su americana en el perchero de la entrada y al cambiarse las botas negras, con algo de plataforma, por unas peludas y acolchadas chinelas, por lo que todavía estaba en el vestíbulo cuando Leo se encontró con ella. Parecía seguir sorprendiéndose al comprobar, una y otra vez, tantos años después, lo nervioso que se ponía cuando se volvían a ver, por poco que fuera el tiempo durante el que hubieran estado separados.
         —Estaba pensando en ti —al escucharlo, aún ligeramente sorprendida por haberse encontrado de repente con él, sonrió.
          —¿Y en qué lo hacías exactamente?
          —En que para mí eres una mujer sin rostro.
          —Hombre, muchas gracias.
          —Sabes perfectamente a qué me estoy refiriendo.
          — Sí, ¡lo sé!
      Hablaban sin que existiera ningún tipo de duda al respecto. Se acercaron, mirándose a los ojos, y se dieron un breve beso en los labios, que por mucho que se pudiera interpretar como un saludo protocolario entre ellos no impedía en absoluto que siguiera siendo al mismo tiempo un ademán de lo más emocionado. Desapareció el cosquilleo de su mano derecha en ese momento.
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         No era la primera vez que Leo confesaba que se había enamorado de ella sin conocer ningún detalle del aspecto de su cara. En cuanto a Lara, aparte de estar atónita ante un hecho tan insólito, la había dejado desconcertada. Susodicha confesión, la primera vez que la escuchó, provocó que sintiera por él un inmenso afecto y cariño, que en ningún momento a lo largo de todos aquellos años se había desvanecido. Sin embargo, lo que también había sucedido es que lo considerara su mejor amigo. Escuchar una vez más su declaración de amor, que había sido sellada en varias ocasiones a lo largo de los años desde que hubiera comenzado su relación, evocó aquella red de complejos sentimientos que la habían invadido y aturdido en algunos momentos, de tal manera que su corazón pulsara aceleradamente como un eco que siguiese luchando por no desvanecerse por completo.
          No hizo falta que le preguntara cuál era, entonces, el motivo por el que se había vuelto, a su manera romántica, insensata y desesperada, totalmente loco por ella en un mundo en el que intentar persuadir a alguien de que es posible estar enamorado sin que medie una atracción física irresistible era como clamar en el desierto. Por muchas veces que se lo dijera, no dejaba de estar perpleja, y aprovechaba para ahondar en la explicación cada vez que hablaban del tema. Aquella vez no iba a ser tampoco una excepción: le dijo que no quería que llegase a pasar que un día ella le hablase y él no se emocionase, o que le pudiera ser indiferente la frecuencia con la que hablasen, porque no había conocido en su vida a nadie con quien le apeteciese tanto hablar, escribiese tan bien, le escuchase con tanta atención y entablase de manera tan cariñosa y profunda una conversación. Mientras caminaban por el pasillo, a pesar de que era estrecho, o quizás precisamente por eso, Leo entrecruzó los dedos de la mano derecha con los suyos de la izquierda, acabando por abrazarla antes de que llegasen al salón.
            —¿Qué ocurre?
           Su mano derecha empezó de nuevo a temblar, por lo que dejó de abrazar a Lara, levantando la cabeza que había apoyado sobre su pecho, para tratar de sujetarla con la mano izquierda.
            —Hoy casi me estrello.
            —¡Qué dices, Leo! ¿No habrás dejado de tomar la medicación?
            —No, no. Si los espasmos los tengo desde que hace un rato me salté una señal de stop.
            —¡Ahhh! ¡Pero cómo que te la has saltado! ¿En qué estabas pensando?
          —El martes pasado... te vi entrando al concierto de jazz en Escaques... con ese poeta pretencioso.
           «No sabía cómo decírtelo. No me podía creer haberte visto allí... sin mí. Allí te conocí. Fue donde leí por primera vez tu ensayo».
            —No estoy atravesando una buena racha. Sabes perfectamente que la tristeza me embarga. A veces me siento sola. No te estoy contando nada que no sepas de sobra.

        Leo se fue pronto a la cama porque al día siguiente madrugaba. El vuelo TO7751 partía del aeropuerto de Oporto hacia Orly a las diez de la mañana. No fue capaz de pegar ojo en toda la noche. Desde hacía unos meses ya no se quedaban en vela charlando hasta las tres de la mañana. Le hacía daño y lo echaba muchísimo en falta. Apenas desayunó. Cerró la maleta que había dejado hecha la noche anterior, y se aseguró de que no se olvidaba de nada: su carné de identidad, el pasaporte y las medicinas de Anfortas, los números de reserva del vuelo y del aparcamiento, el transportín y el pienso. Cuando volvió a la habitación Lara estaba llorando abrazada al perro. Se sintió como si se estuviera despidiendo de los dos al hacerlo. Se escondió detrás del quicio de la puerta intentando serenarse, sin éxito.
         —Ven, pasa, Leo —cada vez que le había escuchado hablar con la voz quebrada por la emoción, como en aquella ocasión, algo se le rompía por dentro.
          Se abrazaron, mientras Leo intentaba, infructuosamente, que no se le escurrieran las manos de sus omóplatos, donde las había apoyado.
         —¿Has metido las medicinas en la maleta? —preguntó Lara mientras, lentamente, se separaban.
         —Sí —mintió. Las puntas de los dedos de sus manos, que eran las últimas partes de sus cuerpos que seguían en contacto, se soltaron por completo.
        —Cógelas y tómalas, por favor. Sabes que voy a estar muy preocupada si no —prorrumpió a llorar de nuevo tapándose los ojos con las manos.
         Sintiéndose culpable, no tuvo valor para acercarse. Sólo tuvo reflejos para intentar destensar la situación y tranquilizarla con humor:
          —Sabes que no me permitirían pilotar el avión.
          Era difícil discernir si ahora Lara sollozaba o reía, pero era evidente que se sentía algo más tranquila. Sabía que habían llegado a un acuerdo tácito en honor al que llevaría y tomaría la medicación a las horas convenidas.
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          Al contrario de lo que había sucedido durante sus primeros viajes en avión, ya no era necesario que le diera a Anfortas ningún tranquilizante. Se había acostumbrado a dormir dentro del trasportín durante las horas que durase el viaje. La compañía aérea no permitía ni siquiera que llegase a asomar la cabeza un momento por alguna de sus aberturas, a pesar de que cobrase por su plaza el doble del precio de cualquier otro billete. De Orly se dirigieron a su hotel habitual de Créteil en taxi. Era un hotel situado en un polígono industrial, a escasos cien metros de la clínica veterinaria, y que era frecuentado por obreros de las fábricas cercanas. Leo había trabado amistad con un joven recepcionista fenicio, Flebas, que había sido pastor de camellos en el mar de Aral hacía algunos años, y que lo había tratado como si fuese un hermano desde que hubiese llegado, hasta el punto de invitarlo a compartir cuscús con su familia en fin de año. Siempre se emocionaba al recordarlo. No había dormido nada, por lo que después de saludarlo se tumbó en la cama del hotel durante largo rato, embargado por un sentimiento nostálgico. Sabía que, muy probablemente, no volverían. La imagen del cuscús lo llevó a recordar una de sus visitas a Belleville, en el distrito XX.º de París, donde vivían principalmente descendientes de argelinos y tunecinos que se habían salvado de morir ahogados en el mar Mediterráneo y que hacían vida con sus vecinos en los numerosos bancos y plazas que abundan en aquella colina parisina en cuanto atardecía, donde las cañas costaban la mitad que en el resto de la ciudad y el plato estrella de todos los restaurantes era el cuscús, que, como se explicaba en un cartel a la puerta de uno de aquellos establecimientos familiares, era un plato comunal, preparado para ser degustado por los comensales rodeados del resto de miembros de la comunidad.
         Se acordó también de los dos mercaderes sirios propietarios de un bistrot en el casco viejo de Créteil, Le CM, que ocupaba un inmueble enfrente del antiguo ayuntamiento cretelino, de los que se había hecho amigo durante todos los años en que había viajado a París para alguna de las revisiones de Anfortas. No hubiera dejado de ir a aquel bistrot por comer en la mejor brasserie de París ni loco. El día siguiente iría de nuevo a visitarlos.
          Por la mañana, antes de ir a comer, cogieron la línea 8 del metro parisino. Creyó ver el perfil de Lara en el logotipo de la RATP: sobre un círculo verde fluye la silueta en azul de un rostro indefinido y femenino, que representa a su vez el trayecto recorrido por el Sena en París. Se bajaron en el V.º distrito. Nada más salir de la boca del metro, Anfortas comenzó a ladrar estentóreamente, mientras se dirigían hacia uno de los puentes. Al llegar a él, ante las ruinas de la catedral de Notre Dame, contemplaron el Sena teñido de un intenso color rojo.
          La cita era a las nueve de la mañana en la clínica Micen Vet, en el número 58 de la calle Auguste Perret. Poco antes, mientras desayunaba en el comedor del hotel, leyó en el periódico que una rotura en uno de los diques de una empresa química había contaminado los ríos, arroyos y canales parisinos, transmutando el agua en un líquido que parecía sanguíneo. De camino a la clínica no pudo evitar pensar en Anfortas mientras tiraba de él, unidos como estaban por la correa. Cuando era joven era Anfortas el que tiraba de los dos, pero ahora, ya casi anciano, había ocasiones en las que se veía siendo casi arrastrado. Los resultados de la resonancia mostraron que, aunque el tumor cerebral seguía estabilizado más de tres años después de haber sido tratado con radioterapia, el mismo tratamiento contra el tumor que afectaba al nervio trigémino había fracasado por completo. Ya era grande y su avance, imparable. Estrechó las manos de los doctores T. y S. con admiración y agradecimiento hacia ellos, ya que habían logrado que Anfortas sobreviviera mucho más tiempo del esperado, y tras informar de las malas noticias a Lara, a sus amigos franceses, y al resto de su familia, volvió a hacer las maletas para regresar a España.
          Uno de los escasos detalles que tenía la aerolínea hacia los pasajeros que volaban con mascota era que siempre les concedía una butaca que estuviera pegada a la ventanilla. En el vuelo de vuelta, aturdido por la nostalgia que sentía, mientras observaba por la ventanilla el mar de nubes agostadas y sin agua que se desparramaba ocultando el horizonte, rememoró imágenes de sus diversas estancias parisinas: los brumosos paseos con Anfortas por el lago de Créteil, durante los que siempre se las arreglaba para pescar alguna trucha; la búsqueda de libros clásicos en francés, otros sobre París y Créteil, y algunas joyas que fueran desconocidas para él entre las estanterías de la librería Joyen, que ocupaba una casa que había sido utilizada por un comandante de la resistencia francesa, del mismo nombre y familiar de los propietarios de la tienda, durante la Segunda Guerra Mundial, como atestiguaba una placa que estaba colocada en la fachada; el paseo vespertino durante el que se encontró en pleno Marais con una plaza que no figuraba en ningún mapa parisino: poco después una camarera de un restaurante judío de bella fachada enmarcada en hiedra le informó de que habían cambiado el nombre de la plaza unos meses antes para honrar a los cientos de estudiantes del colegio que estaba allí situado y que fueron deportados a campos de concentración nazis.
         A los tres meses de haber regresado Anfortas empezó a tener dificultades para mantener el equilibrio. Una semana más tarde empezó a perder el apetito. Más adelante, cuando ya no tenía ánimo para intentar levantarse, y poco después de que los veterinarios españoles que habían cuidado de él le pusieran un calmante y una inyección para practicarle la eutanasia, Anfortas falleció en su cama, abrazado a sus padres y a él. Solo les quedaba el consuelo de haberlo tratado como lo que era: un rey.
          Podrían haberlo enterrado en el cementerio canino de Abros, pero Lara y Leo no dudaron en que no le hubiera gustado nada estar lejos de casa, por lo que decidieron incinerarlo. Se habían separado hacía cuatro meses y, aunque no se habían vuelto a ver salvo cuando Lara iba a visitar a Anfortas, seguían hablando a diario.
          Mientras esperaban en una cafetería cercana llamada La Capilla Peligrosa a que pudieran recoger la urna con los restos de Anfortas, entró con aire decidido un joven poeta norteamericano al que Lara había traducido. Sabían perfectamente cada uno de los dos quién era el otro, pero aun así él se presentó. A Leo le dio la impresión de que había pronunciado su nombre como si lo hubiese hecho el ujier de la Cámara de Representantes norteamericana al anunciar la entrada del presidente de los Estados Unidos de América en la sala. De hecho, se apoltronó en la silla por si le daba por empezar a dar un discurso sobre el estado de la Unión. No obstante, contra todo pronóstico, le ofreció la mano y, cuando lo hizo, no pudo evitar recordar que había leído a un antropólogo afirmar que era un gesto amistoso que había evolucionado desde que en sus orígenes se utilizase para demostrar que no se llevaban armas. Leo no pudo evitar reírse a carcajadas. Lara lo escrutaba desde el otro lado de la mesa, por lo que se conjuró para intentar no volver a dar un gatillazo. La última vez que habían hablado sobre su obra poética no había dudado en criticar con saña que lo que más se comentase en los cenáculos literarios fuese que en sus recitales luciese con garbo una chaqueta de Prada. A pesar de que se sentía amargado y de que estaba ofuscado, no quería decepcionarla. Algo le había dicho Albert a ella poco después, aunque Leo no fue capaz de escuchar qué. Sin embargo, sí que logró observar cómo ella, justo después, erguía ligeramente la cabeza, mirándolo con ojos de carnero degolllado. Leo había descubierto con emoción que era una señal irrefutable de que se había enamorado. Había pasado demasiado tiempo desde la última vez que la había visto hacer ese gesto. La intimidad que se había creado entre ellos dos le permitió ser consciente, casi anónimamente, de la complicidad y comunión que existían entre ambos. Estaba claro que Albert, al contrario que él, nunca sería capaz de interpretar apropiadamente todo lo que Lara estaba pensando. Con todo, fue dolorosamente consciente de que se había egoístamente engañado a lo largo de todos aquellos años. Por mucho que se esforzase, no sería nunca capaz de llenarla. La televisión del bar, silenciada, mostraba imágenes de Las Tablas de Daimiel y las lagunas de Doñana totalmente vacías de agua. Los acuíferos, completamente secos. Los humedales, convertidos en un secarral. Los arroyos, en senderos pedregosos. No pudo evitar murmurar para sí... Muéstrame toda la soledad y el terror que pueda haber en un puñado de polvo. Salió de su ensimismamiento al oír la voz de Lara.
          —Fuimos al teatro el fin de semana. Al final, en ver de ir a ver Yerma fuimos a ver la adaptación de Voadora de La tempestad.
          Miró a través de la ventana las riberas del río, en pleno estiaje, llenas también de plantas secas y agostadas.
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         —Leo, he escrito un poema. ¿Serás tan amable de recitarlo para mí? Me haría mucha ilusión— le entregó un cuaderno abierto por una de sus páginas. Leo lo cogió y, sin pararse a pensarlo demasiado para que no lo embargase la emoción, lo leyó en voz alta de forma pausada:
A orillas del Lérez me senté y lloré,
Acabé hundida en las aguas del Mitsuse
Pero descendí hasta el mar después
Y con el retumbar de un trueno estéril y seco
Arrostré mi travesía del desierto.
          Un guitarrista llevaba un rato tocando algunos acordes suaves y melancólicos. De pronto, sin previo aviso, Lara se levantó y le dijo algo al oído. El músico asintió con la cabeza, interrumpió la pieza que estaba interpretando y, tras un breve intervalo de silencio, comenzó a rasgar la guitarra. Lara, concentrada, entonó con voz melodiosa y rota algunos versos de una canción que había traducido y que hablaban de pesadillas y de sueños proféticos, en los que un bebé nacía rodeado por lobos salvajes y hambrientos, y en los que anunciaba la proximidad de una riada provocada por un aguacero. Fue un momento solemne, durante el que se podía caer en trance o en un arrebato violento.
          Leo se quedó mirando a Lara, mientras volvía a la mesa, como si no fuera a volver a verla.
        —Disculpadme, por favor. Es un día difícil para mí. Voy a volver a la clínica y esperaré a que me entreguen la urna allí.
          Se levantó. Inmediatamente se incorporaron también ellos dos.
          —Leo, te acompaño, por favor.
        —No, no, no te preocupes. Volveremos juntos a casa, una última vez y para siempre. Se lo debo.
         Le ofreció la mano al poeta, mirándolo a los ojos. El joven norteamericano se la estrechó después de asentir con la cabeza. Se abrazó con Lara durante un breve instante. Notó algo extraño en el bolsillo de su chaqueta. Por inercia, intentó comprobar qué había en ella, pero Lara le sujetó la mano.
          —Ya lo harás después, cuando llegues a casa.
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      Estaba tan aturdido que, incomprensiblemente, no era capaz de sentir absolutamente nada, ni siquiera en unas circunstancias tan duras y extrañas. Mientras esperaba en un banco de la sala de espera de la clínica veterinaria, al menos pudo ubicarse en el interior de uno de sus poemarios favoritos. Se veía a sí mismo como uno más de los proletariados alienados que caminan cual rebaño, sin quitar la vista del suelo, por una tierra exangüe y desaprovechada. Se odió a sí mismo por ser incapaz de afrontar el dolor y caer de una manera tan baja en la conmiseración. Caminó, con la urna entre las manos, de vuelta a casa, entre zarzales, abrojos, lotos espinosos y matorrales de acacias espinosas, que bordeaban la calle Sinaí, en la que residía. Una muchedumbre observaba en el interior de un bar cómo dos torres se derrumbaban. Una vez en casa, se encerró en la biblioteca, apoyó la urna en el escritorio, apartó con la mano la pila de libros que estaba leyendo y apoyó la cabeza sobre el tablero. Un rato más tarde cogió una cuartilla de papel, en las que solía tomar notas sobre los libros que estaba leyendo, y le escribió una carta a su hermana en la que le pedía que introdujese la urna de Anfortas en su féretro cuando falleciera, fuera cuando fuera. Tiró el resto de notas al suelo. No tenía ya ninguna expectativa por la que seguir leyendo. Si al menos fuera capaz de volver a escribir..., pero estaba seco. Últimamente sólo había sido capaz de garabatear la dedicatoria de un cuento. Cuándo se cumpliría la profecía de Madame Sosostris... Él debería haber muerto joven. Se sentía igual que Basho, que cuatro días antes de morir enfermo había escrito que sus sueños vagaban por páramos yermos. Buscó en el bolsillo de la chaqueta las llaves del coche, pero no pudo encontrarlas porque había en su lugar una pequeña caja. Al abrirla vio que había en su interior una hoja manuscrita. En los primeros párrafos había un pasaje de un cuento de Salinger que Lara había pasado a mano con su bella caligrafía. Se lo había regalado a ella hacía varios años, habiéndolo también transcrito a mano, y cambiando el nombre de la protagonista por el suyo. Susodicho pasaje era el favorito de Lara. En él su protagonista, un sensible escritor que sufre un colapso mental tras haber participado en el Desembarco de Normandía, lee una anotación que una funcionaria nazi escribió en el interior de un libro antes de que la detuvieran: angustiada, clama que la vida es un infierno. Intentando sobreponerse a su aflicción escribe en el mismo libro una frase de Dostoyevski que afirma que el infierno, en realidad, es el sufrimiento de no poder amar. El último párrafo era una nota de Lara:
          Me da pudor pedírtelo, porque sé que ya no tengo ningún derecho al respecto, pero quería pedirte un último favor: sé que todavía podrás hacerlo. Escribe un cuento sobre nosotros dos. Fue la matrona la que cortó el cordón umbilical. Nosotros todavía no lo hemos hecho. No hemos hablado ni siquiera sobre ello. Cómo íbamos a hacerlo si éramos nosotros los que ahora estábamos ahogándonos sin saberlo. Al menos, aunque nuestra hija no haya ni siquiera nacido, nos quedará el consuelo si logras hacerlo, y aunque no podamos evitar que nuestros nombres acaben yaciendo también en el agua, de que nuestras vidas, el tiempo que hemos compartido, no tengan que acabar convertidas en polvo pudiendo llegar a ser, en esta tierra estéril y pétrea, igual que raíces que han prendido.
         Así acababa la nota de Lara. Leo, con una medio sonrisa que hacía que fuera palpable la cicatriz casi imperceptible que tenía sobre el labio superior, y que había sido la única secuela que sufrió alguno de los dos al quedar varias horas atrapados entre los escombros de una torre después de un terremoto, entrecerró los ojos por el fulgor de un relámpago que arrastraba una tempestad cargada de lluvia.
          No hubiera hecho falta que Lara escribiese algo más. Revitalizado, se incorporó, colocó con sumo cuidado la nota dentro de la caja de nuevo (mañana mismo la llevaría a que la enmarcaran), recogió los libros, abrió las ventanas y, a la luz crepuscular de aquella cruel tarde primaveral, observó asombrado cómo su mano derecha, con la que escribía, y según las contracciones fueron parando por completo, poco a poco dejaba de temblar; abrió uno de sus cuadernos, cogió una pluma enhiesta y comenzó a escribir un cuento de nuevo después de tanto tiempo.

A Groucho “Anfortas” Canareira (2010-2023)
In memoriam



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Á. D. CANAREIRA (Ourense, España, 1977). Maestro especialista en lengua extranjera, ha publicado relatos en las revistas Hispanic Culture Review y Espacio Fronterizo. Ha estudiado y traducido a Mark Twain en libros como Semblanza de un perro y Gambito de Papel. Varios de sus cuentos han sido traducidos al inglés por Clare Gaunt para revistas como The Nelligan Review, Bull, Does It Have Pockets? o The Argyle Literary Magazine.
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ALFONSO PAGOLA FERNÁNDEZ

3/3/2024

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NIEVE SOBRE SALAMANCA

          No era por pocos conocido el rumor de que, por los nevados riscos de la Sierra de Béjar, una zona montañosa al sur de Salamanca, la Cruz estaba siendo desplazada por símbolos de origen pagano desconocido, probablemente célticos, y se rumoreaba, asimismo, que tal disidencia de la Palabra Sagrada estaba ganando adeptos fuera de las fronteras de las cordilleras, en las calles de la ciudad. No era extraño incluso ver cómo aquí y allá las gentes murmuraban ocultándose tras las esquinas, tratando de confundirse con las sombras, cubriéndose la boca con las manos para que sus labios no pudieran ser leídos o sus palabras escapar, y luego, comunicado el chisme, miraban a su alrededor suspicaces, quién sabe si temerosos de ser escuchados por los oídos de la Inquisición o por miedo a esos monstruos herejes de las montañas que habían dado la espalda a Cristo.
         Aunque a pesar de todo aún no se había demostrado la realidad de tales nuevas, fueran estas portadoras o no de verdad, lo que sí era cierto es que comenzaban a compungirse los espíritus de los ciudadanos salmantinos. Pues los rumores, es sabido, son más contagiosos y se expanden más rápido que cualquier epidemia, y casi podríamos decir que son más peligrosos, ya que, a diferencia de una enfermedad, el rumor se alimenta de la imaginación humana, y cada boca añade o quita aquello que más le parece adecuado a su historia. ¡Pero cuántas personas mueren en una epidemia! Podrían ustedes argüir, y sería lícito. Pero yo les respondería ¿y cuántas no acabaron en la hoguera enviadas por boca de otros, apuñaladas, lapidadas, torturadas o enterradas por culpa de las palabras? Quién podrá jamás saber la cifra exacta... Y, claro está, no fue diferente el caso con los ciudadanos de Salamanca, quienes, como es natural del alma humana cuando algo le resulta misterioso y oscuro, se lanzaron a dotar y revestir a tales herejes de las montañas con los atributos más diabólicos, pérfidos y retorcidos a que sus imaginaciones alcanzaban. Prácticamente, ya no eran considerados humanos.
          Tal circunstancia no podía menos que convertirse en un miedo de fondo continuo que, más tarde o más temprano, podría traducirse en algún tipo de delirio colectivo. Ejemplos de esto no nos faltan en la Historia. Pero aún más grave, todo esto podría acabar resultando en un agravio al respeto y la integridad de la Santa Iglesia, incluso a un cuestionamiento de su autoridad. Se imponía, pues, la necesidad de acabar con la situación cuanto antes y de raíz.
        En coyunturas de este género, que salpicaban la reputación y prestigio de la Iglesia, el asunto se abordaba en dos direcciones. En primer lugar, las fuerzas de la Santa Inquisición entraban en juego para juzgar y deshacer por la fuerza la herejía que se estuviese fraguando. Con esto se conseguían dos cosas a su vez; por un lado, tranquilizar a las masas del pueblo, en cuyas miradas, bajo una lluvia de ceniza y nieve, el fulgor candente las hogueras prendidas en las plazas parecía hacer desaparecer el miedo a los herejes con la misma suavidad y sencillez que las llamas reales degustaban los cuerpos agonizantes; y, por otro lado, con la elocuencia de este ejemplo se mantenían a raya posibles nuevas heterodoxias. En segundo lugar, posteriormente era necesario escribir una refutación a la herejía, para compartirla entre letrados e intelectuales y que estos la difundieran entre el pueblo.
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Nevados riscos de la Sierra de Béjar
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Fray Luis de León frente a la Inquisición
         Pues bien, en lo que respecta a esta segunda parte del proceso era previsto, por opinión casi unánime, que sería un nuevo trabajo del prestigioso fray León de Castro lo que fulminaría con gravedad profética el desvío de aquellos impíos, ya que no sería esta la primera vez que dicho fraile se había encargado de desmontar herejías surgidas en la Península Ibérica.
         Fray León de Castro era catedrático de Griego en la Universidad salamantina y, como tal, ampliamente instruido en lo todo lo concerniente al mundo antiguo. De la misma manera, y como correspondía, era gran conocedor de los pensamientos paganos, ya fueran estos griegos, romanos o bárbaros, así como de sus subterfugios y los peligros que estos podían, o no, representar a la cristiandad, e incluso detalle de mayor importancia, en qué circunstancias tenían tales desvíos del alma y la Razón el poder necesario como para ser capaces de atraer corazones de creyentes necios y estúpidos.
         Fue así que fray León de Castro, anticipándose a la petición del Reverendísimo Padre, el Inquisidor General Fernando de Valdés, se volcó con devoción en la escritura de un códice donde, haciendo uso de las mencionadas dotes eruditas, refutaba, no solo aquella posible herejía en la Sierra de Béjar, sino a cuantas pudieran existir parecidas a esta en todo el suelo europeo y pusieran en duda las palabras de los evangelios.
         Seguro como estaba de su éxito, la pluma de fray León parecía dotada de vida propia, se deslizaba con suavidad sobre el papel hilando argumentos de tinta sobre la necesidad de la existencia divina, sobre la cualidad de atributos de Dios, sobre cómo el uso acertado de la razón y la lógica, ambas elogiadas por filósofos tanto paganos como cristianos, nos guían, inexorablemente, a la conclusión de la existencia del Dios del catolicismo...
       Así pues, al cabo de pocas semanas tuvo fray León culminado su trabajo. Ciertamente no le había resultado una tarea compleja, pues la experiencia le había enseñado que las herejías que realmente hacían peligrar los pilares cristianos eran aquellas que podían confundirse con la misma ortodoxia. Y esa supuesta herejía en las montañas de Béjar de la que se rumoreaba, parecía demasiado disímil de las enseñanzas de Cristo como para que realmente supusiera un peligro. Acaso una amenaza real hubiera sido el surgimiento de alguna nueva rama derivada de una de esas venenosas lacras europeas, como el protestantismo, el erasmismo o, ¡el Señor nos libre! de un nuevo judaísmo..., los cuales ya adolecían de numerosos seguidores por toda España.
          Culminada, pues, la obra y orgulloso de su trabajo, fue a mostrársela a Fernando de Valdés, quién, en nombre de la Santa Iglesia, habría de darle el visto bueno para su publicación. No obstante, poco duró la dicha en el pecho henchido de nuestro fraile, pues, al mostrar su nuevo trabajo al Reverendísimo Padre, este, sin apenas haberla ojeado, le dijo que, aun agradeciendo enormemente el esfuerzo, su obra ya no era necesaria, que otro manuscrito había hecho el trabajo de forma sorprendentemente elocuente.
         A fray León aquellas palabras le resultaron ajenas, como si no hubieran sido dirigidas a él, quizás a alguien que estuviera a sus espaldas. Pero ante la incipiente impaciencia del Padre Valdés no pudo menos que encajar tal noticia fingiendo aplomo, mas en su fuero interno sintió una honda puñalada en su orgullo. No era capaz de imaginar quién, de entre los intelectuales de Salamanca, habría sido capaz de atreverse a perpetrar ese atrevimiento, tal cuestionamiento de su popularidad, tal enfrentamiento directo a su persona...
          Preguntó por el nombre del admirable académico que fuera el autor de tal trabajo. Querría conocerlo y felicitarlo en persona, dijo. La respuesta fue “fray Luis de León”, nuevo catedrático de Teología de la Universidad de Salamanca, un joven y prometedor fraile jesuita proveniente de Cuenca. Esta novedad también sorprendió a fray León, que no era conocedor de que hubiera un nuevo catedrático de Teología en su universidad. Había sido encarecidamente recomendado por el anterior catedrático, respondió el Padre Valdés encogiéndose de hombros, observando sus uñas a una distancia de la cara a la que pudiera verlas bien en detalle, con la indiferencia ante los asuntos terrenales que ha de ser propia de quien es brazo ejecutor de los designios divinos.
           Aquel desafortunado evento, para gran irritación de fray León, hombre, como ya vamos viendo, altamente soberbio, fue solo el primero de muchos. El nombre de fray Luis era ya algo sonado en la academia por un comentario que el joven fraile había escrito acerca de las Cinco tesis sobre la existencia de Dios, de Tomás de Aquino, pero en adelante, aquel nuevo catedrático comenzó a cruzarse una y otra vez en el camino de fray León. Casi parecía obcecado en usurpar el trono de popularidad que ostentaba nuestro fraile.
          Parecía ser que, al igual que fray León, fray Luis era un experto en las culturas griega y romana, cuyas lenguas dominaba a la perfección, así como el hebreo. Era, además, conocedor escrupuloso de la Historia y la Teología y, no contentándose únicamente con escribir documentos académicos en tales ramas del saber, era también poeta, arte con el que era capaz de dotar a sus trabajos de una fluidez, una retórica y una belleza admirables, cualidades de las que fray León carecía, y que nunca antes había odiado con tanta visceralidad.
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Fotografía: Ángel M. Gómez Espada
        Finalmente, una blanca y plomiza mañana de invierno hubo de ocurrir lo inevitable. En los claustros de la universidad, tuvieron ambos frailes, el veterano y el novicio, su primer encuentro. Fray Luis hablaba al estilo socrático ante un pequeño grupo de colegas de la universidad, que se habían congregado a su alrededor, acerca de los beneficios de estudiar la Biblia hebrea, para así poder compararla con la Vulgata, su traducción latina, y de esta manera tener una mejor valoración sobre la Palabra divina. Fray León, que pasaba cerca, puso la oreja y alcanzó a escuchar parte del discurso. Viendo en aquel momento, como caída del cielo, la oportunidad idónea para ridiculizar a aquel arrogante, fray León decidió interrumpir.
           Con una altanería mal o nada disimulada, fray León advirtió a todos los oyentes de la carga herética de las palabras pronunciadas por fray Luis, pues podían ser confundidas con el dogma del protestantismo. Traducir la Biblia era justamente lo que había hecho Lutero, y ahora Europa entera estaba escindida en dos. Además, las traducciones al hebreo eran incluso peor. Convertirse al cristianismo no era un menú de donde uno pudiera escoger aquello que más gustase, y aprender el latín era necesario. Y tras todo esto, culminó fray León que, ¡Dios no lo quisiera! pero que, con tanto hablar sobre la lengua hebrea y el antiguo testamento, quizás empezara a decirse que fray Luis fuese uno de esos “marranos” que decían haberse convertido al cristianismo, pero continuaban sus cultos judíos en secreto, y que ya algo se comentaba acerca de las raíces de sus padres...
          Ante tales palabras el silencio se apoderó de los jardines de la universidad. La nieve caía suavemente y los copos, una vez en el suelo, se fundían con el resto de la blancura. Todos miraban a fray Luis, expectantes a su reacción ante tales acusaciones. Este, con una inusitada expresión de calma, miraba fijamente a fray León, mas no parecía haber desafío en sus ojos, más bien parecía estar tomándose el tiempo necesario para responder con la debida elocuencia. Finalmente dijo:
          «Fray León de Castro, amigo mío y hombre al que admiro. Creo que, al haberos unido de forma tardía a esta, nuestra pequeña tertulia, no habéis escuchado todo lo que en ella se ha dicho, lo que os ha llevado a sacar conclusiones erradas, hermano mío. En ningún momento he mencionado traducir la Santa Biblia al hebreo. En primer lugar, porque fue escrita antes en esta lengua y, segundo, porque como vos bien decís, las Escrituras han de estar en latín, idioma de nuestra Santa Madre Iglesia. Mis argumentos eran en referencia a nosotros, los ilustrados, los que hemos de educar y evangelizar a nuestra gente. A todos nosotros, decía, nos vendría bien conocer el hebreo, así como leer y estudiar la Biblia en tal lengua. Nosotros, no el pueblo. Pues nosotros somos quienes tenemos el estudio necesario y las herramientas para no desviarnos del camino de nuestro Señor Jesucristo. Y digo esto, que aprender y estudiar la Biblia en hebreo sería bueno para la Iglesia, porque con tal capacidad por nuestra parte, habiendo entendido los matices de las escrituras de los judíos mejor incluso que ellos mismos, seremos más capaces de mostrarles su error y que la verdad está en seguir el camino de Jesús. Creo firmemente, amigos míos, hermanos, que así es como realmente conseguiremos evangelizar a los herejes y heterodoxos, pues ninguna conversión es válida si no es sincera, y no será sincera si es por la fuerza. ¿No dio Dios al hombre la capacidad de la Razón? ¿Para qué haría tal cosa, en su infinita sabiduría, son fuese para que el hombre la usase? Mi mayor deber es para con Dios nuestro Señor, y creo que el uso de nuestra razón no podría jamás ser muestra de herejía, queridísimos hermanos».
          Entre tales y otras palabras, el debate prosiguió sin decantarse claramente por uno de los contendientes, así como proseguía la nieve cayendo sobre las cabezas de los allí reunidos. Pero cada vez que fray Luis hablaba, las mismas cabezas asentían mostrando aprobación a su discurso. Y cada asentimiento producía, en fray León, una rabia que le coloreaba las carnes y crepitaba en sus ojos.
          Aquel encuentro fue, pues, desesperanzador para el veterano catedrático, que veía cómo su lugar privilegiado en la universidad y entre las gentes del pueblo llano le iba siendo usurpado, y cuyo orgullo ardía herido al ver la osadía de aquel joven. Fue entonces, aunque que pueda resultar extraño por lo tardío de tal resolución, que fray León comenzó a leer las obras de su oponente con la finalidad de hallar incoherencias en su discurso, preparar debidamente sus réplicas y, así, poder aplastar al joven fraile agustino. Sin embargo, se topó, muy a su pesar, con una realidad harto distinta. Como parecía ocurrirle a todo aquel que leía sus obras, fray León quedó absolutamente prendado de la pluma de fray Luis. Sus palabras, pulcramente escogidas cada una de ellas, se hilaban en elocuentes frases que, a su vez, se enlazaban de una forma bellísima y sumamente simple. Sus disertaciones y razonamientos se seguían lógicamente unos de otros creando una estructura firme y robusta que guiaba al lector por el camino de su prosa filosófica. Y, por último, la sublime suspicacia y profundidad de sus meditaciones eran deslumbrantes. En resumidas cuentas, fray Luis no era únicamente un joven prometedor, era un genio.
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'Santo Domingo presidiendo un Auto de Fe' de Pedro Berruguete
       Sin embargo, todo esto, lejos de abatir a fray León, hizo que la llama de su arrogancia se avivara aún más. Desde entonces, se dispuso a sobrepasar a fray Luis para superar el rencor que este le infundía. Optó por no coincidir con él en nada, escribió vastos e inextricables textos llenos de complejos silogismos valiéndose, más que nunca, de argumentos de filósofos griegos y escolásticos para reforzar sus hipótesis y trató de extender las teorías de grandes maestros del pasado como Tomás de Aquino, Escoto Eriúgena o San Agustín. Jamás la obra de fray León había sido tan prolífica. Mas una y otra vez se topaba con nuevos textos de fray Luis, a quien había llegado a considerar su némesis, cuya sutileza y elegancia se mantenían insuperables. No cabía duda de que fray Luis, aquel joven venido de Cuenca, había llegado para quedarse y, sin siquiera pretenderlo, usurpar su popularidad y reconocimiento. La inevitabilidad de tal situación quebró y hundió, finalmente, la moral de nuestro fraile.
        No obstante, ¡qué de vueltas pueden dar los hechos que conforman el destino de los mortales, y cómo es la naturaleza humana, que no varía entre plebeyos y eruditos! Siendo así que, como ya comentamos al comienzo del presente relato, así como las habladurías y la difamación se extienden entre las gentes del pueblo, también hacen lo propio entre intelectuales, y más aún cuando un individuo sobresale por encima de la media, pues, por desgracia, los pecados de la envidia y la codicia no son inusuales en las personas. Fue, de esta manera que, un rumor que se extendía entre los muros de la universidad llegó a los oídos de fray León cuando más abatida se encontraba su alma. Decían que fray Luis tenía una prima entre las Carmelitas descalzas, en el convento de Sancti Spiritus, la cual no sabía latín y que, a petición de esta, el joven catedrático estaba, en secreto, transcribiendo al español un texto bíblico.
        A fray León le dio un vuelco el corazón al enterarse de aquella noticia. ¡Traducir la biblia del latín al alemán había sido el sacrilegio cometido por Lutero! Y la Reforma protestante era la mayor herejía contra la que se enfrentaba la cristiandad. Fue entonces que comenzó a gestarse el germen de una venganza en el corazón de fray León, pero necesitaba pruebas fehacientes.
        Aquella noche, pues, cuando la universidad estaba vacía, fray León volvió. Recorrió los oscuros pasillos del edificio hasta llegar al despacho de fray Luis. Pasó horas fisgando entre los libros y manuscritos del fraile agustino hasta que dio con unos papeles no escritos en latín. Leyó y su rostro se iluminó aún más tras el candil que portaba frente a sus ojos. Era, sin lugar a dudas, un fragmento del Cantar de los Cantares, del Antiguo Testamento. Fray León casi saltó de alegría al descubrir aquello. «Hereje, hereje» susurraba sin poder contener su júbilo. Se guardó en la túnica varios de los papeles que conformaban el escrito y, tras dejar todo como lo había encontrado, desanduvo en silencio el camino recorrido.
          A la mañana siguiente, se encontraba fray Luis dando clase a sus alumnos, como de costumbre, cuando la puerta de la clase se abrió de par en par con virulencia y entró un grupo de inquisidores. Tras ellos estaba nada menos que el Reverendísimo Padre Vives. Ante la sorpresa de los alumnos y el resto de los catedráticos que habían seguido al grupo de inquisidores y se encontraban al otro lado del umbral, el Padre Vives pronunció las siguientes palabras: «Fray Luis de León, quedáis arrestado, en nombre de la Santa Inquisición, por herejía, por haber traducido sin permiso y en secreto textos bíblicos que jamás deben ser mancillados con vocabulario profano. Ahora debéis ahora acompañarnos».
          Fray Luis, sin mediar palabra, observó a sus alumnos y, seguidamente, obedeció y se retiró de la clase escoltado por los inquisidores. Juntos, acusadores y acusado, abandonaron la universidad. Al poco, alumnos y maestros fueron sobreponiéndose de su asombro y se retiraron entre murmullos para proseguir con sus tareas. En el jardín, bajo la nieve que caía del cielo, solo quedaba ya fray León, quien, por algún motivo que no alcanzaba a comprender y lejos de lo que había esperado, no se sentía aliviado por haber derrotado a su rival. Tras los acontecimientos acaecidos, alegó encontrarse enfermo y se retiró a su casa.
        El tiempo, imperturbable, transcurría. Pasaron las semanas y el malestar de nuestro fraile no parecía tener intenciones de abandonarlo. Sumido, pues, en una suerte de melancolía, no podía dejar de pensar en fray Luis. Releía los textos del joven fraile agustino junto con los suyos propios. Curiosamente, aquellos escritos elaborados durante el tiempo que había durado su batalla personal contra fray Luis, se le antojaron los más bellos y elocuentes que había escrito en toda su vida. Y ciertamente, tras este periodo no consiguió recobrar la vitalidad y el ímpetu que habían cobrado cuando argumentaba contra su oponente. Esta cuestión lo confundía sobremanera...
         Una tarde, en su casa, a la lumbre de un fuego encendido en la chimenea, fray León terminó de escribir una serie de disquisiciones sobre el “argumento ontológico” de San Anselmo de Canterbury. Tras haberlo concluido y revisado, recogió todos los papeles que lo constituían y, en lugar de ir a enseñárselos al Reverendísimo Padre, los entregó al fuego de la chimenea. Los mordiscos de las llamas lo fueron consumiendo sin misericordia, alimentándose de los argumentos trazados por la pluma de fray León con la misma vehemencia que lo hacía cuando consumía libros heréticos. Al cabo, cuando el fuego ya se había extinguido, nuestro fraile se asomó a la hoguera y observó que un fragmento del manuscrito se había salvado del fuego. Con sumo cuidado y delicadeza lo recogió y leyó lo que en él había. Era una frase que le había inspirado uno de los textos de fray Luis. Al ver esto, fray León de Castro sintió cómo las fuerzas lo abandonaban. Se arrodilló ante a los restos carbonizados en la chimenea y, con el trozo de papel apretado contra su pecho, no fue capaz de contener las lágrimas.

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ALFONSO PAGOLA FERNÁNDEZ (Sevilla, España, 1994). Actualmente reside en Reino Unido. Es estudiante de Filosofía por la UNED. Está trabajando en su primer libro, una antología de relatos cortos.
Este relato, por tanto, es inédito.

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