FICCIONES
PEQUEÑOS RELATOS PARA ENTENDER EL MUNDO
EL HOLANDÉS He despreciado a mis padres desde que tengo uso de razón. Los poros abiertos de la piel de mi madre, los anillos ahorcándole los dedos asalchichados y esa voz vulgar y chirriante que me agujerea el tímpano desde la cuna. Por mi padre no puedo decir que tenga sentimientos más elevados. Chorros de testosterona fluyendo, las collejas a destiempo y el afán por provocar temor, como si necesitara un andamio de sumisión apuntalándole para mantenerse en pie. Por mis compañeros de barrio sí siento algo parecido a la camaradería, compasión incluso, pero no cariño. Conocía sus códigos, sabía fingir y amoldarme a sus escupitajos y correrías. Carne de cañón para cantera de narcos, con primera parada en el tabaco y continuación lógica al hachís. Nadie allí se planteaba otra cosa. Con doce años ya te dabas cuenta de que allí nadie madrugaba, de que los padres a veces desaparecían meses o años y de que a las fuerzas de seguridad, polis o verdes, se les recibía al grito de “¡Ratas, fuera!” entre botellazos y pedradas, con un virulencia que les hacía recular sin más incidentes. Nunca fui buen estudiante, pero no se me daba mal. Nos obligaban a leer cosas que no entendíamos, pero poco a poco fui aficionándome a entender que había otros mundos que no estaban hechos de playeras Versace, móviles de última generación o Rolex. No tardé mucho en darme cuenta de que mi padre era el cabecilla de los Castaña: visitas a destiempo, cochazo y la Play Station antes que nadie de mi clase. Y yo, claro, era conocido por todos como Castañita. Tenían mis padres un pequeño comercio que regentaba mi madre: no había que ser un lumbreras para saber que una tienda de botones e hilos no daba para un Audi Q7 y la colección de Louis Vuitton que mi madre exhibía en cuanto tenía oportunidad. La primera vez que lo vi fue en la trastienda de mi madre. No se parecía a nadie que hubiera visto en el Saladillo. Ni tatuajes, ni ceja cortada, ni Gucci a la cintura. Tenía una manera de andar magnética, levantando mucho los talones: parecía que flotara y movía las manos como si dirigiera una orquesta. De vez en cuando se acariciaba la ceja derecha con el índice. Llevaba traje sin corbata y una joya en los puños de la camisa, en lugar de botones, que yo nunca había visto. Hablaba español sin tener que detenerse a buscar las palabras, pero con un deje de fuera. Allí, sentado en un taburete, con las piernas cruzadas como una mujer, me pareció un príncipe que irradiaba indiferencia ante los pequeños anhelos de nosotros, vulgares plebeyos. Pidió un té para beber, que mi madre tuvo que ir a comprar al colmado de la esquina. Allí nadie había bebido nunca té. Sujetaba el vaso con las puntas de los dedos para no quemarse. Mi padre jamás disimuló delante de mí: —Que se vaya enterando —decía. Mi madre: —Vale para estudiar. —Y qué, el dinero no está en los libros— zanjaba él. Su fama le precedía, las iniciales desconfianzas hacia aquel personaje que nadie conocía se desvanecieron cuando presentó sus credenciales: el mayor desembarco de cocaína en Galicia, sin más incidentes que un par de fardos perdidos y el anillo del Ruso en el anular derecho: la carta de presentación que abría todas las puertas. Los chavales del barrio decían que solo 5 personas tenían ese anillo, pero aquel entorno era caldo de cultivo para la rumorología. Me senté detrás del mostrador, pero pude comprender la conversación sin dificultad. Las andanzas de mi padre no me interesaban lo más mínimo pero no quería perder nada de lo que dijera el holandés. —A las ratas te las saco por un máximo de seis horas. —Pronunciaba la erre con mucho cuidado, como esmerándose. —¿Garantizado? —Garantizado. El tiempo suficiente para cargar la gomita al otro lado, cruzar, alijar y llevar a la guardería. O fondear para los buzos. No me encargo del petaqueo ni de los volaores, pero los aguadores, todos míos. —¿Las del otro lado también? —Por supuesto. Tus chicos pueden actuar con absoluta normalidad que no van a ver ni una cucaracha allí ni una cangrejera aquí. —Qué pasa con las gaviotas. —También cosa mía. Cielo despejado durante seis horas. —Cómo se te abona. —Cincuenta por ciento en cripto antes, cincuenta por ciento en efectivo, después. Tienes quince días para organizarlo todo y necesito que me avises con cinco días mínimo de antelación. —¿Ni una rata? —Ni una rata, en cinco a la redonda. Pero necesito ruta y no respondo si se hacen desviaciones. Insisto: garantizo costa despejada en una ruta con una desviación de máximo cinco kilómetros. Se dieron la mano. Estaba acostumbrado a esa jerga que se reinventaba cada pocas semanas. El holandés la manejaba con una soltura inaudita para alguien que no era de allí. Por primera vez detecté que mi padre estaba cohibido, pero lo disimulaba haciendo muecas con la boca, pasándose la lengua por los dientes, en un gesto que él consideraba el colmo de la machirulería y rascándose los testículos. El holandés permanecía impasible y sorbía el té despacio. Nadie sabía y él no lo dijo, donde se alojaría esos quince días. Cuando se fue, inclinó la cabeza para saludarme y me pareció ver un destello de sonrisa que me hizo sentir que un cubito de hielo me recorría la columna vertebral hasta explotar en el cuello. Se fijó en el libro que tenía entre las manos y pude ver que leía el título. Me pareció ver un gesto de aprobación, pero tal vez era mi mente buscando su beneplácito. —Valiente estirado —dijo mi padre cuando se había marchado. Tuve ganas de acuchillarlo. No supe nada del holandés hasta Viernes Santo. En un intento desesperado por huir de tanta mugre y para vencer las náuseas que me provocaba el entorno en el que me había tocado crecer me había hecho costalero de una hermandad del pueblo. No tenía más sentimientos religiosos que el ansia por intentar creer que la vida no podía limitarse a huir de los picoletos, ver porno en pandilla y soñar con que los mayores nos dejaran ser lancheros para vivir la adrenalina de la persecución. La recogida del paso fue a las once y nos fuimos a tomar un vino donde el Landi. Salí a fumar y allí estaba, sentado con las rodillas juntas, el mentón apoyado en su mano derecha. Miraba el móvil y tomaba un vino. No me atreví a saludarlo, pero me aseguré de ponerme bien a tiro para que me viera. No tardó: —Chico, tú eres el hijo del Castaña, ¿verdad? Apenas pude balbucear un sí. Sentí el rubor subir a borbotones, como en latidos. —Siéntate conmigo, que estoy aburrido y no entiendo nada de esta tradición y eso que mi padre era malagueño. Después de un par de vinos pude descargar los hombros agarrotados por el peso del paso. Estuvimos charlando horas: de libros, de países, de películas. Sus ojos azules brillaban y tenía las pestañas largas y onduladas. No era risueño, pero cada vez que una sonrisa asomaba a sus labios parecía que salía el sol. Me sentí avergonzado en mis intentos de provocar esa sonrisa. No mencionó a mi padre ni sus tejemanejes, cosa que me alivió. —¿Te gusta leer? ¿Qué lees? —No mucho, lo que hay en la biblioteca. Libros de aventuras y lo que caiga en mis manos. No hay muchas librerías por aquí. —Existe Amazon. —Pero no se puede pagar en efectivo. Y yo solo manejo cash. —Tengo muchos libros. Te presto, si quieres. —¿Pero los tienes aquí? —Hombre, no todos, claro, pero siempre viajo con algunos de ellos. ¿Quieres verlos? Eran casi las 5:00 am pero en mi casa nadie me había puesto hora de llegada nunca. Alternar espabila, decía siempre mi padre. Sentí como algo se desplegaba en mi tripa, como un pájaro dormido que quisiera revolotear. ¿Qué había de raro? Pues un socio de mi padre, como otros tantos, que quería enseñarme algo. Esta vez libros en vez de relojes o pistolas. Todo bien. Todo bajo control. Todo muy normal. Traté de apaciguarme poniendo una voz grave, de adulto de vuelta de todo: —¿Dónde está tu hotel? ¿O dónde paras? —Te lo enseño, cerca de Bolonia, no tardamos ni una hora. Una sensación vaga de inquietud bailaba en mi estómago. Estaba cansado de cargar el paso y había bebido mucho vino, pero no quise parecer un crío asustadizo. —Vamos en mi coche—. No tenía ni permiso ni edad para conducirlo, pero allí todos llevábamos nuestro coche desde los quince. —Mejor en mi moto, que la necesito mañana. Caminamos en paralelo. La moto estaba aparcada al final de la playa de la Atunara. El peñón se recortaba en el cielo, pero en vez de encontrarlo majestuoso me pareció amenazante. Deseché el mal augurio de inmediato. Me monté como siempre me he montado en una moto con los chicos del barrio: las piernas muy abiertas, la espalda echada para atrás y las manos metidas en los bolsillos traseros del pantalón. El holandés me agarró las rodillas y las juntó a sus piernas. Agarró mis muñecas y puso mis manos alrededor de su cintura. —A ver si te me vas a caer, chaval. Sentí que los pies se me abrían como trampillas, como en un concurso de televisión que a mi madre le encantaba donde los concursantes caían al fallar las respuestas. Tardamos menos de cincuenta minutos y llegamos a una explanada escondida tras dos colinas que empezaban a clarear. El olor a hierba y mar me aturdían un poco, pero quise aparentar estar muy sobrio y muy desenvuelto. —Vaya choza. Una camper gigantesca estaba plantada en medio. Tenía una parte abierta con una extensión, y ahí había un par de sillas y una mesa. A unos cuatrocientos metros una caravana más pequeña hizo un par de señales de luz. —No te preocupes, son mis vigilantes. Siempre viajo en mi camper. Me da más libertad y me permite llevar mi moto a todas partes para moverme más fácil. Entramos. Nunca había visto nada así. El espacio era grande y pequeño a la vez y el techo también estaba extendido. Entraba ya algo de claridad por las ventanas. Uno de los lados estaba forrado de libros. —Muchos están en inglés, pero tengo bastantes traducidos al español. Coge lo que quieras. Volví a sentir dolor en el hombro izquierdo y me lo pincé con la mano derecha. —¿Te duele? ¿Pesan mucho las tablas esas que lleváis? Si quieres te doy un masaje —dijo él—. Sentí un temblor en los muslos. —Tranquilo, chaval. Mi madre me enseñó. La mejor fisio de toda Holanda. Me vi descamisado y tumbado boca abajo encima del edredón blanco de la cama. Era tan blanco que tuve miedo de mancharlo solo con el contacto de mi ropa. Lo cierto es que sabía dónde clavar los pulgares en unos puntos gatillo que me despertaban un dolor agudo pero también liberador. Al cabo de unos veinte minutos dijo que le dolía la mano y se levantó. Me tiró la camisa: —Toma, no te quedes frío. Titubeé un poco. No sabía muy bien que se esperaba de mí. Me abroché la camisa despacio, alargando el tiempo. Sentía un remolino por debajo del ombligo que bien podía ser nerviosismo. Pero también podía ser otra cosa. No quise indagar. —Uno de mis acompañantes te llevará a casa. No quería marcharme, pero asentí serio. —Gracias por los libros— murmuré. Al día siguiente amanecí en mi cama, somnoliento y desorientado. Esa desorientación resacosa que a esa edad se pasa con tres cafés. Esta vez la perplejidad decidió no abandonarme en los diez días que no tuve noticias. Diez días de ajetreo doméstico, visitas a deshoras, multitud de llamadas y mensajes al móvil de mi padre. Sabía que se avecinaba el día D porque conocía ese estado de excitación permanente que atrapaba a mi padre cuando se acercaba un golpe grande. Y la discreción no era su punto fuerte. Fui todos los días al bar del Landi, a la playa del Atunero. Nada. Miraba el móvil obsesivamente. Perdí dos kilos y me leí los dos libros que me había prestado, dos veces en bucle. El día D me alejé de mi casa porque la agitación de mi padre había llegado a unos estados insufribles. Por los fragmentos de las conversaciones que había escuchado esos días en principio todo iba según lo planeado. Volví antes de la media noche y enseguida me quedé dormido. Los gritos de júbilo de mi padre y sus compinches me despertaron a las tres de la madrugada. El mayor alijo de hachís en una sola noche. Diez lanchas en paralelo y en menos de 4 horas todo estaba repartido y guardado. —Bueno, pues ya está todo atado. —En fin, falta pagar al holandés. —Habrá que verlo, compare. —Como que habrá que verlo, pisha. Que a las ratas ni la hemos olido. —Sí, pero ya me contarás tú el riesgo que ha corrido él, ese sí que no ha olido la mierda. —Castaña, Castaña... No te la juegues. Que viene de parte del Ruso. —Yo solo digo que ciento cincuenta mil es un poco excesivo para un lila que no se juega nada. Me volví a quedar dormido. Tres horas más tarde me despertó la notificación de un mensaje. Era él. El corazón se me disparó como la bola de un pinball rebotando en todas las direcciones. Un escueto: ¿Te vienes conmigo? Agarré una mochila y metí tres o cuatro cosas. No tenía ni idea del alcance de ese mensaje. ¿A desayunar? ¿A echar el día? ¿De viaje? ¿Para siempre? Salí por la puerta de la cocina y salté la valla del patio trasero. Allí estaba con su moto. Tapaba el sol con su cuerpo, lo que le hacía tener una especie de aura dorada. No le pude ver la cara por el casco. No pregunté nada y me monté. Apreté las rodillas contra su cuerpo y metí las manos en su chaqueta. Llegamos a la camper en veinte minutos. Metió la moto dentro y se sentó en el asiento del conductor. Arrancó. Yo no me atrevía a decir nada pero mi cuerpo entero se estremecía cada vez que me miraba. Condujo durante horas. En Despeñaperros paramos en un bar de carretera y ahí me di cuenta de que el chico que me había llevado el otro día iba escoltándonos detrás. Vi en el móvil cinco mensajes de mi padre. Me dio pereza mirarlos. Él miraba compulsivamente el móvil y los escoltas salían a cada rato a hablar por teléfono. Puse el móvil en silencio. No quería que nada ni nadie rompiera la magia de la burbuja en la que me había instalado. No me atrevía a hablar ni a preguntar, no fuera a estallar. Volvimos a la carretera. En silencio. Era un silencio que más que ausencia de ruido consistía en presencia de la nada. Una nada que no auguraba nada bueno. Le pregunté que a dónde íbamos. —Trata de dormir, chaval. Aún falta. Cuando me desperté, estaba maniobrando para esconder la camper entre unos árboles. No reconocí el lugar. Era sombrío y hacía frío. El aire se sentía diferente, más seco. Salimos de la camper. Me encendí un cigarro y me encogí un poco. Al cabo de unos minutos oí el motor de un coche que enseguida reconocí. Era el Toyota de Hassan, el chico para todo de mi padre. Miré al holandés suplicando una explicación. Me latían las sienes y me fallaban las piernas. Hassan abrió el maletero del coche y sacó una bolsa de deporte: —Ahí lo tienes, en billetes de cincuenta. Cuéntalo. No te muevas. Que el chico se acerque solo. Me miró y apoyó la mano en mi hombro: —Entiéndelo chaval, no tienes ni diecisiete. Se me puede caer el pelo. Me empezó a temblar el labio inferior. No acerté a decir nada de lo que se agolpaba en mi mente. —Tengo tus libros. —Cuando cumplas dieciocho, me buscas y me los devuelves. Al entrar en el coche, mi padre hizo algo que se pareció a un abrazo. —Joder, qué susto, Castañita. ¿Te ha hecho algo?
5 Comentarios
Teresa Pacheco Osa
17/1/2023 04:32:13 am
Muy bueno, engancha desde principio a fin. ¡Enhorabuena a su autora!
Responder
Ângela Pizarro
24/1/2023 02:55:48 pm
Al leer, se siente como si estuviera escuchando Sara en clase. ¡Fabuloso!
Responder
1/4/2023 02:04:48 am
Desde el Gran Momento de Mary Tribune no había leído algo tan bueno en español, con esa corriente de entendimiento debajo de la profusión de palabras. Felicidades.
Responder
Tomás
15/10/2023 01:07:17 pm
Buen relato Sara. Felicidades.
Responder
Adri
15/1/2024 01:13:36 pm
Grandioso! Me ha quedado la sensación de miel en los labios.
Responder
Deja una respuesta. |
FICCIONES
El Coloquio de los Perros. ALFARO GARCÍA, ANDREA
ALMEDA ESTRADA, VÍCTOR ALBERTO MARTÍNEZ, DIEGO ÁLVAREZ, GLEBIER ANDRÉS, AARÓN ARGÜELLES, HUGO ARIAS, MARTÍN ÁVILA ORTEGA, GRICEL AYUSO, LUZ BAUK, MAXIMILIANO BEJARANO, ALBERTO BELTRÁN FILARSKI, OLGA BOCANEGRA, JOSÉ BORJA, NOÉ ISRAEL CABEZA TORRÚ, JUAN CÁCERES, ERNESTO CAM-MÁREZ CAMACHO FERNÁNDEZ, GREGORIO CANAREIRA, A. D. CASTILLA PARRA, JOSÉ DAVID CASTRO SÁNCHEZ, JUAN CATALÁN, MIGUEL FONSECA, JOSÉ DANIEL
FORERO, HENRY FORTUNY i FABRÉ, CESC FUENTES, FRANCISCO FRARY, RAOUL GALINDO, DAVID GARCÉS MARRERO, ROBERTO GARCÍA-VILLALBA, ALFONSO GARCÍA MARTÍNEZ, AMAIA GARDEA, JESÚS GIORGIO, ADRIÁN GÓMEZ ESPADA, ÁNGEL MANUEL GUILLÉN PÉREZ, GLORIA GUTIÉRREZ SANZ, VÍCTOR HACHE, MYRIAM HAROLD BRUHL, KALTON HERNÁNDEZ, JOSÉ HERNÁNDEZ, JUAN FRANCISCO HERNÁNDEZ NAVARRO, MIGUEL ÁNGEL HINOJOSA, PAZ HIRSCHFELDT, RICARDO HIRSCHFELDT, RICARDO [EL ABANDONO] JUNCÀ, JORDI KOUZOUYAN, NICOLÁS LÓPEZ, DOMINGO LÓPEZ-PELÁEZ, ANTONIO LÓPEZ LLORENTE, JORGE LÓPEZ VILAS, RAFAEL MAHTANI, VIREN MARDONES DE LA FUENTE, ALEJANDRO MARTÍN, RAIMUNDO MARTÍNEZ COLLADO, GUILLERMO MÉRIDA, JAVIER / BARRETO, SERGIO MEROÑO, ANTONIO MILLÓN, JUAN ANTONIO MIRELES, JUAN MONTERO ANNERÉN, SARA MONTOYA JUÁREZ, JESÚS NORTES, ANDRÉS OLEZA FERRER, CARLOS (DE) ORMEÑO HURTADO, AARÓN OSORIO GUERRERO, RODRIGO OTAMENDI, ARACELI OUBALI, AHMED PANZACOLA, ELIOT PARDO MARTÍNEZ, SAMUEL PÉREZ ALONSO, ALBA PIQUERAS, CARMEN PUJANTE, BASILIO QUINTANA, JULIO RECHE, DIEGO REMEDI, ROBERTO A. RODRÍGUEZ GARCÍA, JUAN AMANCIO RODRÍGUEZ OTERO, MIGUEL ROSADO, JUAN JOSÉ RUCHETTA, MAURO SÁNCHEZ LOZANO, PILAR SÁNCHEZ MARTÍN, LUIS SÁNCHEZ SANZ, PEDRO SCHUTZ, LOLA SEGURA, ALEJANDRO SEVILLANO, ATILANO TOMÁS, CARMEN TORTOSA, JAVIER TRENADO, ENRIQUE URTAZA, FEDERICO VIDAL GUARDIOLA, NATXO Hemeroteca
Archivos
Julio 2024
CategorÍAs
Todo
|