FICCIONES
PEQUEÑOS RELATOS PARA ENTENDER EL MUNDO
LA VIUDA DEL ARMARIO Rita abrió las puertas del armario del dormitorio y se dispuso a colgar las camisas recién planchadas de su marido. Al terminar, colocó los jerséis y, al posarlos, tropezó con una voluminosa dureza debajo de ellos. Rita tragó saliva. De sobra sabía lo que era. Y la asustaba. Sólo con pensarlo, se le hacía un nudo en el estómago y sentía como si una mano de hielo le estrujase el corazón. Aun así, levantó el jersey y allí estaba, aleado, frío, letal; el revólver de su marido conservaba intactas sus inquietantes propiedades. Un escalofrío la sacudió y trepó por su espinazo. Sus ojos titilaban aguzados por el temor de que su esposo fuera a aparecer tras ella en cualquier momento, aunque sabía que Spencer se encontraba aún en el trabajo, y que transcurrirían varias horas antes de su regreso. Pero tenía miedo. No podía evitarlo. Rita se sorprendió al comprobar que sujetaba el revólver entre sus ma-nos. Se observó en el espejo. Levantó el brazo y apuntó a la frente de su reflejo. Por un momento, tal y como su marido la enseñara una noche, hacía algún tiempo, Rita sintió la tentación de introducirse el cañón del revolver en la boca y apretar el gatillo. Naturalmente, aquella noche Spencer estaba borracho, o casi; la cena no estaba preparada todavía o había demasiadas moscas revoloteando por la cocina. Daba igual. La capacidad para la improvisación de pretextos de aquel hombre era infinita. Spencer cayó sobre ella y, tras un forcejeo desigual, la condujo por todo el pasillo sujetándola del cuello y estampándola con una y otra pared. Luego la zarandeó y golpeó su cabeza contra el pomo de una puerta. La sangre salía a borbotones de la boca de Rita, sin fuerzas para gritar. Spencer marchó al dormitorio y al volver traía el revólver consigo. Se detuvo ante ella y la apuntó a la cabeza. Si me diese la gana, te mataría aquí mismo, le dijo, acuclillado sobre ella. Soy capaz. Lo sabes, ¿verdad? Rita no pensó que fuera una pregunta, y Spencer la golpeó con la culata del arma en la sien y le gritó, He dicho que verdad, ¿no me has oído? Rita asintió con la cabeza y él dijo que buena chica, complacido. Luego, deslizó el cañón del revolver sobre ella y fue arrastrándolo por su cuerpo. Con el mismo cañón levantó el vestido y, tras apartar la braga, introdujo la punta del cañón en su vagina. Ni se te ocurra moverte, le advirtió O’Hara, que jugueteaba con el revólver realizando una especie de enfermizo bombeo. El gatillo es muy sensible, dijo. Rita lloraba en silencio, aterrorizada, inmóvil, sin saber qué hacer. Él insertó el cañón hasta sentir la resistencia del tambor al besar sus labios mayores y, con la mano, hizo oscilar el resto del arma levemente. ¿Te gusta, no es cierto? sibiló él. Luego lo extrajo, y tras unos segundos contemplándolo en su mano y olfatearlo, posó el cañón en los bembos ensangrentados de Rita y lo introdujo en el interior de su boca. Chupa, le ordenó. Rita sollozó y él le repitió que chupase o le abriría un agujero cojonudo en la nuca. Rita chupó el largo del cañón torpemente, como si aquella fuese su primera felación. Buena chica, le dijo dándole una palmada en la mejilla. Luego, se incorporó y se dirigió a la cocina, donde esperó tomando una cerveza a que Rita acabase de limpiar la sangre y fuera a servirle la cena. ***** La noche en que Rita O’Hara se conjuró para llevar a cabo el asesinato de su marido, Spencer no regresó solo a casa. Como cada tarde, después del trabajo, O’Hara salía con algunos de sus subordinados de la Royal Milk a divertirse. Como cada tarde, también, habían estado bebiendo, revoloteando como un enjambre de moscas de bar en bar. Antes o después, la mayoría fueron descabalgándose de la juerga, mientras, algunos permanecieron a su lado sufragando las distintas rondas de cerveza que O’Hara reclamaba. Como una pareja de feos terriers, Sibylle Brubeck y Manfred Tristano lo acompañaron hasta que O’Hara los persuadió para tomar una última ronda en su casa. Protestaron con tibieza, pero terminaron por aceptar. Como cada noche, la cena estaba preparada sobre la mesa, y Rita aguardaba sentada en la cocina con la mirada perdida, cuando los tres hombres entraron en el apartamento haciendo ruido. Su esposa se levantó y retrocedió hasta el fregadero con el corazón encogido. Esta es mi mujer, voceó Spencer presentándoles a Rita a sus chicos y, de seguido, ingresaron en la cocina con O’Hara pastoreando el grupo de excursionistas. Tiesa como una estaca clavada junto al fregadero, Rita se percató de que estaba temblando, y que sus dientes castañeteaban tras la hinchazón que engordaba sus labios. ¿Lo veis?, dijo O’Hara, señalando la fuente de comida sobre el mantel en la mesa. Mi mujercita espera despierta cada noche con la cena a punto para su maridito. A continuación, ordenó a Rita que repartiese cerveza para todos (es decir, para los dos terriers y para él), y ella caminó hasta la nevera en silencio. Rita sacó tres y depositó una delante de cada uno de los dos visitantes en la mesa, y le tendió la otra a su marido, quien permanecía de pie como un sediento maestro de ceremonias. O’Hara tiró de la anilla y la arrojó al suelo sin miramientos. Sorbió un trago y luego escupió el líquido convertido en una espuma ocre que burbujeó sobre el linóleo que encintaba el suelo. ¡Está caliente!, bramó él, y sin mediar un segundo, le chilló a Rita que era una idiota que no sabía hacer nada, que cuántas veces tenía que decirle que la cerveza tenía que estar fría, ¡FRÍA!, que cómo se atrevía a avergonzarlo así, delante de sus amigos. ¿Veis lo que os decía? La cena estaba helada y la cerveza, caliente. ¿No es estúpida?, inquirió, y luego estalló en una risa gutural y los otros dos rieron a su vez con una risa enlatada como las que ponen de fondo en la comedias de televisión cuando se suponen que decir algo gracioso. Lo es, asintió O’Hara, claro que lo es… y muy puta, además, añadió. El silencio se espesó con una tensión grumosa al instante. Los largos dedos de su mano derecha estrujaron el pecho izquierdo de su esposa con una obscenidad desnuda. Rita se apartó, empalidecida de humillación. Spencer se enojó y preguntó qué suponía que estaba haciendo. Gritó que acababa de decirle que no lo avergonzase, con una voz tan afilada como una cuchilla. Rita era del tamaño de una muñeca de trapo al lado de aquel simio, y éste la atrajo hacia sí y comenzó a manosearla sin pudor. Rita miraba a los otros dos, sentados a la mesa, bebiendo la cerveza caliente y luciendo una babosa sonrisa, mientras, en vano, ella trataba de zafarse de las garras de su marido. O’Hara le soltó una bofetada que restalló multiplicándose entre el alicatado de la cocina. Rita enmudeció, y Manfred y Sibylle tragaron saliva, a la vez. O’Hara la sujetó del pelo con una mano y tiró de él obligándola a echar la cabeza hacia atrás. Estate quietecita, le ordenó con un rugido. ¡No, por favor!, fue la única súplica que Rita pudo proferir antes de que su marido, les enseñase a Sibylle y Manfred cómo, según él, se follaba a una mujer. Manfred y Sibylle lo vieron todo. Cada detalle. Ninguno dijo nada. Ninguno de los dos hizo nada. Nada por impedirlo. Por hacer que aquella pesadilla terminara. Ni siquiera lo intentaron. Se limitaron a permanecer en sus sillas bebiendo de sus cervezas con una sonrisa boba pegada en sus bocas, sin fuerzas para apartar la mirada. Spencer la violó. La echó sobre la mesa, y pese a la ostensible flacidez de su miembro, la embistió como una bestia salvaje mientras Rita ahogaba sus gritos bajo la mordaza de su mano. Ofuscado por su incapacidad para eyacular, O’Hara dio por concluido el espectáculo y ordenó a los otros dos que se fueran. Rita estaba tirada en el suelo con las bragas por los tobillos. Spencer escuchó el sonido de la puerta del apartamento al cerrarse y le preguntó a Rita que cómo era capaz de hacerle algo semejante, que cómo se dejara follar delante de dos desconocidos. Eres una puta, aulló. ¡Te los hubieses follado a los dos! Que seguro que alguno de ellos venía a joderla mientras él se deslomaba trabajando para traer dinero a casa. Pese a todos los pensamientos que bullían en su cabeza, Rita sabía lo que iba a suceder. O’Hara comenzó a zurrarle; siguió gritándole, insultándola, por toda la casa, las escaleras, la calle, Ahora estás donde mereces, con las demás furcias, le espetó mientras la empujaba bajo la lluvia que empapaba su camisón, y la dejó allí, asegurándole que no la dejaría entrar jamás en su casa. Spencer regresó al apartamento y se quedó dormido en el sofá, con la televisión encendida y un cigarrillo agonizando sobre la alfombra, roncando hasta el día siguiente. Bajo el aguacero, Rita arrastró su maltrecho cuerpo hasta la cornisa del edificio contiguo y allí permaneció, arrebujada, llorando su humillación, el ultraje, hasta que Marla Prittie, la vecina del apartamento 27 que regresaba de la fábrica en la que trabajaba, la encontró después de varias horas, y la acogió en su casa, todavía tiritando, donde le dio un baño caliente y ropa limpia. Más tarde, la ayudó a meterse en su cama, que en realidad era la única cama de todo el apartamento, y le dejó la luz de la mesilla prendida el resto de la noche. No hizo preguntas. Marla sabía lo que sucedía tras la puerta 35 del tercer piso sin una semblanza previa. El vecindario entero lo sabía. Era un secreto a voces que aquella bestia maltrataba a su mujer, pero Spencer saludaba en el portal y también en el ascensor, y decía, buenos días, señora Merryfield, o decía, buenas noches, señor Strindberg, con este frío parece que nevará, y la señora Merryfield y el señor Strindberg y el resto de los vecinos, se limitaban a escuchar los golpes y los gritos de Rita tras las puertas de sus apartamentos. No será para tanto, se convencían unos. Alguien la ayudará, se consolaban otros, o, si las cosas están tan mal, por qué no lo denunciará a la policía. Y entonces, subían el volumen del televisor y escuchaban con atención la predicción meteorológica.
Los ojos de Rita alcanzaron a elaborar algunas lágrimas que se enjugaron en silencio en la almohada. Su vida era terrible, pensó, No puedo vivir así, y Rita pensó que a nadie le im-portaba qué podía pasarle, ni siquiera a Marla, que abrigara la misma clase de piedad que 4 hubiese sentido al encontrarse un gatito en la calle. Marla fue débil y cedió ante su impulso, nada más. Eso era todo. Y pensó entonces que su marido terminaría por matarla. Tarde o temprano lo haría. Sabía que podía hacerlo, y que a nadie le importaría. Nadie derramaría una lágrima por ella. Fue entonces cuando recordó el armario del dormitorio. Surgió de entre sus pensamientos como una especie de fogonazo luminoso, y recordó el cajón de los jerséis de Spencer. El revólver dormido entre una cuna de lana y poliéster, made in Vietnam. En ese momento, Rita decidió que aquella noche no volvería a repetirse jamás y, antes de dormir, imaginó lo hermosa que sería la muerte de su marido y, durante un instante, antes de quedarse dormida, sentenció que lo verdaderamente hermoso sería contemplar sus ojos tras pegarle un tiro a su marido; ser testigo del momento en que Spencer comprendía que allí se terminaba todo y que había sido ella, la esposa sumisa y abnegada, la que apretara el gatillo de su revólver. Luego se durmió hasta la mañana siguiente en que salió de casa de Marla sin hacer ruido y regresó a su apartamento, donde despertó a Spencer y recogió la casa, y cuando tras el desayuno él se marchó al trabajo como cualquier otra mañana, Rita fue al dormitorio y se sentó sobre la cama, donde observó la pila de jerséis a través de las puertas entreabiertas del armario, sumida en un coágulo de silencio. Después, un fontanero llamó a la puerta y, todavía con el corazón en la boca, las mejillas y el mentón llenos de cardenales, Rita respondió que, la señora Santa y Natario, sus vecinos guatemaltecos, vivían al otro lado del pasillo, en el 38, aunque, dijo, No sé si estarán en casa.
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FICCIONES
El Coloquio de los Perros. ALFARO GARCÍA, ANDREA
ALMEDA ESTRADA, VÍCTOR ALBERTO MARTÍNEZ, DIEGO ÁLVAREZ, GLEBIER ANDRÉS, AARÓN ARGÜELLES, HUGO ARIAS, MARTÍN ÁVILA ORTEGA, GRICEL AYUSO, LUZ BAUK, MAXIMILIANO BEJARANO, ALBERTO BELTRÁN FILARSKI, OLGA BOCANEGRA, JOSÉ BORJA, NOÉ ISRAEL CABEZA TORRÚ, JUAN CÁCERES, ERNESTO CAM-MÁREZ CAMACHO FERNÁNDEZ, GREGORIO CANAREIRA, A. D. CASTILLA PARRA, JOSÉ DAVID CASTRO SÁNCHEZ, JUAN CATALÁN, MIGUEL FONSECA, JOSÉ DANIEL
FORERO, HENRY FORTUNY i FABRÉ, CESC FUENTES, FRANCISCO FRARY, RAOUL GALINDO, DAVID GARCÉS MARRERO, ROBERTO GARCÍA-VILLALBA, ALFONSO GARCÍA MARTÍNEZ, AMAIA GARDEA, JESÚS GIORGIO, ADRIÁN GÓMEZ ESPADA, ÁNGEL MANUEL GUILLÉN PÉREZ, GLORIA GUTIÉRREZ SANZ, VÍCTOR HACHE, MYRIAM HAROLD BRUHL, KALTON HERNÁNDEZ, JOSÉ HERNÁNDEZ, JUAN FRANCISCO HERNÁNDEZ NAVARRO, MIGUEL ÁNGEL HINOJOSA, PAZ HIRSCHFELDT, RICARDO HIRSCHFELDT, RICARDO [EL ABANDONO] JUNCÀ, JORDI KOUZOUYAN, NICOLÁS LÓPEZ, DOMINGO LÓPEZ-PELÁEZ, ANTONIO LÓPEZ LLORENTE, JORGE LÓPEZ VILAS, RAFAEL MAHTANI, VIREN MARDONES DE LA FUENTE, ALEJANDRO MARTÍN, RAIMUNDO MARTÍNEZ COLLADO, GUILLERMO MÉRIDA, JAVIER / BARRETO, SERGIO MEROÑO, ANTONIO MILLÓN, JUAN ANTONIO MIRELES, JUAN MONTERO ANNERÉN, SARA MONTOYA JUÁREZ, JESÚS NORTES, ANDRÉS OLEZA FERRER, CARLOS (DE) ORMEÑO HURTADO, AARÓN OSORIO GUERRERO, RODRIGO OTAMENDI, ARACELI OUBALI, AHMED PANZACOLA, ELIOT PARDO MARTÍNEZ, SAMUEL PÉREZ ALONSO, ALBA PIQUERAS, CARMEN PUJANTE, BASILIO QUINTANA, JULIO RECHE, DIEGO REMEDI, ROBERTO A. RODRÍGUEZ GARCÍA, JUAN AMANCIO RODRÍGUEZ OTERO, MIGUEL ROSADO, JUAN JOSÉ RUCHETTA, MAURO SÁNCHEZ LOZANO, PILAR SÁNCHEZ MARTÍN, LUIS SÁNCHEZ SANZ, PEDRO SCHUTZ, LOLA SEGURA, ALEJANDRO SEVILLANO, ATILANO TOMÁS, CARMEN TORTOSA, JAVIER TRENADO, ENRIQUE URTAZA, FEDERICO VIDAL GUARDIOLA, NATXO Hemeroteca
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