FICCIONES
PEQUEÑOS RELATOS PARA ENTENDER EL MUNDO
RITO DE PASO I Miro la carretera. Desde hace varios minutos no pasan autos. Algunos matorrales espinosos en las orillas. Bajo las botas, el asfalto, un caldero. Después de caminar un rato el mundo se vuelve amarillo y el cuerpo, como vela, se consume. No sé cuánto tiempo llevo caminando. En mi cabeza sólo hay fragmentos: la sombra de un árbol, la tormenta de luz que evade las cortinas, los zapatos a un lado de la cama. El alboroto del polvo alrededor de la casa. La hojarasca. Siento el peso de mis manos. En la mañana las miré, pálidas y flacas. Las llevé a la luz. Ahora cuelgan a los lados, como ramas secas. Ayer soñé que caminaba en la carretera. Soñé que sus orillas estaban sembradas con perros muertos. Todos amarillos, como flores. Miraba con interés los carcomidos huesos. Moscas hacían guarida en ellos, las habilidosas se encaramaban a los afilados. La imagen de los esqueletos me despertó. Medio ahogado por el sudor me levanté de la cama. La madrugada aún pesaba en el cuarto. Pensé que, en medio del llano, la soledad me estaba haciendo daño. Como suave veneno. Como un secreto guardado largo tiempo. Apenas la amaneciera iría al pueblo. Camino en la incandescencia. A la distancia los árboles. Cuervos lustrosos de sol, en sus ramas. Extiendo el brazo y mantengo el pulgar arriba. El gesto es sólo un consuelo porque no pasan autos. Como en el sueño, el camino es desierto y nada hace ruido, ni los cuervos, ni las piedritas que el viento empuja por el llano. En la carretera sólo fantasmas. Mi figura empecinada, hundida en el resplandor, única habitante, entonces. II Una camioneta se detiene. Un hombre gordo se asoma por la ventanilla. Sus ojos son como los de los peces, cansados de mirar las mismas cosas. Las horas muertas, quizá. El lento latido del tiempo. —¿A dónde va? —Al pueblo. El hombre sonríe. El sol le baña los ojos. Por un instante me pierde de vista. Mueve torpe la cabeza, ciego de sol. Busca entre incandescencias mi rostro. Al fin, cuando me encuentra, me dice: —Entre, parece que está penando. Subo a la cabina. En la nariz un olor a quemado. Espero humo entre nosotros, densos nubarrones. Sin embargo, nada ocurre. Al hombre le brilla, como pavesa, la calva. Densas gotas de sudor le brotan en ella. Se le derraman en las cejas. Entreabre la boca. Imagino la desolación de los dientes, los afilados colmillos. —Puros fantasmas en el pueblo ¿no? —me dice —Me levanté con ganas de ir —le confío. —Nadie quiere ir. —A lo mejor hay mujeres, algunos perros. El hombre suspira. —Allá usted, sólo tengo que informarle una cosa. —Dígame. —Antes del pueblo, voy a una casa, ¿le importa? III El hombre se aplaca con una mano los bigotes, mira sus uñas mientras maneja; también el infinito, allá, en el borde de la carretera, desmoronándose entre los matorrales. La camioneta rechina. Vibra el volante, la palanca de velocidades, el cuarteado espejo. En la cabina baila el polvo. Un rosario golpea, como obsesiva mosca, una y otra vez, los cristales. Nuestros ojos esperan nubes. Las nubes, desde hace tiempo, malabares de la mente, trucos de magia para inocentes. El hombre me dice: —Ya mero llegamos, no desespere. —No se preocupe, no tengo prisa. Intento añadir algo pero las palabras se me atoran en la boca. A veces las voces empeoran las cosas. A veces sólo puedo mirar. Y el aire tibio llega a mi rostro y su mano comedida me seca los labios. La mirada del hombre abandona el camino. Pone los ojos a volar. Los lleva, leves, a sus ensoñaciones. En su rostro, de repente, una sonrisa. —¿Qué opina? —me dice el hombre sin mirarme. —¿De qué? —Del pueblo. —No sé, hace mucho tiempo que no voy —Por eso —insiste— ¿cómo lo imagina? Las palabras del hombre me molestan. Son como dardos en vuelo. Como aguijones. Miro el breve espacio entre mis manos. También elevo los ojos pero no para recordar, sino para evitar al hombre, sus gestos. Para borrarlos después de mi memoria. —Recuerdo una tienda de ropa, un viejo que empujaba un carrito de nieves, nada más —digo por decir. —Muy bien... Algo es algo —dice. —¿Es importante? —Uno nunca sabe. La aguja del velocímetro vibra. El hombre acelera. El sonido del motor nos llena los oídos. Ráfagas de aire entran por las ventanas y nos brindan consuelo. El cuello de la camisa blanca le vuela. Varios papeles, víctimas del soplido, aletean en la cabina. Por el espejo lateral, el paisaje se distorsiona. Afuera la herrumbre. El papelerío cunde en la cabina, aves espantadas tenemos. Pero el hombre no le da importancia. Negado al mundo, como embelesado, con un gozo vivo en el cuerpo. Y un silbido que tiembla en sus labios, coronando su silencio. —Uno nunca sabe —repite y mira el horizonte de la carretera. IV El hombre apaga el motor. Frente a nosotros una casa de dos pisos. Alrededor de ella no hay nada. La casa parece, en su abandono, la primera del mundo. Alrededor de ella el polvo primigenio. Lo miro en las ventanas, en el quicio de la puerta. En el patio cercano a la entrada una jaula, en el interior de ella un par de alegres canarios. Los animalillos se columpian, picotean codiciosos el alpiste. El hombre baja con dificultad de la camioneta. Camina como las bestias morosas, impregnadas de sueño. Se acerca a la puerta. Voltea a la camioneta. —No se quede ahí, encerrado, entre al fresco— me dice. Bajo de la camioneta. Me acerco a la jaula. Los codiciosos dan pequeños saltos. Tocados por el sol más amarillos, de oro, parecen. En el patio algunas plantas insoladas y de nuevo el polvo, ahora en montoncitos, en el parabrisas. El hombre saca una llave. Entramos en la casa. Una amplia estancia, ventanas redondas como claraboyas, paredes desnudas y encaladas. Velas en una mesa. Servilletas dobladas, como barquitos navegando en la desolación. También en la mesa hay monedas, fotografías sepia, las dispersas entrañas de un reloj. Las moscas medran en el piso, en el ventilador del techo, en el resplandor de un abandonado frutero. Al fondo, en una esquina, dos sillones de terciopelo rojo. En los sillones, dos ancianas dominan la estancia, como parsimoniosos vigías. Una es espejo de otra. También, como en los espejos, las cosas alrededor más vivas parecen y se disponen iguales. Sus rostros navegan entre luces y penumbra; parpadean casi al mismo tiempo. —Tardaste en llegar —le dicen ásperas, a una sola voz, al hombre. El hombre esboza un gesto de disculpa. Mira las puntas de sus zapatos. Me señala con un dedo culposo. —Lo encontré en la orilla de la carretera —dice. Las ancianas aguzan la vista, me examinan con el veneno de sus ojos, en silencio. Sus ojos se encaraman en mis piernas, en los muslos y en los brazos. —Pase, no se quede ahí, como niño regañado —me dice al fin una de ellas. Las ventanas no tienen cortinas y un manto de sol colma una parte de la estancia. Busco, por instinto, una sombra. Quiero apagar el sol en mi piel, sacar la candente estación del cuerpo. Ellas lo notan. Con las largas manos se abanican los rostros. Las imagino viejos pájaros, batiendo las alas. Pero deshago la imagen y más concentrado las recorro: las dos tienen vestidos pardos, terciopelo en las mangas, puños de encaje. Cuchichean. Pero sus voces agrias, de malignas hadas, se elevan. Hablan de mi origen, de la tarde que no avanza, de las cosas que la soledad moldea. La única diferencia entre ellas son las canas: el cabello de una completamente empolvado, el de la otra apenas las raíces. —¿Y a usted quién le procura sombra? —pregunta, al fin, la empolvada, después de la conferencia. Inclina el rostro, abre un poco la boca, ávida de humedad, de aire. —A veces los árboles —digo por decir. —Los árboles —murmura la de cabellos negros y sus labios parecen remover las palabras. Las palabras de ella, maderos ardiendo, elevando inútiles chispas en el aire. Acuna en el regazo el peso muerto de sus manos. El hombre se rasca la barriga. Las faldas de la camisa le vuelan, impulsadas por el viento. El viento espanta a las moscas. De repente ya no hay más zumbidos, sólo las sosegadas respiraciones de las ancianas. Alrededor de la casa también el silencio, a veces roto por el soliloquio de los canarios. La empolvada me mira. La otra tiene aún muertas las manos pero, a diferencia de antes, puedo ver sobre ellas una constelación de venas, de abultados ríos. —Qué descorteses somos. Enseguida le traigo una cerveza —dice la empolvada. —Estoy bien, no se preocupe —le digo, pero ella se levanta y enfila a un cuarto, al fondo de la estancia. Miro sus pasos. Tan lentos son que alrededor de ellos innumerables eventos suceden: un bostezo, un instante de luz, la inútil muerte de una mosca. Bajo el andar se adivinan las puntiagudas, tristes caderas. Los magros pechos. La otra mira a su compañera desaparecer en un cuarto. Mientras regresa nos guardamos las palabras. Miramos, al mismo tiempo, el ventilador del techo. Las aspas giran cada vez más lento. Densas aguas baten, en lugar de aire. El hombre está fastidiado. Se espulga, como mico, los pocos pelos de la cabeza. Baja la vista. Se toca los bigotes. Afuera, una nube se estanca en el cielo. Nuestros cuerpos aprovechan la nube y beben más sombra. Del cuarto se escucha una lata que cae. Después forcejeos, aleluyas, algunas maldiciones. —Espero no haber tardado mucho —dice la empolvada después de un rato. En una charola lleva una botella alargada y ámbar. También un tarro. Me siento en una silla, ella arrima una mesa plegable. Miro la cerveza oscura. Me asomo a un pozo. Empino el tarro. A través del cristal se vuelve de agua el mundo. También las ancianas. Mientras bebo del tarro, a través del reflejo, juguetonas niñas me parecen. El ventilador completa una última vuelta y se detiene. El aire se adensa en la estancia. Como licor dejado en libertad. Y pesan más los párpados y los ojos. —Qué contrariedad —murmura la de cabellos negros. —A veces falla la electricidad—completa la empolvada. —Pero la luz, a esta hora, no hace falta. Sólo envilece las cosas —retoma la primera. —En realidad, si tienes buenos ojos, no sirve para nada —concluye la otra. La cerveza pulsa en mi garganta. La casa parece entumida en su silencio. Dejo el tarro en la mesa plegable. Pero entrampado en sus reflejos busco brillos en todas partes: en los restos del reloj, en la armadura verde de las moscas. También busco en la empolvada y me doy cuenta, desde que entré a la casa, que sus labios, de alguna forma, son hermosos. Pienso en las ancianas, olvidadas del mundo, alejadas de Dios. Aunque a veces Dios se acuerda de ellas y enciende sus locas palabras. No puedo seguir aquí. Necesito irme porque se hace tarde y el pueblo y el sueño que tuve y su perorata que me encandila. Pero ellas retoman su intercambio: —Las nubes anuncian la muerte. —A la muerte hay que sacarle la vuelta. Por eso tenemos limpio el cielo. —Aunque también funcionan los canarios. —Pero la muerte siempre acomete, siempre vigila. —O se va volando. —Yo voy al pueblo —interrumpo. —No desespere, hay tiempo para todo, hasta para el pueblo —dice la empolvada. Las arrugas merman sus ojos, le cansan los párpados. Los aretes de perlas tienen un leve movimiento, como el ámbito de la boca, de la lengua que involuntariamente le imagino. —¿Qué sabe del pueblo? —me pregunta. —El pueblo está allá, al final de la carretera— le digo y señalo, sin pensar, las ventanas. La de cabellos negros se levanta de la silla. —Déjeme mirarlo más de cerca —dice. Percibo sus pasos. Su perfume me remite al olor de las cartas guardadas, el de una alacena que de pronto se abre. En la aproximación brilla una melladita en su pecho. La torturada imagen de un santo. El santo de los extraviados, de los difuntos, de los locos, pienso. La anciana me toca la cara, recorre con sus dedos mis rasgos, los dibuja de nuevo con lentitud: la nariz, los labios, los pómulos. Sus dedos tiemblan y abandonan. La curiosa lleva los dedos a su rostro. Y sus labios parecen más jóvenes y toda ella, por un instante, reverdece. —Es más joven que los otros —le dice a la otra. —Hubo un año en que fueron puros viejos, apenas podían andar, allá, en el llano —recuerda la empolvada. —¿Cuáles viejos? —pregunto. El miedo ensaya en mi cabeza su locura. Y el golpe de sangre en los nervios. Todo eso me delata. La empolvada lo comprende y hace más dulce la voz, para apaciguarme, para apagar mi fuego. —Los otros, los locos, no usted —dice, la apacible. —¿Cuáles otros? —insisto. —No le haga caso —dice la otra— desvaría. —El desvarío es necesario a veces —corrige, la ofendida. Las imagino asomadas en la ventana, mirando a una parvada de viejos romper lentamente en la noche, en la carretera. Las imagino solazadas con sus visiones. Sus risas secretas. Hechas de polvo, de cortinas viejas, ellas, las ruinosas, entre baúles infestados de recuerdos, como los viejos que renquean, que posan sus miradas, como palomas, en el horizonte. La de cabellos negros, con un carraspeo, termina mis imaginaciones. De repente, alumbrada por una sentencia, una raíz escondida, me dice: —¡Pero hombre!, el pueblo no existe. —¿Y qué hay, entonces? —No hay nada, mire. Nos acercamos a una ventana. Echamos un vistazo. Allá, lejos, las jorobas de unos cerros. Los cerros y la tarde que se derrama entre ellos, en los apretujados rebaños. El polvo asentado por la mano quieta del viento. Los interminables postes de luz. A la derecha, el trazo inmóvil de la carretera. En el patio sólo los luminosos canarios, su alboroto. La de cabellos negros me toca el hombro. Siento en el cuerpo sus dedos nevados. El alma de ella, la de todos, humo elevándose en la tarde. Sus ojos, tenaces, me miran por dentro. —No hay nada —me repite, con voz queda, susurrante, en el oído. Doy un paso para alejarme. Pero su voz sigue ahí, dejando ecos, como atrapada en un laberinto, bajo una superficie de agua. —Bueno, tengo que irme —les digo. —Espere, yo lo llevo —dice el hombre. Por un instante dudo en aceptar. Pero el gesto ensombrecido del hombre, las manos que hunden su nerviosismo en los bolsillos de los pantalones, me hablan de una posible traición, el toque final de una elaborada trampa. —No se preocupe, es sólo un trecho más —miento. —Si no hay más remedio— replica el hombre con sorna. —Lo acompañamos a la puerta —dicen los tres, a una sola voz, como niños cantores. Camino hacia la entrada. Los celosos guardias me siguen. Adivino sus pasos y sus miradas oscuras; también vigías, sus respiraciones. De pronto creo escuchar una risa fugaz, un relámpago. Volteo pero los tres están muy serios, los rostros como frutas amargas, oscilantes en la sombra. Les doy las gracias y me despido. Los miro alinearse muy correctos, en el quicio de la puerta, como figuras de juguete. Comienzo a caminar. La carretera se interna hacia el norte, infinita. A lo lejos, como un minúsculo milagro, el limo del horizonte. A mis espaldas la empolvada conversa a chiflidos con los canarios. La otra, ensimismada, los ojos vacíos en el cielo, como los aburridos de las despedidas, en los muelles. Del hombre, después de un trecho, sólo le vislumbro las abultadas carnes. V Camino por la carretera. El asfalto ya no arde. El sol hundido, lentamente, en el horizonte. Mientras cae dispersa su última lumbre. Después de un rato pierdo la noción del tiempo. Los minutos se desgranan; los segundos. A veces suenan los insectos. A veces, esculpidos en el silencio, se presienten. Busco una señal del pueblo, algún anuncio. En poco tiempo oscurecerá. Pronto la luna, su redonda cabeza, sus locas bocanadas. Entonces la carretera apagará su fuego y ya no habrá hervor en las piedras, ni en el aire. Miro a la izquierda, junto a un poste, un perro muerto, medio devorado por el tiempo; amarillo, como en el sueño. Sigo caminado. A lo lejos se vislumbra una construcción. Tengo esperanza. Tal vez sea el primer indicio del pueblo. Como la luna, en mi cuerpo, las locas bocanadas. En mi corazón también. Camino más rápido. Casi corro. El alboroto en los nervios. Como si renovados bríos estuvieran en ellos. Me detengo. Llevo las manos al cielo. Frente a mí, a corta distancia, una casa desolada. En el patio, adormecidos, los canarios. Una luz se prende.
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LARGA DISTANCIA Por razones laborales debo viajar en autobús todos los lunes a las cinco de la mañana. La ciudad donde se encuentra mi lugar de trabajo está a dos horas y media. Pero hoy es miércoles, pasado el mediodía. Una vez al mes hago el mismo itinerario por la tarde. Siempre elijo el asiento cuarenta y tres, al costado del pasillo, la última fila, en el piso superior. El ruido del motor es un sonido constante, de modo que tapa voces, ronquidos y cualquier barullo circunstancial. No puedo dormir mientras viajo. Tampoco suelo leer. El constante movimiento amplifica el astigmatismo agudo que padezco. Saco provecho del momento escuchando música, uno de mis pasatiempos favoritos. Regularmente llevo un auricular conectado al teléfono móvil. En este momento tengo los audífonos puestos. Disfruto de Bliss, uno de los experimentos electrónicos de Andrew Bird. Mantengo los ojos cerrados. Puedo alcanzar concentración más rápido de esta manera. Las canciones se suceden una tras otra. El álbum vuelve mi cuerpo liviano. Ahora floto. De repente percibo un cambio de marcha en el autobús. Ha disminuido la vibración y también el ruido provocados por el motor. Escucho además gritos ensordecedores que dejan a Adrew Bird en un segundo plano: “¡Gaseosas, sandwiches, gaseosas!...”, se oye por un lado; “¡Café, café, café!...”, por otro. Todo indica que he llegado a la estación intermedia y llevo una hora de recorrido. Aquí se renueva el pasaje mientras los vendedores ambulantes quieren hacer negocio a cualquier precio. Me resisto a abrir los ojos –finjo estar profundamente dormido– e ignoro todo el escenario aumentando el volumen de la música. No me importa en absoluto si la economía está favoreciendo a unos y maltratando a otros. El coche retoma la marcha. Vibro al ritmo de la aceleración. Pero además siento como si un dedo se hundiese tres veces en mi hombro izquierdo. Abro los ojos ante la incomodidad. Encuentro a un joven parado en el pasillo moviendo la boca insistentemente. Creo que intenta captar mi atención. Debe tener veintitrés o veinticuatro años. Ante la interrupción dejo caer los auriculares para saber qué diablos quiere. —Que si me da permiso. Tengo el asiento cuarenta y cuatro, al lado de la ventanilla. Sin mediar palabra, cedo el espacio. Debo ponerme de pie sosteniendo todo cuanto llevo conmigo: móvil, campera y bolso de trabajo. Luego vuelvo a la butaca, y con el auricular de nuevo en los oídos, retomo la audición a todo volumen cerrando los ojos. Presto atención al sonido de la batería sintetizada, imaginando que estoy solo nuevamente. Sin embargo, otra vez un dedo me hinca tres veces el hombro, aunque ahora del lado derecho. Observo. El joven introduce la mano en su mochila. Entro en pánico. Pienso que va a desenfundar un arma y matarme si no le entrego pronto: teléfono, abrigo y bolso. —Con su permiso. –Saca una lata de cerveza. Ciertamente, voltea el olor a alcohol, pero no parece estar ebrio todavía–. —¡A su salud! –Le respondo bien seco, y procuro seguir con mi actividad, luego del susto–. —Voy a hacer compras a la ciudad. Tengo un puesto en la feria y necesito renovar el stock. —¿Quién le preguntó algo? —El miércoles pasado vino mi esposa de compras, pero en lugar de traer mercadería para el negocio, gastó todo el dinero en ropa y zapatos para ella. No se imagina, volvió toda rubia, además. Casi no la reconozco. ¡Parecía una actriz de Hollywood! —Qué bien. —No, no, no está bien, Señor. Por eso vengo yo ahora. Si seguimos así, vamos a fundir el boliche muy pronto. —Qué bien. Nada de lo que dice el feriante me importa. Trato de ser lo más descortés posible, con el propósito de que se ubique por fin, pero no acusa recibo. Es menudo, tiene ojos café, la cabeza llena de rulos castaño claro y la voz más paciente del mundo. Por su apariencia, parece venido de los años 1990, cuando se usaban los jean gastados, con agujeros en la rodilla. Lleva un suéter marrón, bien pesado. —Hace frío aquí adentro. —Es invierno. ¡Qué esperaba usted! —Quiero decir que hace más frío aquí adentro que en invierno. Mi compañero de viaje circunstancial no está ebrio. Puedo certificarlo. Además posee cinco sentidos en perfectas condiciones. El autobús viene con el aire acondicionado encendido en lugar de tener activa la calefacción. Aparentemente, el conductor se ha confundido de interruptor. Y el muchacho se encuentra en desventaja porque recibe directamente el frío desde arriba, donde se ubica la instalación. En este preciso momento su cerebro debe estar completamente congelado. —No siento la frente, Señor. Y tengo muy fría la nariz. Me caen los mocos. —Mala suerte. —Ya lo arreglo, así estamos más cómodos. Me entrega la lata de cerveza, como si yo fuera su sirviente. Introduce la mano en la mochila otra vez. Hurga unos papeles, inspecciona con cuidado, coge el boleto de viaje, hace un bollo, se pone de pié y comienza a tapar el orificio por donde se filtra el aire frío. Echo un vistazo hacia arriba, a la altura del asiento de adelante, y el que sigue. Todo el sistema de aire climatizado está lleno de bollos de papel. El muchacho vuelve a su lugar, recibiéndome la bebida. —Hubiera elegido otro número de butaca. —¿Y perderme esta charla tan animada? Siento un poco de frío, nada más. —Puede ir a buscar un asiento vacío. —No, no, quiero quedarme aquí, así seguimos conversando… Miraré el paisaje. Con facilidad envidiable queda dormido en un instante. Retiro de sus manos la lata de cerveza, antes de que derrame todo líquido sobre mí, y coloco el recipiente en el compartimento preciso, ubicado debajo de la ventanilla. Despliego mi campera para protegerme del frío, tratando de que alcance cubrir a mi compañero de viaje también. Aprovecho su silencio para seguir disfrutando de la música. Me doy cuenta entonces que el álbum de Andrew Bird ha terminado. Sólo se oye el ruido constante y parejo del motor. Estoy bien así. Lo raro es que, a pesar de ser el muchacho un completo desconocido para mí, no puedo evitar pensar en él. Da la sensación de no esconder nada cuando habla. Mira constantemente a los ojos, como si todo el tiempo esperara de la otra parte la misma honestidad. Con el tiempo me he vuelto una persona desconfiada y cascarrabias. Pero lo cierto es que su sinceridad y simpleza han hecho de mí, por unos minutos, un tipo tranquilo y seguro. Tanto que me invade un deseo incontrolable de poder mirar como miran los niños, de nuevo. Ha transcurrido una hora treinta de viaje, desde que partí de la estación intermedia. El autobús ya ha arribado a la ciudad y ahora ingresa lentamente al estacionamiento de la última parada. Quito los auriculares de mis oídos y guardo el teléfono móvil. Recojo abrigo y bolso. Hundo tres veces el dedo índice sobre el hombro izquierdo de mi acompañante para informarle que ha finalizado el recorrido. Abre los ojos con dificultad resistiendo al resplandor de la ventana. Levanta la cabeza lentamente intentando recomponerse. —Mucha suerte con sus compras. —¿Ya se va? Hasta pronto, Señor ¡Fue un placer viajar con usted! Abandono de prisa el autobús, porque me gusta ser puntual en el trabajo. Aunque lamento no haber averiguado oportunamente el nombre del muchacho. Me he sentido muy bien con su compañía. Quisiera seguir escuchando sus historias: sobre el puesto de venta, la feria, el glamour y los aires de diva de su esposa. Espero encontrarlo nuevamente en el camino. No tuve coraje para decírselo. |
FICCIONES
El Coloquio de los Perros. ALFARO GARCÍA, ANDREA
ALMEDA ESTRADA, VÍCTOR ALBERTO MARTÍNEZ, DIEGO ÁLVAREZ, GLEBIER ANDRÉS, AARÓN ARGÜELLES, HUGO ARIAS, MARTÍN ÁVILA ORTEGA, GRICEL AYUSO, LUZ BAUK, MAXIMILIANO BEJARANO, ALBERTO BELTRÁN FILARSKI, OLGA BOCANEGRA, JOSÉ BORJA, NOÉ ISRAEL CABEZA TORRÚ, JUAN CÁCERES, ERNESTO CAM-MÁREZ CAMACHO FERNÁNDEZ, GREGORIO CANAREIRA, A. D. CASTILLA PARRA, JOSÉ DAVID CASTRO SÁNCHEZ, JUAN CATALÁN, MIGUEL FONSECA, JOSÉ DANIEL
FORERO, HENRY FORTUNY i FABRÉ, CESC FUENTES, FRANCISCO FRARY, RAOUL GALINDO, DAVID GARCÉS MARRERO, ROBERTO GARCÍA-VILLALBA, ALFONSO GARCÍA MARTÍNEZ, AMAIA GARDEA, JESÚS GIORGIO, ADRIÁN GÓMEZ ESPADA, ÁNGEL MANUEL GUILLÉN PÉREZ, GLORIA GUTIÉRREZ SANZ, VÍCTOR HACHE, MYRIAM HAROLD BRUHL, KALTON HERNÁNDEZ, JOSÉ HERNÁNDEZ, JUAN FRANCISCO HERNÁNDEZ NAVARRO, MIGUEL ÁNGEL HINOJOSA, PAZ HIRSCHFELDT, RICARDO HIRSCHFELDT, RICARDO [EL ABANDONO] JUNCÀ, JORDI KOUZOUYAN, NICOLÁS LÓPEZ, DOMINGO LÓPEZ-PELÁEZ, ANTONIO LÓPEZ LLORENTE, JORGE LÓPEZ VILAS, RAFAEL MAHTANI, VIREN MARDONES DE LA FUENTE, ALEJANDRO MARTÍN, RAIMUNDO MARTÍNEZ COLLADO, GUILLERMO MÉRIDA, JAVIER / BARRETO, SERGIO MEROÑO, ANTONIO MILLÓN, JUAN ANTONIO MIRELES, JUAN MONTERO ANNERÉN, SARA MONTOYA JUÁREZ, JESÚS NORTES, ANDRÉS OLEZA FERRER, CARLOS (DE) ORMEÑO HURTADO, AARÓN OSORIO GUERRERO, RODRIGO OTAMENDI, ARACELI OUBALI, AHMED PANZACOLA, ELIOT PARDO MARTÍNEZ, SAMUEL PÉREZ ALONSO, ALBA PIQUERAS, CARMEN PUJANTE, BASILIO QUINTANA, JULIO RECHE, DIEGO REMEDI, ROBERTO A. RODRÍGUEZ GARCÍA, JUAN AMANCIO RODRÍGUEZ OTERO, MIGUEL ROSADO, JUAN JOSÉ RUCHETTA, MAURO SÁNCHEZ LOZANO, PILAR SÁNCHEZ MARTÍN, LUIS SÁNCHEZ SANZ, PEDRO SCHUTZ, LOLA SEGURA, ALEJANDRO SEVILLANO, ATILANO TOMÁS, CARMEN TORTOSA, JAVIER TRENADO, ENRIQUE URTAZA, FEDERICO VIDAL GUARDIOLA, NATXO Hemeroteca
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