NOTA ROJA El cadáver mira desde una silla al fondo de la habitación. Es un decir, no mira, pero si lo hiciera, vería al policía que lo observa desde el pasillo después de haber pateado la puerta para abrirla. El policía escucha los pasos atropellados de varios de sus compañeros, quienes al llegar impedidos por la barrera del cuerpo del que llegó antes, forman una guirnalda de cabecitas que se mueven como moscas para ver qué hay dentro del cuarto. Si el hombre que ahora está muy sentadito, con las manos plácidamente sobre los muslos, siguiera vivo, no tendría desprendida la mitad derecha de la piel del rostro ni le faltaría la oreja izquierda, tampoco le faltarían los pies y probablemente estaría vestido; si siguiera vivo, es que nadie le habría hecho un fino pero profundo corte en la garganta que dejaría la cabeza pendiente tan solo por el arco de las cervicales. Pero estaba muerto, eso lo sabían de antemano el policía parado en la puerta de la habitación de hotel, sus compañeros que se agolpaban a su espalda como para tomarse una selfie y el Fiscal, quien como si apartara las cortinas de un balcón, se abrió paso para entrar, acercarse al cadáver y examinarlo con ese cuidado que uno pone cuando quiere descubrir rayones en la pintura del carro que le ofrecen en venta. Si el hombre siguiera vivo, sin duda ignoraría quién la masacró, puesto que eso no habría sucedido, pero probablemente hubiera podido describir con pelos y señales a quien querría verlo así como estaba ahora, y lo mismo a quien lo habría dejado hecho un santocristo, por decirlo de manera piadosa, aunque innecesaria, porque el hombre quizá se merecía lo que ahora era. El Fiscal, hombre macizo en varios aspectos de su presencia y su esencia, se enderezó, respiró profundo, sacó un encendedor y preguntó si alguien le podía dar un cigarro. Ahí estaban los hechos, no había sino esperar a que llegara la gente de Servicios Periciales. Por supuesto, nadie había visto ni oído nada. En un hotel como ese las camaristas operaban con esa discreción nacida del desinterés que provoca saber a qué va la gente ahí. ¿Gemidos y berridos? Es lo que resulta natural en lugares como ese. El finado resultó ser Albino Cervera Ramírez, de 45 años de edad, plenamente identificado por Graciela Cervera Ramírez, su hermana, que le llevaba 35 años y lo había cuidado desde bebé, obviamente sin mucha atención: «Una tiene sus problemas y éste nunca tuvo buena cabeza ni buen corazón». Los antecedentes de Albino confirmaban el parecer de la doña: malandrín de doscientos pesos el día y a veces tres mil pesos por hacer un trabajito como el que le habían hecho. ¿Nexos? Todos. Eso no facilitaba la investigación, que, por cierto, a nadie le interesaba llegara a determinar responsabilidades y mucho menos procesar a alguien. Tres días después, la prensa y los medios digitales ya estaban ocupados en mil asuntos más, aunque en el cuarto día una reportera abordó al Fiscal General y trató de sacarle algo al respecto. El funcionario se limitó a decir: «Estamos en eso, prometimos que ya no habría impunidad, ya no la habrá». Después de identificar a su muertito, Graciela anunció que iba por dinero para hacerse cargo del entierro. No volvió. Cuando la buscaron, ya no la encontraron, se había mudado a quién sabe dónde. Albino sigue en las instalaciones del Servicio Médico Forense. Ya le llegará el turno para salir de ahí, de una manera u otra, para beneficio de la ciencia o para nutrir a la Madre Tierra.
2 Comentarios
Federico Urtaza
11/8/2020 08:37:59 am
¡Gracias por la publicación! Un abrazo.
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Juan de Dios García
11/8/2020 11:36:23 am
Bienvenido a nuestra perrera literaria y cervantina.
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