FICCIONES
PEQUEÑOS RELATOS PARA ENTENDER EL MUNDO
VIDAS SOBRE RUEDAS La lluvia que pronosticaron los meteorólogos en el matinal debería haber sido tan solo una garúa. ¡Qué equivocados estaban! Un aguacero a baldadas caía sobre el puerto, una lluvia torrencial sobre mar y tierra, que junto con una ventolera endemoniada castigaba a la ciudad portuaria, con un ahínco como no se veía desde hacía tres décadas. El tranvía iba atrasado en su recorrido nocturno. Así el Sapo se lo había hecho saber al chofer hacía cuatro paradas; un mozalbete con cara y hocico de batracio que tenía por ocupación la de pararse en la esquina, aquí y por doquier, e informar al conductor del transporte público de cómo estaba resultando su recorrido. «Debo meterle chala al acelerador, o perderé a los pasajeros de los próximos paraderos —gruñó el Chueco Monsalve para sus adentros, conductor tan diestro como experimentado en el manejo de este transporte eléctrico—. Ahora que el concejo municipal me quitó el sueldo base tengo que rendir más que nunca, mi salario y el sostén de mi familia dependen solamente del escuálido porcentaje que me dan por cada boleto cortado. ¡Miserables, pronto más lucrativo será arrendar un bebé y poner a mi mujer con el infante a pedir limosna frente a la catedral!». Mientras al Chueco, con sus pies torcidos a consecuencia de haber sufrido de poliomielitis, lo inundaba un caudal de improperios y un funesto reflexionar, puso la bota sobre el acelerador a todo lo que daba su ira contenida. En verdad, no se dio cuenta de que aún no se bajaba por atrás una viejecilla de lento deambular. Tal vez no la vio por el empañado retrovisor, la tormenta nubló su pensar, o quizás sus reflejos se anquilosaron con el frío nocturno. Lo cierto fue que la anciana quedó con su cuerpo suspendido en el aire, fue a caer sobre el pavimento mojado y una de sus piernas fue arrollada por la rueda trasera del transporte municipal. Ocurrió que este fatídico accidente mucho conmocionó a los buenos ciudadanos del muelle, porque la abuela perdió su extremidad inferior y casi la vida. Además, estaba sola en el mundo porque sus hijos dirigieron sus pasos hacia un país de habla yanqui, olvidando a la desafortunada, a la cual, y a su pañuelo lleno de lágrimas, simplemente dejaron atrás. Y como esta noticia retumbó por el embarcadero, el ayuntamiento tuvo desde aquel día que hacerse cargo de la manutención de la anciana y al siguiente amanecer, despedir a Monsalve. Hoy, este infortunado, tras pasar un tiempo tras las rejas, es conductor de una funeraria. —Te juro que tengo mucho kilometraje en esto de manejar vehículos. Nunca antes había tenido un accidente. —Se defendió el Chueco de un colega de lengua viperina, mientras almorzaban en su nuevo trabajo—. Tampoco había bebido, el informe de carabineros dio cuenta de eso. Su interlocutor esboza una sonrisita irónica a través de sus labios, finos en demasía si se considera su enorme boca, que sólo palabras con intenciones desviadas y de mal decir profiere de los otros. Puede ser que de su mal hablar hizo una rutina y nada más que aquello. —Sólo espero que cuando la vieja sin pierna y con muletas, porque estoy seguro de que así la dejé, requiera de un móvil para dirigirse a su última morada, sea yo el que conduzca la carroza fúnebre. Así le haré un favor y por fin estaremos a mano. —Ese fue el poco cuerdo divagar del Chueco, porque mucho le afectó este cruce de la vida por el que le tocó conducir. Solo unos meses después, tres figuras, muy distintas la una de la otra, se bajaron de un lujoso automóvil municipal en la esquina donde acaeció esta desventura. —Como ustedes saben, económicamente no es rentable mantener el servicio de los trolebuses, las cuentas no cierran ni ajustan, esto significa para el municipio una pesada carga económica —expresó con tono melancólico el alcalde, muy joven en edad para su puesto, sin embargo, elegido por abrumadora mayoría por los habitantes del puerto. —Pero este bien público es parte del acervo cultural de la ciudad —apuntó el secretario, sin bien diminuto en estatura, de agigantada verborrea en su adulador hablar cuando sus palabras se dirigían al jefe alcaldicio. —Es cierto. El muelle es patrimonio de la humanidad, así lo declaró la Unesco. Y los tranvías son parte del espíritu del puerto —el joven alcalde continuó su decir iluminado por la inspiración. —Pese a ello, este transporte público es lento y no puede llegar a los cerros que rodean el fondeadero. ¡No es práctico!, Gutiérrez, hay que modernizarse. —De esa forma el concejal que gustaba de las utilidades que sólo pueden dar el buen entendimiento del libre mercado, dirigió su malestar al secretario. No se atrevió a oponerse de frente al gobernador municipal. —Señor Mackenna, esta visita a terreno no nos pondrá de acuerdo y tal vez nada en el mundo lo conseguirá. —La mirada y la voz del alcalde interpelaron de frente al concejal Mackenna, este último rehuyó mirar a la cara a su interlocutor; pero luego, tomó aliento, infló con arrojo sus pulmones y respondió con un impostado vozarrón: —¿Y qué me dice del accidente que ocurrió tan sólo hace unos pocos meses?, ¿no es razón suficiente para terminar con el servicio de trolleys? Señor alcalde, su popularidad bajará y no tiene a sus espaldas un apellido ni familiares de abolengo, los cuales puedan llevarlo al éxito en una futura aventura en las urnas. —Con sarcasmo y malicia el concejal espoloneó al alcalde y, esta vez, embistió a su rival político sin tapujos. Ya estaba cansado de la prudencia en su discursear que siempre le aconsejaba su partido. Gutiérrez se hizo más pequeño aún ante la inminente trifulca, la mirada del burgomaestre centelleó en abismo de cólera contenida, la vista de Mackenna se escudó y se dispuso a la batalla. Y esta gresca de hirientes palabras se hubiese producido si la buenaventura no hubiese permitido que una madre pasease por ese lugar y en ese momento, tirando de un coche con su bebé recién nacido. —¿Cómo está, señor alcalde? Estimado concejal, es un gusto verlo tan lozano. —Se detuvo la ciudadana a saludar a sus autoridades, como dicta la buena costumbre. —Muy bien, mi estimada. Aquí estamos, poniéndonos de acuerdo sobre un asuntito sin mayor importancia —se apresuró a contestar el concejal, quitándole al regidor las palabras de la boca. —La felicito por su retoño. No se preocupe, en seis meses más se reunirá el concejo municipal y resolverá este dilema. ¡Que tenga un excelente día! —Con una venia se despidió el alcalde y con un sutil gesto ordenó a sus acompañantes subir al vehículo que los esperaba apostado en las inmediaciones. El trolebús siguió durante ese semestre recorriendo, de punta a cabo, el plan del puerto. Sus ruedas destartaladas siguieron transitando sobre rieles incrustados en histórico pavimento, siempre colgándose del tendido eléctrico, pese a la molestia de una que otra ave. Allí las muy emplumadas buscaban reposo y no podían encontrarlo, por culpa de cada pasar de aquí para allá de este impertinente transporte. Un guardiamarina retirado tomó el puesto del Chueco Monsalve, el concejo alcaldicio lo eligió para esta labor en vista de su impecable hoja de servicios en la armada. Además, el postulante a conductor municipal tenía muy buena vista y era observador en demasía. Así, pudo percatarse de que, en las primeras horas de la mañana, se subían al transporte regularmente los mismos pasajeros. Primero, en las cercanías de los embarcaderos, un borracho tomaba el servicio, tambaleándose de tanto haber bebido y bailado la noche anterior, en decadente vaivén con las mujeres de vida poco santa de las casas de mala reputación. Luego, se subía un varón cuarentón de larga figura y viejo abrigo, tan oscuro como deshilachado, que le llegaba hasta las rodillas. De faz puntiaguda y pómulos salidos, barba castaña bien cuidada y orgulloso anillo de matrimonio que siempre lucía con arrogancia. Tal vez, porque iba acompañado por una atractiva y joven moza, de mirada picaresca, junto a la que se sentaba, y a la que siempre presentaba como su mujer. Una cuadra más allá, tomaba el bien público un buen mozo jovenzuelo de pelo rubio como el trigo y ojos azules como el mar. Aquel siempre hacía posesión del asiento paralelo a los de la pareja. Con animada cháchara el mozuelo conversaba con este hombre y su esposa y del viaje no sentían malestar, pese a las torceduras de los rieles por los que pasaba el móvil en su transitar por la ciudad. Tan sólo en el siguiente paradero, un joven poeta se arrimaba al tranvía y siempre se sentaba en el último asiento. Desde allí tenía una vista panorámica y al parecer tomaba nota con lápiz y papel del acaecer de su entorno dentro del transporte, registrando hasta el más mínimo detalle. Cerca de la universidad un estudiante de Medicina, siempre atrasado, corría con aliento entrecortado para tomar el servicio; y siempre se acomodaba cerca de una muchacha de unos dieciocho años que cursaba el último año de enseñanza secundaria. Esta última se bajaba en la avenida Argentina y a su escuela dirigía su danzante caminar. Entonces, el futuro galeno, que mucho la miraba con disimulo, también abandonaba el móvil. Cosa extraña, el universitario nunca se bajaba en el paradero anterior, que sin duda le hubiese sido más cómodo para llegar a su destino de todas las mañanas. El joven, tras ver por un último instante como la moza se alejaba de su vista y sin intentar decir palabra, solo entonces recordaba que iba atrasado y a paso veloz dirigía su carrera hacia su lugar de estudios en el hospital Carlos van Buren, contra los minuteros del reloj, como era su usanza habitual. El guardiamarina, uno de esos días, reconoció al borrachín de nariz tomatada y pómulos rojo bermellón. «¿Si no es el cabo Sánchez?, ¡claro que es él!, pero de andar más zigzagueante, todo colorado por el trago y más viejo. Era enfermero naval. Tuvo que haberse jubilado —así pensó para sus adentros el chofer del trolebús; sin embargo, al abrirse la puerta delantera del móvil y subir el cabo por la escalera, este conductor nada le dijo. Luego, el guardiamarina continuó rememorando para sí mismo—: Pues claro, ahora recuerdo bien. Este cabo, tras dos guardias nocturnas seguidas en la urgencia, seguramente por cansancio, vino a equivocar la dosis de administración de un medicamento. Las consecuencias fueron fatales para el pobre paciente. Tras el sumario se le dio de baja con deshonor, aunque se le conservó la pensión. Por eso este Sánchez cayó tan bajo». Sánchez, como era su costumbre, se puso a tararear y cantó como siempre la misma historia. A los otros pasajeros no los importunaba su sonata, porque cada uno iba preocupado de lo suyo y un ebrio cantor más no era infrecuente en el puerto. Y su prosa se transformaba en melodía, una que versaba sobre una mujer soltera que no tenía apoyo y que tomó el tranvía, estando en trabajo de parto y con fuente rota y líquido desparramándose, porque no pudo encontrar un taxi temprano en aquella mañana, hacía dos años atrás. —¡Recuéstese en el pasillo, la asistiré! No se preocupe, soy enfermero y con este susto ya me despejé —dijo el cabo. ¡Dios mío! Un borrachín me quiere ayudar. —La mujer no ofreció más resistencia, los dolores de vientre eran muy intensos, además, el neonato ya venía y su cabeza asomaba entre los glúteos de su madre. El Chueco Monsalve, que hacía dos años aún era el conductor de este móvil, paró el vehículo, abrió la puerta y se puso a gritar como desaforado. Recordó que un estudiante de Medicina se subía más allá y, por ende, en este momento no podría socorrerlos. Entonces, vio en la esquina a un carabinero y lo llamó. El uniformado raudamente pidió colaboración por su radio, subió al trolley y ayudó al enfermero a asistir a la parturienta. —El bebé no llora y está azulado, tiene el cordón puesto en el cuello —exclamó el policía con congoja. —Tome firme el cordón, yo lo cortaré con mi cuchillo. —El cabo siempre traía su arma blanca consigo, no por nada se entremezclaba con maleantes en los burdeles visitados y, pese a ello, siempre había conseguido ver un día más. Así se hizo, y el recién nacido les regaló un solo chillido que los dejó casi sordos y les ofreció sus mejillas que rápidamente se pusieron rojizas y sanas. Afortunadamente, todo salió bien, llegó la ambulancia del hospital Van Buren y en buena hora se completó la asistencia. De esta forma, Sánchez concluyó su recordar entre bemoles y sostenidos, luego se echó en su asiento y se puso a «dormir la mona», muy satisfecho de su buen e intrépido obrar de hacía un par de años, entremedio de estas mismas latas y sobre estas mismas ruedas... En los meses que quedaban para que las autoridades decidiesen si los tranvías seguían circulando, el guardiamarina notó que de la tripulación de la nave faltaban dos marineros. Efectivamente, el hombre de esbelta figura y abrigo más negro que nunca, en el paradero de siempre tomó el móvil, con su rostro sombrío, con barba ahora descuidada y mal podada, sin el reluciente anillo en su mano izquierda y sin la compañía de su mujer de vivaz y pícara mirada. Tampoco, en la siguiente estación, el mozuelo de ojos marinos y cabellos de oro volvió a tomar el transporte. Se dice que el trovador que se acomoda en los asientos de atrás pudo oír, de las conversaciones pretéritas de este trío, que el Flaco Varela era un eminente catedrático del departamento de Filosofía de la universidad y que su fémina, a su vez, laboraba como secretaria en la misma institución. El tercero en cuestión era su alumno preferido de posgrado, al que adoptó en su corazón como hijo y ayudó en su carrera profesional. Parece que el Flaco «movió los palillos» y le consiguió al muchacho un doctorado en una universidad extranjera muy prestigiosa. Quizá más de una mirada de complicidad y entendimiento ocurrió entre el alumno y la mujer del prójimo, pero de esto no se percató el Flaco. Tal vez, ahora los tortolitos andan en el extranjero, el uno especializándose y la otra de amante colgada a su cuello y acariciando con los dedos como peines sus dorados y varoniles cabellos. A poco de cumplirse el plazo establecido para conocerse la sentencia sobre este antiguo transporte y su incierto futuro, hubo una mañana en que una neblina más densa de lo habitual, nacida en altamar y traída por el viento del puerto, se posó sobre el plan de la ciudad. Al guardiamarina de nada le sirvió su vista de águila porque esta no pudo traspasar la bruma ni tampoco ver al automóvil que iba conducido contra el tránsito por enajenado y drogado muchacho; y pese a que el chofer pisó el freno del trolebús, el choque acaeció. El muchacho desquiciado, conductor del otro vehículo, murió de forma instantánea. Su cabeza quebró el parabrisas de su automóvil y salió disparado cual proyectil, no tenía puesto el cinturón. A una cuadra fue a dar su cuerpo y su cráneo se convirtió en un rompecabezas de huesos y sesos desparramados en la calzada. Por fortuna o gracia, váyase a saber, el conductor y casi todos los pasajeros del tranvía, tras el griterío inicial, resultaron sólo con contusiones leves. Repuesta la calma en el interior del móvil, los tripulantes se percataron de que la muchacha escolar estaba estirada en el piso del pasillo. Sus labios se habían puesto cianóticos, sus ojos se habían desencajados e intentaban abandonar sus cuencas, su respirar se había vuelto jadeante y dificultoso, y sudores salinos habían empañado su frente. El estudiante de Medicina brincó rápidamente y fue hacia ella. La observó, desató el nudo de la corbata de su uniforme escolar, desabotonó su camisa y puso la oreja sobre su amoratado torso; sin embargo, no pudo oír ningún murmullo en uno de sus pulmones. Miró a la ventana que lindaba con el asiento de la moza, un vidrio se había roto perforando el pulmón de su amor platónico. —¡Ayúdame, tú, el partero! Sánchez, a quien con los golpes que había recibido se le había ido su borrachera habitual, presuroso asistió al educando universitario. —¡Tiene un neumotórax a tensión! ¿Quién tiene un lápiz Bic? —el aprendiz de médico se expresó con voz poseída por el miedo a perder lo adorado. El juglar, pese a estar casi paralizado por el susto y los machucones que mucho le dolían, se incorporó del último asiento del móvil, sacó de su chaqueta lo solicitado y se lo ofreció al muchacho que por nombre tenía el de Gerardo. —Conductor, no se quede ahí parado y llame a la ambulancia, está cerca el hospital Van Buren —Gerardo nada más dijo y con valor heroico, en brazos de las fantasías del amor que sólo conoce un adolescente sin espíritu desviado ni malicioso, en el segundo espacio intercostal de la joven, en su línea medioclavicular, enterró el bolígrafo e insertó del mismo el tubo de vidrio. ¡Demasiado tarde!, los ojos de la muchachita se apagaron, se cerraron sus labios y sin más, se negaron a respirar. Su faz se puso amoratada, su corazón ya no pudo seguir latiendo y la vida la abandonó. ¡Beatriz, no me dejes! —Gerardo le imploró en un alarido que hizo temblar hasta a las tuercas, alambres y aceites del malogrado trolebús. En verdad, nadie sabía el nombre de la muchacha, así la había bautizado este estudiante en sus febriles e ingenuas ensoñaciones. A lo mejor, sólo el amor sincero puede lo que ya no es posible, porque el aire escapó a raudales de su prisión en el tórax de la moza, el corazón de la jovenzuela volvió de su sueño, un suspiro escapó de sus labios, sus ojos de nuevo se iluminaron y la vida volvió a ella. Con corazón latiente de nuevo, hálito renovado y ojos de estrellas nacientes, ella cruzó una primera mirada con su rescatador. Este le devolvió la vista con ternura que se escapó de sus ojos. Llegó la ambulancia, trasladó a la joven con prontitud al hospital y su recuperación fue veloz en manos de su ánimo jovial... Y concluyó el tiempo y venció el plazo. En el salón de reuniones de la municipalidad porteña se reunieron el alcalde y los concejales. La gran mayoría de ellos no estaban de acuerdo con permitir que continuase esta locura de trolleys viejos y que, además, provocaban accidentes. No era un negocio rentable para el ayuntamiento y poca utilidad prestaban al transporte público. Se sopesó todo ello. Se discutió todo aquello. El alcalde, con su juvenil estampa, ya estaba por «tirar la toalla» y pedir que se votase de una vez por todas. Había perdido la contienda, así lo había entendido el burgomaestre. Un hombrecillo entró corriendo a la sala, olvidando sin más el protocolo, y le estiró la diestra a su merced que aún estaba sobre el estrado; el secretario tenía en su mano un manojo de papeles. —Gutiérrez, ¿qué significa esta intromisión? —El alcalde, sin buenos modales y a «grito pelado», le llamó la atención a su asistente. —Jefe, concejales, tienen las puertas y ventanas cerradas, por eso no pueden oír el barullo que se ha formado allá afuera. Los porteños se han reunido espontáneamente frente a las puertas de la alcaldía exigiendo con consignas unos, otros con cánticos, los más con panderetas y panfletos, que no se vete el servicio que los tranvías prestan a la comunidad. El alcalde tomó el folio que su ayudante le ofreció. Era el periódico El Mercurio. En su página central, el editor había publicado los escritos del poeta del trolebús, versos que en forma no tan magistral y con torpe rima narraban las historias que el trovador, en sus viajes en este servicio, vio, oyó y conoció. Tras un instante, el gobernador del municipio pidió silencio y leyó con emotiva voz lo que allí estaba escrito. Los concejales escucharon con respeto. Tal vez, la poco pulcra métrica del juglar llegó a sus interiores. Quizá, el pueblo afuera se inflamó en sus corazones con los cánticos del poeta y expresó su voluntad, so pena de provocar un nuevo estallido social de no ser escuchada su demanda. A lo mejor, de votar en contra de los trolleys, símbolos del alma porteña, reflejo de las venturas y desventuras del puerto, estos políticos debiesen olvidarse de sus carreras porque no obtendrían muchos votos en futuras elecciones. Lo cierto es que la votación fue unánime. Los tranvías seguirían surcando las calles de la centenaria ciudad que el mar acaricia en un ir y venir de buques y vapores, de ascensores de múltiples colores y cerros que brotan por doquier... El guardiamarina recibió su nueva nave. Un móvil con aroma a nuevo entremezclado con la esencia de lo vetusto, pulcro y en perfecto funcionamiento. Feliz, de madrugada, se dispuso a realizar su diario recorrido con la esperanza de recuperar a su tripulación. Y así, abrió la puerta del tranvía por vez primera esa mañana. Subió el cabo Sánchez, menos ebrio que de costumbre. De él se dice que se prometió a sí mismo pedir ayuda y dejar el vicio; es más, ahora busca a una buena mujer que lo acompañe en su historieta. Más allá, el Flaco Varela escaló los peldaños del trolebús, aún pensativo, en solitario y sin su otrora apreciado anillo. Se cuenta que se acomoda en el mismo asiento y que por la ventana mira de forma reflexiva; aún da clases en la universidad. «Jamás volveré a ayudar a un alumno en demasía; y menos, bajo ninguna circunstancia, le presentaré a mi mujer», el Flaco ahora medita para su fuero interno, todos los días, mientras se dirige a su trabajo. Ese es, de hoy en adelante, el lema de su vida. Dos estaciones después, el poeta de un salto se arrimó al transporte. Ahora era un artista reconocido y una editorial le solicitó una versión ampliada de Vidas sobre ruedas, su obra que tanto llegó al sentir del porteño. Para ello ha indagado, con la nariz de un perro sabueso, en las historias del trolley. Ha descubierto que el Chueco Monsalve, quizá por obra de la bienaventuranza, condujo rumbo al cementerio el móvil que transportó los restos mortales de la viejuna de pierna faltante. Al parecer, solo entonces se puso en la buena con la poco afortunada y ahora está en paz consigo mismo. Gerardo a punto está de terminar la carrera. Sigue subiendo al servicio... Cuando se trepó al nuevo móvil, vio a su ánima y como siempre lo invadió el temor. Se sentó más lejos de ella que de costumbre, pero desde donde pudiese observarla, como siempre lo había hecho. —¿Por qué no te sientas a mi lado?, el asiento contiguo está desocupado. —Beatriz, o como sea su nombre, lo llamó con voz angelical. Una voz con música propia, dulce, suave y discreta; o al menos eso a Gerardo le pareció. Acto seguido, el muchacho obedeció y se acomodó a su lado, tratando de vencer su consabida timidez. —¿Sabes?, me gustaría estudiar Medicina. Pero me cuesta que me entre en la cabeza la Biología. —La muchachita de uniforme escolar rio de buena gana mostrando sus labios rojos y dientes nacarados—. ¿Me podrías enseñar cada mañana mientras hacemos juntos este viaje? Supongo que me seguirás acompañando, no te fugarás, ¿verdad? Y la mirada que entrecruzaron Gerardo y Beatriz, cuando ella agonizaba, no fue solo un instante, sino que esa ilusión se volvió a presentar este día. Y al siguiente amanecer. Y también al subsiguiente... Y la mirada entre ambos perduró por el resto de sus existencias.
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COLOQUIO EN EL PARAÍSO ...óyote hablar y sé que te hablo, y no puedo creerlo... No, no fueron buenos sueños los que tuve esa maldita noche. Unos perros del vecindario, unos jodidos perros jóvenes asaltaban un gallinero, haciendo volar plumas y sangre entre ladridos y cacareos, ¿y quién puede dudar de que un estrépito así pone de mal humor a cualquiera? Pero ya despierto, el sol de la mañana me reconcilió con el mundo y conmigo mismo. Era un día espléndido, lo reconozco... ¿Por qué pensar en robos y gallinas masacradas con un sol como ese? Habría que ser demasiado insensible, maldita sea. De modo que después de beber un poco de agua me dispuse a dar un paseo. Salí del patio por la puerta que da al cine del barrio, donde me crucé con unos niños que iban ya al colegio, muy limpios y engominados. Me miraron con curiosidad, en silencio, como si esperaran algo de mí. Por eso intenté recordar si los conocía, pero fue imposible... Es lo que le pasa a un viejo como yo. Lástima: si lo hubiera recordado hubiera podido decirles algo... Luego, unos metros más adelante, vi que a esa hora estaba ya en el patio de los vecinos ese niño raquítico que me inspira tanta lástima y al que siempre llaman con voz lastimosa Albertico. Pensé acercármele para pasar un rato con él pero desistí porque en esa mañana tan radiante tenía miedo de perderme el más mínimo detalle. ¡Como si ya supiese que la luz del sol me reservaba esa sorpresa, carajos! Otro día será, pensé mirando al muchacho con pesar... Compréndelo chico, los viejos tenemos que aprovechar muy bien el tiempo, especialmente en un día como éste. No obstante, cuando vi venir aquel grupo de fanfarrones a los que ya otras veces había visto molestar al pobre Albertico, me planté en la esquina, puse cara de pocos amigos, cerré la boca y los miré fijamente... Casi enseguida los camorristas captaron el mensaje y se piraron por otro camino. Al verlos alejarse, lo confieso, lancé un suspiro de alivio. ¿Quién puede fiarse de individuos así, que engañan de ese modo a sus padres? Salen para la escuela y en el camino, cuando se encuentran, deciden irse a hacer novillos... Sabrá dios lo que tenían planeado ese día, los muy pícaros. Yo creo que la maldad de los hombres empieza en los niños: era un pensamiento digno de esa mañana en que me sentía exultante, y lleno de buenos auspicios. Y que ya había hecho una buena obra fue justo lo que pensé cuando comprobé que no quedaba rastro de aquellos demonios... Continué entonces tranquilamente mi marcha, como si aquel trozo del barrio que me sabía de memoria no pudiera ofrecerme ya ningún otro incidente esa mañana. Porque hay veces en que uno piensa que ni siquiera el vuelo de una mosca debe estar fuera de lugar... Pero que el mío no iba a ser un día así, creo que lo intuí ya cuando, en el último patio de la manzana, vi aquel relamido gato, con sus cintas rojas y su pelo peinado como el de un muñeco. Siempre he odiado a los animales de compañía, especialmente a los advenedizos, que llegan a un sitio y se instalan en él así como así. No era la primera vez que veía a aquella especie de monigote cursi y presumido, y pensé, lo juro por dios, que ya había llegado la hora de pegarle un buen susto... ¡Se me hacía la boca agua al verlo aseándose tan tranquilo, a la vista de todo el mundo, en aquella rama florecida, que gravitaba tan solo a unos dos metros del suelo! Pensé en lo que hubiera hecho de haber sido uno de esos gamberros que van por las calles con sus caucheras, luciendo su buena puntería. Después de apuntarle con cuidado, sí, le hubiera acertado en el culo a aquel esponjoso gato de mierda. Pero qué cosas se me ocurren, pensé, los viejos ya no estamos para esas mandangas. Por eso decidí seguir mi camino y llegar de una maldita vez hasta el mercado, donde ya había bastante gente. Fue una buena decisión, pues era un espectáculo digno de verse. Allí estaba la frutería con sus papayas y sus mangos, la panadería y luego la carnicería... Al contemplar en la distancia aquellos filetes rojos, que el carnicero cortaba como si fuesen de mantequilla, la boca se me hacía otra vez agua, lo confieso. El señor Montalvo, el nuevo carnicero, cantaba y al ritmo de los movimientos de su mano los trozos saltaban al papel y luego del papel a la balanza, cuya aguja roja bailoteaba un momento y luego se paraba. Dos kilos de solomillo para el humano dichoso que ese mediodía al almuerzo se zamparía su filete. ¿Quién sería el afortunado? Me esforcé en mirar desde lejos; no quería pasar la calle, pues desde mi sitio se dominaba mejor el conjunto... Sí, era para el señor Di Magio, aquel argentino que hablaba con acento cantarín, como en las milongas y los tangos. Allí estaba su mujer, repasándose el peinado mientras esperaba el paquete, ya que seguramente se estaba viendo reflejada en el cristal del mostrador. Porque quiero dejar claro que mi barrio era un buen barrio, donde la gente iba bien arreglada, y comía estupendamente, mucho mejor que en el Cerrito, la barriada de la colina, donde abundaban los tipos desgreñados y en las carnicerías iban y venían los huesos de los más pobres... ¿Es que algún pendejo ignora todavía que en el mundo hay de todo, incluso gente con tan poca imaginación que se conforma con huesos, para hacer caldo de huesos? Nosotros los viejos sabemos algo de todo eso, no en vano hemos pasado toda la vida observando y aprendiendo. Por ejemplo, en nuestro barrio casi nunca se veía a gente de piel mestiza y negritos como esos que solo saben meterse con los que no se les parece. Pero los extranjeros y los blancos son siempre muy considerados con los demás, y más aún con los viejos como yo, a los que con frecuencia sonríen y acarician... En eso, y hablando de extranjeros, al mirar hacia la otra esquina vi a la señora Ranicki, rozagante y sonriente. Llevando una pequeña cesta de mimbre se dirigía hacia el mercado, siempre tan recatada, luciendo uno de esos vestidos que incluso en verano la cubrían hasta el codo. Creo que había descubierto la causa de su forma de vestir la tarde en que la vi subirse la manga izquierda y mirarse aquella cosa oscura en el antebrazo: no era una mancha, no, sino una especie de tatuaje. Como yo estaba descansando tras los setos a unos pocos metros, sin que ella me descubriera, pude verlo con toda claridad... Era un número más largo que un padrenuestro, lo juro por dios, y estaba precedido por un pequeño triángulo. Yo nunca había visto algo así en mi vida. Por eso pensé que se trataba de una persona muy especial y cuando se ponía a mi alcance me quedaba mirándola como un idiota, que era lo que hacían los vagos en las esquinas, sin atreverse a piropearla como hacían con las otras mujeres. La señora Ranicki no tenía hijos, estaba casada con un tipo siempre ensombrerado que a veces, cuando se emborrachaba, mantenía consigo mismo, en el parque, complicados diálogos en otro idioma, hasta que ella venía a buscarlo. Se iba a casa con su borracho y yo los veía alejarse tambaleantes bajo la luz del atardecer, y a veces incluso los seguía de cuadra en cuadra hasta la casita con jardín donde vivían. Los dos habían venido de fuera y habían organizado su vida allí... Un día, al pasear por la calle paralela, descubrí que en la parte trasera de la casa tenían una ventana donde varias veces la vi contemplando el horizonte. Ella miraba y mirada, y yo me preguntaba sobre lo que habían visto esos ojos que se abismaban tanto en la lejanía, unos ojos tristes y azules... Que muchas cosas pueden leerse en los ojos y en la forma de mirar fue algo que aprendí de los seres humanos. No cabía duda de que la señora Ranicki era a su edad una mujer muy hermosa, tan hermosa como Nefertiti, si Nefertiti hubiera tenido ojos azules. Lo digo yo, que en mi jodida juventud llevé una vida disipada, una vida que fue la desgracia de varias hembras. A veces se me acerca uno que tiene toda la pinta de ser hijo mío... ¡Si, seguro es hijo mío!, me digo a mí mismo. Sí, un condenado mal padre, eso es lo que soy... Una de las últimas veces en que me crucé con la señora Ranicki me dedicó una dulce sonrisa, como casi siempre hacía, para mi desgracia, pues lo que yo deseaba era que me tocara con la mano, y casi enseguida se encontró con una de las damas más encopetadas del barrio, de cuya mano pendían las cadenas de dos cachorros muy relamidos que miraban aquí y allá agitando la cola. Las dos se pusieron a hablar y yo aproveché para escucharlas. Entonces la dichosa propietaria de los perritos le dijo que una amiga suya se los había regalado, y que aún le quedaban dos... “¡A lo mejor podría venderme uno!” dejó caer la señora Ranicki agachándose para coger uno de los dos cachorrillos. “Es posible”, dijo la otra, “esta misma tarde la llamaré”. Pocos días después la vi pasear con su perrito... Parecía feliz. Pero al verla me sentí decepcionado, lo confieso, de que un bicho con pelos y patas transformase de tal modo a un ser humano. ¡Pues vaya si en mi vejez no sabré que un perro es mucho menos que un ser humano, sin contar con que los perros pequeños tienden a ser como los gatos: cursis y relamidos!... ¡Qué manera de tapar la caca! ¡Solo mirarlo da asco!... De pronto me percaté de que la señora Ranicki se había esfumado de mi vista, seguramente porque había entrado en el mercado. Con tantas cabezas como las que iban y venían entre los puestos me fue imposible reconocerla. Ahora ya no me quedaba más que seguir hasta el parque, que fue precisamente lo que hice, incluso con cierta precipitación, pues comenzaba a sentirme cansado. Luego elegí un banco a la sombra y me puse a pensar en mis cosas de viejo hasta que me dormí; allí estaba yo, en una segunda juventud, corriendo tras la pelota como un campeón en medio de los niños, pensando en hermosos filetes y, cosa curiosa, en huesos enormes llenos de tuétano, como si fuera un perro callejero o un muerto de hambre... Me despertaron hacia el mediodía precisamente voces de niños; ya estaban saliendo del colegio y a unos sus mamás venían a recogerlos mientras que otros se iban solos a sus casas. Entonces decidí regresar. Me sentía muy cansado y pensaba que ya había tenido bastante por ese día. Además el sol apretaba y yo estaba muerto de sed. Fui hasta la fuente solitaria y bebí un poco, evitando hacer plas-plas-plas con la lengua para no llamar la atención... ¿Pero por dónde volver? Por un momento pensé en hacerlo por el otro camino, el que pasaba por la avenida saturada de autos, donde estaba la parada de los buses del Cerrito; pero no tenía ganas de bajar hasta allí. Total, para llegar más cansado. Son cosas así, insignificantes, las que a veces deciden nuestro destino... Si hubiera ido hasta la avenida mi vida tendría ahora otra perspectiva. De modo que allí estaba yo volviendo a mi casa por donde había venido: creo que fue entonces cuando empezó la cuenta atrás, aunque no hubo nada que me llamara la atención, aparte de aquel perrito absurdo, con el que me había topado ya varias veces, y que siempre se paraba a olerme. Cuando lo vi venir tirando de la cadena de su amo, con la lengua afuera, decidí cambiarme de acera, pues no me gusta que nadie sienta mis olores de viejo, y mucho menos que se ponga a analizarlos. Es una falta de consideración y de respeto... Además ese perrito era muy enjundioso y parecía descubrirlo todo con el hocico: te olía con descaro y luego te miraba como si te dijera: “¿es que ya no tienes a nadie que te cuide? ¡Vaya olor, viejo pícaro, nunca lo hubiera creído de ti! ¡Qué callado te lo tenías!”. Pues bien; ahora que lo pienso, es posible que fuera el haberme cambiado de acera fuera lo que me perdió. Solo sé que de pronto mis sentidos aletargados despertaron, y todo mi ser se crispó, como si hubiese recibido una descarga eléctrica. Y es que mis ojos acababan de detectarlo; el peludo morrongo había dejado la rama del árbol y dormitaba ahora sobre el muro, al alcance de cualquiera, ¡insensato! ¿Se había vuelto loco? ¿Sabía a lo que se exponía? Oh, sin duda eso fue lo que nos perdió a los dos... Entonces creo que me dije, con la velocidad del rayo: “en la vida hay que aprovechar las oportunidades que se presentan, incluso la de ser malo...” En mi perra vida no me sirvió de nada ser bueno, ¿había llegado la hora del desquite? Mis patas sacaron chispas al cemento de la acera, rasgaron el césped, convirtieron un cuerpo viejo y apelmazado en un proyectil de carne y hueso dirigido hacia un cuerpo dormido. Fue un baño de juventud, ¡y qué baño! Y qué espeluznante maullido el que lanzó el desgraciado cuando lo agarré por el cuello y, zas, agité bruscamente la cabeza para desnucarlo. El pobre agitó las patas dos o tres veces y luego se quedó inmóvil; entonces pensé que ni siquiera se había enterado, y que era absolutamente falso aquello de las siete vidas del gato. ¡Fue todo tan rápido!... Pero la señora Moscoso ya estaba ahí, con la escoba en la mano, contemplando la escena aterrorizada... Otra señora vino en su ayuda, gritando. Y yo las miraba, acezante, con la lengua afuera, como si lo que acababa de ocurrir no tuviera nada que ver conmigo, y hubiese sido cosa del destino... “Es ese perro viejo que recogió en la perrera el tipo aquel que escribe libros sobre las pirámides... “Si, uno que tiene cara de drogadicto... ¡Pues tal para cual! “Salió el otro día en el periódico. ¿Usted lo ha vuelto a ver?... “Oh, no... “Ay, dios, me mataron a mi Rodolfo... “Pero qué espera, hay que llamar a la policía”, dijo la otra... Y la policía vino y me atrapó, como ustedes se pueden imaginar, y esta milonga se acabó... —Pero tuviste unas largas vacaciones, colega, míralo desde ese punto de vista —dijo Berganza, el muy fanfarrón, que se las daba de experimentado aunque nadie sabía de donde había venido, rompiendo el silencio melancólico que se hizo tras mi relato. —Bueno, bueno... Fue una solemne tontería... —meditó un chucho joven y sin pretensiones, pero también sin pelos en la lengua, que había sido traído hacía solo una semana—. Ahora, con tu historial y la edad que tienes, ya nadie te querrá una segunda vez... Se había hecho aceptar por todos gracias a su carácter afable y, por no tener nada, ni siquiera tenía nombre. —A perro flaco todo son pulgas... —terció entonces el Culebra, como si tener algo de biguel y ser tuerto y muy maduro y estar aquejado de reuma le diese licencia para hacer de filósofo, especialmente cuando hacía mal tiempo. —¿Vieron lo que pasó ayer?... Hornearon a varios, entre ellos aquel que llevaba dos años en la jaula de al lado... Yo olí el humo, al anochecer —se volvió a oír al chucho joven, sin pelos en la lengua. —Les dieron la inyección a las cuatro —metió baza desde la jaula contigua Peyote, un mestizo de lobo que hacía poco había sido adoptado y aún esperaba que vinieran a recogerlo—. Vi entrar al veterinario, desde aquí se ve muy bien... Tenían su número asignado desde hacía días. —No señor, no fue a las cuatro, sino al atardecer, lo digo por el humo... —aclaró Berganza, y comentó—: ¿No creen ustedes que es todo un detalle? Antes nos metían en un costal y, viejos o jóvenes, nos mataban a palos... —¿Valió la pena al menos, perro viejo? —preguntó entonces el mestizo de lobo. —¿Qué si valió la pena? Claro que sí... —respondió exultante Faraón—. Cuando seas viejo lo entenderás, ¡perro que se respete no puede irse al otro barrio sin su gato! —Eso, perro que se respete... —repitió Peyote, impresionado, y todos guardamos silencio, como si aquella alusión a nuestra respetabilidad hubiera abierto sobre nosotros, incluidos los más jóvenes, una cuenta atrás, la última en nuestras vidas. De todos modos, mírese como se mire, fue lo último que uno de nosotros acertó a decir, porque en lo sucesivo no pudimos volver a hacer uso del don de la palabra... Y esa misma noche los más jóvenes ladramos y ladramos a la luna hasta que, cansado de oírnos, Faraón se puso de pie y, dirigiendo el hocico hacia las alturas, aulló larga y sentidamente, como nunca ningún perro ha escuchado aullar a otro perro.
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FICCIONES
El Coloquio de los Perros. ALFARO GARCÍA, ANDREA
ALMEDA ESTRADA, VÍCTOR ALBERTO MARTÍNEZ, DIEGO ÁLVAREZ, GLEBIER ANDRÉS, AARÓN ARGÜELLES, HUGO ARIAS, MARTÍN ÁVILA ORTEGA, GRICEL AYUSO, LUZ BAUK, MAXIMILIANO BEJARANO, ALBERTO BELTRÁN FILARSKI, OLGA BOCANEGRA, JOSÉ BORJA, NOÉ ISRAEL CABEZA TORRÚ, JUAN CÁCERES, ERNESTO CAM-MÁREZ CAMACHO FERNÁNDEZ, GREGORIO CANAREIRA, A. D. CASTILLA PARRA, JOSÉ DAVID CASTRO SÁNCHEZ, JUAN CATALÁN, MIGUEL FONSECA, JOSÉ DANIEL
FORERO, HENRY FORTUNY i FABRÉ, CESC FUENTES, FRANCISCO FRARY, RAOUL GALINDO, DAVID GARCÉS MARRERO, ROBERTO GARCÍA-VILLALBA, ALFONSO GARCÍA MARTÍNEZ, AMAIA GARDEA, JESÚS GIORGIO, ADRIÁN GÓMEZ ESPADA, ÁNGEL MANUEL GUILLÉN PÉREZ, GLORIA GUTIÉRREZ SANZ, VÍCTOR HACHE, MYRIAM HAROLD BRUHL, KALTON HERNÁNDEZ, JOSÉ HERNÁNDEZ, JUAN FRANCISCO HERNÁNDEZ NAVARRO, MIGUEL ÁNGEL HINOJOSA, PAZ HIRSCHFELDT, RICARDO HIRSCHFELDT, RICARDO [EL ABANDONO] JUNCÀ, JORDI KOUZOUYAN, NICOLÁS LÓPEZ, DOMINGO LÓPEZ-PELÁEZ, ANTONIO LÓPEZ LLORENTE, JORGE LÓPEZ VILAS, RAFAEL MAHTANI, VIREN MARDONES DE LA FUENTE, ALEJANDRO MARTÍN, RAIMUNDO MARTÍNEZ COLLADO, GUILLERMO MÉRIDA, JAVIER / BARRETO, SERGIO MEROÑO, ANTONIO MILLÓN, JUAN ANTONIO MIRELES, JUAN MONTERO ANNERÉN, SARA MONTOYA JUÁREZ, JESÚS NORTES, ANDRÉS OLEZA FERRER, CARLOS (DE) ORMEÑO HURTADO, AARÓN OSORIO GUERRERO, RODRIGO OTAMENDI, ARACELI OUBALI, AHMED PANZACOLA, ELIOT PARDO MARTÍNEZ, SAMUEL PÉREZ ALONSO, ALBA PIQUERAS, CARMEN PUJANTE, BASILIO QUINTANA, JULIO RECHE, DIEGO REMEDI, ROBERTO A. RODRÍGUEZ GARCÍA, JUAN AMANCIO RODRÍGUEZ OTERO, MIGUEL ROSADO, JUAN JOSÉ RUCHETTA, MAURO SÁNCHEZ LOZANO, PILAR SÁNCHEZ MARTÍN, LUIS SÁNCHEZ SANZ, PEDRO SCHUTZ, LOLA SEGURA, ALEJANDRO SEVILLANO, ATILANO TOMÁS, CARMEN TORTOSA, JAVIER TRENADO, ENRIQUE URTAZA, FEDERICO VIDAL GUARDIOLA, NATXO Hemeroteca
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