FICCIONES
PEQUEÑOS RELATOS PARA ENTENDER EL MUNDO
CAZA Me veía reflejado en el gran espejo de la recepción del hotel. Estaba justo enfrente, sentado en un amplio y mullido sofá en el que me hundía, disfrazado de cazador, grueso como un elefante. El traje me lo había comprado mi padre y me caía informe porque no estaba destinado a un cuerpo imposible como el mío y porque su tejido nuevo y rígido todavía no se había hecho a mis formas. Me hacía sentir ridículo. Sólo me consolaba que de cuando en cuando algún cliente del hotel pasaba entre donde yo estaba y el espejo y me hacía desaparecer por décimas de segundo de la realidad. Mi padre se encontraba en un extremo del recibidor, en la barra de la cafetería, charlando y bebiendo cerveza con sus dos amigos con los que habíamos ido. Uno de ellos, Juan, era casi canijo, estaba completamente calvo y tenía un bigote corto y ancho como si se lo hubiera pintado con un corcho quemado. El otro, Eusebio, era alto y delgado, tenía el pelo muy tirante hacia atrás y unos ojos saltones como de besugo. En la distancia los veía beber y reír, volver a beber y volver a reír interminablemente. Yo, mientras, intentaba anular el tiempo ojeando las revistas de caza que había en una mesa al lado del sofá. En ellas aparecían por todas partes animales muertos. Parecían catálogos de cadáveres. Los cazadores los exhibían con orgullo poniendo unas veces un pie sobre ellos cuando estaban en el suelo, otras manteniéndolos en el aire cogidos por las patas o suspendidos de algún tipo de garrucha cuando eran muy voluminosos, y las más de las veces mostrando sólo su cabeza disecada presidiendo algún salón o biblioteca. Así transcurrió un tiempo infinito en el que por momentos me estaba poniendo malo porque sentía muchísimo calor —en aquel hotel hacía un calor sofocante, quizá para compensar el frío del exterior—, las piernas se me estaban congestionando y la ropa me incomodaba cada vez más y me producía picor por todo el cuerpo. Tenía unas ganas enormes de subirme a la habitación para meterme en la cama y relajarme, pero mi padre no acababa nunca. Por fin, cuando ya empezaba a desesperar, mi padre y sus amigos se debieron de cansar, apuraron la cerveza que les quedaba y se despidieron hasta el día siguiente. A continuación mi padre vino hasta mí. —Vámonos a dormir. Tenemos que madrugar —me dijo. Me levanté y fuimos hacia el ascensor. —Si quieres, mañana me quedo aquí —dije mientras esperábamos al ascensor, en un último sondeo con la esperanza de que se hubiera arrepentido. —De ninguna de las maneras —contestó—. Hemos venido a lo que hemos venido. Al día siguiente nos levantamos en medio de la oscuridad mucho antes de que despertara la mañana. Fuera del hotel, en pleno campo, hacía un frío paralizante. Con movimientos torpes por el sueño y la baja temperatura nos subimos a un todo terreno cargados con los trastos para la caza. El coche arrancó y renqueante comenzó a avanzar por una estrecha y zigzagueante carretera que nos acercaba a unas montañas próximas. Se mostraban como una densa silueta oscura en la penumbra del cielo que comenzaba a clarear. —Verás cómo te gusta —me dijo Juan para congraciarse, en un intento de crear buen ambiente. —Seguro que hoy abatimos uno de los grandes. En el hotel me han dicho que este año los hay enormes —dijo Eusebio. —Tenemos que hacer de ti un cazador tan bueno como tu padre —insistió Juan. —Tu padre hasta ahora ha sido el mejor —apostilló Eusebio y siguió con sorna—. Se conoce bien esta sierra y ha tenido suerte. Pero este año también la conozco yo y voy a demostrar de lo que es capaz un cazador de verdad. Mi padre me miró y sonrió escéptico. Yo vivía esa situación con la veladura deformante propia de los sueños por la falta de descanso. El todo terreno llegó a una rotonda en la que acababa la carretera al pie de las montañas. Allí empezaba un camino de tierra estrecho y bacheado por el que seguimos como a cámara lenta. Las piedras ametrallaban los bajos del coche y los baches nos zarandeaban de un lado a otro continuamente. Así estuvimos ascendiendo por un valle ancho hasta que llegamos a un llano en el que acababa el camino al lado de un impetuoso río de montaña. La naturaleza comenzaba a teñirse con el tímido resplandor del amanecer. El suelo y los árboles estaban cubiertos con un velo de rocío. De algunas ramas que pendían sobre el agua colgaban carámbanos de hielo. Mi padre y sus amigos se colgaron las escopetas, los cartuchos y los zurrones, y comenzamos a caminar por un sendero en suave pendiente que transcurría entre árboles paralelo al río siguiendo un valle cada vez más estrecho. Impulsados quizá por el afán de la caza enseguida impusieron un ritmo que en pocos minutos me dejó retrasado. A cada vuelta del río el camino se volvía más inclinado y accidentado, con grandes piedras, ramas, y suelo resbaladizo. Mi padre me aguardó sentado en un tronco caído tapizado de musgo. —Vamos. Ya falta poco —me dijo para animarme. Me tomé unos segundos para recuperar la respiración. El aire frío me quemaba la nariz y el pecho. Mi padre estaba impaciente por continuar y al poco seguimos caminando, mucho antes de lo que yo hubiera deseado. Juan y Eusebio iban por delante, algo distanciados. —¿Qué vas a hacer ahora? —me preguntó mi padre mientras caminábamos, como si se le acabara de ocurrir, quizá para que fuera menos violento. —¡Vamos! —gritó Eusebio en la distancia, interrumpiendo una contestación que no existía—. ¡No tenemos todo el día! Juan y Eusebio se habían detenido en una revuelta del camino bajo una pared vertical tapizada de hielo. —¡Ya vamos, ya vamos! —contestó mi padre—. ¡Si de todos modos no seréis capaces de hacer nada hasta que llegue! Cuando los alcanzamos continuamos sin parar. La tierra húmeda se pegaba a las botas. El camino se estrechaba y se hacía aún más empinado y accidentado. Enseguida me volví a retrasar. Mi padre también comenzó a rezagarse. Juan y Eusebio llevaban un ritmo difícil de seguir. Me preguntaba que por qué no me había quedado en el hotel, o mejor aún en casa. No tenía que haber ido por mucho que se empeñara mi padre. Siempre que le hacía caso acababa por arrepentirme. Estaba convencido de que aquella salida no iba a servir para nada, no arreglaría la situación, muy al contrario quizá la empeorara porque después de ese fin de semana nuestra relación seguro que no sería la misma. Por fortuna nada más pasar una pequeña catarata próxima que me salpicó con su agua salvaje se encontraba el lugar al que íbamos. Allí el valle se ensanchaba y había formado una laguna que estaba rodeada de árboles. Mi padre y sus amigos ya estaban apostados en sendas defensas camufladas, separadas por unos pocos metros, construidas con ramas. Desde allí vigilaban la laguna cuando yo llegué. Comenzaban a preparar sus escopetas. Fui a la defensa de mi padre y me dejé caer al suelo. Comencé a sentir una leve quemazón en uno de mis talones que supuse sería una rozadura. No la toqué porque no tenía fuerzas para doblarme a quitarme la bota. —Ven aquí, ponte a mi lado —dijo mi padre. Me arrastré hasta él. —Permaneced en silencio —dijo Eusebio en la distancia—. No tardará en aparecer alguno. Estuvimos largos minutos callados observando la laguna. Poco a poco la atención se fue relajando. Por fin mi padre me habló en voz baja. —Llegará un momento que conocerás a alguna chica... Querrás casarte con ella... Formar una familia... Tener una casa propia... Te meterás en gastos fijos a los que habrás de hacerle frente... Para eso hace falta un trabajo... Me costaba entender que la vida fuera un traje hecho al que tuviéramos que adaptar nuestro cuerpo. No podía ser que no hubiera alternativas. —Cuanto antes decidas a qué te vas a dedicar, mejor —insistió mi padre. Eusebio chistó. —Callaos ya —dijo lo suficientemente alto para que le escucháramos pero no tanto como para delatarse en su escondite—. Si seguís hablando, no se acercará ninguno. Volvimos al silencio. El sol ya rompía por completo en el campo y comenzaba a templar mi cuerpo. Cuando ya estábamos aburridos de esperar y nos dolía el cuerpo por la inmovilidad, vimos moverse los altos y tupidos helechos entre los árboles al otro lado de la laguna. Prestamos atención... De repente, en un instante mágico, apareció un jabalí enorme. Avanzaba orgulloso de sí mismo, cadencioso, hozando confiado el suelo con pleno dominio del terreno que pisaba, como si fuera el rey del bosque. Yo estaba absorto en su contemplación cuando una nube de polvo estalló a su lado al tiempo que el ruido seco e impactante de un disparo se reverberaba por las montañas. El jabalí se retorció impulsado por un resorte y antes de que la nube de polvo se deshiciera y yo supiera qué había pasado ya había desaparecido. —Maldita sea —gritó Eusebio. Luego se dirigió a mi padre—. Ya os dije que no hablarais tan alto. —Lo que tienes que hacer es asegurar el tiro —contestó mi padre—. Mira que te lo he repetido veces: No dispares hasta que estés bien seguro. Nos has hecho perder una buena pieza. —Vamos a por él —le dijo Juan a Eusebio. Luego le habló a mi padre—. Todavía podemos cogerle. Hay que perseguirle. Juan y Eusebio se echaron las escopetas al hombro y comenzaron a caminar apresurados tras la pista del jabalí. Mi padre también se echó la escopeta al hombro y fuimos tras ellos. Nos internamos en el bosque que empezaba al otro lado de la laguna. El sol se filtraba entre las ramas de los árboles creando zonas de fuerte contraste de luz. Recorrimos senderos intrincados, saltamos peñas resbaladizas, vadeamos torrenteras heladas, atravesamos matorrales en los que se nos enganchaba la ropa. No sabía si alcanzaríamos al jabalí, pero estaba seguro de que esa persecución acabaría conmigo. Mis piernas se quedaban sin fuerza y el aire no me entraba en los pulmones. Como Juan y Eusebio iban por delante a un ritmo vivo a veces los perdíamos en el laberinto del bosque. Teníamos entonces que detenernos a escuchar en el sonoro silencio algún ruido que los delatara y tratábamos de vislumbrar entre las sombras y la espesura su estela para saber por dónde seguir. La conversación así se hacía imposible. Dudaba de que mi padre quisiera realmente hablar, o tal vez tuviera tanto miedo como yo, aunque por otros motivos, a enfrentarse a la situación. —Si no tomas una decisión siempre podrás venirte conmigo a la fábrica —me dijo mi padre. No sabía lo que quería hacer en la vida, pero sabía a la perfección lo que no quería. Y si algo no quería era trabajar en la fábrica donde mi padre ni llevar su vida. Un verano me llevó con él. Trabajaba en una cadena de montaje. Cada mes cambiaba de turno y pasaba de trabajar por la mañana a trabajar por la tarde y al mes siguiente por la noche, en una rueda continua. Era un trabajo repetitivo, aburrido, sin ningún aliciente. No me explicaba cómo soportaba vivir de esa manera. Me explicaba menos aún que no le importara, o al menos que aparentara no importarle. Se le veía feliz en el trabajo, todo eran risas, bromas y chascarrillos. Como si no fuera consciente de su condición. Su vida me parecía una condena. Perdimos el rastro de Juan y Eusebio. Paramos un momento a escuchar y al rato oímos el chasquido de unas ramas quebrándose al ser pisadas. Nos dirigimos hacia donde provenía el ruido. Los amigos de mi padre merodeaban frente a unos arbustos. En cuanto nos vieron hicieron ademán de que estuviéramos en silencio y nos señalaron una sombra voluminosa que se movía entre la vegetación. Eusebio fue a retirar una rama cuando de sopetón el jabalí salió enfurecido hacia él. Apenas tuvo tiempo de echarse la escopeta a la cara y disparar medio cayéndose mientras reculaba para que no le arrollase. El jabalí le pasó por encima haciéndole un corte en una pierna con sus colmillos afilados como cuchillas. —Maldito sea —gritó Eusebio mientras se llevaba la mano a la herida que comenzaba a sangrar. Mi padre y Juan se acercaron hasta él y le pusieron sobre la herida un torniquete. Yo sentía un escozor húmedo en el talón. La rozadura se habría hecho ampolla y habría acabado por reventarse, pensé. Antes de que hubiera decidido quitarme la bota y mirar cuál era su estado Eusebio se incorporó con la intención de seguir tras el jabalí. Mi padre y Juan pretendían llevarle a un médico. —No pienso dejarlo marchar. Va a pagar por lo que me ha hecho —dijo y echó a medio correr, a pesar de la herida, por donde había escapado el jabalí. Eusebio fue tras él. —¿Por qué no lo dejáis? —le pregunté a mi padre antes de que les siguiera, hastiado ya de aquella situación. Mi padre me miró sin comprender. —Ya le habéis disparado y ha escapado —dije—. Es como si hubiera ganado. Para qué insistir. —No entiendes nada —me contestó—. Que no te oigan decir una cosa así —y siguió tras sus amigos. Parecía que les daba igual lo que me pasara, lo mismo si les seguía como si no. No tenía ningún sentido que hubiera ido, que participara en aquella caza. En mal día me dejé convencer. Vi que se pararon a los pocos metros ante una pequeña pared que les interrumpía el camino y por la que tenían que ascender un par de metros ayudándose de los pies y de las manos como lagartijas. La superaron y hablaron algo con cierta tensión sobre mí porque me miraron un par de veces con gesto duro. Mi padre les debió de decir que siguieran. Luego se sentó a esperarme. —¡Vamos, no te vas a quedar ahí todo el día! —me apuró mientras Juan y Eusebio se alejaban. Cuando llegué intentó ayudarme a subir el muro. —Vamos, vamos. Pon algo de tu parte. No lo voy a hacer yo todo —me dijo a punto de enfadarse de verdad. No tenía dónde apoyar los pies ni encontraba dónde asirme con las manos. Mi cuerpo tiraba de mí hacia abajo con todo su peso. Enseguida me quedé sin fuerzas. —Tienes que endurecerte —decía mientras trataba de auparme—. De otro modo nunca llegarás a nada. Cuando estaba a punto de abandonar y decir que ya no seguía más encontré un saliente donde agarrarme con las manos y una hendidura donde apoyar los pies, mi padre entonces me cogió con fuerza del traje y con un enérgico tirón por su parte y un último y supremo esfuerzo por la mía que no sé de dónde pudo salir, superé el muro y caí a su lado resoplando. Mi padre me miró unos instantes y algo pareció cambiar en su interior al contemplarme en el suelo boqueante como un pez recién sacado del agua. Parecía arrepentido por lo que me había dicho. —No deberías haber dejado los estudios —me dijo cuidando el tono para que no sonase a reproche y con gran dificultad para pronunciar las palabras—. Tu madre... Tu madre y yo teníamos puestas grandes esperanzas en ti... Ibas a ser el primer miembro de nuestra familia que fuera a la universidad... Sí, el primero... Queríamos que llegaras a donde nosotros no fuimos capaces... Teníamos para ti grandes planes... Sí, tu madre y yo... Grandes planes... Si quieres que te sea sincero... Ha supuesto una gran decepción para nosotros... No había ningún motivo para que dejaras los estudios... No entiendo por qué lo hiciste... Nos sentimos... No pudo continuar. Se fue tras los pasos de Juan y Eusebio, que habían desaparecido al final de la subida que arrancaba en lo alto de la pared. Yo tampoco entendía por qué había dejado los estudios. Estos, mi padre, la vida misma, carecían para mí de sentido. Me faltaba energía para enfrentarme a lo que me deparaba el futuro, a ese tomar decisiones en el recorrido de un camino que me venía marcado e impuesto y que me parecía absurdo. Buscaba al mismo tiempo uno alternativo, el mío propio, pero tampoco lo encontraba. No sabía cómo enfocar mi vida. Vivía sumido en una angustiosa confusión. Sólo sabía que era inútil explicar esto a mi padre porque no lo entendería. En cuanto me pude levantar seguí a mi padre. Al final de la subida comenzaba el brusco descenso de una ladera por la que allá a lo lejos mi padre y sus amigos bajaban corriendo enloquecidos tras el jabalí. La ladera no tenía ni una sola brizna de hierba. Su aspecto era lunar. Era una acumulación de piedras redondas sobre tierra dura que se desprendían a cada paso con el consiguiente riesgo de que pisaras en falso y te cayeras rodando metros y metros quebrándote todos los huesos hasta la pequeña pradera del fondo donde acababa en la frontera de un nuevo bosque. Sentía la boca seca, pastosa, y tenía la cara congestionada por el esfuerzo. La rozadura me quemaba. Las piernas me temblaban y sólo se movían por la propia inercia de la gravedad. Cuando llegué abajo mi padre y sus amigos se desplegaban en semicírculo tratando de aproximarse al jabalí que se ocultaba en una especie de anfiteatro de rocas grandes y redondas como huevos gigantes de dinosaurio cubierto a su pie por un intrincado enramado de zarzas. —Cuidado —dijo mi padre, mientras se aproximaba con precaución—. Permaneced atentos por si nos ataca. El jabalí, tenso, sin escapatoria, amenazaba en cortos avances y retrocesos con lanzarse contra los cazadores. —Yo te cubro —contestó Eusebio al tiempo que se abría a un lado para abarcar un ángulo mayor. En esto el jabalí arrancó unos pasos en un amago de ataque furioso, Juan que se le veía venir encima le disparó alcanzándole en un costado, el jabalí pegó un salto en el aire como un muelle, y mi padre y Eusebio comenzaron a dispararle indiscriminadamente provocando nubes de polvo a su lado. El jabalí se refugió en el fondo de las zarzas entre chillidos y contracciones violentas como calambres. No quise asistir a aquel ataque salvaje y me fui fuera del anfiteatro tras las rocas en las que estaba acorralado el jabalí. Me encontraba exhausto. El aire no me entraba en los pulmones y no podía dar un solo paso más. Las piernas no me sostenían. Caí al suelo a plomo y apoyé la espalda en un tronco. El talón me ardía y me quité la bota. Tenía el calcetín pegado al talón. Intenté desprenderlo pero era como si me arrancara la piel. Cuando lo conseguí descubrí el talón despellejado lleno de sangre. Del anfiteatro provenía un continuo disparar, rotura de ramas, chasquidos de piedras que saltaban, berridos del jabalí, gritos eufóricos de mi padre y sus amigos proclamando que ya lo tenían. Frente a mí comenzaron a moverse unos amazacotados arbustos pegados a las rocas. Poco a poco, con dificultad, como en un parto, comenzó a aparecer primero la cabeza y luego todo el cuerpo del jabalí. Había un minúsculo hueco entre las rocas, a ras del suelo, prácticamente oculto por los arbustos, que debía comunicar con la zona de las zarzas del anfiteatro. El jabalí apareció medio a rastras, cojo, renqueando, a punto de derrumbarse, y su cuerpo surcado de desgarros parecía una diana con numerosos impactos por los que fluían hilos de sangre. Mi padre y sus amigos seguían gritando y disparando convencidos de que estaban a punto de hacerlo salir. El jabalí me miró y comenzó a caminar hacia mí. Me quedé paralizado. Llegó hasta un metro de distancia y siguió sin detenerse, mirándome con sus grandes ojos acuosos y abombados hasta que se perdió entre los árboles. Los gritos histéricos de mi padre y de sus amigos me hicieron reaccionar. Habían descubierto el pasadizo y venían corriendo, maldiciendo al animal, jurando que iban a acabar con él. —¿Le has visto, le has visto? —preguntó Eusebio. —Sí, acaba de pasar —contesté. —Maldito bicho —dijo Juan. —¿Por dónde se ha ido? —preguntó mi padre. —Por ahí —dije señalando la dirección. —Éste ya es nuestro —dijo Eusebio. —Seguro. Debe estar malherido —confirmó Juan. Aún con mayor afán siguieron corriendo tras el jabalí. Decidí esperarles. No pensaba moverme de allí hasta que volvieran si es que tenían algún interés en recogerme. Si no era así ya me iría por mi cuenta y si no encontraba el camino a algún sitio saldría. A mi lado había una pequeña roca que tenía un hueco como un cazo lleno de agua. Mojé un pañuelo y empecé a curarme la herida del talón. Mi padre y sus amigos desaparecieron en la espesura del bosque por donde les indiqué, en dirección contraria al camino que tomó el jabalí.
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OJOS QUE TODO LO VEN Ahí está, como cada mañana, levantando la persiana metálica. Podría ofrecerle mi ayuda, pero temo parecerle un galán sesentón, baboso y trasnochado con ganas de probar suerte. Estoy seguro de que no sería el primero en acercarse con tal fin, ni el último al que ella rechazaría con una sonrisa tan elegante como fría, de esas que, de tan fijas, encogen tu ánimo y liquidan tus intenciones. Así que me conformo con sentarme en esta terraza todos los días, tomar un café infame y disfrutar observando las nalgas de Rosaura, pues ese es su nombre, gloriosamente tapizadas con ese uniforme tan ajustado que el dueño de la perfumería, con admirable criterio, ha escogido para ella. No es consciente la sin par Rosaura de que posee un tesoro bajo la cintura y yo estoy decidido a hacérselo saber, siendo como soy perfectamente consciente de que deberé ser muy delicado en las formas, no vaya a ser que le moleste, por mor de las actuales convenciones sociales, el hecho de que me interese más su culo que su cara, un tanto asimétrica e insulsa para mi gusto. El lector podría colegir, y nada le reprocho por ello, que quien esto suscribe lo hace desde la grosería y el machismo más rancio. Pero nada más lejos de la realidad. Si alabo los dones de Rosaura en general, y de su culo en particular, es porque soy un acreditado perito rumpólogo. Como tal, estoy capacitado para certificar el porvenir de las personas mediante el examen de su aparato nalgatorio, garantizando ex cathedra la ausencia de juicios subjetivos y/o gratuitos, muy habituales en esta disciplina tan maltratada por el intrusismo y la falta de profesionalidad. He sido muy conocido (diría respetado, pero mi modestia me lo impide) en mi sector, ávido de especialistas rigurosos y de sólida formación, sobre la cual advertiré a los neófitos (porque doy por hecho que el lector más avezado enseguida habría reparado en ello) que mi carrera siguió los métodos que durante dos años de intensa convivencia tuve el gusto de aprender de mi gran maestro, don Venancio Cifuentes. Fueron unos meses de gran aprendizaje, no tanto por los conocimientos de mi mentor, ciertamente inabarcables, como por su gran verborrea y porque el tamaño de la celda, de apenas ocho metros cuadrados, me obligaba a escucharlo sin descanso. También conocido como el Predicador, había conseguido hacerse respetar en nuestro módulo a base de aburrir a quien se le acercara. Derrotó a los punzones con la palabra, podría decirse, si bien es cierto que corriendo grandes riesgos, porque a mí casi me vuelve loco y no fueron pocas las veces en que pensé en estrangularle. Me consta que todo el saber de mi maestro bebió de las más diversas fuentes y fue recogido en una cuidada edición que ordenó el director de la cárcel, en un desesperado intento por que se callase. Puso a su disposición una computadora provista de procesador de textos, pero comoquiera que él no sabía manejarla, ocupó en la tarea de amanuense a Florido Santaolalla, un periodista de raíces caribeñas condenado por homicidio pero que gozaba en el módulo de muy buena consideración por su gran paciencia y meticulosidad a la hora de realizar los trabajos, amén de ciertas dotes físicas cuyos pormenores no detallaré para no distraer la atención del amable lector. Elaboraron entre los dos un trabajo denso, prolijo, acompañado de reproducciones arquetípicas facilitadas por otros presos, grandes consumidores de revistas pornográficas, y por algunas ilustraciones elaboradas al carboncillo por el Terelu, dotado de indudable talento tanto para la malversación como para el retrato. Es cierto que mi instrucción se centró básicamente en la teoría porque su vertiente práctica se topó con algunos problemas de índole física y disciplinaria, en tanto que don Venancio, compelido por un loable afán empírico, perdió tres molares y un incisivo al intentar mostrarme, en aquel limitado espacio presidiario, los distintos tipos de culo con que la naturaleza había tenido a bien obsequiarnos. Desgraciadamente, no contaba el buen doctor con la vehemente oposición de algunos compañeros a tales exámenes, casi siempre realizados de noche y sin guantes. Me vi privado, pues, de una parte muy importante de los saberes de don Venancio, aunque eso no me desanimó a abrir, una vez alcanzada la libertad, el primer gabinete rumpológico de España. Lo hice gracias a un convenio de colaboración con los Chabolos, clan amigo y de indudable visión mercantil, que incluyó financiación y una agresiva campaña de marketing, muy necesaria en un mercado maduro y copado por una competencia tan feroz como desleal, pues a fuer de apariciones televisivas y anuncios por palabras habían conseguido convencer al público de que ciertos métodos nigromantes, tales como el tarot, la quiromancia o la interpretación de los posos del café, eran los más efectivos a la hora de anticipar las dichas y desdichas de los posibles clientes. Sé que tal afirmación resulta patética, cuasi ridícula, pero los designios del mercado son inescrutables y en verdad me resultó muy complicado convencer a mis primeros clientes de que mis resultados no eran fruto de la intuición, sino del más riguroso análisis científico tanto de sus nalgas como de toda mancha, arruga, hoyuelo o pliegue que en ella pudiere encontrar. Debo agradecer aquí la importante colaboración, una vez más, de los Chabolos, especialmente del Charly, que, virtuoso de la retórica y la dialéctica, así como del manejo de armas blancas, consiguió que la competencia se desplazara a otros barrios más adecuados para desarrollar su actividad (algunos, incluso, consideraron más interesante cambiar de ciudad). Superadas estas primeras dificultades, el gabinete empezó a funcionar muy bien. Cada día aparecían nuevos clientes, casi siempre por recomendación de otros anteriores, deseosos de ser sometidos a un escrutinio cular, ya fuere parcial o completo. Explicaré al paciente lector la diferencia entre ambas ofertas comerciales, en su día debidamente promocionadas, para que se haga una idea de la amplitud que llegaron a tener mis servicios: el estudio parcial se refería únicamente al análisis del pasado, centrado en la nalga izquierda, donde, como ya se anticipaba en ciertos textos de la antigua India, reside el reflejo de la memoria. El estudio completo, aún más riguroso y por ende el más demandado, también incluía la anticipación del futuro mediante el test Melenttini del glúteo derecho, reflejo del hemisferio cerebral izquierdo y depositario de nuestro sino. El dottore Melenttini había alcanzado fama mundial gracias a la gran eficacia de su test, y tuvo a bien invitarme a participar en unas jornadas sobre Rumpología organizadas en Beniel, deliciosa localidad murciana que nos acogió con un cariño inusitado en nuestro gremio. Sus gentes se echaron en masa a las calles para aclamar nuestra llegada, hasta el punto de que nuestro Seat Málaga, automóvil de probada estabilidad, a punto estuvo de volcar ante tamaño entusiasmo. Tan grande fue el éxito de la convocatoria que hubo que cambiar la ubicación de la charla, organizada inicialmente en el comedor del Hostal Hermanos Moreno y posteriormente trasladada al pabellón polideportivo. Yo no estaba muy ducho en la materia (era mi primera conferencia como ponente) y he de confesar que los nervios me atenazaban, hasta el punto de que le pedí a mi colega una evaluación exprés de mi nalga derecha para asegurarme de que todo iba a salir bien. Sin duda el estrés también había afectado al dottore Melenttini, pues no fue capaz de anticipar lo que estaba por llegar: resultó que el gerente de la imprenta donde se habían encargado unos carteles publicitarios estaba aquejado de sordera pero se negaba a reconocerlo y a usar el sonotone que su desesperada familia le había regalado en una fiesta de guardar, harta de gritos y malentendidos. Sin mala intención, el buen impresor no entendió bien el encargo y los afiches terminaron anunciando la llegada del popular cantante Melendi para presentar su obra Rumbología. Podrá el lector fácilmente suponer la disconformidad, no demasiado elegante, de quienes, confundidos por tan desafortunado error, habían abarrotado el pabellón, que por suerte contaba con una salida trasera que nos permitió ocultarnos en un huerto de fragantes limoneros, que por ser perennifolios y de baja altura, son los más adecuados tanto para el camuflaje como para la elaboración del simpático paparajote. Tengo que reconocer que este incidente menoscabó mi fe en las posibilidades de la Rumpología (en algunos ámbitos también conocida como Nalgomancia) y pensé en cerrar mi gabinete, si bien Charly el Chabolo me animó a continuar hasta la completa devolución del dinero que me habían prestado, so pena de perder, como mi maestro Venancio, algunas piezas dentales. Consumido por el aburrimiento y esclavizado por una actividad que no me permitía dormir más de diez horas diarias, estaba decidido a cerrar mi consulta y buscaba una excusa para ello. Me la dio, sin quererlo, don Benavides Ridruejo de Alcanar, catedrático emérito de Antropología Filosófica en la muy británica Universidad de Liverpool, que vino recomendado por su hermano don Alberto, a la sazón Inspector Jefe de la egregia Agencia Tributaria. Lo hizo entusiasmado por la idea de que en su país de origen, por fin, tenía cabida y aceptación mi disciplina, hasta entonces aquí desconocida pero ya consolidada y prestigiada en su lugar de residencia, donde era usuario habitual. Pero hete aquí que las cosas se torcieron por cuanto don Benavides no había sido informado por su hermano de que mis artes hundían sus raíces en la tradición latina, defensora de una exploración nalgatoria muy exhaustiva, en oposición a la escuela anglosajona, que considera suficiente el examen externo del glúteo (algunos autores defienden, incluso, el diagnóstico mediante el visionado de fotografías). Al parecer, el catedrático consideró mi técnica demasiado invasiva y, a tenor de sus gritos, del todo punto improcedente la presencia de mi dedo índice en su periné. De nada sirvieron mis intentos por convencerle del rigor de mis métodos y de que estos en modo alguno suponían un menoscabo en su hombría ni la pérdida de su mocedad anal. Como era de esperar, su hermano, el inspector tributario, tomó cartas en el asunto y a partir de entonces consideró que mis finanzas eran de gran interés general. Fui injustamente perseguido por el fisco, como algunas estrellas balompédicas de la época, viéndome compelido a marcharme de la ciudad prácticamente con lo puesto y con parte del efectivo numerario prestado por los Chabolos, muy interesados en dar conmigo para llegar a un acuerdo de liquidación (o liquidarme. Este último extremo no lo entendí muy bien). Me encuentro, pues, en una difícil tesitura. Aunque podría convencer a Rosaura de que soy un extraordinario augur y de que una lectura adecuada de sus nalgas podría encauzar adecuadamente los impulsos de su rebosante juventud, no es menos cierto que corro el riesgo de caer en la precipitación y hacer que esos hermosos glúteos se me cierren para siempre como una esclusa fluvial, vedando ad eternum el acceso a los arcanos que con tanta donosura esconden. Estas y otras inquietudes, como la actual ubicación del Charly, han traído a mi vida la desazón y la ansiedad, paradójicas cuitas para un arúspice. Debía tener razón el sabio cuando dijo que las convicciones son un lujo que el protagonista no se puede permitir y que una cosa es predicar y otra dar trigo, porque no consigo predecir mi futuro por más que me meto el dedo en el culo. |
FICCIONES
El Coloquio de los Perros. ALFARO GARCÍA, ANDREA
ALMEDA ESTRADA, VÍCTOR ALBERTO MARTÍNEZ, DIEGO ÁLVAREZ, GLEBIER ANDRÉS, AARÓN ARGÜELLES, HUGO ARIAS, MARTÍN ÁVILA ORTEGA, GRICEL AYUSO, LUZ BAUK, MAXIMILIANO BEJARANO, ALBERTO BELTRÁN FILARSKI, OLGA BOCANEGRA, JOSÉ BORJA, NOÉ ISRAEL CABEZA TORRÚ, JUAN CÁCERES, ERNESTO CAM-MÁREZ CAMACHO FERNÁNDEZ, GREGORIO CANAREIRA, A. D. CASTILLA PARRA, JOSÉ DAVID CASTRO SÁNCHEZ, JUAN CATALÁN, MIGUEL FONSECA, JOSÉ DANIEL
FORERO, HENRY FORTUNY i FABRÉ, CESC FUENTES, FRANCISCO FRARY, RAOUL GALINDO, DAVID GARCÉS MARRERO, ROBERTO GARCÍA-VILLALBA, ALFONSO GARCÍA MARTÍNEZ, AMAIA GARDEA, JESÚS GIORGIO, ADRIÁN GÓMEZ ESPADA, ÁNGEL MANUEL GUILLÉN PÉREZ, GLORIA GUTIÉRREZ SANZ, VÍCTOR HACHE, MYRIAM HAROLD BRUHL, KALTON HERNÁNDEZ, JOSÉ HERNÁNDEZ, JUAN FRANCISCO HERNÁNDEZ NAVARRO, MIGUEL ÁNGEL HINOJOSA, PAZ HIRSCHFELDT, RICARDO HIRSCHFELDT, RICARDO [EL ABANDONO] JUNCÀ, JORDI KOUZOUYAN, NICOLÁS LÓPEZ, DOMINGO LÓPEZ-PELÁEZ, ANTONIO LÓPEZ LLORENTE, JORGE LÓPEZ VILAS, RAFAEL MAHTANI, VIREN MARDONES DE LA FUENTE, ALEJANDRO MARTÍN, RAIMUNDO MARTÍNEZ COLLADO, GUILLERMO MÉRIDA, JAVIER / BARRETO, SERGIO MEROÑO, ANTONIO MILLÓN, JUAN ANTONIO MIRELES, JUAN MONTERO ANNERÉN, SARA MONTOYA JUÁREZ, JESÚS NORTES, ANDRÉS OLEZA FERRER, CARLOS (DE) ORMEÑO HURTADO, AARÓN OSORIO GUERRERO, RODRIGO OTAMENDI, ARACELI OUBALI, AHMED PANZACOLA, ELIOT PARDO MARTÍNEZ, SAMUEL PÉREZ ALONSO, ALBA PIQUERAS, CARMEN PUJANTE, BASILIO QUINTANA, JULIO RECHE, DIEGO REMEDI, ROBERTO A. RODRÍGUEZ GARCÍA, JUAN AMANCIO RODRÍGUEZ OTERO, MIGUEL ROSADO, JUAN JOSÉ RUCHETTA, MAURO SÁNCHEZ LOZANO, PILAR SÁNCHEZ MARTÍN, LUIS SÁNCHEZ SANZ, PEDRO SCHUTZ, LOLA SEGURA, ALEJANDRO SEVILLANO, ATILANO TOMÁS, CARMEN TORTOSA, JAVIER TRENADO, ENRIQUE URTAZA, FEDERICO VIDAL GUARDIOLA, NATXO Hemeroteca
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