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FICCIONES

PEQUEÑOS RELATOS PARA ENTENDER EL MUNDO

NATXO VIDAL

17/12/2022

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AUTOBIOGRAFÍA DE ENRIQUE VILA-MATAS
        Enrique Vila-Matas  es y no es un hombre, del mismo modo que es y no es un personaje. O las dos cosas. O ninguna.
          Antes de conocerlo personalmente, yo ya lo había visto convertirse en humo, en mitad de una fiesta. Aparecer y desaparecer junto a la barra del bar de los hoteles en los que me alojaba, vestido solo con unas bermudas de flores y dándole sorbitos a uno de esos cócteles de pajita y sombrilla, con el borde de la copa cubierto de azúcar de colores.
         Cuando Luis Antonio de Villena me lo presentó, una noche, después de que ambos (Luis Antonio y yo, quiero decir) sacáramos los pies de la piscina (él algo más que los pies, para ser exactos) en la entrega de un premio literario solo alcancé a decir un sencillo encantado de conocerle. Debí de parecerle aburridísimo. Él, por el contrario, me estrechó la mano fuertemente mientras afirmaba, una y otra vez, ser el último de los escritores españoles vivos de la Funesta Orden de los Seguidores de Apollinaire, la FOSA.
          De eso hace ya casi diez años. Desde entonces, hemos perfeccionado nuestra amistad (así es como él lo dice) y me he dedicado en cuerpo y alma al estudio de su obra, su vida y su figura. He hablado con él y con Paula, con sus amigos y con sus colegas escritores. Con muchos de sus editores, a lo largo del tiempo. Con cientos de sus lectores, por supuesto. En España y en Francia. En Italia y en Inglaterra. En Estados Unidos. Pero ha sido justo ahora, coincidiendo con un pequeño trabajo de investigación iniciado durante la pandemia, cuando he tenido acceso por primera vez (por motivos que ahora no vienen al caso) al manuscrito de su autobiografía, todavía inédita.
          Y es para mí una gran alegría, como no puede ser de otra manera, compartir con vosotros su primer capítulo, con el permiso de Enrique.
          Durante un tiempo creí en Dios. Ese es el inicio memorable de la autobiografía de Enrique Vila-Matas. Hace ya tiempo que nosotros creemos en él.
 
                                                                                                                                                                                 Natxo Vidal Guardiola
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          CAPÍTULO 1: LA ADOLESCENCIA Y DIOS
 
          Durante un tiempo creí en Dios.
          Había leído una frase, probablemente en alguno de los libros que los jesuitas de la familia se iban dejando por mi casa, entre bocado y bocado a la merienda (puede que no fuese en un libro sino en una cuartilla, o en uno de esos boletines religiosos con los que las distintas órdenes se llaman a filas, manteniendo la integridad de la tropa, o, quién sabe, en uno de aquellos almanaques ilustrados que mi madre coleccionaba, repartidos por toda la casa), que decía: confía en Dios como si todo dependiera de él pero trabaja como si todo dependiera de ti. Y la hice mía.
         Así que yo oraba, confiadamente, como si todo dependiera de Dios. Pero trabajaba duro, como si todo dependiera de mí. Tenía 13 años. Me levantaba siempre puntual, para ir al colegio (luego hablaremos del colegio). Desayunaba sin protestar y me aplicaba a las tareas de la escuela aplicadamente, como el hombre que, apenas sin descanso, aventa el trigo en mitad de la era, separando el grano de la paja. Luego volvía a casa, caminando por las calles de mi barrio, en Barcelona, una ciudad que, al mismo tiempo, es y no es la ciudad que era (algo que también le ocurre a París, aunque un poco menos). Ya entonces, no percibía yo las cosas como los demás. Por ejemplo: mis amigos tenían claro (yo también lo había estudiado en clase) que las raíces de los árboles se hallan bajo tierra. Que son ellas las que impiden que se caigan y que es a través de las mismas como los árboles se alimentan. Todas las cosas, en fin, que cualquier persona sabe de los árboles y de sus raíces. Yo, sin embargo, veía con claridad que los pájaros eran las verdaderas raíces de los árboles. Unas raíces que, al contrario que las otras, hacían que los árboles permanecieran unidos al cielo y no a la tierra. Ya casi no me acordaba, pero hace poco leí ese verso en un poema, sesenta años después: los pájaros son las raíces de los árboles. Así que no andaba yo tan desencaminado, entonces. Además, tenía un tío que se comía los saltamontes, durante las cenas de verano. Recuerdo perfectamente ir a buscarlos, de noche, cerca de las farolas. Cogerlos y volver corriendo a la mesa, bajo el porche, para dárselos y ver cómo se los comía.
         Creía en Dios, he dicho. Confiaba en él. Así que escribí una novela, para que lo supiera. La titulé La llamada de Dios, porque por entonces (lo he dicho en algún documental, en algunos papeles) estaba yo influenciado por José María Gironella y sus cipreses creyentes. En cualquier caso, La llamada de Dios no fue mi primera novela. Un poco antes, a los doces años, había escrito Sus dos tíos, una novela policíaca al estilo de El halcón maltés, con buenos y malos, guapas y feos, viajes y misterios. Los jesuitas de la familia, a los que ya he nombrado (los recuerdo, en efecto, llenando la casa de mollas, entre bocado y bocado a la merienda, mojando los bollos en café con leche), hicieron llegar el manuscrito de La llamada de Dios a otro jesuita, profesor de literatura en el colegio de la orden de la calle Caspe. Aquel jesuita, al que llamaremos J. de N., militante del realismo (cosa rara para un señor que debía de creer en la resurrección, la existencia del cielo y del infierno y la transmutación del vino y el pan en la sangre y el cuerpo de Jesucristo nuestro Señor), condenó la novela por ser, a su parecer, poco realista.
          Lo escribió todo en una crítica que todavía conservo y que comienza así:
          La llamada de Dios es una obra de un adolescente de 13 años. No puede perderse de vista. Esto, además, es el punto de mira necesario para formular un juicio sobre ella.
          Contemplándole, pues, desde los trece años de Enrique Vila Matas, “La llamada de Dios” es un esbozo de novela que supera las cualidades medias de un muchacho de su edad. No hay que pensar tampoco en genialidades. Pienso, más bien, que se debe a un adelanto de mentalidad y vivencia, unido a claridad de inteligencia, talento asimilador y un afán literario notable. Se sale, por tanto, de lo ordinario sin que por eso se perciba en ella ningún rasgo del tipo que ha dado en llamarse niño prodigio.
          Y luego sigue.
          Imaginaos el efecto de esta crítica en mí. No entendí nada. Más allá del uso de las comas, que ya por entonces me parecía inadecuado (y solo tenía yo trece años y ninguna carrera, a diferencia de aquel jesuita), y de alguna que otra expresión extrañamente formulada: “punto de mira”, “adelanto de mentalidad y vivencia”, “talento asimilador” o “ningún rasgo del tipo que ha dado en llamarse niño prodigio”, había una secuencia de palabras que me volvía loco. «La llamada de Dios es un esbozo de novela que supera las cualidades medias de un muchacho de su edad. [Pero] No hay que pensar tampoco en genialidades». Sí pero no. Mal pero bien. Todo tan propio de un cura.
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        Más adelante, poseído totalmente por su tesis realista, ahora justificada, además, por impulso transformador, el jesuita decía: «Dado que el chico tiene ya capacidad, debería ser iniciado en la realidad social de nuestro mundo, realidad que desconoce...». Fue justo entonces, en ese momento, a los trece años y al llegar a ese párrafo cuando decidí (lo recuerdo perfectamente) que nunca sería un escritor realista.
        Los jesuitas de Caspe, situados entre Pau Claris i la calle del Bruc, muy cerca de la Plaza de Urquinaona y del Passeig de Gràcia, disponen de un edificio magnífico, levantado mucho antes de que yo naciera. Su historia es abrumadora y turbia (como casi todas las historias de Barcelona). Ha sido y ha dejado de ser, obedeciendo a los vaivenes del tiempo y de la historia, propiedad municipal o de la Compañía de Jesús. Y, aunque entre sus estudiantes puedan encontrarse elementos como Iñaki Urdangarín o Javier de la Rosa, en los jesuitas de Caspe estudiaron también, por ejemplo, Francesc Vendrell o Josep Maria de Segarra. En su capilla se encuentra el que probablemente sea el órgano romántico más antiguo de toda Cataluña y, sobre todo, la espada de San Ignacio de Loyola, aquel muchacho guipuzcoano que conoció a Dios mientras se recuperaba de una herida de guerra, a la que había ido con la intención de matar soldados enemigos. Como curiosidad, vale la pena decir que la junta que se constituyó para decidir el formato de la urna en la que habría de depositarse la espada (lleva ahí desde 1907) estuvo presidida por Antonio Gaudí. De modo que podemos decir, sin miedo a equivocarnos, que, al menos, menos dejó una cosa terminada.
         Igualmente, los valores con los que los jesuitas de Caspe encaran su tarea educadora fueron y continúan siendo muy elevados. Al entrar en su página web, hoy en día, podemos leer: «El objetivo de la educación jesuita es formar personas integrales para una sociedad diferente» (afirmación que no se llega a entender del todo) o «La red de escuelas de Jesuitas Educación tenemos el compromiso de una profunda transformación de la educación» (frase a la que, sin duda, le faltan algunas preposiciones) o «Juntos trabajamos para formar personas integrales preparadas para una sociedad cambiante» (enunciado formulado con un estilo todavía más críptico). Parece que, definitivamente, han sido ellos los que se han acabado distanciando de la realidad de nuestro lenguaje y, por tanto, del espíritu realista del padre J. de N., crítico feroz de mi desapego de la realidad de este mundo.
          A pesar de toda esa elevación ideológica, de la espada de San Ignacio de Loyola, conservada en su iglesia, dentro de una urna diseñada por una comisión presidida por Antonio Guadí, de su larga lista de exalumnos ilustres, de su órgano romántico, de su historia de siglos (los jesuitas de Caspe son herederos, más allá de su actividad actual, de una aventura educativa iniciada en el siglo dieciséis), su himno es increíblemente pueril y ñoño. Parece escrito (puede que lo esté, no lo sé) por un niño de diez años, todavía conmocionado por la victoria de su equipo de fútbol (muy probablemente el Barcelona FC), por su primer beso o por la recientísima visita de los reyes magos. Dice así:
 
Al bell mig de Barcelona
hi ha una escola que és molt gran,
una escola coneguda on molt bé t´hi trobaràs.
Situada a l’eixample 25 del carrer Casp,
25 del carrer Casp.
Col•legi Casp, quin goig que fas!!
Col•legi Casp, una escola de veritat!!
Col•legi Casp, sempre edavant!!
Col•legi Casp, gran camí que t’ha fet gran!!
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        Durante un tiempo creí en Dios. En su capacidad de obrar milagros, de transformar la realidad. En la posibilidad de sentirnos llamados a buscar y encontrar un mundo nuevo y diferente y mejor, a pesar de las palabras de J. de N., aquel jesuita fanático de lo real. Leí una frase en un libro, o en una cuartilla, o en algún almanaque: «Confía en Dios como si todo dependiera de él, pero trabaja como si todo dependiera de ti». Ahora tengo más de setenta años. Mi fe, como todo en la vida (igual que los jesuitas de Caspe, en los que yo también estudié, sometidos a los vaivenes del tiempo y de la historia), ha ido cambiando. Sin embargo, hace poco, paseando por Barcelona, leí una frase parecida a aquella, pero formulada en un tono definitivamente diferente, puede que más moderno. En Baldomer Girona, una calle perdida del extrarradio barcelonés, una calle a la que ni sé cómo fui capaz de llegar, tras una cuesta empinadísima, más allá de la Ronda de Dalt y del Hospital Universitario Vall d’Hebron, desde la que puede verse, tras los árboles y a lo lejos, el Tibidabo, encontré una frase escrita en la pared. Con una caligrafía indudablemente de mujer y en color rojo, estaba escrito “Dios te quiere, pero no te flipes”.
        Y sentí que se cerraba un círculo.

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NATXO VIDAL (Monóvar, España, 1978). Ha publicado los libros Atrás no es ningún sitio (2006), Sal en los ojos (2012), La niña que jugaba a la pelota con los dinosaurios (2013), Ícaros desorientados (2015) y Mi parte de pólvora (2018), Stravinsky en el Birdland (2018), Así termina (2020) y XL (2021).

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