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EL COLOQUIO DE LOS PERROS

FICCIONES

PEQUEÑOS RELATOS PARA ENTENDER EL MUNDO

CAM-MÁREZ

21/10/2023

2 Comentarios

 
ÚLTIMOS DÍAS DE PESCA

       La cosa es así: M duerme y el actor espera en la cocina a que se despierte. El actor es su padre y M duerme porque todavía es temprano. Son las cinco de la mañana. El actor se levantó hace apenas unos minutos, pero él siente que ya espera. Apenas hace diez minutos el actor dormía plácido, pero ahora siente que espera, y también siente que el mundo le debe algo. Por eso, mientras hierve el agua para el té, se atusa el pijama con exacerbado mimo, como si alguien lo espiara, como si alguien se tomara la molestia de distinguirlo en la oscuridad. Él anda así por la casa: en oscuridad. Vive de las luces auxiliares. Su iluminación es una nota ad hoc de sus acciones. Si tiene hambre, lo acompaña la luz de la nevera abierta. Si tiene sed, el piloto de la pava, pues cuando tiene sed acude a la infusión y té es lo que bebe. Solo té. Té y ginebra es lo que bebe. Té, ginebra y algún roncito tal vez. El agua sola no le gusta, no le da placer, le hace mal, dice, se nota como encharcado por dentro y que la comida le nada por la barriga. Si se aletarga en el salón, será el fantasmagórico destello de la televisión prendida a deshoras el que haga las veces de móvil cunero y lo meza hasta el sueño. De esta manera se mueve por el domicilio: dedicado a apagar las luces que los demás olvidan o a las que esperan retornar; permaneciendo en la penumbra o caminando a trompicones, según; palpando las paredes con el cuerpo y salpicándolas de desconchones o asustando involuntariamente a quien sin esperarlo lo encuentra en algún rinconcito de la vivienda, mirándose en algún espejo o con los ojos de zorro perdidos en el jardín, recordando o quizás planeando algo. Desde hace años existe la duda sobre si él mismo es un electrodoméstico. Pero un electrodoméstico no se atusaría el pijama de la forma en la que él lo está haciendo ahora mismo, en la oscuridad de este instante, de esta otra madrugada más, de este desvelo vigente igual al milímetro a otros que hubo. Y pese a que sabe, pese a que conoce con certeza que de ninguna manera alguien lo observa en esta todavía noche cerrada, el actor, desde alguna reconditez de su interior, piensa que quién sabe, que por si acaso, que por qué no. Y se atusa unas arrugas que si es que están por seguro no se ven, no a esta hora, no en esta oscuridad, y utiliza el vidrio como azogue y lo escudriña tratando de verse, y con éxito lo logra: se intuye en el reflejo. Consigue pergeñarse el rostro y en él identifica sin dificultad su pena: la encuentra, la enfila y la esquiva rápidamente. Y redirige la mirada a su cabello. Se lo mesa para darle volumen. Se lo peina con los dedos. Pero, en cambio, curiosamente (o no tan curiosamente), no se preocupa de igual forma por otras tantas cuestiones que también pudieran merecer una parte de su adormecida atención. Ni bola les da a las alpargatas rotas o a los roídos cordeles que en hilillos le cuelgan por la huevada del pantalón con el que duerme en las noches. Ni caso le hace a la peste somnolienta de su boca. Ningún reparo le da las largas uñas de los dedos gordos de los pies —que por motivo desconocido crecen a ritmo superior que el resto—. Pues él sabe. Sabe y conoce. Sabe a ciencia cierta que todo estos asuntos son imposibles de espiarse, que todo esto es inalterablemente imperceptible por el hueco del ventanal, por el hueco de la dichosa abertura a través de la cual imagina que podrían llegar a observarle, la cual, empotrada justo encima del fregadero, solamente le expone medio cuerpo, su parte superior, y, por lo tanto, lo protege en mitades, deniega la visión de ciertas áreas, restringe un algo de su intimidad, concede la condición de inexistente —pues lo que no se ve no existe— a sus desperfectos, fracciona su preocupación y lo convierte en intachable. Al menos desde fuera, desde donde él supone que lo vigilan. Al menos en condiciones normales: a través del ventanal y en esta oscuridad suya. Y esto él lo sabe. Es conocedor. Y prepara el té y gustosamente se peina con los dedos los cabellos de la melena con la ayuda que le concede el reflejo del vidrio mientras espera que hierva el agua, pues el actor cree a pies juntillas que alguien despeinado no comporta vanagloria, en tal caso se trataría de un mero derrotado sin carisma o entidad, un infausto, un chucho de la calle santiaguina. Pero no se encinta el elástico del calzoncillo o remete la camisilla de tirantes por el pijama a fin de que los lamparones que la decoran queden ocultos, no. Solo cuida de aquello que pueda llegar a verse, a señalarse por alguien, a señalarse por alguien de fuera.
        M duerme ajeno al desvelo del actor. M sueña con tejados naranjas y rotondas en el aire, con carreteras extensísimas del color del petróleo, untuosas e ingrávidas de un abandonado paisaje lunar. Y ni los pasos arrastrados del actor ni los toquecitos que ha dado en la puerta de su habitación lo han despertado. Ni lo harán los intentos siguientes. M no oye. No oye ni ve nada más que sus propios sueños: los tejados en flor, las rotondas sucediéndose en planos subsecuentes, las carreteras de montaña discurriendo por peligrosos desfiladeros de gas y hueso, los despeñamientos que uno tras otro inquietarán sus próximas horas y acelerarán su pulso hasta despertarlo bruscamente. Y eso es raro en él, porque M no sueña casi nunca. O si acaso sueña, siempre lo niega y dice que no ha soñado, que él no sueña. Y dice la mentira sin culpa alguna y crudamente, porque M no quiere tener que explicar sus sueños. Sus sueños son suyos. O, tal vez, a lo máximo, si ocurre que se complica la elusión al no encontrar fuerzas para mentir, inventa algún sueño para que quien le pregunta (normalmente A) lo deje tranquilo. Y así zafa, aunque no le guste mentirle a A. Pero sus sueños son suyos y en realidad escasísimas veces cuenta lo que sueña. Se lo guarda íntimamente para sí.
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       La pestaña salta y sofoca de pronto la única tea de luz que abrigaba la cocina. El actor, repentinamente imposibilitado, después de mantenerse absorto unas milésimas extra en lo que había sido su reflejo, ceja en su fijación y deja de mirarse en el vidrio. Sirve el agua a tientas: palpa el asa de la pava, palpa el asa de la taza, vierte por intuición. Pone las manos arriba de la taza para calentárselas. Es verano y afuera se presiente un calor pegajoso y desacertado, un calor desubicado en una noche como esta. En cambio, la temperatura en el interior es fresca, se mantiene agradable gracias a la orientación de la casa, que no recibe sol directo tras el mediodía. La sensación que el vapor le produce en las palmas también es agradable, pero la cabeza amaga con empezar a picarle y el actor decide apartar las manos demasiado pronto. Pronto para lo que hubiera sido un gesto, digamos, orgánico. Se piensa ridículo por ello, por haber apartado rápidamente las manos, y, aunque no se detiene a mirar hacia el exterior por el hueco de la ventana, siente reparo de sí mismo y se arredra. Musita algo entre dientes mientras camina hacia la mesa. Extiende el brazo libre esperando asir el respaldo de la silla. Lo encuentra en topetón. Se sienta, sin arrepentimiento alguno por el estruendo ocasionado en el arrastrar de la silla. Musita otra cosa y se calla de golpe. Hace rodar las manos por el cuerpo de la taza, teatral. Se quema pero evita retirar las manos. Aguanta. Soporta la quemazón apretando los dientes y concentrándose sobremanera en habituarse al calor. Su mente se quiebra primero; después, su cuerpo: la mandíbula se rinde y las enrojecidas manos se le separan del recipiente en un espasmo involuntario. Se maldice mientras resopla. Se caga en la puta. Me cago en la puta, profiere la voz de su mente. Sacude las manos enérgicamente en el aire. Se siente un tonto a las tres. Otra vez. La sensación de ardor se va diluyendo, pero imaginar que alguien pueda haberle visto por el hueco del ventanal le irrita y avergüenza a partes iguales. Coge aire y resopla aunque ya no siente dolor. El dolor ha pasado pero el actor resopla entre dientes, como si reuniera fuerzas para enfrentarse a alguien. Vuelve a resoplar, ahora con los labios hacia fuera, exhibido, y cierra mecánicamente los ojos a la vez que el aire escapa de su boca. Se frota la cara con las palmas de las manos y siente las reminiscencias del calor en el pelo de sus despeluchadas cejas. Se destapa la cara ipso facto. Suspira profundamente. A medio suspiro comienza a hacerle recortes al aire expulsado hinchando los carrillos a modo de trompeta y construyendo un ritmo con las subsiguientes expulsiones de aire. No parece una canción reconocible. Es una cadencia improvisada sin intención. Un sonajero. Esto lo logra calmar. Así pasa unos minutos. Entonces, se decide a planear mentalmente el día. Voy a planear el día, se dice. Paso a paso, se dice. Si M se demora en exceso me marcho yo solo, se dice.
       El actor acaba de cumplir 62 años. Es el verano de 2022, finales, y el actor ha cumplido años, pero no ha querido celebraciones ni fiestas. No estoy de humor, decía, no quiero ver a nadie, decía, no me apetecen grandes aglomeraciones, decía, y solo aceptó una cena íntima en un conocido restaurante de la costa con la familia.
          El actor antes estaba rechoncho. ‘Antes’ hace referencia a casi siempre. El actor casi siempre ha estado rechoncho, de esta forma está mejor dicho. En aquella época, su nariz, una especie de gancho con ángulos imposibles y prestancia contradictoria, si bien siempre había sido el único reclamo de su rostro, por aquel entonces se disimulaba entre los mofletes y el ancho cuello, que se le trepaba perverso a la cara. Pero el actor no recuerda que una vez fue gordo. El actor no recuerda que casi siempre ha sido gordo. De hecho, se sobresalta cuando de tanto en cuanto alguien hace alusión a su complexión anterior. Se extraña y piensa qué coño dice esta. O: este es un acomplejado y un mamarracho y un inventor. Todo un acontecimiento, pues, en realidad, tampoco es que hubiera estado gordo, sino que, como esa suerte de pandemia universal a extramuros que pareciera que nunca se decidirá a cernirse sobre uno, le llegó la adultez. Y entonces se le puso cuerpo de padre. Nunca fue gordo si se quiere ser exactos. Innegablemente, estuvo pasado. Bajo ningún concepto se podría defender que gozó de un cuerpo atlético, eso era claro. Pero no estaba mal. De hecho, aún en ese tiempo el atractivo se resistió a depender en unilateralidad del peso y se mantuvo en esencia. Fue un gordito apretado el actor, sin colgajos ni tetillas, pero fue un gordito en toda regla. Por ello solía resultar terriblemente curiosa su pérdida selectiva de memoria en estos encuentros. El actor, en estos encuentros, arruga el entrecejo cuando alguien menta esta o aquella chanza que por eso de que las anécdotas son vivencias pasadas recaen en tal o cual evocación, y estas, de higo a breva, debido a los derroteros por los que se extravían las conversaciones, acaban por aludir a su peso anterior, por uno u otro motivo. De hecho, normalmente, la alusión viene a referirse comparativamente a un estado y otro, al pasado y al actual, siempre para levantar halagos a su momento presente, para ensalzarle las virtudes al nuevo hombre, reconocerle su increíble forma, su envidiable nueva magnificencia. Y es que el actor está francamente bien para su edad. Ya no para su edad, está francamente bien a secas. Y es que no hay mal que por bien no venga. Eso dice la inteligencia popular.
        Hace seis años y algo más, el mismo 31 de diciembre, sobre las tres y media de la tarde, el actor se estrelló de boca contra el suelo y se fracturó la mandíbula por cuatro sitios. Estaba en un almuerzo de parejas con amigos, una de esas horteradas que se celebran para rascarle al año un estertor final y que a base de tenacidad y compromiso se convierten en tradición de piedra, cuando se empezó a encontrar mal y sin avisar salió del restaurante buscando algo del aire que le faltaba al paseo marítimo. Mientras zigzagueaba por entre las mesas todavía le dio tiempo a saludar a ciertos conocidos y mantener un intercambio cordial de saludos y recuerdos para la familia. No llegó al poyete de la playa. Desde su altura de 1,75 metros se desmayó y fue a dar de bruces contra los vendimiados adoquines azules y naranjas de trazo ancho del paseo marítimo. La cara detuvo todo el impacto. Por extraño que parezca la nariz del actor no sufrió daño alguno. Una suerte descomunal. Pues tal caso hubiera sido de una gravedad incluso mayor para el futuro de su autoestima, y es que la deformidad ocasionada por el impacto hubiera variado irreversiblemente la estructura de la cara y el actor hubiera perdido todo su atractivo. Pero, increíblemente, divina providencia, la nariz salió indemne. Fue la cara la que detuvo todo el impacto. Cayó a plomo, con la barbilla en alto, como interpelando al suelo antes de llegar a él. Del suelo no se pasa, se suele decir. Y el actor no pasó del suelo. Pero los ríos de sangre que le manaban fueron a desembocar a una de las alcantarillas del paseo y colorearon las juntas ennegrecidas de los adoquines durante un largo rato, hasta que la ambulancia llegó y la trabajadora del souvenir que había alertado del suceso, todavía conmocionada, salió a pasar la fregona por el estropicio.
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      Gracias a los tres meses que pasó comiendo en pajita el actor dejó de ser un gordito apretado. Aprovechó la coyuntura y se dio al deporte, al fitness y al triatlón, y, ahora, cuando le comentan con grande afecto lo bien parecido que está, la juventud que desprende, que en tal ángulo o en tal otro se le aprecia el serrato, o se maravillan con los abdominales tallados de viejo que su torso desnudo presenta más frecuentemente de lo que sería decoroso, el actor no despacha los comentarios con la mano mientras entorna los ojos y tuerce el gesto en una sonrisa de humildad fingida, no. A ese tipo de comentarios el actor corresponde con alguna pose de culturista o con algún chiste malo sobre George Clooney o Barcelona 92, lo cual es de una tristeza palpitante, pues quien siempre gozó de características físicas atractivas, aprendido, no cae en tan siniestras actitudes, sino que, como todos haríamos, despacha con la mano mientras tuerce el gesto hacia una sonrisa de humildad a veces fingida a veces honesta y gana un poco de tiempo, el tiempo justo que permita entregar una réplica benevolente de vuelta al interlocutor. Pero el actor no puede y eso es justamente lo que le delata. El actor no se resiste a hacer una pose de culturista.
       Al actor comienza a darle bronca que sean las seis de la mañana. La neverita con los gusanos la dejó preparada la noche anterior, junto a la puerta de entrada. Allí, apoyadas en la misma puerta, descansan las cañas. Cañas que, por sombrero, colgadas de la puntera, llevan dos gorras de publicidad de ‘Unicaja campeón de la copa Korac’ cada una. A cada sonido que le parece escuchar el actor asoma la cabeza al pasillo que conecta la mesa de la cocina con la puerta de entrada. Ahora que ya los primeros claros comienzan a filtrarse por las ventanas de los distintos puntos de la casa, fija la mirada en el remoto fondo, donde las cañas parecen dos fantasmas antropomorfos, dos espantapájaros inmóviles que le devuelven burlones un saludo telepático o una arenga militar o un quitarse la mirada a quien no se quiere saludar, o qué sé yo. La cosa es que se miran o no se miran pero que aquí están, en vínculo, las cañas y el actor. Y el actor, al cabo de pocos segundos, acaba por esconder de nuevo la cabeza porque comprende que en realidad no ha escuchado más que las tuberías crujir, o a una mosca vibrando y estampándose contra cualquier esquina, o las baldosas crepitando por los corrimientos de tierra que se suceden bajo los cimientos, y le abrasan las ganas revividas de querer posar las manos sobre la taza, aunque la taza ya no humee y el té se haya quedado frío. Pero él sigue deseando posar las manos sobre la taza, por redimirse, por subsanar el fallo anterior de aquel gesto rápido y poco natural que no lo deja pensar con claridad. Pero no lo hace. Se contiene. Contiene las ganas de poner las manos sobre el filo de mármol de la taza, que, por cierto, debe estar helado. Y él lo piensa. El actor piensa que la taza ya lo único que puede aportar es frescor, frescor y el sabor aguado de un té al que se le pasó la hora, de un té que sabe a rayos ya, sabe a lo mismito que el agua fría y, ya lo perdonarán, pero es que él agua fría no bebe, porque no le gusta, porque no le da placer, porque no le sienta bien a la guata, lo embota, lo ahoga por dentro y se siente en un barco. Y, entonces, qué carajos, se dice, qué carajos hago yo bebiéndome este té frío que sabe a pura mierda, y, apaciguado, como si en realidad lo que fuera a hacer fuese rezar un rosario, con la calma que antecede a las decisiones ya tomadas, con uno convencido de la causa y de las consecuencias, indefenso e imperdonable, se levanta arrastrando la silla y se dirige al mueble bar del salón, de donde saca un ponche.

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CAM-MÁREZ (Algún lugar de España, entre 1994 y 1998). Es uno de los artistas emergentes llamados a ser voz de su generación, únicamente faltaría averiguar de qué generación se trata. Su obra prima (y muy posiblemente póstuma), Un proyecto diletante, reúne todo aquello imprescindible para atraer a absolutamente nadie. En cambio, no parece cejar en su ambición imbécil de observar la misma raya en el agua formada a los pies de esta fuente que saluda al patio fresco en el que se congrega el mundo. No se lo pierdan.
2 Comentarios
Alejandro Marcelo
1/11/2023 04:16:45 am

He de decir que topé de casualidad con este autor (?) y me sorprendió gratamente.

Tiene un estilo curioso, atípico.
Metáforas, símiles, simbolismos, un léxico provocador, buen pelo...

Me mantuvo enganchado al relato en todo momento, al igual que la nariz del protagonista.

También esperaba que el relato rompiese con algo de acción en algún momento, pero el ritmo sosegado y pausado del protagonista conducen al relato a una velocidad crucero, pero apacible en la lectura.

Deja cosas en el aire las cuales hacen que me interese por este ser.
Por ejemplo:

¿De qué sabor era el té que tomaba el protagonista?

¿El autor está influenciado por escritores argentinos o es simplemente un guiño a esta nación? ("Ni bola le da...", "... darle bronca...", etc).

¿Si el protagonista solo tomaba té, ginebra o ron, por qué termina tomando un ponche?
Personalmente me hubiese gustado más que fuese un Amaretto (Disaronno, por ejemplo).

All in all, considero este primer relato publicado de Cam-Márez como un comienzo atrevido para conectar con cualquier tipo de público.
Espero leer más cosas suyas próximamente, al igual que espero que los próximos protagonistas se laven los dientes con más frecuencia.

Responder
cam márez
2/11/2023 08:20:45 am

Amaretto: ¿cómo no se me ocurrió?

Gracias por tomarte el tiempo, Alejandro.

Un abrazo.

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    Ruben Lopez Ferandez
    Samuel Pardo Martinez
    Sara Montero Anneren
    Sergio Barreto
    Tomas Solazzi
    Victor Almeda Estrada
    Victor Gutierrez Sanz
    Vilma Dominguez
    Viren Mahtani

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