FICCIONES
PEQUEÑOS RELATOS PARA ENTENDER EL MUNDO
DE PAR EN PAR Otro día. Otro día idéntico al de ayer. Otro día sin más sonido que el crujir de las maderas. Sin más acción que la de un par de arañas despachando su tela. Sin más aliciente que ver caer el polvo sobre el encerado. Oír a la gente ahí abajo. Escucharles hablar de acontecimientos, de preparativos. Lamentarse por estúpidos deseos. Ya no sé si continuar con mi tarea o darme por vencida. Si mantenerme en guardia o dar vía libre al sol para inundar la habitación. Observo a F inmóvil sobre la acera y me invade una inmensa pena. La jodida vejez le sorprendió sin apenas darse cuenta. La cabeza le seguía funcionando, cierto, pero de un modo un tanto especial. Cómo diría... intermitente, esa es la palabra. Ahora sí, ahora no. Consecuencia de tantos años de vida nocturna, de amaneceres húmedos, del excesivo consumo de luz artificial. Bien pensado, su caída era inevitable, no cabía otro final. Algo así termina por dinamitar la cordura de cualquiera. En esta época, cuando los días se alargan de forma perezosa, ella pasaba la mayor parte del tiempo durmiendo. Y yo me pregunto si a eso se le puede llamar vida, si vivir es algo parecido, si F estaba viviendo realmente. Este barrio se nos ha ido de las manos. Como el agua en la batea de los buscadores de oro, como el tiempo ajustando su cuenta en un reloj de arena. Los buenos tiempos marcharon y nos dejaron con el barro puesto, con la tierra yerma, con el depósito vacío. La hierba crece por las aceras sin ningún atisbo de respeto. Las papeleras permanecen vacías, los escombros campan a sus anchas, los viejos pasos de cebra se camuflan bajo las grietas del asfalto. El viento golpea al silencio la mayor parte del tiempo. El olvido recorre cada uno de estos rincones. Y a nadie parece importarle. Llevo una eternidad sin hablar con nadie. Ni tan siquiera con estas paredes. ¿Cuánto tiempo llevan calladas? Desde que M saltó, ya va para doce años. Casi nada. Recuerdo el día en que aterricé por aquí. Por entonces, la estancia era una sala de estar, llena de libros, de discos, de cuadros transgresores, de fotografías irreverentes. Llena de vida, de vida canalla, de vida auténtica. Todos éramos uno y todos éramos todo a la vez. M, H, los invitados, nosotros. Cada cual desempeñaba su papel, un papel que resultaba necesario para lograr construir aquel universo único. Una mañana, una fría y lluviosa mañana, llegó F. Descendió de un camión municipal y se colocó justo enfrente del edificio. No abrió la boca, ni siquiera se dignó a saludar. Pedazo de estúpida, pensamos en ese momento. Sin embargo, al caer la noche, F cambió por completo. Su cara se iluminó, la magia apareció en torno a ella y ya nada volvió a ser como antes en esta maldita calle. Ahora está irreconocible, lista para el desguace. Los informes han dictaminado que no es eficiente, que resulta un peligro para viandantes, que las tendencias apuntan hacia otro lado. A finales de esta misma semana está prevista su marcha. Ella lo sabía, no se molestaba en disimular. Hace meses que se dio por vencida, renunció a su vocación de iluminarnos, se limitaba a lanzar tímidos destellos que a duras penas conseguían alumbrar la calle. Pero les estaba hablando de esta habitación, de su historia que, a fin de cuentas, también ha sido la mía. Tres años después de que yo lo hiciera, llegó T, la niña. Apenas medía medio metro, pero parecía que ya nada ni nadie tenía un maldito hueco en la casa. De la noche a la mañana, el espacio perteneciente al resto de habitantes fue expropiado y pasó a formar parte de sus dominios. Muchos de mis amigos emprendieron un exilio obligado hacia diferentes lugares de acogida. El caos se apoderó de nuestras vidas. Me resultó especialmente doloroso separarme de aquel sencillo de Tom Waits. Nadie ha vuelto a humedecer mis engranajes como durante años lo hizo ese granuja. Todavía me parece oírlo rugiendo, como el sonido de un Chevrolet del sesenta y nueve, desgarrando melancólicamente su Downtown Train. Dicho esto, no les extrañará que mi relación con T no fuera todo lo amistosa que cabría desear. La declaré, y sigo convencida de que lo era, culpable de mis desdichas. Deseaba que desapareciera, que todo volviera a ser como antes. Era justo ¿no lo creen así? Así que decidí dedicar mis energías a conseguir reestablecer el orden anterior a su llegada. Dejaba pasar el frío en las noches de invierno, impedía el aire fresco en las de verano, ocultaba la luz cuando ella jugaba, silbaba por las rendijas mientras dormía. Pero nada de esto consiguió mejorar la situación. Posiblemente, aquella niña no era consciente de ser responsable de nada, pero nuestras respectivas felicidades eran totalmente incompatibles. Se imponía un cambio de estrategia. La noche de la tormenta lo tuve claro. Cuando intuí que aquel rayo podía ser mi aliado, no lo dudé un instante. Me abrí de par en par. Ocho años después del incendio llegó J. Sin avisar y sin pedir permiso. Yo creo que, desde el principio, supo que nadie en la casa había deseado su venida. Nadie había apostado por él. Y nadie le hizo nunca demasiado caso. Él, por su parte, se dedicó a cosechar amigos desde el primer momento. Aunque, a decir verdad, no tuvo que esforzarse mucho: en su propia naturaleza se infiltraba la esencia de resultar insoportable. Todavía me parece verle con aquella cara de cráter, empachado de acné, buscando cobertura para humaredas clandestinas. Siempre anduvo bastante empanado. Y esa mierda que mezclaba con el tabaco acabó por reblandecerle el cerebro definitivamente. Ya de bien pequeño me hizo pasarlas canutas con todos aquellos malditos pelotazos. Pensándolo bien, es un milagro que me haya mantenido entera. Volviendo a la casa y a su declive, no recuerdo que hubiera una época de discusiones ni peleas. En realidad, en lugar de elevarse, el tono de las conversaciones fue disminuyendo de forma paulatina, hasta que las palabras dejaron de fluir. ¿Qué le pasaba a M? ¿Estaba en el lugar equivocado o nunca se molestó en tratar de ser feliz? Hay quienes piensan que la vida es una autopista de seis carriles y cuando el camino se estrecha, se detienen en el arcén a esperar a que comiencen las obras de ampliación. No se les ocurre subirse a la excavadora, piensan que no es tarea suya. Es más atractivo sentarse y llorar la elección de la ruta mientras pasan la lengua sobre sus heridas. Creo que algo de eso le sucedió a M: después de lo de T, no concebía su viaje por caminos vecinales y, de alguna forma, designó a H como culpable. Sí, pienso que eso es lo que le ocurrió. Ahí fue cuando comenzó a visitarme todas las tardes, al regresar del trabajo, con la casa todavía en calma. Me ofrecía sus silencios y yo le correspondía con las mejores vistas posibles a la calle. Les juro que me caía bien y que, en cierta forma, la apreciaba. Pueden estar seguros de que todo lo que hice fue con la única intención de aportarle consuelo. Y pienso que ella también lo vio de esa manera. Una tarde de otoño, mi esfuerzo cobró sentido. M vino buscando ayuda y yo le entregué mi sonrisa protectora. De par en par. Después de su marcha, el tiempo comenzó a correr de una forma descontrolada y los acontecimientos pasaban de puntillas por la casa, como una huella en la arena que apenas dura lo que tarda en llegar la siguiente ola. Todo se fue desintegrando sin que tuviéramos constancia de ello. H, de vez en cuando, volvía acompañado de alguna golfa que no permanecía más que unas horas en la casa. Cuerpos que no le hacían sino sentirse culpable a la mañana siguiente. Yo conservaba la esperanza de que echara de menos los viejos tiempos, que supiera que podía contar conmigo, que podíamos comenzar de nuevo. Pero para él también era demasiado tarde. Por alguna razón que no alcanzo a comprender, decidió perderse en sí mismo. Daba verdadera lástima ver en lo que se estaba convirtiendo. Pasaba las noches ahí, sentado en el suelo, mirándome de forma ausente, borracho de vodka y desesperación. Era necesario ayudarle, no quedaba otro camino. Cuando le vi observando fijamente el cajón de sus medicinas, me abrí y dejé pasar el reflejo hacia el tarro de somníferos. De par en par. Ahora solamente estamos J y yo. Bueno, J… lo que queda de él. Nunca resultó una estampa agradable, pero la repulsión que ahora mismo provoca no hace más que confirmar el pedazo de carne prescindible en el que ha llegado a convertirse. Por mucho que me esfuerce, no soy capaz eliminar el hedor con el que llenan la casa él y sus maleantes compañías. Llegan, se castigan de mil formas y sustancias posibles, y se largan tambaleándose sin recordar el nombre que aparece en su permiso de conducir. Reconozco que durante mucho tiempo fue odio y desprecio lo que sentía por él pero, ahora mismo, les juro que únicamente le compadezco. No creo que nadie merezca sufrir semejante agonía. Ni siquiera un hijo de puta como J. Un día de estos, uno de esos en los que caiga inconsciente al lado mío, será cuestión de cerrarme con fuerza y devolverle algo de vida. Perderé algunos cristales, pero qué más da, hace tiempo que nadie repara en ellos, soy una más en este barrio de escombros, acumulo polvo del mismo modo que los cementerios acumulan recuerdos. Supongo que todo esto significa que, al igual que F, también yo tengo fecha de caducidad. Quién sabe, quizás nos reencontremos algún día. Con otra forma, con otro nombre, en otros materiales. No se preocupen por mí, no estoy triste. Hace un tiempo hubiera dicho que sí, me hubiese resquebrajado de rabia, pero ahora… ahora lo que estoy es cansada, muy cansada. Pensándolo bien, todo esto es lo mejor que podía suceder. No tenía muy claro qué hacer cuando retiraran a F. Ahora, viendo las perspectivas, una vez le dé solución a lo de J, será mejor que me cierre definitivamente. Sshhh, les dejo, por ahí llega ese desgraciado.
1 Comentario
LO MALDITO EN LO BENDITO La saliva hierve sobre la plancha donde su mamá fríe hamburguesas. Escupimos. Tenemos que aprovechar la ausencia de adultos para hacer esta pequeña travesura y presenciar lo efímero de nuestra baba en tan alta temperatura. No hay nada que hacer esta noche. El aire sopla con el aliento del mar y mañana se tendrá que regresar al colegio. La pesadez en toneladas para levantarse. Qué crueldad esa manera de empezar los días, haciendo cosas involuntarias como asistir al colegio. Me despido de Marlon y dejamos de pensar en aquellas raras cosas que nos explicó el profesor de Educación Familiar. Asistimos a un colegio religioso. En realidad nos tratan como pacientes de alteraciones mentales, supongo. Débilmente trato de aferrarme al sueño. El silencio es bullanguero. No me deja dormir. El cuerpo lo siento incómodo. Leo, escucho música, miro televisión. Quedan tres horas para ir al colegio. Por fin quedo dormido. Despierto. No tengo ganas de bañarme. No tengo ganas de presentarme ante el mundo: esa cuadra entera a la que amo y odio, con sus canchas de fulbito donde soy tan feliz y sudoso. Es un buen colegio dicen. Los pelícanos del muelle de pescadores del Callao vuelan sobre los recreos y espero que defequen al padre Sorde en la cabeza. Siempre nos lleva a un salón con tres televisores y audífonos. Nos dicen que el rock es basura, que es malo, que solo lleva al homosexualismo porque los cantantes promueven su ideología. Después tenemos que ir a una misa en honor a no sé quién. No recuerdo bien. No he prestado nada de atención. Solo pienso en la salida para irme a comer nísperos acaramelados. Sorde es prácticamente sordo. No escucha a nadie que no sea el director. En la misa nos hablan cosas tiernas e interesantes. Yo espero las canciones que son de lo más melodiosas. Me encanta ese cancionero, pero detesto a Sorde que vende la religión como si fuese un menú. Tengo quince años y me siento tan muerto. Entro a un templo y veo a Cristo sangrando, eso me deprime quince veces más. ¿Acaso no podían magnificarlo sonriendo? Veo a la virgen María y me quedo maravillado. No se trata de la belleza de una imagen de yeso. Se trata de la capacidad de alumbramiento, de nacimiento, de la esperanza de parir algo nuevo. Una vez Sorde me encontró tomando con unos compañeros en un retiro. Habíamos metido una botella de ron y estábamos en un cuarto. Localizó la botella en mi mochila. Me la había sacado de mi casa, de una reunión que hubo en las vísperas de mi reposo espiritual. Siempre me sentía como una hojarasca que alguien debía pisar de alguna buena vez, y hacerme crujir sin nada más. Necesitaba algo para mí, algo que no estuviera en la prédica que se opacaba más en mi cerumen. Apareció Sorde y notó que había estado bebiendo. No lo pude ocultar. Me envió al patio de la casa de retiro en Cieneguilla. Temblaba de frió. Ya muy de madrugada lo notó y me dejó entrar a mi habitación. Mientras me gritaba, imaginaba miles de cosas para no prestarle atención, entre ellos, los goles que días anteriores miré en un especial sobre Teófilo Cubillas. Creo que desde ahí nació mi enemistad. Yo tuve la culpa, pero le notaba un placer en hacer sentir mal a los demás. Cada uno de mis amigos es un saco repleto de historias. Algunas sórdidas y otras mansas. A Guillermo le dicen “azul”. Creo que tiene ese apodo por que le gusta el blues y como nadie puede pronunciar alguna palabra en otro idioma, le dicen la traducción. O creo que se lo dicen por su afición a la pintura y porque a veces llega con las manos manchadas. César es como él se define: un explorador del sexo. Tiene toda la pornografía posible y fue el primero que me dijo la palabra masturbar, cuando yo ni siquiera sabía de qué se trataba. Walter era una persona dedicada a ver televisión. No existe programa que no haya visto, ni telenovela que por lo menos no sepa su argumento. Caminamos por las calles y a veces vamos al colegio de mujeres que está a algunas cuadras del nuestro. Verdaderamente preferimos ir al cine entre nosotros, sin compañía, aunque nos llamen antisociales. Por las mañanas nuevamente a rezar y escuchar las palabras de Sorde. Siento las mismas nauseas de los más pequeños de la primaria en su primer día, cuando terminan desparramando sus desayunos y entrando en pánico por sentirse alejados de sus padres en un lugar con tanta gente nueva. En realidad me siento un extraño, pero dicen que existe una sola religión certera: la católica. Al frente del colegio hay un templo evangelista donde tocan música interesante. Además tienen buenísimos instrumentos a comparación de nuestro templo. Ellos saltan y al parecen la pasan bien, pero de un momento a otro están muy tristes pidiendo perdón, al igual que los católicos. Un día pasé con Guillermo y César por su acera y vimos a un compañero salir de ahí. Nos miramos, nos preguntamos entre nosotros, pero jamás le preguntamos algo a él. Nadie vio nada, nadie supo nada. Siempre se decía que él era evangelista y estaba en el colegio católico porque era el que le quedaba más cerca. El lunes no es el mejor día porque es el primero de labores, pero bueno, ya estoy en el colegio. No sé quién toca un pito. Nos meten a todos al salón de clases. Sorde dice colérico que se han robado la llave de su cajón donde tiene dinero. Pero por qué pensará que el culpable estará entre nosotros. Nos grita. Su saliva salpica en los rostros de los que están más próximos a él. Gordo, alto, con el cabello corto, afeitado, perfumado, pulcro en su ropa, pero tan endiablado que solo tocarlo sería quemarse. Toca la puerta el conserje y le dice que corra, que su madre está en el teléfono y que necesita hablar con él. Sale y todos empezamos a insultarlo a su espalda, le mentamos la madre y engrandecemos cualquiera de sus defectos, como sus labios dilatados o sus orejas irónicamente exageradas como si en realidad supiera escuchar a sus alumnos. No tarda mucho. Regresa furioso y mira alrededor. Nada le importa más que vengarse. Observa con odio como si tuviera un arma incandescente con la mira a la deriva. Tocan de nuevo la puerta. Es nuestro tutor que pregunta qué está sucediendo. Al dar la espalda nuevamente, insultamos a Sorde y como un rinoceronte pasa entre todos con una gran fuerza hasta mandar una tenaz cachetada en el rostro de Marlon. Nadie sabe por qué empeñó su castigo en él, solo miramos la marca del denario que ha quedado en su acalorado pómulo. Todos nos paramos haciéndole frente al sacerdote y con ganas de molerlo a golpes. Sorde dice que jamás seremos buenos católicos y que jamás seremos algo en la vida. Odio con tanta intensidad por primera vez en mi vida. Cuando Rubén –el más fornido de la clase- se acercaba al sacerdote como un púgil, el tutor gritó un elevado “carajo” que detiene los ánimos de todos. Pasó una semana y el padre ya no estaba. Contaron que se había ido a otro colegio de la congregación. Que exigieron su traslado. Que no era saludable mantener tensiones entre los docentes y el alumnado. Tanto se ha dicho y poco es lo que creo. Todos casi reprobamos en conducta. Ahora es la clausura del año escolar y nos están haciendo rezar por él. Todos lo odiamos. Nadie extraña a quien no quiso. Todos piden para que le vaya bien pero por dentro solo desean que le lluevan piedras. Miro la imagen de la Virgen y lloro porque he conocido lo que es el odio y creo en todo y en nada. He comprado pastillas para acabar con mi maldita gripe, pero mejor las boto. Prefiero comprar otras con somnolencia y estar atontado por un rato. Abro el inodoro y ellas se van en el remolido de agua. Tiemblo por odiar tanto. Odio haber odiado, odio a quien me enseñó a odiar. Pienso en las cruces que llevan las personas, en la pesada madera que marca la espalda, en si los rosarios ahorcarán el odio tan humano como la idiotez. Miraré el horóscopo para entretenerme imaginando tontas probabilidades de mi futuro. Tengo frío, pena y asco de todo. |
FICCIONES
El Coloquio de los Perros. ALFARO GARCÍA, ANDREA
ALMEDA ESTRADA, VÍCTOR ALBERTO MARTÍNEZ, DIEGO ÁLVAREZ, GLEBIER ANDRÉS, AARÓN ARGÜELLES, HUGO ARIAS, MARTÍN ÁVILA ORTEGA, GRICEL AYUSO, LUZ BAUK, MAXIMILIANO BEJARANO, ALBERTO BELTRÁN FILARSKI, OLGA BOCANEGRA, JOSÉ BORJA, NOÉ ISRAEL CABEZA TORRÚ, JUAN CÁCERES, ERNESTO CAM-MÁREZ CAMACHO FERNÁNDEZ, GREGORIO CANAREIRA, A. D. CASTILLA PARRA, JOSÉ DAVID CASTRO SÁNCHEZ, JUAN CATALÁN, MIGUEL FONSECA, JOSÉ DANIEL
FORERO, HENRY FORTUNY i FABRÉ, CESC FUENTES, FRANCISCO FRARY, RAOUL GALINDO, DAVID GARCÉS MARRERO, ROBERTO GARCÍA-VILLALBA, ALFONSO GARCÍA MARTÍNEZ, AMAIA GARDEA, JESÚS GIORGIO, ADRIÁN GÓMEZ ESPADA, ÁNGEL MANUEL GUILLÉN PÉREZ, GLORIA GUTIÉRREZ SANZ, VÍCTOR HACHE, MYRIAM HAROLD BRUHL, KALTON HERNÁNDEZ, JOSÉ HERNÁNDEZ, JUAN FRANCISCO HERNÁNDEZ NAVARRO, MIGUEL ÁNGEL HINOJOSA, PAZ HIRSCHFELDT, RICARDO HIRSCHFELDT, RICARDO [EL ABANDONO] JUNCÀ, JORDI KOUZOUYAN, NICOLÁS LÓPEZ, DOMINGO LÓPEZ-PELÁEZ, ANTONIO LÓPEZ LLORENTE, JORGE LÓPEZ VILAS, RAFAEL MAHTANI, VIREN MARDONES DE LA FUENTE, ALEJANDRO MARTÍN, RAIMUNDO MARTÍNEZ COLLADO, GUILLERMO MÉRIDA, JAVIER / BARRETO, SERGIO MEROÑO, ANTONIO MILLÓN, JUAN ANTONIO MIRELES, JUAN MONTERO ANNERÉN, SARA MONTOYA JUÁREZ, JESÚS NORTES, ANDRÉS OLEZA FERRER, CARLOS (DE) ORMEÑO HURTADO, AARÓN OSORIO GUERRERO, RODRIGO OTAMENDI, ARACELI OUBALI, AHMED PANZACOLA, ELIOT PARDO MARTÍNEZ, SAMUEL PÉREZ ALONSO, ALBA PIQUERAS, CARMEN PUJANTE, BASILIO QUINTANA, JULIO RECHE, DIEGO REMEDI, ROBERTO A. RODRÍGUEZ GARCÍA, JUAN AMANCIO RODRÍGUEZ OTERO, MIGUEL ROSADO, JUAN JOSÉ RUCHETTA, MAURO SÁNCHEZ LOZANO, PILAR SÁNCHEZ MARTÍN, LUIS SÁNCHEZ SANZ, PEDRO SCHUTZ, LOLA SEGURA, ALEJANDRO SEVILLANO, ATILANO TOMÁS, CARMEN TORTOSA, JAVIER TRENADO, ENRIQUE URTAZA, FEDERICO VIDAL GUARDIOLA, NATXO Hemeroteca
Archivos
Julio 2024
CategorÍAs
Todo
|