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EL COLOQUIO DE LOS PERROS

FICCIONES

PEQUEÑOS RELATOS PARA ENTENDER EL MUNDO

RICARDO HIRSCHFELDT

25/2/2014

3 Comentarios

 
LA OBESA DEL SOFÁ FLOREADO
         Sin saber ni quererlo, Marta provocaba un revuelo espantoso cada vez que dejaba caer su descomunal peso en aquel sofá de grandes círculos negros. Es así que nadie llegó a imaginarse nunca que noventa y dos kilos de peso hubieran sacado de quicio a toda esa chusma que se la comía viva todos los días cuando ella se recostaba en su fosa suspirando por el acto placentero de permanecer ahí sin hacer nada. No hacía otra cosa que saborear sus caramelos, soltaba los envoltorios contando uno por uno hasta formar un reguero descomunal de papelitos plateados en casi todos los sitios: por arriba de ella, sobre su cuerpo y principalmente a los costados del sofá. Su marido, fino como un fideo, le salía al cruce reconociendo que la entorpecía. La llamaba una y otra vez, le pedía que escuchara sus reclamos. Es que no podía seguir de ese modo, sin oír y con los dedos endulzados casi todos los días. Pero a ella le gustaba verse, recostarse, degustar algo en la boca y ver el mundo desde cierta altura.

         Roberto reconocía su poca paciencia, su deseo de que los viernes no fueran días de fiesta para los vecinos a costa de que ella se mostrase sobre el sofá desnuda. Se soltaba un vendaval de comentarios cuando cambiaba de posición, alternando unas veces de costado y otras de espalda. La multitud la apreciaba como en una cancha de fútbol, decenas de cabezas peleaban por un lugar, unos subidos a escaleras improvisadas desde los patios, otros dirigiendo sus catalejos hacia Marta, creyendo ver montañas en vez de pechos, o un inmenso bosque en vez de un pubis velludo.

         Para colmo, a la tarde se apantallaba con un abanico negro y comía uvas, retorciendo el tallo lo mismo que la fruta a la que colocaba en su boca con delicadeza, debajo de la lengua, como una hostia en plena misa de diez.

       Roberto, su esposo, pensó que había llegado el momento de juntar dinero y no seguir así como lo hacía ella, de gratis: tan fácil como entregarse en el medio del comedor dejando las celosías abiertas para que el espectáculo se viera sin tapujos.
ImagenLUCIAN FREUD
        Él era un tipo de poco hablar, mañoso, taimado, pero al verla tirada en el sofá  se le había ocurrido el negocio de su vida. No se lo dijo en el momento que cabía y calló. ¿Para qué contarle lo que él ya conocía de antemano? La prepararía como se prepara un pavo relleno, con esmero y dedicación. A veces Roberto le alcanzaba un mate sin que ella lo pidiera, sin azúcar, entonces le decía demasiado ampuloso: “acá se toma amargo” sin importarle un comino si le agradaba o no. A veces se mostraba como un gaucho aventajado y no estúpido, como esperando algo del cielo. Una bendición que le cambiara el rumbo. No, de eso nada. El negocio estaba abajo, sobre el sofá...

        Ella le prestaba poca atención a sus historias de campo, pampa y desierto. “Todo fue ganado a los indios”, le repetía el fanfarrón para entretenerla. “Acá se peleó hasta arrastrarlos a los muy haraganes, hasta las mismas orillas de Quilmes”, le murmuraba al oído. El ejército contribuyó, también nosotros, los civiles comprometidos. Bueno, no yo, sino la gente que me precedió. Un poco porque queríamos y otro porque nos enrolaron sin chistar.

        Su mujer seguía sin escucharlo, él le miraba sin mirar el vientre sudado, que le daba asco pero no le decía nada. Marta bajaba la cabeza o la subía, emitía un murmullo como si pensara en voz alta, otra cosa no hacía. Roberto, con esa mímica, se confundía sin exigirle respuesta a sus cavilaciones y, ya satisfecho de sus comentarios, se quedaba en el balcón tomando mate, tratando de esquivar las miradas de occiso que tenían muchos de los subidos en diferentes puntos de la ciudad tratando de alcanzar a Marta con los ojos puestos en su carne.

       Al principio la observaban los de enfrente de la casa, pero con el paso del tiempo se sumaron otros, más distantes, y lo paradójico del caso es que todos habían desempolvado sus largas vistas para observar a “la ballena recostada”, como le decían en el barrio los que apreciaban carnes de calidad como las que ostentaba la mujer de Roberto.

      Avanzó el otoño y el mal tiempo le vino como anillo al dedo para armar una brillante estrategia para lucrar con su mujer. El cielo gris contribuyó a que se cerraran las celosías de las ventanas y así los ocurrentes vecinos subidos a los techos de las casas se bajaron por falta de espectáculo. Hubo hasta reclamos y algunos desmanes, arruinando el jardín del frente del edificio, pero en general la gente se convenció que a “la ballena” la había guardado su marido sin posibilidades de verse nuevamente. A Roberto los celos lo comían por dentro, la humillación que pesaba por su cabeza le había triturado los sesos. Aunque nunca se manifestó por aquellas escenas que tanto lo encrespaban sin entender que eran viejos sueños de su mujer, a ella le gustaba hacerse ver desnuda enfrente de los demás, convertir algo usual en extraordinario como los momentos más picantes, que elegía alzando una pierna suavemente hacia el aire. Ahí Roberto se hacía el ciego e inclusive las veces que Marta se abría levemente de piernas para que la multitud le chiflara con más ahínco pidiéndole un bis como euforia. Roberto, como contrapartida, pitaba más fuerte con un silbato que se había colgado en el cuello incitando a la gente: se ubicaba en el medio de la ventana que daba al balcón para entorpecerles la vista a propósito y para que toda la multitud se ofuscara con él; en ese momento el público se enardecía más gritando improperios para que se corriera de una vez por todas.
ImagenFERNANDO BOTERO
      En esa circunstancia y solamente ahí se le escapaba una sonrisa de soslayo sabiendo que su desbordada gorda valía más de lo que pesaba y siendo otoño y comenzando el invierno a más de uno le vendría bien sacarse una fotografía de perfil al lado de Marta; y así fue lo que ocurrió, día tras día la gente comenzó hacer cola para fotografiarse con la señora que para estas fechas su peso había aumentado considerablemente y hubo que conseguirle una cama con refuerzos en los elásticos que rumeaban cada vez que intentaba moverse de posición.

      Roberto la preparó para que todo llamase la atención a su alrededor, pintó la sala de un azul fuerte, provocador, embadurnó las ventanas de un rojo intenso y no olvidó las golosinas que tanto le gustaban, e inclusive amaestró a un mono titi que le alcanzaba los dulces cada vez que tiraba un papelito al piso. Roberto también pensó en la iluminación. Entonces se le ocurrió que cuatro velas cada una a cada lado del sofá incitarían a la gente a que llevasen los ojos donde a Marta se le cruzaban las carnes formándole unos gorditos verdaderamente especiales.

        En los días anteriores distribuyó unos volantes, así la multitud sabría sobre la nueva de Marta y su nuevo espacio. Desde temprano los vecinos de los buenos días fueron los primeros en formarse delante de la casa de “la ballena”, convencidos que por la cercanía les tocaría verla primero, además de por una cuestión de principios, ya que la conocían desde mucho antes, desde aquel año cuando se ubicó con Roberto en ese edificio con un jardín en la planta baja que daba tanto placer a los paseantes cada vez que les tocaba pisar la vereda de Marta y Roberto, un perfume grato les subía a la nariz en una sensación de verdadero placer que les reconfortaba tanto.

        Roberto esperó los primeros conocidos que se agruparon en fila india y en pocos minutos la gente llegó hasta la esquina. Más tarde, dobló la covacha de la pizzería del barrio y los que estaban adentro salieron y se multiplicaron con los de afuera formando un enjambre de gente al por mayor. Roberto miraba desde el balcón y se amasaba las manos pensando en los cientos de billetes que obtendría con solamente un pequeño paseo que daría la gente para ver a “la ballena” sin mover un solo dedo.

ImagenRON MUECK
        A Marta la idea le gustó desde el principio, siempre quiso mostrarse como una piedra preciosa, se cuidaba las veces que se paraba, que eran pocas, ya que la mayor de las veces conversaba bajito con el mono mientras él le daba siempre un dulce nuevo. A Marta le encantaba esas manitas chiquitas del primate, muy sedosas por dentro, la excitaban esos dedos muy pequeños que tanto la entretenían de noche, y a veces de día también, con sus monerías y graciosos ademanes.

       Después que pasaron los vecinos más cercanos se aparecieron  los de más allá de la cuadra e inclusive los de los barrios mas lindantes, preocupando un poco a Roberto por el poco cuidado antes de entrar, embarrando el piso y toqueteando las cosas que le llamaban la atención, sobre todo en el living. A la gente le llamaba la atención una foca de cristal de murano verde y, sobre todo, un caballito de porcelana china y una bola de cristal facetado, que eran los objetos preferidos de Roberto. Los muchachos le pasaban infinidad de veces la mano y luego buscaban una excusa para entrar al baño y ahí es donde se tardaban una enormidad defecando y usando el inodoro como si fueran un tropel descubriendo la redondez terrenal. Los olores nauseabundos se filtraban a través de las rendijas de las puertas y a Roberto no le venía otra frase que “estamos viendo la desaparición de la clase media”, decía pensativo... Nos están moviendo el piso como si se tuviese que explicar otro nuevo proyecto nacional, y además lo expresaba para tranquilizarse de toda aquella bataola que desencadenaba esa gente.

         Un oso marrón alquilado de un circo mugriento pedía diez pesos por la entrada y con la gorra mangoneaba dulces para después del almuerzo de Marta. Los intrusos entraban y bordeaban la entrada del baño y luego se dirigían al centro del living, donde lo más colorido era el nuevo estampado del sofá de Marta, plagado ahora de flores como un jardín y que contrastaba en esa penumbra que daba la escasa iluminación que proporcionaban las velas que se dispusieron, como si lo que se fuese a ver fuera un muerto y no una práctica ocurrencia comercial de Roberto y también, por qué no decirlo, de Marta.

    Los primeros en llegar donde estaba la obesa del sofá fueron unos menores que siempre habían querido ver a Marta pero nunca lo habían logrado, ya que sus hermanos más grandes le habían quitado el gusto las veces que hubieran podido verla desnuda con ayuda de los larga vistas, siempre en poder de los mayores. El más redondo de cara, Esteban, tartamudeó cuando le vio los pechos a Marta y, justo cuando acercó una mano para tocárselo, el mono se la estrelló en un movimiento rápido y certero, como si se le hubiese enseñado que a la señora había que defenderla de ese modo y no de otro. Ya la estaba celando y Marta aún no se daba cuenta.

ImagenYOSSI LOLOI
        En un segundo grupo se asomaron al cortejo los de las murgas, que venían desde hacía mucho tiempo cantando temas alusivos a “la ballena recostada”. El drama comenzó cuando uno de ellos repiqueteó el tambor más que fuerte, exagerando lo acostumbrado, lo que originó de improviso un baile organizado en esa espera bastante ordenada dentro y delante de la puerta de entrada de la casa. Al ver al que danzaba, los otros se animaron y la fiesta por poco se arma si no es porque Roberto, furioso, comenzó a gritos exigiendo a la gente que se comportara, que estaban dentro de una propiedad privada y que además debían controlarse, que si no, en caso contrario, cerraría la puerta. Marta no era cualquier cosa sino la casi reina de las reinas de las carnes. La gente lo escuchó de mala gana, y hasta el de la murga, entristecido, se detuvo con su tambor y optó por el silencio. De pronto el público, de tan alegre que se encontraba, le sobrevino un estado inexplicable a sus mundanas emociones, una caída inesperada en sus deseos por divertirse, bajando el tono de las voces hasta enmudecer. Y lo que aconteció fue el triste resultado de un aire de pena que los llevó a descubrir qué frágiles eran sus convicciones. Apenas les ordenaban algo, se desarmaban con precarios temores a que la pérdida fuera mayor que todas las ansias juntas. Esas mismas ansias que habían depositado en Marta, ella era la líbido y el deseo de consumir soterrado que los despabilaba  más que adormecerlos en un mundo cifrado de antemano.

         La gente ahora amansada por Roberto volvió a ordenarse sin chistar, armando de nuevo una fila prolija y limpia a la vista de los demás transeúntes. Para ver a Marta se solicitaba silencio y buenos modales. Y así lo hicieron sin protestar. Los celos y la calma despertaron en el mono las ganas de hablar. Marta se dio cuenta cuando lo vio a medianoche subido al borde de la cama chirriando como si estuviera enfermo. Él le reclamaba con los labios, que ponía en trompa escurridiza hacia los de ella, traduciendo el amor en desdicha por no poder decirle: “te amo”, dos simples palabras se le atascaban entre los dientes y más allá no le salían, aunque lo intentara una y otra vez. Marta cayó en la cuenta cuando al monito, de tanto esfuerzo, se le resbalaron de la boca dos sílabas juntas, dijo apenas apretando los labios: “Mar, para finalizar ta”, ella no lo pudo creer, se lo volvió a pedir y él lo logró nuevamente. Más que evidente es un animal listo, pensó la mujer sin restarle importancia al asunto, pero el animal agregó otras palabras, a veces juntas como cocidas en un cordel y otras limpias, más audibles.

       Al día siguiente el mismo se encargó de Marta, le arreglaba los desordenados cabellos, le alcanzaba sus dulces preferidos, le recitaba poesías y hasta aprendió hacerle el amor a Marta. Ella misma pensó que el mono le agradaba más que tener a Roberto como esposo y no fue una ocurrencia dicha al azar, sino que el pequeño titi supo granjearse los favores de la mujer. Marta, cuando supo y se dio cuenta qué relación había establecido con el animal, un temor interno le recorrió el cuerpo, le dio pánico verse tragada en un juego tan extraño y peligroso, pero ya había caído en la trampa y le era imposible salir. La gente la visitaba, pero ya no se le notaba ese aire de superioridad que tenía al principio, cuando los visitantes la habían visto satisfecha de sus carnes y sus atributos, resoplando siempre, sobre su sillón floreado como una gran dama de las gorduras.

        Las filas de gente para verla no aminoraron en absoluto a pesar de ciertos comentarios malignos. Ahora se discutía entre los visitantes si el mono abrazaba a Marta por el cuello o eran ideas de la gente que mezclaba siempre fantasías con aspectos de la realidad. Algunos afirmaron que a partir de las siete de la tarde él se dormía en sus brazos como un tierno bebé y muchos cuestionaron por qué el titi le enviaba periquitos desde la banca como todo un enamorado complace a su amada mientras ella permanecía acostada con un brazo estirado sobre la almohada. Pero él no se contenía, seguía sentado donde lo había ubicado Marta y desde allí se explayaba con todas sus monerías. A Roberto cada vez le gustaba menos tener al mono parlanchín cerca de Marta, que ahora tenía como costumbre hablar mal de él cuando se ponía el piyama y enfilaba a la cocina pensando siempre cómo hacer para ganar más dinero. Es que no se conformaba con el negocio de Marta y el mono, a pesar que tenía más de lo pensado para toda esa muchedumbre ávida por gastar en lo que fuese. Se lo llevaba la avaricia calculando cómo alentarlos a gastar más en sus caprichos trasnochados.

        Pero para eso estaba Roberto, que siempre los complacería en sus gustos como hasta ahora lo había hecho.

      Su paciencia terminó cuando una noche, cansado de tanto acomodar la casa, después de hacer un inventario con todas las cosas rotas que los insoportables visitantes le habían ocasionado durante la espera para ver a Marta, se encontró al mono subido a los pechos de Marta infligiéndole más placeres que insatisfacciones. Ella gozaba entre esa penumbra artificial que había logrado con tanto esmero moviendo una pierna como una bailarina de cancán subida a la altura de una vela, se esforzaba en disimular mientras el primate, enfervorizado, le despachaba unos suculentos besos de lengua con esa pequeña boca que tenía para saborearse. Roberto no los interrumpió, ya que pensó que si intervenía las cosas se le irían de las manos, pero también decidió que ahora utilizaría al mono para sus propias necesidades como ella lo hacía.

        Nadie en su sano juicio nunca pensó que las cosas llegarían a tales extremos, creo que ni él mismo. No obstante, y a pesar de todo, ninguno de los dos ya en la casa sabía a ciencia cierta qué hacía cada uno con el mono, qué ventajas les traía tener un mono tan amoroso como el Yaca. De esa manera lo empezaron a nombrar apenas Roberto durmió la primera noche con él. No se supo si por resbaladizo como el yacaré o por otra cosa. El pobre mono titi no sabía a quién atender primero, pero de lejos uno se daba cuenta que Marta era su preferida. Y si surgía algún problema, él enseguida les contestaba más de una burrada complicando el estofado más de la cuenta y, como había aprendido a discutir como los humanos, se le enrojecían los ojos cuando la sangre se le subía a la cabeza. Todo esto me lo confesó la obesa más tarde cuando el susto sumido en tranquilidad le brindó más ánimos de vivir nuevamente con menos palpitaciones en su corazón, pero no precisamente como lo haba hecho hasta ahora, con el primate a su lado.

        La noche se presentaba limpia y uno podía darse el lujo de sentarse y admirar el cielo, en el caso de Roberto en su balcón y desde esa posición privilegiada sentirse alguien importante frente al mundo después de quedarse con el cuello doblado viendo esa cantidad de estrellas que iluminaban misteriosamente la noche como una gran salpicadura blanca. Roberto pensó en pedirle al Yaca que lo afeitara, hasta esas cosas cotidianas había aprendido el sinvergüenza, pero antes le tuvo que insistir que se bajara del vientre de Marta y solamente después que se lo ganó con un gesto de bienvenida. Roberto, interesado, se acercó y al fin lo atrapó. Le indicó qué debía hacer, pero el optó por lo que sentía; nunca sabremos qué es lo que le pasó al simio por la cabeza, ya que aunque yo intenté varias veces estirarle la lengua, él se negó a confesarme lo que terminó en un verdadero baño de sangre.

         Nadie lo vio, pero según me comentaron unos vecinos, después de la afeitada y al amanecer, al verse el mono con la navaja en la mano, algo inexplicable le nació de repente sin darle la menor chance al muy celoso. Fue un corte debajo de la garganta, de un jalón, se hizo de las venas con una mano y estalló al final con un griterío gutural, profundo, seguramente del horror de haber matado a su compañero o de verse con el triperio en la mano. Nunca se sabrá. Hoy en día, en la comisaría donde vive ahora bajo tutela no puede olvidar a quien mucho lo quiso, pero más de uno lo ha visto con fotos de Marta cerca de su mano mientras come sus dulces y bosteza desanimado.

relato inédito
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    Revista de Literatura.
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