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EL COLOQUIO DE LOS PERROS

FICCIONES

PEQUEÑOS RELATOS PARA ENTENDER EL MUNDO

ARACELI OTAMENDI

13/2/2022

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LAS MANZANAS DORADAS

Del arte no hay que despertar, porque en él no dormimos, aún cuando soñemos.
En el arte no hay tributo o multa que paguemos por haber gozado de él.
 
Si la vida no nos dio más que una celda de reclusión, empeñémonos en ornamentarla, aunque sólo sea con las sombras de nuestros sueños, dibujos y colores mixtos, esculpiendo nuestro olvido sobre la inmóvil exterioridad de los muros.

FERNANDO PESSOA


       Habían pasado quince años desde que Marisa se casó con Pablo y doce desde que nació Iliana. Era una tarde de esas que invitan a pasear debajo de los árboles, a caminar a la sombra de los tilos, cuando  las horas transcurren apaciblemente antes que el ritmo de la ciudad retome su curso y se imponga. Con las ventanas abiertas, el aroma de  los tilos subía hasta la casa e impregnaba las habitaciones.
        Fue entonces cuando el hombre se presentó. Tocó el timbre, serían las tres de la tarde.
        —¿La casa de la familia Gutiérrez? —preguntó el hombre.
        —Sí, es aquí. ¿Quién es? —dijo Marisa detrás de la mirilla.
        —¿Marisa?
        —Soy Alberto, ¿te acordás?
        —No puede ser.
        —Soy yo, Alberto, vine especialmente para hablar con vos. Llegué hace dos días.
       Marisa abrió la puerta y lo hizo pasar al living. El hombre miraba el lugar, a un lado y al otro, como si estuviera pasando revista. La casa de Marisa era un departamento común, ubicado en barrio tranquilo, donde todavía a la hora de la siesta no se veía a nadie por la calle, sólo se escuchaba el canto de los pájaros.
        La mirada del hombre se posó en los objetos que poblaban el lugar, había colgados algunos cuadros en las paredes, reproducciones de Picasso, Miró, Modigliani, Gauguin, también algunos óleos originales. Sobre la biblioteca, algunas pequeñas esculturas. Sobre el aparador, unas jarras de plata antiguas. En conjunto era un lugar alegre, luminoso, confortable.
         —¿Cómo me encontraste? —sentáte, Alberto.
        —Te busqué en la guía, por el apellido de tu marido, empecé a llamar a uno por uno, hasta que di con un familiar directo y me dijo dónde vivían. Llegué hace dos días, de Estados Unidos, vine con mi mujer y mis dos hijos, quería verte, conversar con vos.
         —Todavía no tenemos teléfono —dijo Marisa. —Tardan en instalarlo.
       Marisa se intranquilizó, no había sabido de la existencia de ese hombre desde que se casó con Pablo, nunca un llamado, ni una carta.
         Iliana abrió los ojos, estaba en su cuarto, había escuchado las voces que venían del living.
         —Mamá, ¿quién está? —dijo subiendo el tono de voz.
         —Vení, Iliana, tenemos una visita.
         Iliana se incorporó, había dormido poca siesta y quería seguir durmiendo más antes de hacer la tarea que le habían asignado en la escuela. Sin mirarse al espejo fue hasta el living y miró al extraño que conversaba con Marisa.
         El hombre miró a Iliana con ojos escrutadores, como si la estuviera examinando, como si indagara la presencia de ese otro casado con Marisa, en la cara de la chica.
        Iliana vio una cara adusta y una mirada de odio ¿hacia quién? en los ojos del hombre. Le disgustó enseguida esa presencia extraña en la casa. Un perfecto desconocido que se había presentado ahí y hablaba con su madre, con una confianza que parecía la de un familiar o alguien muy allegado.
         —Con Alberto estuvimos de novios, antes de conocer a tu papá —dijo Marisa.
         Iliana miró al hombre, le pareció demasiado serio, ni una sonrisa, además no tenía ningún atractivo físico. ¿Qué le habría visto Marisa para ser novia de ese hombre?
         —Hola —dijo Iliana. Fue hasta la cocina y se sirvió un vaso de gaseosa y se quedó ahí, escuchando la conversación.
         —Iliana —llamó Marisa.— Quedate aquí conmigo.
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Néstor de la Torre
          Iliana se sentó en un sillón y miró al hombre y miró a Marisa, entonces esta dijo:
          —Es mi única hija, es muy inteligente, estudiosa, en eso no se parece a mí.
      El hombre no dijo nada. Bastante parco, hablaba poco, decía lo indispensable. Era un reconocido científico, radicado en Estados Unidos desde hacía años, eso entendió Iliana. Hablaba con un tonito algo soberbio, despechado. Se veía prolijo, pero no elegante, se notaba el esfuerzo por parecerlo.
         —Me casé con Blanca —dijo el hombre. —Tenemos dos hijos.
         —¿Con Blanca?
         —Sí, ella quedó viuda y me casé.
         Marisa se quedó callada durante unos segundos. Con la mirada fija en uno de los cuadros, pensativa.
         —Te escribí varias veces —dijo el hombre.
         —¿Adónde? Nunca me llegó una carta tuya.
         —A tu casa, a la casa de tu mamá.
         —Mamá nunca me dijo nada —aseguró Marisa. Su expresión había cambiado, oscilaba entre la tristeza y el odio.
          Iliana miró hacia la ventana. La luz del sol había irrumpido en el living y las plantas de ahí adentro y las del balcón se veían muy brillantes, algunas hojas más verdes, otras con flores rosa, amarillas, naranjas. A Iliana le gustaba regar las plantas, claro que no eran tantas como las del otro jardín, lleno de árboles añosos y plantas en la casa donde vivían antes. No era como ese jardín del cuadro, el de las manzanas doradas que pendían de un árbol, colgado en una de las paredes del living. El cuadro era una copia al óleo de un cuadro original que representaba El Jardín de las Hespérides. Aquel jardín, el que había disfrutado tanto Iliana, era un jardín en serio.
         Estaba lejos ahora de ese lugar  donde había transcurrido su infancia. Venir a vivir a Buenos Aires había sumado ventajas y también había pérdidas. Lo que más lamentaba Iliana era el jardín, ese pequeño paraíso donde podía observar las hormigas, cómo desfilaban hasta llegar a su cueva cargando pequeñas hojas verdes, o escuchar el canto de los pájaros cercanos y el croar de las ranas en algún charco, después de la lluvia. Le gustaba caminar por el jardín, la higuera llena de frutos que rezumaban en verano, sentarse debajo de la parra y arrancar uvas, o juntar los nísperos que caían del árbol. También de noche, en verano, salir al jardín a mirar las estrellas y escuchar a su padre decirle: —mirá, ves, ahí están las Tres Marías, ¿las ves?
         Cómo volvería a esa casa, a ese jardín, a esa humedad serena de las hojas que destilaban pequeñas gotas de agua transformándolas casi en piedras preciosas. A ese sol espléndido que se filtraba a través de las hojas de los árboles. A esa quietud de la siesta interrumpida solamente por el canto de los pájaros. A ver correr los gatos que se lanzaban desde los techos a la caza de algún pájaro. A jugar con el perro, a las escondidas.
         —Podríamos salir a comer todos juntos una noche, dijo el hombre. Vos con tu marido y tu hija, yo con Blanca y mis hijos.
         —Imposible —dijo Marisa. Pablo no lo aceptaría nunca.
         —Es una lástima —dijo el hombre.
         —Iliana.
         —¿Qué? Mamá.
         —Alberto se va.
         Iliana miró al hombre como si no le importara. Había escuchado la conversación a medias. El recuerdo del jardín había sido mucho más poderoso que las palabras que su madre y el hombre intercambiaban.
         El hombre se acercó a Iliana y esta le extendió la mano, distante. Era un perfecto extraño y así se saludaba a los extraños.
          Antes de salir el hombre se detuvo frente al cuadro El Jardín de las Hespérides y lo miró atentamente.
         —¿Este lo pintó tu hermana?
         —No, lo pinté yo. Ahora tengo tiempo, antes trabajaba. Mi hermana sigue pintando.
         —Me acuerdo de ella, dijo el hombre. Siempre me acuerdo.
         El hombre salió y Marisa cerró la puerta, aliviada. Desde hacía algunos minutos un largo río de gotas se deslizaba por su cara y se limpió con la mano.
         —No sé por qué vino, después de tanto tiempo —dijo Marisa.
          Iliana señaló el cuadro del jardín.
          —No llores, mamá, mirá el jardín, mirá las manzanas doradas.

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Araceli Otamendi © Rumba Estudio
ARACELI OTAMENDI (Quilmes, Argentina). Vive desde hace mucho tiempo en Buenos Aires. Es Graduada en Análisis de Sistemas (Universidad Tecnológica Nacional), es periodista y dirige desde hace dos décadas las revistas digitales de cultura Archivos del Sur y Barco de papel. Publicó las novelas policiales Pájaros debajo de la piel y cerveza y Extraños en la noche de Iemanjá. Ha estudiado pintura, guión de cine, dramaturgia y ha realizado seminarios de literatura policial con Ricardo Piglia.
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ADRIÁN GIORGIO

6/2/2022

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LOS QUE SOBRAN EN EL BOTE

        Cortó, preocupado. Resultaba un pedido inusual. Llamó a los otros supervisores para averiguar si también habían recibido la orden de interrumpir el recorrido por los colegios de la zona y regresar a la editorial. Solo Lucía, del oeste.
         —Tengo un mal presentimiento.
         —Yo también, Lu.
       Dos meses atrás había sido el encargado de facturación, el último viernes fue una de las diseñadoras. ¿Habría llegado su turno? En varias ocasiones habló con Lucía sobre la posibilidad del despido. Ella estaba convencida de que era la próxima: ser madre soltera le jugaba en contra. El propio gerente comercial lo expresó en una reunión. No importaba que tuviera un título universitario y experiencia en el rubro, cuidar de una nena pequeña la “limitaba”.
          En la empresa reinaba un silencio fúnebre.
         Tomás saludó al de recepción, quien le respondió con un chasquido de lengua. “Está picante la cosa”, pensó y tragó saliva. Se dirigió a la oficina de promoción. Lucía todavía no había llegado. Colgó el abrigo en el perchero, se sirvió una taza de té para calmar los nervios. La secretaria entró detrás: el señor Müller quería hablar con él.
         —Ahora —subrayó, con severidad.
         Suspiró.
         —Enseguida voy.
         Entonces sería el primero en pasar al patíbulo. Ajustó el nudo de su corbata, revisó que tuviera los zapatos limpios, se peinó. La presencia ante todo. Golpeó con los nudillos la puerta del director general.
         El señor Müller estaba hundido en el sillón de respaldo alto, observaba su computadora con el entrecejo fruncido. Levantó su voluminoso cuerpo y le tendió una mano fría, áspera.
        —¿Cómo va, Blasco? —con un ademán le indicó que tomara asiento. De un manotazo giró la pantalla de su Mac para impedir que espiara y se inclinó sobre el escritorio—. Lo llamé porque quería hablar con usted. Estaba revisando los números del distribuidor. Aunque la temporada todavía no termina, ya sabe usted que nos sirve de termómetro. Y... Para ser honestos, no me gusta nada lo que veo. La temporada estuvo floja. Más que floja, fue mala. Lisa y llanamente. Pero eso ya lo sabía usted, ¿no?
         Asintió.
         El mercado se había reducido casi un 15% debido a la crisis económica y la especulación que se había generado con el cambio de gobierno. Tomás había perdido varias aulas; en las demás zonas tampoco había ido muy bien, según le comentaron sus colegas. Presumió que hablarían sobre la caída en ventas del año; de hecho, en el camino de vuelta había repasado los argumentos que presentaría para tan desfavorable situación. Sin embargo, comprendía que perdía el tiempo: poco le interesaría al señor Müller sus explicaciones. Cuando tomaba una decisión, nada lo hacía cambiar de opinión.
         Llamaron a la puerta. Entró la secretaria con una bandeja repleta de medialunas de manteca y café. La dejó sobre el escritorio.
         —¿Quiere algo más, señor?
         El director general contestó con un gesto, como si espantara una mosca.
         —Vaya, vaya nomás. —La joven se retiró con la cabeza baja—. ¿Quiere una, Blasco? Mire que están calentitas. Esta panadería las saca una barbaridad...
         Rechazó el ofrecimiento, no tenía hambre. Sentía una piedra en la boca del estómago. Pensaba en qué usaría la indemnización si lo echaban. ¿Le compraría la moto Kawasaki a su amigo y reemplazaría el lavarropas que ya no funcionaba bien? ¿Se iría de vacaciones al caribe, tal vez a Cancún o Punta Cana (su primo había ido el último verano y decía que las playas eran increíbles)? ¿Guardaría el dinero en el banco y gastaría solo lo necesario hasta encontrar otro empleo? Esto último con seguridad. Siempre había sido un hombre muy cobarde.
         —La inflación nos ha golpeado muy fuerte, sin dudas —continuó el señor Müller y se sirvió otra medialuna. La primera la había devorado de un bocado—. Bueno, usted lo sabe bien. Vive en el mismo país. Recibe las cuentas de gas, de luz, de agua. Ve lo que aumentaron las cosas en el supermercado, el transporte, la ropa, y el papel... —Hizo una pausa dramática—. Sí, el papel se fue por las nubes. Se hace muy difícil seguir sosteniendo una editorial con precios así. En casos como estos, de crisis, hay que tener mano dura y tomar decisiones que tal vez no sean simpáticas. ¿Me entiende?
           La pregunta era una trampa: no esperaba respuesta.
          —Hágase a la idea que estamos en un bote, Blasco —expresó alzando el brazo diestro para acomodarse el reloj. Lo había comprado en Londres, como contaba a menudo. Le echó un vistazo a las agujas y prosiguió—. En el gomón entran doce y el barco se está hundiendo. No puede meter uno o dos más. Son doce y punto. Si los otros tienen que hundirse, mala suerte. Es triste pero hay que hacerlo. Es mi responsabilidad, como dueño del bote. Son decisiones que deben tomarse, por el bien de todos. —Había comenzado uno de sus acostumbrados sermones, pero Tomás ya no quería escucharlo: estaba muy cansado. Que lo dijera, que lo despidiera de una buena vez—. Yo tengo que pensar en la estabilidad del grupo. Prefiero salvar a doce. De eso también se trata la dirección, es decir, con los recursos que hay se hace lo que se puede. Y nosotros somos una PyME, no tenemos tanta espalda.
       Empezaba a enojarse. Imaginaba su situación en los meses siguientes: yendo de entrevista en entrevista, aguardando días como un idiota a que sonara el celular, sintiéndose un inepto, un incapaz.
            El señor Müller se arrellanó en su sillón. Se acariciaba la barba blanca, desprolija, con aire pensativo.
            —Iré al grano, que tengo cosas que hacer. Dígame, Blasco, ¿cómo se ve de jefe de promoción?
         La pregunta lo tomó desprevenido. La temporada había sido mala, él mismo lo había dicho. No comprendía entonces por qué le ofrecía el puesto. Tampoco se animó a preguntar qué había ocurrido con su antiguo jefe.
         —Yo necesito gente despierta, que tome las riendas del asunto, que no tenga miedo de dar su opinión, que se plante y me diga cuando las cosas van mal. No quiero una persona condescendiente que diga a todo: “Sí, por supuesto”. ¿Cree que va a poder?
            —Sí, por supuesto.
        —Excelente. Esto implica un aumento, obviamente. Por su nueva responsabilidad. No pensé bien el número todavía, lo definiré más tarde. Eso no es lo importante. Lo importante aquí es que usted se haga cargo del bote cuanto antes. Con mis observaciones, claro. Siempre con mis observaciones. Quiero compromiso de su parte, que dé el 110 % de su capacidad. Es una enorme confianza la que estoy depositando en usted. Espero que sepa valorarlo... Sí, ¡adelante! —gritó a la persona que esperaba detrás de la puerta.
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        La secretaria anunció que Lucía Hiriart había llegado, consultó si la hacía pasar. El señor Müller se deshizo de la joven contestándole que se reunirían en un momento. Tomás se levantó con timidez, entendiendo que debía marcharse. El otro lo atajó con la mano.
         —Espere, Blasco. —Se sacudió las migas que había sobre su camisa—. Como nuevo jefe de promoción es la primera tarea que tiene. Vaya y dígale que queda desvinculada de la empresa. Pídale la computadora, el celular, y el resto de las cosas. Fíjese que no se quede con ningún souvenir. Ya sabe de lo que hablo.
         —Sí, por supuesto.
         —No se quede ahí parado. ¡Vaya!
         Amagó a decir algo, pero el señor Müller ya observaba concentrado la pantalla de su computadora. Le agradeció la oportunidad, cerró la puerta detrás de él.
         Cuando volvió a su oficina, Lucía revisaba algunas cosas en el interior de su cartera. Lo saludó con un abrazo; lo observó, preocupada. La secretaria le había adelantado que se encontraba reunido con el director general.
         —¿Y? ¿Qué pasó? ¿Qué te dijo?
          “Pobre”, pensó Tomás.
         —Estuvimos hablando sobre varias cosas.
         —Ajá. ¿Pero qué? ¿Seguís? ¿Habló de los sueldos? Dale, no te hagás el misterioso.
        Esto no sería fácil. Tomó asiento, unió las yemas de sus manos y con la mirada clavada en la pared, comenzó diciendo:
         —Hágase a la idea que estamos en un bote, Hiriart...

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ADRIÁN GIORGIO (Buenos Aires, Argentina, 1988). Estudió Letras Modernas en la Universidad Nacional de Córdoba. Es editor de literatura, redactor publicitario y corrector. Imparte talleres de narrativa y escritura creativa en la Universidad Tecnológica Nacional.
Ha publicado la novela Nuestra herejía no era ciega (Modesto Rimba, 2016) y el libro de cuentos El amor es un cliché (Textos intrusos, 2017).
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    El Coloquio de los Perros.
    Revista de Literatura.
    ISSN 1578-0856

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