FICCIONES
PEQUEÑOS RELATOS PARA ENTENDER EL MUNDO
LA MUERTE TAMBIÉN BAILA EN MÁLAGA Lunes, 11:00 Lubna se metió en el cuarto de baño y se observó en el espejo: cintura estrecha, piernas largas, senos firmes y voluminosos, labios voluptuosos. Detestaba depilarse las ingles. Su trasero mostraba bien dibujados dos hoyitos a la altura de los riñones. Sabía que en la playa causaba torturas en los hombres y envidia en las mujeres. Se duchó y se secó. Con un lápiz negro agrandó sus ojos y con el rímel retocó sus pestañas finas, luego perfiló las comisuras de sus labios con una barra roja y se roció un poco con perfume Éxtasis. Vestía en general ropa gris y rosa que le caía formando pliegues hasta los pies. Llevaba en ocasiones un brazalete con incrustaciones de brillantes en su muñeca izquierda y su aspecto denotaba educación y opulencia. Pero aquella mañana de otoño aún hacía calor y le antojó llevar una camisa transparente sin cuello donde anidaban unos pechos enhiestos sin sostén, prominentes y con pezones erectos y provocantes. Unos pantalones blancos estrechos y sus cabellos recogidos en la nuca en un pulcro moño. Desprendía gracia y suavidad por sus ademanes y la muchedumbre devoraba con la mirada su bello cuerpo. Los hombres la veían alta, esbelta y con talle cimbreante. Piernas perfectas. Su rostro irradiaba siempre una profunda alegría de vivir. Su melena era lisa y abundante. La mirada turbadora y vivaracha. Sus vestidos, falda o chilaba o camisas transparentes le ceñían con elegancia las sinuosidades de su cuerpo generoso y ágil. Extraordinariamente hermosa, era una de estas raras marroquíes rubias y de grandes ojos azules, ensoñadores, y de crecidas pestañas, que hacen que los hombres se vuelvan a echarle piropos y a suspirar de ansias por lograr una sonrisa. El pelo, suelto, le invadía casi las nalgas, sin ocultar sus curvas admirablemente proporcionales y eróticas. Enloquecía más a los clientes porque sus amigas de trabajo, en cambio, eran casi todas gordas o flacas, piernas escuálidas, pecho apenas perceptible y el pelo pobre y rizado. Se maquillaban con exageración para suavizar su físico. Este contraste daba más belleza y carisma a Lubna. Caminó al trabajo graciosa y atrevida, ondulando las nalgas. Como de costumbre, sus colegas de trabajo la estarían esperando para masticarla con los ojos y su jefe se mostraría exageradamente amable. Nadie, sin embargo sospecharía que detrás de esa inocente sonrisa se ocultaba una insoportable y trágica pesadilla: ella y su marido, Ramírez, formaban la pareja más infeliz del mundo. Tras salir de casa a las 08:00 y conducir el coche hacia la empresa, Ramírez se quedó pensativo. Estaba al borde de la locura a causa de las infidelidades de Lubna. Todo empezó hace un mes con los informes que le suministraba Pedro, contratado por él para espiarla. Condujo por la avenida Andalucía, dobló luego por la calle Virgen del Carmen, rumbo hacia Rosales. Rememoró. Cuando se casaron, él dejó de tener hasta la más mínima aventura con otras mujeres, no por deber sino por convicción y satisfacción personales. Lubna le consentía voluntariamente todo. Aunque él le llevaba años —ella 25, él, 54—, ella se mostraba satisfecha y colmada. En cuanto a su trabajo, que él suponía, no tenía ningún problema: siendo una cocinera de primera, trabajaba a la luz del día y volvía al caer la noche para ocuparse del hogar. Pese a la crisis, él tenía su coche, ganaban ambos lo suficiente y no sufrían ninguna clase de privación. Se detuvo ante un semáforo, cerca de la Facultad de Letras y, mientras tamboreaba sobre el volante, recordó las circunstancias que posibilitaban el adulterio por parte de su mujer. Cuando pasó a verde, maniobró y salió en tromba. Los informes de Pedro eran abrumadores. Corroboraban sus sospechas. En varias ocasiones Pedro vio a Lubna pasearse con individuos sospechosos y en varias ocasiones, al salir del trabajo, se dirigió a otros lugares en vez de ir a casa. A veces se quedaba muy tarde en el restaurante donde trabajaba, cuando él tenía turno de noche. Contrastando pistas, Ramírez rebuscó por aquel entonces en algún rincón perdido de su memoria para corroborar los informes de Pedro y vislumbró indicios insignificantes al principio pero agravantes al final: la manía que tenía Lubna de cuidar su atuendo, despilfarrando cantidades exageradas de dinero; las múltiples escapaditas en que reincidía en su tiempo libre, alegando compromisos femeninos y profesionales; su negativa en la alcoba a practicar perversiones, alegando pudor y concupiscencia religiosa; sus visitas esporádicas al ginecólogo; sus misteriosos viajes a Tánger, para “ver a su madre”; las onerosas facturas de teléfono que pagaba ella misma… Sin distraerse de la conducción, recordó que sus rivales eran reales y tangibles y concordaban con las narraciones de Pedro. Su jefe, Antonio Luis, era amabilísimo con ellos, insistiendo siempre en invitarles los fines de semana. Apoyó su promoción a cargos superiores en dos ocasiones y en presencia de Lubna perdía los estribos. Había que verlo tan considerado y servicial estando en su finca. Saltaba a los ojos que él y Lubna… El patrón de Lubna era aún más cortés. La autorizó a ausentarse en múltiples ocasiones sin pedirle tramitar papeleo. También insistía en invitarles a su vivienda en la alcazaba de Los Rosales. El pobre no soportaba la presencia de su mujer que, para ocultar su precoz vejez, utilizaba cosméticos y llevaba pesadas alhajas caras. Era también obvio que él y Lubna… El ginecólogo de Lubna, un solterón de cuarenta años, era el más apuesto y gallardo de todos. La última vez en que ella fue a visitarle, le había colocado un dispositivo intrauterino para aplazar el embarazo. En cuanto al cuarto rival, era el vecino impertinente, al que vio en varias ocasiones, rondar por la acera de su vivienda. ¿Qué placer podía darle él a Lubna en la cama, siendo un pelmazo fatuo, una especie de microbio viviendo a expensas de las mujeres casadas? Además, era delgaducho, bigotudo y de ojos maliciosos. Los cuatro rivales eran, sin duda alguna, muy reprimidos en su vida sexual. Y, según Pedro, no hay humo sin fuego… Agrupando coincidencias y sacando conclusiones dio finalmente crédito al informe de Pedro: Lubna había visitado sola y en varias ocasiones las viviendas de sus respectivos jefes, por separado. Recordó, por otra parte, haberla visto él mismo con el vecino vicioso: más que discutir en aquella callejuela, parecían reñir. Tenía él más de chantajista que de amante. Sabría cosas, el muy malvado. ¿Le sonsacaba dinero a cambio de su silencio? En cuanto al ginecólogo, las visitas se repetían de forma muy exagerada. Se detuvo de nuevo ante un semáforo. Recordó nítidamente la conversación trampa que tuvo con Lubna hacía quince días, cuando llegó a casa de noche. Quería contrastar pruebas. Y las estratagemas para cebar a su mujer dieron en el blanco sin despertar ninguna sospecha. Se sentaron a cenar y él le lanzó el primer cebo. —Hace un minuto me crucé con nuestro vecino y ¿me creerás si te digo que ni siquiera se dignó a saludarme? Ella se sobresaltó un instante, como movida por un resorte, pero pronto se contuvo y dijo, como si no le interesara el caso. —A veces la gente está en la luna y no ve a los que pasan y saludan. —Me pregunto en qué se ocupará este curioso personaje... —Me dijeron que su mujer trabaja en un banco y él está empleado en el Hotel Ibis. ¿Te ha hablado? —inquirió irritada y parpadeando. —No. Dime: ¿qué proyectos tenemos para este fin de semana? —¡Ah! Ahora que me acuerdo: estoy invitada al cumpleaños de Elena. —Eso queda cerca de la casa de tu jefe. Ella dio otro sobresalto, como si recibiera una carga eléctrica. —Claro... Es verdad. Bueno, ¿y tú qué vas a hacer? —No sé. Ver la tele, o ir al cine... Ya veré. Ya tarde en la cama, pasó a otras artimañas. Empezó a desabrochar el camisón de su mujer. Su mano derecha alcanzó zonas prohibidas, deslizándose por las ingles. Sus dedos emprendieron el sendero tan anhelado. Pero ella se movió, abrochó el camisón y dijo excusándose: —Cariño, el ginecólogo me recitó otro tratamiento de quince días. Lo siento. Acto seguido, le dio de espaldas. Aprovechó esta postura para reanudar su vicio predilecto. Arremangó el camisón de satén. Dejó que sus dedos hicieran lo necesario antes de embestirla. De nada le sirvió. Lubna se apartó y se echó a dormir a pierna suelta, como un lirón. Ramírez recordó que apagó las luces, frustrado y, en vez de dormir, se puso a juntar los pedazos desparramados del puzle. Todo estaba claro. Hacía tiempo que su matrimonio había empezado a erosionarse, sin saberlo él, el muy idiota. Aquella noche vislumbró una serie de escenas obscenas que harían palidecer de vergüenza al más atrevido de los perversos. Sintió que la razón se le abdicaba al comprender que el altar en que situaba a Lubna se desvanecía. La imagen del cuerpo desnudo de su mujer tomó proporciones inauditas. Lo entrevió jadeante y fogoso, acogiendo, gustosa, las torturas de sus cuatro amantes. El barrigón de su jefe se erguía y se encorvaba sobre ella, gritando de dolor placentero; el jefe de ella soltaba risitas patológicas, enloquecido por los quejidos de su amante; el fatuo vecino transpiraba como un cerdo bajo el peso de ella, mientras que el ginecólogo variaba a lo infinito sus asaltos y retozos más atrevidos. Aquellas escenas le produjeron súbitamente una tremenda jaqueca y sufrió alucinaciones. Miró entonces despavorida y fulminantemente hacia el cuerpo apacible y angelical de su mujer y le asaltaron deseos de estrangularla con la almohada, pero temió desencadenar una lid con gritos que alertarían a los vecinos. “La muerte por envenenamiento, pensó, es la más eficaz”. Mas el reloj de pared del salón adquirió bruscamente una tonalidad inaudita y el tictac insistente taladró en sus oídos, enturbiándole los pensamientos. “Una puñalada podría ser mejor… ¡Zzaasss! El cuchillo se hundiría en sus tripas como si penetrara en un bloque de mantequilla. ¿No sería mejor cortarle las venas y simular un suicidio? O simplemente decapitarla, como se suele hacer en las novelas y tirarla al río”… El semáforo pasó a rojo y Ramírez frenó para dejar pasar a los peatones. Entonces otro remolino de imágenes y recuerdos aislados y desparramados se apoderó de su mente y sintió de súbito que la vida de su mujer hasta entonces viciosa era más enigmática y tenebrosa de desenmarañar y recomponer. Recordó con espanto que ella, siendo musulmana, no había exhibido el tradicional paño que, para dar prueba de su virginidad, tendría que estar ensangrentado tras el coito, cuando celebraron la boda en Tánger, hace dos meses. Más que eso: aquella noche hicieron el amor estando él borracho. ¡Y fue ella quien insistió en traer coñac! ¡Coñac! ¡Una musulmana pidiendo coñac! Más tarde dijo que había tirado el paño a la basura. ¡Les hizo creer a él y a su familia que era virgen! ¡Menuda cínica y mentirosa! Y eso que rezaba allí como una buena y ferviente agarena. Ahora que lo recordaba bien, él también fue partícipe de aquel cinismo al tener que convertirse ostensible e hipócritamente al Islam para autentificar el matrimonio. ¡Qué oportunistas e hipócritas habían sido todos! Él, subyugado por el hermoso cuerpo de la joven. Ella, por obtener residencia y papeles españoles. La familia de ella viendo en él al salvador bendito. Los adules haciendo la vista gorda, al ser sobornados. ¡Todos infringiendo descaradamente la ley coránica! A él le importaba un pepino, siendo ateo. Pero todos ellos ¡salpicando por interés su religión! Esta súbita y execrable verdad redobló su odio hacía Lubna y justificó aún más la ceremonia macabra que le tenía como sorpresa esta noche. La solución final por la que había optado al principio se evidenciaba ahora con más rigor y convicción. La había aplazado por razones incomprensibles. Pero sí había resentimiento y deseo de humillarla y martirizarla. Por eso, antes de asesinarla, quería vengarse de la forma más cruel: prostituirla en su propia presencia. Como en las narraciones de Sade. Demostrarle que él sabía que ella era una asquerosa puta. Le excitó la idea de ver a dos o tres amigos suyos torturando a Lubna en la cama mientras que él los observaría e incluso participaría en las perversiones más prohibidas. La excitación llegaría a su cumbre, lo sabía y lo deseaba, al cruzarse su mirada, en ese estado, con la de su ídolo de siempre, el emperador Heliogábalo, inmortalizado por un pintor surrealista en un famoso lienzo donde se le ve en orgía con dos gladiadores. Todo ello acompañado por la banda sonora Psychedelic Trance, interpretando ‘Make me feel love till death’. Así fue como lanzó el programa de Sade. Cuando llegaba de noche a casa con sus amigos, ya borrachos todos, solía amenazarla con un cuchillo de cocina, insultarla, golpearla incluso cuando no consentía a hacer lo que le imponía. Siendo muy violento, a ella no le quedaba más remedio que acceder a satisfacer sus delirios, contra su voluntad, ante el inmenso y constante temor que sentía cada vez que empuñaba la navaja. Durante días ejerció sobre ella un total sometimiento que al final le infundió asco y odio, sobre todo las prácticas inhumanas. Sabía lo que podía llegar a hacerle si desobedecía sus órdenes. El cinturón y la navaja eran muy elocuentes. Resistió el primer día. Ramírez hizo crujir los nudillos, dominó su furia y le asestó un puñetazo en plena cara que le hizo escupir dientes. Tapándose el rostro huyó y se encerró en el cuarto de baño donde se quedó sollozando y limpiándose la sangre. La habría estrangulado si no hubiesen intervenido sus amigos. Luego optó por obedecer. Ahora ni siquiera necesitaba él ejercer violencia alguna sobre ella. El semáforo pasó a verde y Ramírez salió en tromba. Evocó la causa que le indujo a abandonar las orgías. Durante aquellos delirios se había dado cuenta con estupor que ella gozaba de infinitos placeres en vez de sufrir por humillación, como él lo había supuesto. La sorprendió en varias ocasiones, mientras gozaba, mirarle victoriosa, feliz e irónica. Recordó cómo ella se estremecía y sentía infinitos orgasmos, luego, en un arrebato, sumisa e inocente, sin dejar de mirarle desafiante, apretaba sus 6 labios contra los de su amigo y le besó frenéticamente. Se oyeron chasquidos provocativos. Ella sonriendo, impetuosa y sin dejar de mirarle, socarrona, le humilló por completo. Se estremeció al recordar que el gordo, el colmo del asco, era negro. Aquello le descalabró profundamente. Se sintió bruscamente el hazmerreír de sus amigos. Se burlaban de él y no de ella. Lo martirizaban a él y no a ella. Su plan de venganza había fracasado. Se desmoronó como un castillo de naipes. Se sintió traicionado, defraudado. Fue entonces cuando la idea de identificarse a Heliogábalo se concretó largo rato en su mente. Él y su ídolo se fundieron en una y sola persona. Él era Heliogábalo. Llegó a la empresa, aparcó el coche y subió pensativo las escaleras y se metió en su despacho. Su plan era infalible y definitivo. La llevaría esta noche a su viejo apartamento secreto, en la calle Cañaveral donde, le mentiría, les estarían esperando “nuevos amigos” para nuevos rituales que ni Sade hubiese podido imaginar. Compraría lo necesario al salir de la empresa a las 17:00, iría al apartamento para estudiar los detalles de la escena final y pasaría a recogerla a las 21:00. 16:00 Lubna se desembarazó del delantal y fue a la cafetería a comer un bocado. Una pausa de casi tres horas. En su cabeza hervían muchas ideas. La obsesión sexual de Ramírez no tenía fin. Se acordó de su amiga Maribel, quien le había hablado de una eminente psiquiatra que podría ayudar a Ramírez a recobrar su cordura. La llamó y se citaron en el consultorio del médico a las 17:00. Mientras saboreaba el café le asaltaron las imágenes insoportables donde ella protagonizaba a la inmolada. Las sesiones solían repetirse como dos gotas de agua, sumergidos todos en la música psycho trance con el macabro título de ‘Make me feel love till death’ y bajo la mirada satánica de Heliogábalo. A Ramírez le enloquecía este personaje. ¡No paraba de mirarle mientras participaba en la orgía! Los tres amigos llegaban a casa y hacían de su cuerpo lo que les dictaba su locura, bajo la mirada delirante de Ramírez. Le imponían posturas abyectas. Empezaba a sudar como una posesa. Sentía las manos viriles y sabias, sobre todo los dedos, iniciar unas incursiones imposibles de imaginar. Él veía cómo ella se estremecía, participando. Recordó que Ramírez sostuvo un insulto. Visiblemente estaba fuera de sí. Sus celos eran reales. Lo veía fijarse obsesiva y alternativamente en ella y en el rostro lascivo de Heliogábalo, como si esperara que éste le felicitara por lo que hacía. “¡Ojalá se sintiera ofendido, y abandonara estas humillantes e inhumanas prácticas!”, había pensado entonces la pobre mujer. Lubna quiso antes prevenir las autoridades para poner fin a este martirio. Pero le dijeron que ella era adulta, casada y que aquellas orgías se hacían de común acuerdo entre los interesados. Que en caso extremo podía solicitar el divorcio. Que una violación con vejación debe quedar exteriorizada de un modo manifiesto y concreto y con pruebas explícitas como secuelas físicas, golpes y arañazos o heridas. Y como nadie presenta estas pruebas, por temor a vergüenza o a represalias, le dijeron, no suele haber acusación por un delito de maltrato sexual y la inocencia del marido siempre queda confirmada. 17:15 Tras escuchar el resumen que le hizo Lubna de su triste vida matrimonial, la psiquiatra aclaró la voz y dijo, frunciendo el cejo: —¿Cómo se te ocurrió casarse con él? —Me prometió sacarme de la pobreza y darme un hogar, un trabajo… —¿Qué aspecto tiene?— Viendo que Lubna se mostraba indecisa y deprimida, Maribel tomó la palabra. —Deja que te ayude, Lubna. Y perdona si soy directa. Ramírez tiene un aspecto de payaso: cara redonda, macilenta e insulsa; cejas espesas, barbillas luchadoras y ojos hundidos. Barrigón y casi sesentón, lleva gafas gruesas y tiene moretones en la calva. Un hombre tan gordo y bajito, con, además, la horrible manía de hurgar y manosear la nariz con al dedo índice. Sólo piensa en sexo. —Ya veo. El tipo gordinflón machista que repele a las mujeres ―dijo irritada el médico―. El personaje concuerda con la narración que acabas de hacer. Es obvio que su caso es patológico. Tengo que convocarle para diagnosticar el grado de gravedad de estos celos. Es posible que lo internen. —Quisiera saber, doctora, si es peligroso seguir con él —inquirió Lubna, intimidada. —Me temo que sí. Pero primero tengo que hacerle ciertas preguntas. Crímenes por celos los hay cada día. Precisamente ayer hubo uno. Te enseño el artículo.— El médico alargó la mano, cogió un periódico, lo desplegó y las dos amigas pudieron leer: “Una madre de familia, de origen marroquí, desaparecida desde el pasado mes de abril, fue hallada sin vida, enterrada en una vivienda, en las afueras de Estepona. El esposo de la víctima confesó el crimen —informó la policía—. El homicida, identificado como Juan Medinas, contó que actuó cegado por sus celos enfermizos al creer que su pareja le era infiel con un vendedor ambulante de frutas. Miembros de la División de Búsqueda de Personas Desaparecidas y de Homicidios ya iniciaron las excavaciones en el lugar del crimen para recuperar el cuerpo”. —¡Dios mío! Es alucinante. Creí que los celos eran cosa normal. —Los hay de diferentes orígenes. Podríamos definir los normales como un estado emotivo ansioso que padece una persona y que se caracteriza por el miedo ante la posibilidad de perder lo que se posee, (amor, poder, imagen profesional o social...). Existen otros celos más mórbidos como proyección de deseos de infidelidad, donde el celoso está siendo infiel. Como en el caso de tu marido. Veré si tiene relación alguna con una homosexualidad latente reprimida donde él pone en juego complejos mecanismos de identificación y proyección, al permitir en su presencia que otros hombres te hicieran el amor, como si se lo hicieran a él. ¿Lee algún libro raro o tiene algún ídolo? —¡Qué raro, ahora que me lo dice! Pues las orgías empezaron curiosamente desde que compró el Heliogábalo, al que visiblemente admira… Está también loco por la música Psychodelic Trance. —Entonces todo concuerda. Hay identificación con ese depravado emperador. El origen de los celos de tu marido hay que buscarlo sin duda alguna en situaciones psicopáticas, ya que pasó súbitamente de sentir celos normales a permitir orgías colectivas sádicas pero donde él es masoquistamente víctima. Estos cambios de ánimo delirantes sólo se dan en un psicópata que pasa de activo a pasivo. Y esa rara música le permite este paso. Fue lo que le ocurrió también a Heliogábalo. Es un caso típico en psiquiatría. Los celos patológicos, como en este caso, siempre conllevan violencia en el momento de la inversión sexual, según Freud. Tu marido presenta un cuadro de celotipia que puede en efecto llegar a culminar en el crimen de pareja, destruyendo al “objeto amado” por ser obstáculo o Súper Yo, para dar luego vida a su nuevo papel de pasivo masoquista. Y el que no haya querido tener hijos contigo es también un síntoma en el conjunto de la psicosis. Habría que tomar medidas por tu seguridad, Lubna. Paradójicamente tú representas un peligro para él. Por eso querría deshacerse de ti. Incluso matarte. —Dios mío. Tengo que ausentarme algunos días. Iré a Tánger. ¿Se curan en general estos casos, doctora? —Difícilmente. Según el caso, yo indico lo más adecuado, un tratamiento individual, de pareja, grupal, o diferentes combinaciones entre los mismos. Pero me temo que tu marido esté en la fase más grave. ¿Entonces crees que acudirá a la consulta? —Intentaré convencerlo. Diré que la terapia es para ambos. —Una última aclaración —inquirió el médico, molesta e intrigada a la vez—, supongo que no has cometido ningún adulterio fuera del que él mismo instigó. —Ninguno, doctora, le doy mi palabra de honor y de mujer honesta e íntegra. Me tomó además virgen cuando nos casamos. Tampoco le dio importancia al hecho y prefirió hacerme el amor borracho, pese a mi oposición. —Acudan mañana a la misma hora —ordenó gravemente la psiquiatra. 21:00 Ramírez se presentó ante el restaurante con diez minutos de antelación. Esperó en la esquina sin hacerse percibir. Empezaron a salir las amigas de Lubna. Salieron los hombres. Al final salió Lubna… Con su jefe. “La hija de perra, la muy desequilibrada, no para”, pensó Ramírez. Se adelantó. Le vieron. Habló el jefe. —Hombre, Ramírez, ¡Qué sorpresa! ¿Cómo estamos? Iba precisamente a acompañar en coche a Lubna a su casa. —Pues no se preocupe, pensé recogerla para ir al cine —mintió él—. Gracias de todos modos. —No hay de qué. Bueno, que pasen pues una buena noche. Momentos más tarde, emprendiendo la calle Maldonado, Ramírez soltó su ira en injurias. —Te das cuenta, perra de mierda. Sales con él ante las narices de todos. ¿Dónde ibais a hacerlo esta vez? —Te juro que te equivocas, me iba a llevar a casa porque no me siento bien. —Pues ya te sentirás mejor cuando lleguemos al piso de mi hermano, donde nos esperan nuevos amigos. —Pero si el apartamento está cerrado. Y tu hermano está en Bélgica. —Tengo llave. Es allí donde haremos nuestras futuras guarradas. En mi casa los vecinos pueden husmear, escuchar y hablar… Iremos andando. —Pero si son veinte minutos y estoy cansada. —Cállate, mierda, siempre mintiéndome, siempre la última en llegar a casa. Y no lo olvides, tengo la navaja oculta en mi chaqueta, por si acaso no obedeces. —De acuerdo, haré lo que digas. Luego descansaré en casa, mientras tú vas al trabajo. Ah, se me había olvidado, Maribel me comentó que podríamos ver a una psiquiatra para mejorar nuestra relación. —Lo hablamos mañana. Primero, a ver a nuestros amigos —ordenó él con rabia, pensando en el asesinato. “La muy descarada y descerebrada, no sabe que nunca volverá a casa; que su cadáver desaparecerá para siempre en el río Guadalmedina”. Había comprado ya por la tarde el plástico donde envolvería el cadáver, el alambre para atarlo junto con grandes barras de acero que harían imposible que flote a la superficie. Lo tenía todo dispuesto en la bañera. El crimen se anunciaba perfecto. Como en las películas. Le asestaría una serie de puñaladas con la navaja y tiraría el cadáver al río, cargado de peso. “¡Waw! —suspiró contento— unas puñaladas y adiós a todos mis problemas de sufrimientos e inferioridades de toda clase. Buscaré por fin una relación masculina para evitar todas estas pesadillas”. —¿Decías algo? —preguntó Lubna, desasosegada. —No, nada —mintió, ensimismado, luego añadió irritado—: me cago en la puta, otra vez con las sirenas de la poli, seguro que persiguen a un indocumentado marroquí de mierda. Estaríamos mejor sin estos malvados extranjeros, sucios e incultos. Esta ciudad es hoy en día el paraíso de los inmigrantes, ladrones todos y bandidos, hijos de perra. Y encima ahora estos asquerosos negros. El infierno para nosotros. Me pregunto para qué sirven los impuestos que pagamos. Hitler los habría exterminado a todos. No habría paro. Ni esta puta crisis. ¿Por qué crees que no quise tener hijos contigo? ¿Para parir otros malditos monos como vosotros todos? ¡Mierda! ¡Mierda! ¡Mierda! En efecto, no muy lejos el mugir de las sirenas se hacía cada vez más agudo, como el ladrido de un perro de caza, rompiendo la quietud de la noche. Se adentraron en la calle Mármoles, sorprendentemente sombría y silenciosa, a pocos metros del apartamento fatídico. 21:40 Iban a cruzar la calle rumbo al piso cuando de repente un coche negro, contornando con gran velocidad la esquina de la calle, los adelantó en un chirrido de neumáticos estridente, antes de que se dieran cuenta. Detrás del coche venía a toda velocidad también una motocicleta de policía, persiguiendo al vehículo. Al llegar a la altura de la pareja hubo tiroteos estrepitosos por ambas partes. El coche desapareció por la calle Cañaveral y la moto volcó, se deslizó atronadoramente por la acera y terminó golpeando el dique del puente del río Guadalmedina. El policía cayó al lado, inerte. Estaba muerto. La calle volvió a ser silenciosa y sombría. Aparentemente la gente estaba entretenida por un partido de fútbol. Y lo que acababa de suceder era como una mera alucinación para la pareja. Lubna se agachó y recogió la pistola automática que algún pasajero del coche había soltado, tras haber sido posiblemente herido por los disparos del policía. —¿Qué haces, idiota?, suelta el arma, maldita sea, ¿no ves que se puede disparar? Ponla donde la encontraste. Entremos en el apartamento antes de que llegue la policía. Esos asquerosos inmigrantes mataron al poli. Nos harán preguntas. Y yo no quiero mezclarme con esa chusma. Lubna sopesó el arma, incrédula y miró fijamente a Ramírez. Sus ojos brillaron y sus mejillas se sonrojaron. Luego, levantando la mirada hacia el rostro del hombre, enrojecido por la cólera y el odio, dijo, sin reconocer su voz. —Sí. Podría dispararse. De hecho declararé que te disparó accidentalmente alguien del coche. Tampoco hace falta decirlo, ya que así se reconstruirá científicamente el tiroteo: la bala que te alcanzó estaba destinada al policía, allí muerto. ¡Te mataron por equivocación! —Por favor, Lubna, no lo hagas —gritó el hombre despavorido, luego, viendo que la situación estaba en su contra, cambió de vocabulario y de tono, antes amenazador y ahora suave y suplicante—: sabes que en el fondo te quiero y siempre te querré. ¡No aprietes el gatillo! Lubna levantó estupefacta la pistola a la altura de Ramírez y apuntó hacia el corazón. Creyó que aquello sólo se daba en las películas de Hitchcock. Que la muerte sólo bailaba en Hollywood y no en Málaga. —Te lo ruego, Lubna —gimoteó ahora el malvado—. Te daré todo el dinero que tengo guardado en el apartamento cerrado, acumulado desde hace años. Te mentí. El apartamento no es de mi hermano, es mío. Es tuyo ahora. El dinero también. Mucho dinero. Nunca te haré más daño. Retiro también lo que he dicho de los inmigrantes y de los moros. Te lo suplico. ¡Nooo! Sus palabras fueron ahogadas por la detonación. El disparo hizo retroceder violentamente a Lubna. El movimiento le provocó un agudo dolor en la muñeca y en el brazo. Ramírez se llevó las dos manos al corazón, dolorido, y cayó de bruces. Sus pies se agitaron convulsivamente un momento, luego quedó inmóvil. Estaba muerto. 22:00 Lubna miró alrededor. Nadie a la vista. La calle volvió a ser silenciosa y sombría, tras el disparo. El fútbol tenía a la gente cautivada. Ella sola en aquella calle, con la muerte bailando en la cercanía. Se oyó de nuevo un débil pero largo alarido de las sirenas. La policía llegaría dentro de poco. Lubna tenía que apresurarse. Borró primero sus huellas en la pistola y la dejó donde la había recogido, a algunos metros entre los dos cadáveres. Volvió luego al de su marido, retiró sigilosamente la llave del apartamento donde recuperaría más tarde el dinero. Cobraría también la póliza en su debido tiempo. Luego se puso a gritar como una loca, notando que el lamento de las sirenas se hacía cada vez más ensordecedor. —¡Socorro, auxilio! —aulló con todas sus fuerzas— ¡Acaban de matar a mi marido! Llegó el furgón de la policía, con las sirenas rugiendo como demonios, precedida de una ambulancia. Entonces se encendieron más luces en los apartamentos de la calle. Se abrieron ventanas. Surgieron rostros. Salieron muchos a ver lo que sucedía. Se animó la calle Cañaveral. Todos se apresuraron a socorrer, tranquilizar y a consolar a esa hermosa pero abatida viuda que, accidentalmente, en un tiroteo entre fuerzas del orden y algunos delincuentes, acababa de perder a su querido marido.
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EL DIBUJANTE Miro mis pies mientras camino. Pie izquierdo, pie derecho, pie izquierdo… Llevo un cordón desatado, pero no me importa. A cada paso doy golpes a las chinas del camino y se levanta una gasa de polvo. El cordón suelto, cada vez está más lleno de tierra. Cuando no tenga más remedio que atarlo estará hecho una porquería. Pero, ahora mismo, eso no me importa. Una gota de sudor cae como una plasta formando un óvalo de barro que pronto queda atrás. Me acerco la mano a la frente, me quito el sudor de las cejas y me limpio la mano en el pantalón. Un objeto duro en el bolsillo me recuerda que estoy volviendo a casa. La mochila me hace sudar aún más. Llevo la camiseta pegada a la espalda, y cuando la mochila salta con los pasos, la corriente de aire me eriza el vello. Meto la mano al bolsillo. Llaves, cartera, otras llaves. En el otro bolsillo, un bolígrafo, el móvil, un cuaderno de bolsillo. Cojo el cuaderno y el móvil se cae al suelo. No me permito detenerme a recogerlo, así que haciendo un giro que mantiene el movimiento continuado, me agacho a recogerlo como el vaquero que rescata a la chica en su caballo. Abro el cuaderno, pero no puedo leerlo. Demasiada luz. No puedo andar y leer. Tengo miedo. No hay nada frente a mí. Un camino de tierra, una casa a mi izquierda de la que asoma su esqueleto de ladrillo entre el cemento. A la derecha, una elevación en el terreno, llena de matas silvestres y rastrojos. Pero tengo miedo de chocar. No puedo leer. Mucho menos escribir. Aún menos dibujar. En el horizonte, un poste de teléfono. Sobre él se posa algo. Hay tanta luz que no se distingue el color. El baño de luz hace que todo sea invisible o lo vuelve negro. Así, lo que hay sobre el poste, parece un cuervo, aunque bien pudiera ser una paloma. Intento dibujarlo o dibujarla sin detenerme. Cojo el bolígrafo. Fracaso. Intento retenerlo en mi memoria, debo dibujarlo más tarde, cuando llegue a casa. Una sombra empieza a trepar por el poste. Debe ser un gato. Con agilidad y sigilo, alcanza la punta. El pájaro ha volado para dejarle su puesto al felino. Sigo con la mirada al cuervo hasta que se desdibuja en el horizonte. El felino se queda en lo alto del poste sin saber qué hacer. No puede bajar. Es una buena historia. La más trágica y la más real. Debo dibujarla. II Aún llevo el cuaderno y el bolígrafo en la mano izquierda cuando llego a casa. Mientras me acerco cojo, con la mano derecha, las llaves que están en mi bolsillo izquierdo. Encuentro unas llaves, las saco. No, son las otras. Segundo intento. Acierto, saco las llaves, pero la cartera se va detrás. Se abre y todas las monedas vuelan. Primero saltan con algarabía, y luego se quedan danzando en un punto emitiendo un sonido en espiral. Sólo la más grande quiere escapar de mí convirtiéndose en rueda. Cuando termino de recogerlas miro a los lados para asegurarme de que nadie lo ha visto. Coloco una mano en el picaporte metálico de la puerta. Está frío, es agradable. Abro con la llave y entro en el patio. Es un alivio. La luz es más tenue y mis ojos necesitan acostumbrarse. Lo veo todo en tonalidades rojizas o verdes. Me siento en el suelo para sentir el fresco del mármol y me quedo ahí. Pongo la mano alternativamente en el suelo y en la pared. Noto cómo se calienta la piedra y entonces cambio. En la pared la sensación es más fuerte por las rugosidades del muro. —¡Mamá!, ¡Paco!—. No hay nadie en casa. Bajo las escaleras del patio y entro en la cocina. Bebo un vaso de agua. En el cuarto de baño me lavo la cara y me mojo el pelo. Me lavo las manos y pongo las muñecas durante un rato en el chorro de agua fresca. Al momento me dirijo a mi habitación. Subo la persiana de un tirón y la luz me daña de nuevo los ojos. Abro la ventana para que entre el aire. Tiro sobre la cama todo lo que llevo en los bolsillos, me quito la mochila y me siento en la silla frente al escritorio. Abro la mochila, saco el bloc de dibujo y el estuche. III La blancura del papel me excita. Me hace sentir poderoso. La genialidad de los hombres siempre se ha demostrado frente a ella. Y sólo en ella se reconoce. En los lienzos, en los libros, en las partituras… Toda la grandeza humana tiene su origen en un cuadrángulo blanco. Lo tengo frente a mí. Pienso en el cuervo. Negro. Abro el estuche y cojo el carboncillo. Casi al momento dirijo la mano al papel, pero no hago nada. Me da miedo mancillar la hoja. En ella se condensa toda la potencia humana. Lo negro sobre lo blanco será el acto. Todo acto equivocado, por nimio que sea, destruirá su potencia perfecta. Me dejo los escrúpulos en otra parte y aprieto el carbón sobre la hoja. Desde un extremo a otro del papel trazo una línea recta. A la derecha trazo una perpendicular más corta que representa el poste de la línea de teléfono. Sobre ella ha de estar el cuervo. No me atrevo ni a esbozarlo aún. A unos metros, es decir, pocos centímetros a la izquierda, más o menos en el centro de la hoja, está el gato atusándose los bigotes. Con un pequeño círculo negro lo represento sentado, y mirando con disimulo al pájaro. Debe estar ya salivando pensando en su presa. No quiere hacerse visible pero le resulta imposible. Nada de esto se percibe mirando este círculo negro. Continúo esbozando partes del paisaje evitando tocar las zonas donde habitan los protagonistas. A la izquierda, con varias líneas rectas, dibujo la casa con sus ladrillos asomando entre el cemento, y a la derecha la subida del terreno con los matorrales y los rastrojos. Multitud de rayas que hago sin precisión me sirven para figurarme dónde se compondrán las hojas de hierba seca. Miro al cielo, al cielo de papel. Difumino varios trazos que he hecho con el carbón de lado. Pero no había nubes. El cielo era perfecto. La inmensidad azul. IV Zuuuummm. Maldito bicho. Zuuummm. ¿Para qué habré abierto la ventana? Ya no podré dibujar. Siento cosquillas en el cuello. Manotazo. Zuuummm. Un trazo negro me pasa frente a los ojos. Zuuummm. Silencio. Continúo con el dibujo. Zuuummm. Sobre el brazo esta vez. Parece frotarse las manos pensando en que no me va a dejar concentrarme. Me armo con el bloc y me levanto de la silla. Zuuuummm, Se ha posado sobre la bola del mundo. Dueña de la geografía de plástico. La espanto con la mano para poder atizarle en el aire. Zuuummm. Fallo de nuevo. Me siento como el gato frente al cuervo. Es completamente imposible que la cace. Prevé mis movimientos y no puedo hacer nada por evitarlo. Pero pese a todo lo vuelvo a intentar. Zuuuummm. Cambio de estrategia. Dejo el bloc sobre la mesa. Me sitúo en el extremo de la habitación opuesto a la ventana y desde ahí la voy empujando a salir por la misma. Zuuuummm. Doy un paso y está sobre la silla. Zuuuummm. Otro y se coloca en el flexo dibujando un trazo en el aire. Zuuummm. Uno más y ya está sobre las completas de Poe. Tiene la ventana justo a su espalda. Un paso más y… Zuuuummm. Otra línea negra. Me pasa por encima y vuelta a empezar. Con toda mi rabia me giro dando un puñetazo a ciegas. ¡Pom! Silencio. Noto algo húmedo, viscoso, en la mano. Creo que he acertado. Levanto la mano del bloc y veo un borrón negro justo sobre el poste de teléfonos. V Tiro el pañuelo a la papelera cuando me limpio la mano. Me tiendo sobre la cama. Me siento un poco culpable por acostarme con los zapatos puestos, todo se ha llenado de tierra. Enseguida se me pasa. Aún acostado, me giro a un lado y alargo el brazo a la estantería. Con algo de esfuerzo tomo el diccionario de la A a la G. Me recuesto de nuevo y abro. Cuernezuelo. Cuerno. Cuero. Cuerpear. Cuerpo (de innumerables acepciones): Cuerpo calloso, hacer de cuerpo, cuerpo extraño, cuerpo del delito, a cuerpo de rey…). Cuérrago. Cuerria. Cuerudo. Cuerva. Cuervera. Cuervo. Cuervo. Cuervo: Pájaro carnívoro, mayor que la paloma, de plumaje negro con visos pavonados, pico cónico, grueso y más largo que la cabeza, tarsos fuertes, alas de un metro de envergadura, con las mayores remeras en medio, y cola de contorno redondeado. Pájaro carnívoro de más de un metro. Pensándolo bien, el gato no habría tenido la más mínima posibilidad contra el cuervo. En un enfrentamiento el cuervo lo habría destrozado. Quizá no era un cuervo, tal vez un grajo, o una urraca, acaso una paloma. En todo caso es irrelevante para el dibujo... para la historia. VI Sobre el escritorio paso rápidamente las páginas. Hay una buena foto de un cuervo en la sección de las paseriformes de mi enciclopedia animal. A mí me parece una mosca aplastada de un puñetazo. Arranco la página del bloc y la guardo en mi carpeta de bocetos. Otra vez me asalta la blancura. Dibujo a toda página el esqueleto del cuervo. Varios círculos lo representan de una forma muy vaga. Y con un triángulo esbozo someramente el pico. No sé porqué me llama la atención el pico. Me centro en detallarlo. Arqueo convenientemente las líneas y señalo los orificios nasales. Con cierto placer empiezo a sombrearlo. Miro constantemente la enciclopedia. El satinado de la página hace que el cuervo brille como una idea platónica. Empiezo a detallar la cabeza y el resto del cuerpo. Hago multitud de líneas. Me detengo en el plumaje. Más líneas. Más sombras. Difuminado. Círculos de carbón para los ojos. Sombreado bajo las patas. Más sombras en el cuerpo. Plumas negras. Sfumato. Trazos en múltiples direcciones. Párpados. Más líneas. Garras negras. Repaso el pico. Más líneas. Vuelvo al plumaje. Más líneas. Trazos. Trazo largo. Otra línea. Rayas en el cuerpo. Más líneas. Más líneas. Más líneas... VII Mis pensamientos corren como un perro que se ha escapado de su dueño. Con ansia de correr hacia una libertad que parece encontrarse siempre un poco más adelante. Sin embargo lo mejor que le puede pasar a mi pensamiento es que, como el perro, sea aplastado por un camión, así la tragedia da una explicación al esfuerzo. Lo más triste de una huída es no morir en el intento, porque se desvela el absurdo de la existencia. No se puede escapar de la vida. No hay motivación en la vida. La vida es la motivación. El perro corre para encontrar la libertad. Pero correr es la libertad. Y correr es efímero. Con la lengua fuera mi espíritu vuelve a mí y frente a mis ojos se encuentra el dibujo terminado. VIII Oigo crujir la puerta de la calle. Los pasos de mi hermano bajan la escalera, cruzan el patio, se meten en la cocina y de ahí al salón. Cuando levanto la vista me doy cuenta de que ha anochecido. Me desperezo con todas mis fuerzas. Abro la boca sin reparos y dejo el carboncillo en el estuche. Voy a darme una ducha. Cojo ropa. Salgo de mi habitación. Cuando mi hermano me saluda le contesto con un gruñido y me encierro en el cuarto de baño. Me desvisto. Entro en la ducha y abro el grifo. Me rodean multitud de cuadrángulos blancos. El vapor de agua los cubre de seda. No puedo evitar levantar un dedo y dibujar en uno de ellos. ¿Habrá bajado el gato? ¿Habrá muerto? ¿Para qué habrá subido? Su naturaleza se lo habrá exigido. Como a mí me exige que aproveche el vapor de agua para mancillar la blancura del cuadrángulo. Cuando salgo de la ducha en el azulejo se queda un gato sonriendo. IX Una vaharada de tufo maloliente me da un puñetazo cuando cierro la bolsa de basura. Cruzo el patio y subo las escaleras sin encender la luz. Hay un agradable frescor y el canto de los grillos lo refuerza. Las zapatillas y el pijama me avergüenzan ligeramente cuando estoy en la calle, aunque no hay nadie para verme. Procuro mantener la bolsa de basura lejos de mí. Centenares de mosquitos se arremolinan junto a la única luz que ilumina la calle hasta que encuentran apetitoso el olor de mi bolsa. Me apresuro hasta los contenedores. Piso la barra que abre el contenedor y con una ridícula demostración de fuerza y destreza cuelo la bolsa en la boca del infierno. A lo lejos, enmarcado por la luna, brilla un poste de teléfonos, y en lo alto, maúlla desesperado un gato. X Las zapatillas en contacto con la tierra. Cada paso me tienta a descalzarme. No lo hago. El polvo se me pega en las piernas. A oscuras la distancia hasta el poste me parece mucho mayor. La noche es fresca y el aire remueve mi pijama. Uno de los mosquitos ha cenado en mi hombro. Todo es fresco pero mi hombro arde. Estoy vivo. En un portal, a lo lejos, hay un oasis de luz. Una anciana toma el fresco en la puerta y sólo está iluminada por la luz del televisor que flota en la oscuridad frente a ella. Desde aquí puedo oír la película que la anciana dormida se está perdiendo. Dolor. En la oscuridad me he cortado con un alambre. No ver la herida multiplica el dolor. El tacto húmedo hace pensar en sangre. Se vuelve barro al mojar la tierra que tengo pegada en las piernas. Sangre de barro. Sigo caminando. Me acostumbro ligeramente a la oscuridad. Cada vez veo más estrellas. Una gota de sangre se enfría en mi tobillo, me hace cosquillas como un insecto paseándose. Cuando miro mis pies me asombra más lo sucias que están mis zapatillas que el goterón de óleo negro que tengo en el gemelo. Llego al poste. No sé a qué he venido. Arriba aún está el gato. Parece una gárgola en una catedral. Inmóvil y amenazante, pero totalmente indefenso, a merced del aire. Instintivamente siento la necesidad de tirarle piedras. Me agacho (agujas se me clavan en el gemelo), revuelvo la tierra con los dedos y encuentro un par de cantos. Parece que estuviesen cubiertos de sal que se me pega en las manos. Miro arriba, me cuesta tragar al forzar la mirada perpendicular. Una silueta felina forma un agujero negro en las constelaciones. Doy varios pasos atrás. Mi mano toma impulso y se balancea hacia delante, abre los dedos, deja libre la piedra. Fallo adrede para ver la reacción del animal. No hay reacción. Me preparo para el segundo lanzamiento. Desisto antes de intentarlo. Me acerco al poste. Con la piedra aún en la mano intento traquetearlo. Con la izquierda noto la madera reseca hiriendo sutilmente mi piel. Con la derecha noto la piedra hiriendo sutilmente la madera reseca. El gato permanece petrificado. Vuelvo a mirarlo durante varios segundos. Respiro profundamente y doy un gruñido cuando le pego una patada al poste con la planta del pie. A mis ojos es como si le hubiese lanzado una bolsa de harina agujereada. Abro la mano y dejo caer el canto. Me doy la vuelta martirizándome por ser lo suficientemente sensato como para no escalar el poste... Por no morir en el intento. XI Mi habitación es un horno, más aún con el flexo encendido. Cierro la puerta para no despertar a mi madre y mantengo la ventana cerrada para evitar los insectos. De nuevo cojo el bloc, esta vez con otra idea en la cabeza. Naturaleza antinatural. El animal sigue ahí, y yo sigo aquí. Pudriéndome. En este útero de ideas, húmedo y caliente donde me siento seguro y ajeno a la realidad. Este cráneo que es mi cuarto, me encierra y me obliga a buscar la vida eterna en algo que no soy yo. Un cuadrángulo blanco. No hay diferencia entre un gato escalando un poste de teléfonos y un genio haciendo la obra de su vida. Aunque se alcance el objetivo pronto se tendrá hambre de nuevo. Escalo y pierdo mi vida. Mi vida. Sacrifico mi tiempo en esta vida por una vida futura encerrada en un fósil de mi espíritu en papel. La inspiración es la uña del perro doméstico. Creada para cazar, para desgastarse poco a poco o romperse en la carne de una presa. Una vez domesticado las uñas crecen hasta clavarse en la propia carne. Ya me hace daño la inspiración. Instinto como trampa. Para el reconocimiento, aíslate. Para ser feliz, sufre. Para vivir, muere. Es una buena historia, la más trágica y la más real. Debo dibujarla. XII Calor. Frenéticamente agito el carbón. Gotas de sudor manchan la página. No me importa. Paseo la lengua tras los incisivos y la muerdo inconscientemente. Arriba y abajo. A los lados bailan mis ojos. Me laten las sienes. Un gato. Poe. Arde el gemelo. Insignificante. El vello de los brazos se me pega con el sudor y ensucio más la hoja. Cruzo los dedos de los pies hasta la frontera del dolor. Placer. Con saltos pequeños me ajusto en la silla. Pienso en el gato. El cuervo. Poe. La Hammer. Kubrick. El flexo me quema la sien izquierda. Borges. Me arde la oreja y la pego en la madera de la mesa. Nocturno. Chopin. José Asunción Silva. García Márquez. José Martí. El comunismo. James Bond. Pistola. Me pica la cabeza. Cráneo previlegiado. Dejo carbón. Lápiz. Sombreado. Punta rota. Papelera. Soplar. Madera y grafito. Burroughs. Ano consciente, parlante. Da Vinci. Akira Kurosawa. De noche tras las cortinas. Shakespeare. Marlowe. Reloj en la pared. Gato en busca del tiempo perdido. Insectos anidando en ojo. Protostomia. David Lynch. Parásito. Un paseo en la oscuridad por el llano en llamas. Respiro. Rajo la hoja en dos, arrugo los trozos y los tiro a la oscuridad detrás de mí. Blancura. Líneas negras. Pelo calado y camiseta pegada. Antebrazos doloridos se quejan del roce. Scorsese se afeita y Buñuel se afeita los ojos en la tierra. En la punta del lápiz Lorca es fusilado. La picadura del hombro quiere destruirme. Stravinsky raja el cielo y Huidobro lo cose. Schönberg se desliza por los rastrojos y Alban Berg cuadricula el esqueleto de la casa. En el gemelo tengo otro corazón. Rimbaud aplasta la mosca sobre el poste de teléfonos y la sombra de Baudelaire la mira con hambre. Suelto el lápiz. Contad si son catorce, está hecho. Me acabo de dar cuenta de que no he parpadeado en más de media hora. Quizá. Y de que sólo Da Vinci era dibujante. XIII Aprieto los ojos con todas mis fuerzas y los noto secos. Casi rasca el cerrar los párpados. Me llevo la mano a la cara y con la yema de los dedos noto las arrugas del ceño fruncido. Noto cómo golpea la sangre cuando me laten los globos oculares. Al poco fluye un arroyo en mis lagrimales y se me humedecen los dedos. Aún no lo he visto. Lo he hecho, lo he mirado, lo he creado, lo he vomitado. Pero no lo he visto. No quiero abrir los ojos aún. Mi mano se desliza hacia abajo y aprovecha para secarse a lo largo de la nariz. Al levantar el vuelo frota sus extremidades para deshacerse de las pestañas mojadas que se han quedado adheridas. Ya veo, todavía con los ojos cerrados, la luz del flexo. Se manifiesta como un sol sangriento a mi izquierda (para no hacerme sombra con mi propia mano). Con desgana, como despertando de una pesadilla de ideas inconexas, despego los párpados. Al principio, una katana corta el cuello a un fénix de noche y un chorro de sangre blanca se estrella horizontalmente sobre un lienzo negro. Después las formas acuosas van adquiriendo solidez. Aparto la mirada de la mesa y como un idiota me quedo mirándome la rodilla durante largos minutos. Cuando levanto la mirada paso de largo sobre la hoja y la veo pasar difuminada como a un suicida que hubiese saltado frente a mi ventana. Llego hasta el reloj que hay colgado en la pared. Las 3:33. Bajo un poco la mirada para ver el cadáver estrellado del suicida. Perfecto. XIV Hace frío. El viento nocturno seca rápidamente el sudor y me da un escalofrío. Cojera. Un pegote de mermelada late en mi gemelo. De nuevo tierra, zapatillas sucias mientras no puedo ver mis pies mientras camino. No flota ya la luz del televisor frente a la anciana dormida. Maullidos. Otra vez a los pies del poste. Apoyo un pie. Como poseído me encaramo de brazos y piernas sobre el mástil. Me arrastro sobre la madera seca y me rasgo el pijama a cada centímetro que escalo, pero ahora mismo eso no me importa. Trepo en segundos hasta arriba. Me asombra mi agilidad y me siento súbitamente poderoso. El gato ha observado con parsimonia todos mis movimientos. Cuando alargo la mano para recogerlo el maldito salta con soltura, cae de pie y se aleja tan campante. Entre humillado y orgulloso miro la posición que ha estado ocupando el felino durante unas quince horas. Embriagado por mi poder recién descubierto decido subir un paso más. Colocarme justo donde estaba él. No hay forma humana de conseguirlo. De algún modo consigo colocar medio cuerpo en la punta del mástil. Quisiera colocarme como aquella gárgola felina, pero es imposible. Intento reprimirlo por todos los medios, siento que es absurdo pero la soledad y el secreto me obligan a decirlo. Aprieto los labios y después con desgana y arrepentimiento dejo escapar el aire en la oscuridad: —Miau. Cuando consigo cierta estabilidad me doy cuenta de lo alto que estoy. De lo fuerte que sopla el viento. De las heridas que me ha causado por todo el cuerpo la escalada. De lo inseguro de mi posición. De lo negligente que es el cimiento del poste. De que cada vez tengo los brazos más cansados y que me empiezan a temblar. De que una caída sería mortal. ¿Cómo pude dibujar el poste en tan pocos centímetros? ¿Tan tenue es la vida humana? El viento comienza a arreciar y el pelo se me arremolina. Desde esta altura puedo ver todo el valle azulado por la luna. Un valle de sombras de arena que corretean empujadas por el viento. Las pocas luces de las casas y de la calle se oscurecen. Crecen pequeños remolinos de tierra que derriban un contenedor y abren las bolsas de basura. Quizá también aquella que yo mismo había arrojado. Me entra arena en los ojos. Bajo mis pies, entre las lenguas de tierra creo adivinar una silueta. Es un animal. Se atusa los bigotes y me mira con disimulo. Inútilmente intenta hacerse invisible. Pero yo no soy un cuervo. No puedo volar. Ni ese animal es un gato. No es el gato. No puede serlo. Se decide. Arranca una carrera y clava sus uñas en el poste. Trepa como un demonio con la boca abierta. Siento una impotencia sin límites cuando intento una evasión. Sólo consigo encogerme de hombros para detener la embestida. El reflejo de la luna en sus colmillos es lo último que veo antes de dejarme caer cuando el maldito gato me muerde en el ojo izquierdo. El mundo se da la vuelta y mi cabeza apunta hacia el suelo. Al menos así la tragedia da una explicación al esfuerzo. XV
En el escritorio descansaba la obra terminada. Un océano de dunas tempestuosas. Una luna gigante partida por la mitad y cosida quirúrgicamente. En el centro, un mástil hundiéndose en las arenas. A los pies del mismo la boca de Cronos representada por una Caribdis de tierra. Sobre el mástil un hombre desesperado encaramado como una gárgola. Su cabeza era como si hubiesen aplastado de un puñetazo... una mosca. |
FICCIONES
El Coloquio de los Perros. ALFARO GARCÍA, ANDREA
ALMEDA ESTRADA, VÍCTOR ALBERTO MARTÍNEZ, DIEGO ÁLVAREZ, GLEBIER ANDRÉS, AARÓN ARGÜELLES, HUGO ARIAS, MARTÍN ÁVILA ORTEGA, GRICEL AYUSO, LUZ BAUK, MAXIMILIANO BEJARANO, ALBERTO BELTRÁN FILARSKI, OLGA BOCANEGRA, JOSÉ BORJA, NOÉ ISRAEL CABEZA TORRÚ, JUAN CÁCERES, ERNESTO CAM-MÁREZ CAMACHO FERNÁNDEZ, GREGORIO CANAREIRA, A. D. CASTILLA PARRA, JOSÉ DAVID CASTRO SÁNCHEZ, JUAN CATALÁN, MIGUEL FONSECA, JOSÉ DANIEL
FORERO, HENRY FORTUNY i FABRÉ, CESC FUENTES, FRANCISCO FRARY, RAOUL GALINDO, DAVID GARCÉS MARRERO, ROBERTO GARCÍA-VILLALBA, ALFONSO GARCÍA MARTÍNEZ, AMAIA GARDEA, JESÚS GIORGIO, ADRIÁN GÓMEZ ESPADA, ÁNGEL MANUEL GUILLÉN PÉREZ, GLORIA GUTIÉRREZ SANZ, VÍCTOR HACHE, MYRIAM HAROLD BRUHL, KALTON HERNÁNDEZ, JOSÉ HERNÁNDEZ, JUAN FRANCISCO HERNÁNDEZ NAVARRO, MIGUEL ÁNGEL HINOJOSA, PAZ HIRSCHFELDT, RICARDO HIRSCHFELDT, RICARDO [EL ABANDONO] JUNCÀ, JORDI KOUZOUYAN, NICOLÁS LÓPEZ, DOMINGO LÓPEZ-PELÁEZ, ANTONIO LÓPEZ LLORENTE, JORGE LÓPEZ VILAS, RAFAEL MAHTANI, VIREN MARDONES DE LA FUENTE, ALEJANDRO MARTÍN, RAIMUNDO MARTÍNEZ COLLADO, GUILLERMO MÉRIDA, JAVIER / BARRETO, SERGIO MEROÑO, ANTONIO MILLÓN, JUAN ANTONIO MIRELES, JUAN MONTERO ANNERÉN, SARA MONTOYA JUÁREZ, JESÚS NORTES, ANDRÉS OLEZA FERRER, CARLOS (DE) ORMEÑO HURTADO, AARÓN OSORIO GUERRERO, RODRIGO OTAMENDI, ARACELI OUBALI, AHMED PANZACOLA, ELIOT PARDO MARTÍNEZ, SAMUEL PÉREZ ALONSO, ALBA PIQUERAS, CARMEN PUJANTE, BASILIO QUINTANA, JULIO RECHE, DIEGO REMEDI, ROBERTO A. RODRÍGUEZ GARCÍA, JUAN AMANCIO RODRÍGUEZ OTERO, MIGUEL ROSADO, JUAN JOSÉ RUCHETTA, MAURO SÁNCHEZ LOZANO, PILAR SÁNCHEZ MARTÍN, LUIS SÁNCHEZ SANZ, PEDRO SCHUTZ, LOLA SEGURA, ALEJANDRO SEVILLANO, ATILANO TOMÁS, CARMEN TORTOSA, JAVIER TRENADO, ENRIQUE URTAZA, FEDERICO VIDAL GUARDIOLA, NATXO Hemeroteca
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