FICCIONES
PEQUEÑOS RELATOS PARA ENTENDER EL MUNDO
NADA PERMANECE OCULTO Aquella tarde, en la oficina, Marcela gritó que había perdido uno de sus aretes. Repetía que no se trataba de zirconio, sino de un brillante legítimo, herencia de su abuela. Revisamos sin éxito hasta el último rincón. A la hora de la salida, Marcela seguía llorando. Cuando encendí la luz al llegar al apartamento percibí un pequeño destello proveniente de la mesa de la sala. Me acerqué, extrañado. Era un arete con un brillante. Era, además, idéntico al que nos había mostrado Marcela. No lograba explicármelo. Al día siguiente llegué más temprano que de costumbre y lo dejé entre un par de carpetas sobre el escritorio de Marcela. Unos días después fue Javier quien no encontró su pluma de oro. Pero si la llevaba en el bolsillo de la camisa, se lamentaba. Esa noche también encontré la pluma sobre mi mesa. Fui al baño y me paré frente al espejo del botiquín. Saqué la lengua y con el índice bajé el párpado inferior de mis ojos. No sabía qué buscar, pero me pareció el procedimiento correcto para esos casos. Estaba seguro de que padecía de algún tipo de sonambulismo diurno agravado con episodios de cleptomanía. De alguna forma lo que se perdía en la oficina aparecía en mi apartamento. Al día siguiente repetí el procedimiento y dejé la pluma bajo la bandeja de la impresora. Esa misma tarde, María extravió la carpeta con un importante informe. No hubo manera de encontrarla. Según supe, María se quedó hasta la madrugada intentando reconstruir los documentos. Desde luego, la carpeta descansaba con cierta insolencia sobre mi mesa. Mi caso debía ser grave. No recordaba haber tomado la carpeta y, mucho menos, salir de la oficina, dejarla en mi apartamento y luego regresar al trabajo. La situación me sobrepasaba. Un viernes, Martha exclamó que había perdido dos horas de su vida leyendo un aburrido reporte y, un poco después, Antonia, que es casi una santa, se quejó de que el jefe de departamento la había hecho perder su legendaria paciencia. Vaya, pensé, por lo menos no se ha perdido algo importante. Esa tarde, cuando entré al apartamento, me embargó una extraña beatitud. Me sentía como un santo que aguarda con gozo el cercano martirio. La paciencia de Antonia, pensé. En ese instante miré mi reloj. La pantalla digital debía marcar las seis; sin embargo, indicaba que eran las cuatro de la tarde. Eran las dos horas de Martha. Me dejé caer sobre el sillón. En ese instante sonó mi celular. Era un número desconocido. Sabía que se trataba de una oferta de televentas, pero aun así contesté la llamada. El vendedor me ofreció una nueva tarjeta de crédito. Escuché, sin inmutarme, las bondades de la tarjeta. Los cobros tendrán apenas un recargo del setenta y cinco por ciento anual, decía el tipo, no me explico cómo el banco puede afrontar ese nivel de pérdidas. Cuando finalizó su presentación le dije amablemente que no me interesaba el producto. Me había vuelto paciente, no tonto. De pronto se me ocurrió una idea extrema para probar mi recién adquirida paciencia. Activé el cronómetro en mi reloj de pulsera y marqué el número de mi exesposa. Respondió al quinto intento. ¿Qué quieres?, preguntó con un tono de fastidio. Escucharte, dije. La respuesta pareció sorprenderla. ¿Qué quieres qué?, volvió a preguntar. Solo escucharte, repetí, que me cuentes cómo fue tu día, cómo va la relación con tu hermana, la dieta, la oficina, lo que quieras decirme. ¿Estás borracho?, preguntó con un tono de regaño. Lo negué varias veces. Está bien, accedió finalmente. Habló sin parar por más de una hora y durante ese tiempo no me limité a decir ajá o ujú ni a intercalar mecánicamente algunas interjecciones. Realmente estaba interesado en su conversación. Cuando terminó de contarme su día, su voz sonaba más alegre. Si siempre te hubieras portado así, dijo, quizás lo nuestro hubiera funcionado. Es posible, reconocí. Podríamos quedar para tomarnos un café, dijo, ¿qué harás mañana? Depende, respondí. ¿De qué?, me preguntó con una risita. De lo que se pierda mañana en la oficina. No te entiendo, exclamó. Estaba a punto de explicárselo todo cuando sonó la alarma del cronómetro. Ya se habían acabado mis dos horas extras. No te entiendo, insistió. En ese momento sentí una terrible aversión al timbre de su voz. Por lo visto también se me había terminado la paciencia ajena. Te llamo otro día, dije secamente y corté la llamada.
1 Comentario
Paola Rodríguez
1/4/2024 08:24:27 pm
Dos palabras!
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El Coloquio de los Perros. ALFARO GARCÍA, ANDREA
ALMEDA ESTRADA, VÍCTOR ALBERTO MARTÍNEZ, DIEGO ÁLVAREZ, GLEBIER ANDRÉS, AARÓN ARGÜELLES, HUGO ARIAS, MARTÍN ÁVILA ORTEGA, GRICEL AYUSO, LUZ BAUK, MAXIMILIANO BEJARANO, ALBERTO BELTRÁN FILARSKI, OLGA BOCANEGRA, JOSÉ BORJA, NOÉ ISRAEL CABEZA TORRÚ, JUAN CÁCERES, ERNESTO CAM-MÁREZ CAMACHO FERNÁNDEZ, GREGORIO CANAREIRA, A. D. CASTILLA PARRA, JOSÉ DAVID CASTRO SÁNCHEZ, JUAN CATALÁN, MIGUEL FONSECA, JOSÉ DANIEL
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