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EL COLOQUIO DE LOS PERROS

FICCIONES

PEQUEÑOS RELATOS PARA ENTENDER EL MUNDO

RICARDO HIRSCHFELDT

15/7/2015

3 Comentarios

 
EL ABANDONO
      Nunca nadie supo por qué aquella propiedad jamás fue ocupada por su dueña, después de los acontecimientos surgidos por esas fechas conocidos por todos nosotros. Cuando descubrieron la vivienda todo se encontraba exactamente en el sitio que ella lo había dejado. La cómoda con sus perfumes, los mismos que acostumbraba a usar. La cortina de tul blanco plisada cubierta de polvo durante setenta años, el peine y el cepillo que usaba para el cabello. Una loción de marca para la limpieza facial. También las pantuflas delante de la silla donde solía sentarse para maquillar su rostro. Todo se había detenido en el momento de la partida. Quizá una salida apresurada pocos días antes de que estallara todo en mil pedazos, y pocos días antes de los primeros intrusos que entristecieron gran parte de la nación. Existía una urgencia que no admitía esperas ni indecisiones. Ella bien lo sabía pero siempre había retrasado la partida.

       La gente no paraba de hablar que la caída era inminente, que entrarían primero por las mujeres, las violarían sobre las camas, les abrirán las piernas con la ayuda de las rodillas para luego penetrarlas sin que mediara nadie. El orgasmo por la violencia y el deseo cumplido sería casi inmediato. Mientras más se movieran, más se les echaría encima. Los otros no podrían hacer nada, los primerizos harían lo que les diera la gana. Puede ser por esto por lo que escuchó o por voces de otros que la convencieron. Preparó la primera valija que encontró y puso allí lo que más le convenía. Se pasó la mano por los pechos resguardándose de una sensación que la amenazaba, posiblemente de alguien que ya la estaba vigilando desde algún edificio alto, desde una tarima o desde el balcón agazapado y ya a unos pasos de ella indefensa. En realidad, bajo esas circunstancias, todo era posible. Hizo un esfuerzo y se imaginó el porte del hombre que le tocaría en suerte: un metro ochenta, cara maciza, hombros musculosos, unos ojos marrones y muy grandes; una inusitada violencia tácita en las manos, por el hecho de apretarla o sobarle las piernas con fuerza e ímpetu arrollador.

       Hacía mucho que nadie la había tocado y posiblemente eso fue lo que motivó que cayera en elucubraciones insólitas, en fantasías provocadoras. Era una solterona de toda la vida, con contactos esporádicos. A veces metida en la cama sin saber por qué. Nunca deseó hombres imaginarios. Lo haría ahora. Al mismo tiempo, le dio rabia a ella misma por ubicarse tan mal en una situación equivocada, por confundirse con una diferente, por dejar que esa imagen prostibularia que de ningún modo era real cobrara importancia en su vida, fuera de verdad, tangible y dispuesta a todo.
© RICARDO HIRSCHFELDT
© RICARDO HIRSCHFELDT
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        No sería amable, no le diría lo que deseaba, sino todo lo contrario: la obligaría a quedarse quieta por un tiempo más, el que precisara él para quedar conforme con la vinculación carnal para luego volver a la mesa por un trago de alcohol o quien sabe que tomarían ellos. Se entretuvo en otros pensamientos que la hicieron dudar, no sabía si irse o quedarse para constatar si era la persona que tan bien lo había imaginado en sus pensamientos. Puede que la altura fuese otra. No siempre uno puede acertar con lo que mide una persona, a veces uno se confunde por poca cosa, si lleva borceguíes o zapatos, si se ha dejado un jopo que le nace como una mata erecta hacia arriba y le da la sensación que es más alto de lo que se pensaba o mantiene los hombros alzados, (nada más que para impresionar). Otro detalle podría ser la posición de la cabeza muy elevada sobre los hombros y aún estirada por un cuello que aspira a más y que por esa razón mantiene los ojos muy arriba sobre la cara sin pestañear.

        Ese día armó y desarmó la valija varias veces, volvió a elegir lo que necesitaría, calculó el peso, pero se arrepintió y nuevamente la alivió con menos ropa. Al terminar se maquilló frente al espejo, se largó un líquido de buen aroma en el cuello de un perfumero como una costumbre aprendida y ocultó su boca en un vaho circular cubriendo por unos minutos también el mentón. Cuando finalizó se alzó las cejas e hizo una mueca estúpida como si necesitara divertirse con ella misma. Se levantó, buscó apremiada la cartera de cuero cobrizo y miró por dentro los billetes que guardados en un sobre se encontraba justamente en el fondo encima de otras cosas. Hubo que ordenar parcialmente lo que traía ahí dentro para alcanzar con la mano el sobre abierto. Contó cuántos eran y se sintió segura, hubiera querido tener más dinero, pero eso era lo que había podido conseguir en esas circunstancias.

        Miró con detenimiento el dormitorio, revisó cada cosa como asegurando que todo quedaría tal cual, sin deterioros. Prendió y apagó varias veces las luces del techo, se acercó a las lámparas que se ubican por lo bajo y constató que funcionaban, se agachó y husmeó como un animal debajo de las camas y vio al gato con sus verdes ojos que lo petrifica todo sin pedir nada. La cola le temblaba por momentos, las dos patas delanteras unidas y casi convertidas en una sola de color gris. Se preocupó de ir hacia las otras habitaciones e hizo lo mismo, fue mirando cada cosa que le pareciera abierta o enchufada o desordenada, asegurándose que todo estuviera en su lugar. Arrancó la hoja del calendario, una cifra grande aminoraba los meses, se leía fácilmente: 2020. Y antes de mojarse las manos todavía se quedó unos minutos mirando esa cifra. Lavó la vajilla sin apartar los ojos, secó los vasos y procuró que el departamento estuviese bien ordenado. Acomodó las colchas de la cama y le puso leche al gato, de ese modo terminó lo que quería dejar preparado, salió de la última habitación cuando ya despuntaba la tarde, empujó la puerta para luego salir y quedar en el pasillo del piso. No hizo otra cosa que cerrar la puerta de calle.
© RICARDO HIRSCHFELDT
© RICARDO HIRSCHFELDT
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        El invierno, con sus primeros días fríos, la obligó a levantarse el cuello del tapado, se apretó una mano para sentirla y caminó, caminó sin saber bien por dónde iría. Le daba lo mismo cualquier sitio, enfiló por la avenida principal hasta que el ruido de los autos la cansó muy pronto. Ahí fue que decidió entrar a un bar, vio una mesa vacía que le gustó y hasta allí caminó segura. Se sentó y pidió un café. Un desconocido de repente se le acercó, y balbuceó en voz baja.

        —Me puede decir la hora, hace ya un rato dejé la casa. Me olvidé el reloj pulsera, hay mucho movimiento en todos lados, a la gente se le nota el apuro en la cara. No se sabe bien cuándo ocurrirá, pero ocurrirá, no le quepa la menor duda, dijo el desconocido mientras sacaba un cigarrillo del atado aplastado por uno de sus lados.

       El hombre fumaba ansioso, despedía pequeñas islas de humo, por momentos se daba vuelta en la silla como si esperara a alguien. Nervioso, se frotaba las manos. Ella no hacía otra cosa que seguir con la cabeza baja, pensativa, hasta que de pronto se le soltó de la boca una pregunta demasiada obvia.

        —¿Usted a quién espera?

         —Me dijo que estaría apenas sonaran las campanadas de la iglesia.

         —¿Se imagina lo que le pudo haber pasado?— habló ella mirando la calle unos minutos, perdiendo el tiempo con los curiosos ojos que volaban de un lado al otro.

          —Son tantas las cosas que me faltaría demasiado para describirlas.

         —Hay muchos peligros, pensamos que no son tantos, pero si no no aparecerían como ahora tantos cadáveres en el río. Mire, no se la pensaba mostrar, pero ya que se ha interesado por mí, se la enseñaré.

         Se desabrochó el saco con cuidado; entonces le dejó ver una pistola bastante importante por su tamaño, un tambor grande, una empuñadura fuerte con un caño que huía hacia adelante.

        Al ver el arma, ella abrió más los ojos, tartamudeó y volvió a preguntarle envuelta en una seriedad que no podía disimular.

         —¿Y usted se piensa que con ese arma los podrá enfrentar?

        Ya hace unos cuantos días atrás que alguien dio una conferencia dando a conocer el armamento que ellos traerán, vienen de lejos, no se van a arriesgar con la única posibilidad que tienen de atacar estando tan lejos de su tierra.

       —La verdad no me interesa el armamento que traen, yo lucharé con coraje, me arriesgaré si es necesario— dijo orgulloso, pensando que había dicho las palabras justas.

        Ella lo miró desconfiada, se tocó suave las perlas del collar, bebió un sorbo del café y apoyó luego las manos en su pequeño mentón redondo y antes de echarse los cabellos cerca de los hombros habló nuevamente.

       —Eso no sirve hoy en día, al coraje lo suplantan las armas infrarrojas, tendría que haber ido a la conferencia de la municipalidad. Ellos han hecho un seguimiento, saben cómo se mueven, quiénes son los que los dirigen. Antes no sabían donde estaban parados, pero ahora teorizan en exceso, hacen gráficos de incursiones anteriores, porque ya han estado. ¿No le parece increíble?

        —Una cosa es que nadie los tuvo en cuenta cuando leyeron el primer petitorio y entonces en las afueras de la ciudad se agrandaron a lo grande. Claro, muchos quedaron mudos del miedo. El miedo paraliza, esconde la razón.

        —No le quepa la menor duda.
© RICARDO HIRSCHFELDT
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        Él la miraba como si ella le hubiera quitado los argumentos para demostrarle que con esa arma no le bastaba.

      Los dos al mismo tiempo bebieron lo último que quedaba del café. Una mujer delgada, demacrada por lo que ocultaba o por el apuro de la corrida se acercó agitada a la mesa y le tomó a él repentinamente la mano. No hubo tiempo de presentaciones, la recién llegada explicó ahora muy sofocada la inminencia del acontecimiento. Dejó prever que a lo sumo sería cosa de dos horas como mucho. Se sintió apabullada y él le sostuvo con cuidado un brazo, el otro lo dejó caer como un péndulo hacia abajo de la mesa.

        —Ya es hora, tenemos que irnos, no sea cosa que nos encuentren— le propuso el hombre a ella.

        Empezaba a anochecer, el vapor frío le salía de la boca a la gente en las calles. Varios hombres se aparecieron en la esquina del bar, como si se hubiesen puesto de acuerdo: todos vestían de la misma manera, con capas de plástico negras cubriéndose la espalda. Uno de ellos se puso la palma de la mano en la frente como visera y miró confiado la escena del bar. Los presentes se asustaron y el hombre con la mujer recién llegada volvió a insistir que con la noche la gente más extraña se dejaría ver. Habría reuniones secretas, gente con deseos de venganza. Curiosos que lo quisieran saber todo.

        —La gente ante el peligro se disfraza. Debemos apurarnos, no podremos hacer nada cuando caiga la tormenta. Después de estas palabras la levantó del asiento con la ayuda de los dos brazos, ella se quedó unos minutos todavía parada al lado de él, hasta que los dos en un gesto improvisado con la ayuda de la cabeza saludaron y se fueron del bar.

          Él tuvo problemas para salir, pero después de una breve escaramuza se abrió paso sin dificultad. Querían algo de él, pero nunca se supo las razones. El motivo de cierto enfrentamiento que superó airoso.

          Los de la capa finalmente entraron y la que quedó sentada y sola tuvo la oportunidad de salir sin que ellos se dieran cuenta, apuró el paso, se notaba que corría, que deseaba ganar terreno, irse de allí aunque dejase todo, sin importarle lo más mínimo lo que dejaba. Le corría un apuro inusitado, se dejó ir camino abajo hasta la orilla del amarronado río del Plata.

        Se recostó sobre una pared vencida y el primer rayo la sacudió a pesar de haber caído a unos metros de donde estaba. Comenzó a llover. Una voz grave la llamaba, pero no era para ella, hablaba en un idioma que desconocía, el aviso era para otra mujer con su mismo nombre. Escuchó atentamente y encontró en lo alto una mano que se agitaba y la confundía. Miró la anchura del río y al volver la vista para ese lugar distante, por arriba, no vio más la mano que se agitaba. Desesperada y no sabiendo qué hacer, pensó que lo mejor sería regresar a la vivienda, volver a guarecerse, cubrirse con lo que fuera, esperar lo que le tocara en suerte, quizás encontrarse con ese hombre imaginado, atravesar el trecho que le faltaba, cruzar la ciudad entera y esperar dentro de su habitación lo que le tocara en suerte. Lo mencionó por segunda vez y entonces sí se sintió conforme.
Imagen
RICARDO HIRSCHFELDT (Buenos Aires, Argentina, 1950) elige desde joven el arte dedicándose a la pintura tanto en su obra particular como en la docencia. En los últimos años ha cultivado la poesía, el cuento y por último la novela.

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    Revista de Literatura.
    ISSN 1578-0856

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