NICOLÁS KOUZOUYAN

EN EL BARRIO

        Diego y su padre caminaban de regreso a la casa. Media cuadra antes de llegar se encontraron con un grupo de personas.
         —Acá pasó algo malo —dijo el padre.
         Se acercaron a ver. El grupo, mayormente de mujeres y niños, rodeaba a un chico que estaba tirado en la calle, a un lado de la vereda. Tendría unos once años. Diego no lo reconoció. “Debe ser de otro barrio” se dijo. Estaba sentado, con la pierna derecha estirada y la izquierda retraída, y había una bicicleta a su lado como si se hubiera caído mientras andaba. Tenía las mejillas empapadas y una expresión de susto y dolor latentes en el rostro. Se veía la pierna estirada con los ojos bien abiertos y apoyaba las manos crispadas como garras sobre el asfalto, haciendo que el cuello se le hundiera y los hombros salieran disparados hacia arriba. Uno de los hombres que estaba agachado frente a él lo miraba fijo a los ojos.
         —Tenés que aguantarte, Julián —le decía—; tenés que ser un hombre, hacelo por papá.
         Le hablaba con firmeza pero sin maltrato. El niño llamado Julián empezó a llorar apenas escuchó a su padre y se negó con expresión de espanto.
        —¡No podés quedarte así, Julián! —lo cortó su padre enérgico—. Hay que sacarte el rayo o se te va a infectar. —Luego bajó el volumen y se acercó a él para decirle algo al oído. Julián se estremeció al escucharlo y su cara palideció; no parecía ser consiente de la gente que lo rodeaba o de ninguna otra cosa más allá de su padre y el dolor que sentía. El resto de los niños observaban la escena con espanto y se tomaban con fuerza de las faldas y las manos de las mujeres. Dos hombres más, de cuclillas a un lado de Julián, lo sujetaron enseguida que su padre retrocedió. Cuando el niño se vio maniatado empezó a sacudirse tratando de zafarse.
         —¡No, esperá, papá, esperá! —mirando a los hombres que tenía a uno y otro lado.
         —Escuchame bien, Julián, si no te saco el rayo ahora mismo se te va a infectar, entendelo —enfatizó su padre con paciencia —. Tenés que aguantarte, mi amor; tenés que ser un hombre ahora.
         —El niño iba a decir algo más pero no lo hizo. Tragó saliva viendo a su padre, que a su vez lo miraba a los ojos. Trató de componerse y comportarse como un hombre y con las lágrimas cayéndole abundantemente por las mejillas apretó las muelas y asintió con la cabeza.
         —Voy a ir sacándolo de a poco —explicó su padre sin dejar de verlo. Era un hombre pequeño pero robusto, grueso, de piernas y brazos anchos y cabeza cuadrada. Su hijo se parecía mucho a él. —Te va a doler, pero tenemos que hacerlo así antes de que se infecte, ¿entendés?

         El niño volvió a asentir y ensayó una expresión seria en el rostro.
         —¡Vamo’ arriba! —exclamó su padre. Y a los dos hombres: —¿Listos?
        Los dos asintieron con cara de susto y Julián bajó la cabeza y se concentró en la pierna. Diego también lo hizo, y vio espantado que un rayo de la bicicleta caída le había atravesado el muslo de lado a lado. Enseguida apretó más fuerte la mano de su padre.
         —¡Voy! —dijo el hombre, y tomando el rayo con dos dedos empezó a tirar de él lentamente y con mucho cuidado. El niño contrajo la cara cuando sintió el movimiento; Diego observó que por el esfuerzo los músculos de las mandíbulas le sobresalían a los lados como si tuviera dos cilindros de algodón, como los que usan los dentistas, entre las mejillas y las muelas. Los hombres que lo sujetaban se asieron con más fuerza a su cuerpo y observaron la operación impresionados. El niño empezó a gruñir cuando su padre aceleró el deslizar del rayo dentro del músculo. Uno de sus ojos se cerró y se hundió y el otro, aún observándose la pierna, empezó a sacudir el parpado como agitado por espasmos eléctricos. Su cara se tornó roja primero, y violeta después; su mirada fue de enajenado y algunas mujeres le taparon las caras a los niños para que no miraran. Al final no lo soportó más y gritó. Fue un grito corto, con los ojos bien abiertos pero como si no estuviera viendo nada; un grito que se volvió ronco al final y se agotó enseguida, como él, que cayó hacia atrás, haciendo que uno de los hombres que lo sujetaban lo atrapara antes que se golpeara la cabeza. En ese momento Diego escuchó la voz de su padre.
         —Bueno, vamo’ a casa —dijo, y tiró de él alejándolo del grupo.
        Caminaron tomados de la mano. Por más que Diego lo estuvo esperando todo el camino, el niño ya no volvió a gritar. Cuando entraron y su padre le soltó la mano, se dio cuenta de lo mucho que había estado apretándola y cómo ésta se le había entumecido. Ahora le dolía cuando intentaba moverla. Fue hasta el cuarto de su padre y le dijo lo que le pasaba. Su padre estaba sentado en la cama y se desvestía para dormir un poco antes de irse a trabajar.
       —Abrila y cerrala así —le dijo, mostrándole lentamente cómo lo hacía. La mano de su padre era grande y musculosa. Diego lo imitó.
         —Seguí haciéndolo hasta que la sangre vuelva a circular normal y ya no te duela. —Luego agregó que descansaría un poco y le pidió a Diego que cerrara la puerta del cuarto cuando saliera y no hiciera ruido. Diego hizo lo que su padre le pidió y fue a sentarse en el sillón de la sala. Seguía abriendo y cerrando lentamente la mano y ésta empezaba a sentirse mejor. Luego pensó en el niño que recién habían visto; luego en la cara de agotamiento de su padre cuando le decía que descansaría un poco antes de irse al trabajo; una cara de arcilla, golpeada y macerada por el estrés y la constante falta de sueño, con dos pequeños ojos de mirada ausente y apagada hundidos en medio. Luego no pensó en nada más, y respiró el olor tibio de la casa; un olor dulzón a otoño, a un calor que si se escarbaba un poco siempre se convertía en frío; a silencio, distancia y melancolía. Miró por la ventana del comedor hacia el patio y vio el reflejo de un sol opaco y débil, que brillaba desesperado detrás de la fina tela de nubes metálicas que intentaba ocultarlo. No hacía calor ni frío; no se sentía alegre ni triste. Agachó la cabeza y se miró la mano. Aún seguía haciendo los ejercicios que su padre le había enseñado. Se detuvo: ya no le dolía. Y se quedó sentado donde estaba, sin hacer un solo ruido, para que su padre pudiera descansar.

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NICOLÁS KOUZOUYAN (Montevideo, Uruguay, 1980). Tras vivir ocho años en varias ciudades estadounidenses (New Jersey, Miami, Los Ángeles, San Francisco y Seattle) desempeñando distintos trabajos y haciendo música, reside desde hace siete en México. Ha colaborado como editor y traductor para El Tecolote, diario bilingüe de San Francisco, y con relatos y poemas para las revistas Literatta (Argentina), Fábula (España), Resonancias (Francia) y Cultura colectiva (México).