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EL COLOQUIO DE LOS PERROS

FICCIONES

PEQUEÑOS RELATOS PARA ENTENDER EL MUNDO

RAIMUNDO MARTÍN

13/7/2019

1 Comentario

 
OJOS QUE TODO LO VEN
​     Ahí está, como cada mañana, levantando la persiana metálica. Podría ofrecerle mi ayuda, pero temo parecerle un galán sesentón, baboso y trasnochado con ganas de probar suerte. Estoy seguro de que no sería el primero en acercarse con tal fin, ni el último al que ella rechazaría con una sonrisa tan elegante como fría, de esas que, de tan fijas, encogen tu ánimo y liquidan tus intenciones. Así que me conformo con sentarme en esta terraza todos los días, tomar un café infame y disfrutar observando las nalgas de Rosaura, pues ese es su nombre, gloriosamente tapizadas con ese uniforme tan ajustado que el dueño de la perfumería, con admirable criterio, ha escogido para ella. No es consciente la sin par Rosaura de que posee un tesoro bajo la cintura y yo estoy decidido a hacérselo saber, siendo como soy perfectamente consciente de que deberé ser muy delicado en las formas, no vaya a ser que le moleste, por mor de las actuales convenciones sociales, el hecho de que me interese más su culo que su cara, un tanto asimétrica e insulsa para mi gusto.
       El lector podría colegir, y nada le reprocho por ello, que quien esto suscribe lo hace desde la grosería y el machismo más rancio. Pero nada más lejos de la realidad. Si alabo los dones de Rosaura en general, y de su culo en particular, es porque soy un acreditado perito rumpólogo. Como tal, estoy capacitado para certificar el porvenir de las personas mediante el examen de su aparato nalgatorio, garantizando ex cathedra la ausencia de juicios subjetivos y/o gratuitos, muy habituales en esta disciplina tan maltratada por el intrusismo y la falta de profesionalidad. He sido muy conocido (diría respetado, pero mi modestia me lo impide) en mi sector, ávido de especialistas rigurosos y de sólida formación, sobre la cual advertiré a los neófitos (porque doy por hecho que el lector más avezado enseguida habría reparado en ello) que mi carrera siguió los métodos que durante dos años de intensa convivencia tuve el gusto de aprender de mi gran maestro, don Venancio Cifuentes.
       Fueron unos meses de gran aprendizaje, no tanto por los conocimientos de mi mentor, ciertamente inabarcables, como por su gran verborrea y porque el tamaño de la celda, de apenas ocho metros cuadrados, me obligaba a escucharlo sin descanso. También conocido como el Predicador, había conseguido hacerse respetar en nuestro módulo a base de aburrir a quien se le acercara. Derrotó a los punzones con la palabra, podría decirse, si bien es cierto que corriendo grandes riesgos, porque a mí casi me vuelve loco y no fueron pocas las veces en que pensé en estrangularle.
         Me consta que todo el saber de mi maestro bebió de las más diversas fuentes y fue recogido en una cuidada edición que ordenó el director de la cárcel, en un desesperado intento por que se callase. Puso a su disposición una
computadora provista de procesador de textos, pero comoquiera que él no sabía manejarla, ocupó en la tarea de amanuense a Florido Santaolalla, un periodista de raíces caribeñas condenado por homicidio pero que gozaba en el módulo de muy buena consideración por su gran paciencia y meticulosidad a la hora de realizar los trabajos, amén de ciertas dotes físicas cuyos pormenores no detallaré para no distraer la atención del amable lector.
      Elaboraron entre los dos un trabajo denso, prolijo, acompañado de reproducciones arquetípicas facilitadas por otros presos, grandes consumidores de revistas pornográficas, y por algunas ilustraciones elaboradas al carboncillo por el Terelu, dotado de indudable talento tanto para la malversación como para el retrato.
​          Es cierto que mi instrucción se centró básicamente en la teoría porque su vertiente práctica se topó con algunos problemas de índole física y disciplinaria, en tanto que don Venancio, compelido por un loable afán empírico, perdió tres molares y un incisivo al intentar mostrarme, en aquel limitado espacio presidiario, los distintos tipos de culo con que la naturaleza había tenido a bien obsequiarnos.
      Desgraciadamente, no contaba el buen doctor con la vehemente oposición de algunos compañeros a tales exámenes, casi siempre realizados de noche y sin guantes.
           Me vi privado, pues, de una parte muy importante de los saberes de don Venancio, aunque eso no me desanimó a abrir, una vez alcanzada la libertad, el primer gabinete rumpológico de España. Lo hice gracias a un convenio de colaboración con los Chabolos, clan amigo y de indudable visión mercantil, que incluyó financiación y una agresiva campaña de marketing, muy necesaria en un mercado maduro y copado por una competencia tan feroz como desleal, pues a fuer de apariciones televisivas y anuncios por palabras habían conseguido convencer al público de que ciertos métodos nigromantes, tales como el tarot, la quiromancia o la interpretación de los posos del café, eran los más efectivos a la hora de anticipar las dichas y desdichas de los posibles clientes. Sé que tal afirmación resulta patética, cuasi ridícula, pero los designios del mercado son inescrutables y en verdad me resultó muy complicado convencer a mis primeros clientes de que mis resultados no eran fruto de la intuición, sino del más riguroso análisis científico tanto de sus nalgas como de toda mancha, arruga, hoyuelo o pliegue que en ella pudiere encontrar. Debo agradecer aquí la importante colaboración, una vez más, de los Chabolos, especialmente del Charly, que, virtuoso de la retórica y la dialéctica, así como del manejo de armas blancas, consiguió que la competencia se desplazara a otros barrios más adecuados para desarrollar su actividad (algunos, incluso, consideraron más interesante cambiar de ciudad).
       Superadas estas primeras dificultades, el gabinete empezó a funcionar muy bien. Cada día aparecían nuevos clientes, casi siempre por recomendación de otros anteriores, deseosos de ser sometidos a un escrutinio cular, ya fuere parcial o completo. Explicaré al paciente lector la diferencia entre ambas ofertas comerciales, en su día debidamente promocionadas, para que se haga una idea de la amplitud que llegaron a tener mis servicios: el estudio parcial se refería únicamente al análisis del pasado, centrado en la nalga izquierda, donde, como ya se anticipaba en ciertos textos de la antigua India, reside el reflejo de la memoria. El estudio completo, aún más riguroso y por ende el más demandado, también incluía la anticipación del futuro mediante el test Melenttini del glúteo derecho, reflejo del hemisferio cerebral izquierdo y depositario de nuestro sino.
            El dottore Melenttini había alcanzado fama mundial gracias a la gran eficacia de su test, y tuvo a bien invitarme a participar en unas jornadas sobre Rumpología organizadas en Beniel, deliciosa localidad murciana que nos acogió con un cariño inusitado en nuestro gremio. Sus gentes se echaron en masa a las calles para aclamar nuestra llegada, hasta el punto de que nuestro Seat Málaga, automóvil de probada estabilidad, a punto estuvo de volcar ante tamaño entusiasmo. Tan grande fue el éxito de la convocatoria que hubo que cambiar la ubicación de la charla, organizada inicialmente en el comedor del Hostal Hermanos Moreno y posteriormente trasladada al pabellón polideportivo. Yo no estaba muy ducho en la materia (era mi primera conferencia como ponente) y he de confesar que los nervios me atenazaban, hasta el punto de que le pedí a mi colega una evaluación exprés de mi nalga derecha para asegurarme de que todo iba a salir bien.
            Sin duda el estrés también había afectado al dottore Melenttini, pues no fue capaz de anticipar lo que estaba por llegar: resultó que el gerente de la imprenta donde se habían encargado unos carteles publicitarios estaba aquejado de sordera pero se negaba a reconocerlo y a usar el sonotone que su desesperada familia le había regalado en una fiesta de guardar, harta de gritos y malentendidos. Sin mala intención, el buen impresor no entendió bien el encargo y los afiches terminaron anunciando la llegada del popular cantante Melendi para presentar su obra Rumbología. Podrá el lector fácilmente suponer la disconformidad, no demasiado elegante, de quienes, confundidos por tan desafortunado error, habían abarrotado el pabellón, que por suerte contaba con una salida trasera que nos permitió ocultarnos en un huerto de fragantes limoneros, que por ser perennifolios y de baja altura, son los más adecuados tanto para el camuflaje como para la elaboración del simpático paparajote.
         Tengo que reconocer que este incidente menoscabó mi fe en las posibilidades de la Rumpología (en algunos ámbitos también conocida como Nalgomancia) y pensé en cerrar mi gabinete, si bien Charly el Chabolo me animó a continuar hasta la completa devolución del dinero que me habían prestado, so pena de perder, como mi maestro Venancio, algunas piezas dentales.
​          Consumido por el aburrimiento y esclavizado por una actividad que no me permitía dormir más de diez horas diarias, estaba decidido a cerrar mi consulta y buscaba una excusa para ello. Me la dio, sin quererlo, don Benavides Ridruejo de Alcanar, catedrático emérito de Antropología Filosófica en la muy británica Universidad de Liverpool, que vino recomendado por su hermano don Alberto, a la sazón Inspector Jefe de la egregia Agencia Tributaria. Lo hizo entusiasmado por la idea de que en su país de origen, por fin, tenía cabida y aceptación mi disciplina, hasta entonces aquí desconocida pero ya consolidada y prestigiada en su lugar de residencia, donde era usuario habitual. Pero hete aquí que las cosas se torcieron por cuanto don Benavides no había sido informado por su hermano de que mis artes hundían sus raíces en la tradición latina, defensora de una exploración nalgatoria muy exhaustiva, en oposición a la escuela anglosajona, que considera suficiente el examen externo del glúteo (algunos autores defienden, incluso, el diagnóstico mediante el visionado de fotografías).
        Al parecer, el catedrático consideró mi técnica demasiado invasiva y, a tenor de sus gritos, del todo punto improcedente la presencia de mi dedo índice en su periné. De nada sirvieron mis intentos por convencerle del rigor de mis métodos y de que estos en modo alguno suponían un menoscabo en su hombría ni la pérdida de su mocedad anal.
        Como era de esperar, su hermano, el inspector tributario, tomó cartas en el asunto y a partir de entonces consideró que mis finanzas eran de gran interés general. Fui injustamente perseguido por el fisco, como algunas estrellas balompédicas de la época, viéndome compelido a marcharme de la ciudad prácticamente con lo puesto y con parte del efectivo numerario prestado por los Chabolos, muy interesados en dar conmigo para llegar a un acuerdo de liquidación (o liquidarme. Este último extremo no lo entendí muy bien).
           Me encuentro, pues, en una difícil tesitura. Aunque podría convencer a Rosaura de que soy un extraordinario augur y de que una lectura adecuada de sus nalgas podría encauzar adecuadamente los impulsos de su rebosante juventud, no es menos cierto que corro el riesgo de caer en la precipitación y hacer que esos hermosos glúteos se me cierren para siempre como una esclusa fluvial, vedando ad eternum el acceso a los arcanos que con tanta donosura esconden.
          Estas y otras inquietudes, como la actual ubicación del Charly, han traído a mi vida la desazón y la ansiedad, paradójicas cuitas para un arúspice. Debía tener razón el sabio cuando dijo que las convicciones son un lujo que el
protagonista no se puede permitir y que una cosa es predicar y otra dar trigo, porque no consigo predecir mi futuro por más que me meto el dedo en el culo.

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​RAIMUNDO MARTÍN (Murcia, España, 1976). Estudió Derecho y Periodismo. Trabaja en el camping Lo Monte. Estudia en la escuela de escritura creativa Club Renacimiento.
1 Comentario
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