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EL COLOQUIO DE LOS PERROS

FICCIONES

PEQUEÑOS RELATOS PARA ENTENDER EL MUNDO

DOMINGO ALBERTO MARTÍNEZ

20/10/2023

1 Comentario

 
LAS PLATEADAS MANZANAS DE LA LUNA
y cogeré hasta el fin de los tiempos
las plateadas manzanas de la luna,
las doradas manzanas del sol.
 
W. B. Yeats

      La buhardilla no está limpia ni tampoco ordenada. La contaminación teje sus tapices de ganchillo en los cristales de la ventana; un musgo de polvo amarillento avanza lentamente por los altos del armario, los lienzos apilados, las maletas que bostezan como en una tarde de tormenta, la silla que hay junto al lavabo. En la mesa que lo mismo sirve para comer que para planchar, una naturaleza muerta de revistas arrugadas y trapos, tubos de pintura, una vela para cuando se corta la luz (dos veces esta semana, y estamos a jueves), el cenicero hasta arriba de colillas. Solo Roza lo vaciaba. «Fumas mucho», se quejaba, con ese tono a medias de reconvención, a medias preocupado, y la caricia juguetona de su acento del Este, esa brisa del mar Negro que no llega hasta Sofía, donde la gente se cree tan importante como el patriarca de Constantinopla, trompeteando por la nariz a cada frase. «Sólo lo necesario —se justificaba ella—. Es eso o las uñas..., y los dedos los necesito para pintar».
        En la radio suena una marcha triunfal, como de costumbre. Como de costumbre, un director con claros síntomas de sordera o de incompetencia (dígase enchufismo agudo) dirige una fanfarria que más que sonar, atruena, una olla de grillos de timbales y trompetas con la gracia musical de un cañonazo. Por suerte, la pieza dura solo unos minutos. Tras una apoteosis de cacharrería y platos rotos, el locutor saluda a los oyentes con una voz engolada que se quiebra en un gallo. Algo turbado, se aclara la garganta y vuelve a la carga: «Salud, eh... Camaradas, q-queridos oyentes de Radio Nacional. La radio del progreso revolucionario. Acabamos de escuchar la obertura para bombardino y orquesta de Stanimira Karabova, titulada..., ¡ejm! Op. 45. Titulada El tri-triunfo de la voluntad. La compañera Karabova, que siempre ha destacado por su compromiso con la clase trabajadora y su, esto, su significación antifascista, es un referente cultural de primer orden, que poco tiene que envidiar a Serguéi Prokófiev o a Dmitri Shostakóvich, los maestros más representativos de».
        —Ahora no tartamudea —resopla Leta, encendiéndose otro cigarrillo—. Menudo pánfilo, este. ¿Cómo no se le caerá la cara de vergüenza? Comparar a esa afinadora de cencerros con... con... ¡A la Karabova esa!, ¡bah!
        «La camarada Karabova, profesora del Conservatorio Estatal de Bulgaria, ha sido re-cientemente condecorada con la medalla a la Madre-Heroína del Trabajo Socialista. Vamos a escuchar ahora un breve extracto de su discurso del verano pasado ante el Comité de Mujeres Artistas de Stara Zagora». Ruido de sillas, carraspeos. Se hace el silencio, alguien tose; el silencio de una sala repleta. Y una vocecilla que habla pausada, gritonamente, persuadida de su propia importancia: «Lo primero y más importante que debe caracterizar a una artista de nuestro tiempo es la responsabilidad. Lo digo y la repito: la responsabilidad, camaradas. La responsabilidad que nace del espíritu. Esa responsabilidad, ese sentido del deber hacia la sociedad de la que formamos parte. —Leta no necesita verla para imaginársela. Ha aparecido tantas veces en los noticiarios cinematográficos luciendo una sonrisa de displicencia. Escuálida y fría como una medusa, el flequillo recto y el pelo a lo paje, la ha visto en los periódicos envuelta en sus abrigos de visón y sus estolas de marta siberiana. Las malas lenguas capitalistas (siempre las malas lenguas vienen del otro lado del telón de acero) dicen que Dodie Smith, la novelista inglesa, se basó en ella para su Cruella de Vil, la villana de Ciento un dálmatas—. Compañeras escultoras, escenógrafas, directoras de cine, ¡la creación ha de ser socialista o no será! La sensibilidad especial de las mujeres, esa sensibilidad que solo nosotras poseemos, debe impregnar todas nuestras obras. No nos vayamos por las ramas. Los artefactos de la abstracción y los formalismos no sirven para nuestros propósitos. No son más que envoltorios sin alma. Debemos estar plenamente comprometidas con la realidad, mostrar el mundo tal como es, tal y como nosotras lo entendemos: el folclore y los himnos populares, la experiencia de la maternidad, el trabajo cotidiano en las granjas y las fábricas, la paz de nuestros hogares. Es nuestra misión declararle la guerra al conformismo pequeñoburgués y progresar con la sociedad. La creación no puede quedarse atrás, ¡todo lo contrario! Hemos de marchar a la vanguardia, trabajar codo con codo por la felicidad del pueblo y su instrucción en las miras y el significado del socialismo. Hemos de iluminar el camino con el fulgor de nuestras miradas, acabar con el oscurantismo secular. Las artistas somos madres, somos las maestras del pueblo, ¡las heroínas del proletariado! El camarada Lenin nos llama ingenieras de almas, ¿y qué si no eso es lo que somos? De nosotras depende traer al mundo al hombre moderno, el hombre soviético. Así es, compañeras. Brindemos por el triunfo de la libertad y el bienestar, ¡hurra! Y por Bulgaria, nuestra queridísima patria».
        Las perlas de la gargantilla brillan a la luz de los focos, lleva los labios pintados de rouge. Leta se la imagina en mitad del estrado, dando violentas palmadas para subrayar sus palabras: pam, pam, pam, como un ejército que desfila hacia el campo de batalla. Los aplausos atruenan a través de la radio. Piensa: qué gran dictador hubiera sido de haber nacido hombre. Vivas a esto, a aquello, mientras un grupo de voces infantiles canta el himno nacional: Querida Bulgaria, tierra de héroes. Tararí, tarará.
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© Sofia Philharmonic
       El marido de la Karabova, Konstantín Kaganóvich, estará en primera fila; siempre lo está, obsequioso y resuelto como el camarlengo del papa. Atento a los primeros flashes para saltar al estrado y entregarle un bouquet de fleurs, para que ella pueda decir con su perfil más fotogénico: «Vamos a convertir el mundo en un jardín de flores, ¡hurra!». Konstantín Kaganóvich le saca casi veinte años a su esposa. Es su batyushka, su padrecito; un ruso gordinflón y pendenciero de metro cincuenta, con barbita de chivo y monóculo dorado. Se hace llamar general, aunque a lo más que llegó en el ejército fue a ordenanza. Durante la guerra civil acaudilló a una partida de desertores y piratas del Volga, rasputines de medio pelo, independentistas chechenos y kurdos, una banda de holgazanes con los bigotes trenzados que extendía sus correrías por las tierras sin ley de la retaguardia. Robaban lo que encontraban a su paso, esquilmaban a los terratenientes y saqueaban las haciendas de los nobles, abandonadas a toda prisa ante el avance de los bolcheviques. Atacaban los convoyes militares, daba igual de qué bando fueran, y vendían las armas y los suministros a especuladores y contrabandistas sin escrúpulos. Si algún militar de alta alcurnia tenía la desgracia de caer en sus manos, le cortaban la nariz o una oreja y se la enviaban a sus familiares en el exilio, hecho lo cual lo fusilaban sin mayor demora o le hacían servir de blanco en sus ejercicios con cuchillos, por llamar ejercicios a las apuestas. La mayoría de las veces la familia pagaba por un fiambre descuartizado.
      El general Kaganóvich (Kostenka, para los amigos), a sus cincuenta y tantas primaveras, se tiene por un pozo de sabiduría mundana. «¡El patriarca ruso de la nueva sociedad!», exclama, levantando dos dedos como si estuviera destinado a evangelizar entre los bárbaros. «Duermo cuanto quiero —se confiesa, a solas con sus íntimos— y cago como una máquina de hacer salchichas». Se levanta tarde y empieza a beber: vermut, champán, coñac, kirsch..., lo primero que le venga a la mano. Bebe como un cosaco y juega a las cartas por afición, aunque apostando fuerte y casi siempre en divisas: marcos alemanes, libras esterlinas. También, si no queda otro remedio, en propiedades inmobiliarias. Sea por su afición a las trampas, costumbre que conserva del ejército, o por los favores que le deben los demás jugadores (advenedizos que aspiran a entrar en la nomenklatura, la nueva administración), raro es el día que se retira con pérdidas. «¡Ah, las revoluciones! —suspira entonces, encendiéndose un puro—. Tienen un..., ¿cómo se dice? Un je ne sais quoi. La gran madre Rusia es como esta botella. Cambiamos la etiqueta, pero lo de dentro no cambia. Es el mismo vodka asqueroso de mujik. Nazdo-rov’ye! —brinda, dando un taconazo militar y lanzando el vaso por encima del hombro—. ¡Dios guarde a!, ¡hic!
        »¡Varvara!, ¡ay, Varuschka! Hijita mía, mi pichoncito, ¿qué clase de anfitrión me haces ser? Varinka, palomita, ¿dónde habrás metido el caviar, cabecita loca? Estos señores son mis amigos, moi tovarishchi..., ¡son mis hermanos! ¿Qué manera es esta de agasajarlos? Y tú, Mamonov, saco de mierda, pordiosero hijo de perra, ¿qué haces ahí como un pasmarote? Kazajo cabrón, rey de las pulgas, ¿dónde están les champagnes à la mousse crémeuse, especie de boñiga del Caspio? Hijo de una gitana con liendres, ¡échame el aliento! Como hayas bebido, ¡ay, Mamonov! Como hayas vuelto a beber te mando a picar a las minas. ¡Por san saramp...!, ¡no me contradigas! ¡Por san Serapión que lo hago! —Y se santigua a la manera ortodoxa, empezando a sacarse el cinturón.
         La compañera Karabova y el padrecito Kostenka aprovecharán su primera visita a Berlín para cambiar de aires. Dicho por boca de un diplomático occidental (las malas lenguas de las que hablábamos), para «pasarse el socialismo por la Puerta de Brandemburgo». Llenarán las maletas y varios baúles en un banco de Zúrich y embarcarán en Cherburgo rumbo a los Estados Unidos de América, la patria de la liberté, la électricité y el Ku Klux Klan. Una vez en Nueva York, se declararán exiliados políticos en rigurosa exclusiva para la revista Time, posarán para la portada de Life con la Estatua de la Libertad de fondo y llorarán la tierra perdida en las páginas centrales del Harper’s Bazaar, mostrando de paso la jaula dorada en la que van a pasar el resto de sus días: un lujoso ático estilo Renacimiento con vistas a Central Park.
         —...los campos son amplios —cantan los niños—, juntos los vamos a arar.
 
         ¡Por nuestra querida y maravillosa patria
         estamos dispuestos a dar el trabajo y la vida!
 
         «¡La república de los campesinos y los trabajadores será eterna! —aúlla una voz entre el público». Tralarí, tralará.
          Leta siente el frío del cristal en la frente. Fuma con los brazos cruzados sobre el pecho, ignorando el cigarrillo, que se le va consumiendo en los labios. El humo le entra en los ojos. Entrecierra los párpados, que le pesan. Puede que sea de fiebre. Desde hace algún tiempo le cuesta centrarse, se distrae con facilidad; tiene que poner orden en sus pensamientos, su cabeza está llena de trastos. Es un bote de bordes mellados, uno de esos botes metálicos para galletas en el que se acaba metiendo un poco de todo: recuerdos, recortes de periódico, entradas para una obra de teatro (una adaptación de Lady Macbeth de Mtsensk a la que llegaron tarde y chorreando, llovía a mares, y riéndose como dos colegialas), postales coloreadas de globos aerostáticos sobre un mar de viñedos que le enviaba a Roza su padre. Un papelito en el que apuntó unos versos de Neruda: «tal vez tu corazón oye crecer la rosa / de ayer, la última rosa de ayer, la nueva rosa». Todo lo que no se atreve a tirar, pero que tampoco sabe qué hacer, dónde meterlo. La mugre de los días. Metida entre los dobleces del papel con los versos de Neruda hay una flor seca, prensada en una libreta de apuntes al carboncillo, entre estudios de perspectiva y bosquejos anatómicos, que todavía conserva ese algo sutil, muy frágil, de su antigua fragancia.
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      Las calles se escurren como regueros de agua jabonosa. Fachadas de corte neoclásico con ventanas que lanzan miradas de auxilio al exterior. En las pupilas de los edificios puede verse reflejado el hastío de los cuartos a medio hacer, los calcetines tirados por el suelo. El doctor Lubryakov, proctólogo por correspondencia y autor de literatura erótica por afición, con abrigo de invierno y gorro ruso, aporrea una máquina de escribir hasta que termina una hoja, momento que aprovecha para saltar de la silla y dar vueltas a la mesa como una locomotora (¡chu!, ¡chuuu!), echándose el aliento en las manos mientras reflexiona sobre cómo llenar la siguiente hoja. La anciana del tercero, de ojos hundidos y delantal sobre la falda, tiende la ropa en una cuerda de pared a pared, porque como lo haga fuera se le va a congelar. De pie y con un vaso de vino tinto entre las manos, la señora Bosanova mira hacia un rincón del cuarto, como si fuera un personaje de Hooper y quisiera huir por la tangente.
         —Es lo que hay, guapa —murmura Leta—. En todos los sitios cuecen habas.
        Lo acabará haciendo, la señora Bosanova, dos semanas más tarde. Dejará a sus hijos pequeños a cargo de la portera —«Es..., bueno. Bajo en un santiamén»— y saltará por la ventana.
       Un aluvión de individuos con gorra o sombrero inunda las aceras en ambas direcciones. Caminan en silencio, abriéndose paso a codazos, la cabeza entre los hombros, las manos en los bolsillos, con cuidado de no pisar la nieve que se acumula a los lados. Los dioses del Olimpo proletario no les quitan la vista de encima. La efigie del padrecito Stalin les vigila, al menos durante algunos pasos. Vienen después Lenin y Dimitrov, con ese gesto de quien ve algo a lo lejos que los demás no alcanzan. Será porque los dos están muertos. Carteles descoloridos del faquir Miti (¡Éxito total!, ¡últimas funciones!), el famoso ilusionista de turbante blanco y mirada hipnótica, se reparten el espacio con hoces y locomotoras, gavillas de trigo, puños al viento. Un banquero gordo como una tarántula es aplastado por una bota gigante. Un obrero metalúrgico fornido, bien comido, rompe sus cadenas sin esfuerzo aparente y enarbola la bandera roja. Más adelante, una campesina de aspecto rubicundo, con unos pechos bajo la blusa de mírame y no me toques (o mejor dicho, de agárrate y no te menees), avanza con confianza hacia el futuro cargando sendos cubos de leche. ¡Quién los pillara!, pensará más de un contrarrevolucionario al pasar por delante, haciéndosele la boca agua.
          —Circulen, circulen —ordena un guardia de tráfico, reprimiendo un bostezo.
       Los coches rebotan en los adoquines. Furgonetas Škoda color cardenillo se cruzan con Tatras cubiertos de nieve. Un Trabant de juguete, con la carrocería medio de plástico, medio de cartón prensado, adelanta a un Victoria renqueante, tuerto de un faro, que frena de repente y maniobra para aparcar en un sitio en el que no cabe; los que vienen detrás lo sortean entre bocinazos e insultos. Trolebuses y motocicletas se deslizan como en una pista de hielo o en una atracción de feria, como si fuesen autos de choque a los que les hubieran prohibido chocar. Taxis estatales, un camión cargado de escombros. El tranvía de la línea 18 aparece al final de la calle. Llega con retraso, con la lengua fuera; suelta un chirrido oxidado cuando el conductor tira del freno y se sacude al salir de la curva. La gente se aprieta en la parada. Gruistas de pelo grasiento y linotipistas, ferroviarios con el bigote amarillo por la nicotina; unos van al trabajo, otros vuelven del turno de noche con la boca llena de sueño y las extremidades de trapo. Todo sea por erigir la patria socialista. Las amas de casa han bajado para ir la compra. «¡Tsss, oiga! Usted, claro, ¿quién si no? —Se hacen hueco sin miramientos e intentan colarse, clavándose el tacón cuando se pisan—. Atrás. Ahí, ahí. ¡Habrase visto la..., qué morro!». Todo es tan ruin, suspira Leta. Los bloques de cemento y ladrillo son los panales de una colmena urbana. Las semanas que terminan se remiendan y vuelven a usarse. Lo mismo ocurre con las personas. Bibliotecarios de mejillas colgantes, soldadores a los que les faltan dos dientes, payasos de cara lavada que han olvidado sus gracias y marineros sin mar y sin barco, pero con una castaña a media mañana que ríete tú del pirata Barbanegra. El camarero de un restaurante económico examina sus zapatos, no vaya a ser que a fuerza de frotar y frotar todas las noches le asome la punta de un dedo. Su compañero de al lado, blanco y redondo como un queso de bola, se atornilla el tímpano con el meñique. Borrones grotescos, marionetas humanas. La mayoría son consecuencia de la miseria moral y la guerra fría, de la sucesión de los días sin propósito alguno. «¿Y yo?, ¿qué narices hago yo?». El último de la fila es un viejo poeta de gafas torcidas que cuenta la calderilla en la palma antes de subir al tranvía; descuenta dos botones y las pelusillas en lugar de contar las sílabas de una epopeya. Al lado, un antiguo director de cine que lleva más de diez años pegando sellos en una oficina de las afueras. Volviéndose gris y más gris y más triste de 8 a 13.30 y de 15 a 18. Los sábados solo por la mañana.
        Leta se reconoce a sí misma mirándose en ellos. El pelo negro, ribeteado de canas, las telarañas de arrugas en torno a los ojos. Ve su reflejo en el cristal de la ventana.
          Tiene ganas de huir, pero no sabe adónde.
         La última tarde que bajó a por pinturas se detuvo frente a un escaparate en la esquina con Baba Marta. Estaban armando y vistiendo los maniquíes. Uno descansaba en el suelo, un simple torso sin brazos ni piernas. A otro le habían puesto un traje folclórico muy colorido, y un tercero, el que tenía la cabeza de papel maché, llevaba el uniforme de piloto de la Balkan Airlines. ¡Vengan todos!, ¡anímense y entren en el Paraíso del Proletariado! Abrimos nuestras puertas con unos descuentos in-cre-í-bles. Rebajas, ¡rebajas! Grandes rebajas en la sección de Alegrías Infundadas y Espejismos. Grandes esperanzas. Compren sus quimeras..., desmontables..., reutilizables. Hasta un 50% en alucinaciones. Utopías recién llegadas de China. ¡No dejen pasar esta oportunidad!
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       Alguien grita, ¿qué pasa? Un perro corre por la acera. Más que correr, escapa. Es un chucho al que le falta una pata, lo que no le impide sortear ágilmente a todo aquel con el que se cruza, escurriéndose como una anguila entre las piernas de los viandantes. Glad, el carnicero, hace aspavientos a la puerta de su tienda. Embutidos Holodomor, pone en el cartel del escaparate. Comestibles. Embutidos y conservas. Glad es un alemán pequeño pero recio, completamente calvo, con un bigote a lo káiser Guillermo y los brazos de un levantador de peso. Lleva el delantal manchado de sangre. Sobre la cabeza agita un cuchillo de hoja rectangular, uno de esos con aspecto de machete que se emplean para cortar el hueso y tajar la carne. El perro corre con una ristra de morcillas en la boca. Sudzhuk, karnache, es difícil saberlo desde tan lejos. Aprovecha que el tranvía sigue parado para cruzar por delante. Una moto está a punto de atropellarlo. Al camión militar que viene en sentido contrario, sin embargo, ran-tran-trán, ran-tran-trán, un camión con ruedas de oruga hasta arriba de barro, ran-tran-trán, ran-tran-trán, no le da tiempo de esquivarlo; o el conductor tiene prisa por volver al cuartel, ran-tran-trán, ran-tran-trán, y en lugar del freno pisa el acelerador. Un gañido que pone los pelos de punta. Leta aparta la vista, pero no por eso deja de oír al carnicero. Sus carcajadas tienen muy poco de alegres. El chac, chac, chac del cuchillo al cortar las chuletas resulta menos siniestro.
       Cuando mira de nuevo, Glad está volviendo a su tienda. Lleva el cuchillo en una mano y, en la otra, la ristra del chucho.
       ¡Pfiiiih!, un silbido. Leta se sobresalta. Atraviesa el cuarto en dos zancadas, sin prestar atención o intentando no hacerlo al quejido de las suelas de las botas, que le traen a la mente otros quejidos, otros llantos, sobre ese mismo suelo de linóleo. El café está subiendo. Apaga el hornillo y se sirve algo más de medio vaso; el resto, hasta el borde, lo llena de vodka. En el lavabo hay un florero sin flores, con cuatro dedos de aguarrás y un puñado de pinceles. Elige el más pequeño, seca las cerdas con un trapo y usa el mango a modo de cuchara. El café está caliente, muy fuerte, justo como le gusta. Deja el vaso en la silla y coge otro pincel, muy fino. Observa el grosor, chasquea la lengua. No le convence. Bebe otro trago y busca uno un poco más largo. Este servirá, piensa. Lo seca y se lo mete al bolsillo.
        «¿Y la?, ¿dónde estará? —Busca alrededor—. ¿Dónde habré metido e-esa...? La pe-queña. ¡Hija de!». Pasa revista al rincón de la cama, la almohada con manchas de sudor, la manta hecha un gurruño. El papel que cubre las paredes, de un verde deprimente, ha empezado a levantarse. Sobre el cabecero hay un mapamundi con chinchetas en Tasmania, La Habana, Madagascar, Samarcanda... «¡y Salamanca! —concluía Roza cada vez que añadían un nuevo destino: Tierra del Fuego, isla de Pascua—. No olvides nuestro viaje a España. Veremos a los enanos y los pícaros del Prado, comeremos paella y luego, ¡olé, matador! Luego iremos a los toros», exclamaba con entusiasmo, remedando con más gracia que acierto un escorzo flamenco. Eran como niñas jugando a las casitas. Pusieron sus sueños al lado de la cama, aquel puñado de nombres exóticos, aureolados de misterio, sobre los que habían leído en ediciones clandestinas de Kipling, Salgari, en las crónicas de los reporteros enviados al extranjero. Allí estaba el mapa de sus deseos, el non plus ultra de sus ilusiones; el lugar extraordinario en el que anidan los dragones: hic sunt dracones. Lejos, muy lejos de las fronteras cotidianas, en los recovecos de los antiguos atlas, esos que indican la manera de alcanzar las costas de Atlantis. Hay un plano grabado al aguafuerte de las catacumbas de Roma con una manada de elefantes al lado, refrescándose en una charca a la sombra del Kilimanjaro. Góndolas que se pierden en la niebla, una copia de una estampa japonesa (una urraca en una rama de melocotonero) y otra de la Annunciazione de Fra Angelico, forman un luminoso collage de fotografías recortadas de revistas, pegadas en cartones y clavadas a la pared. El monte Fuji pintado en añil y oro, el Taj Mahal labrado en plata a la luz de la luna. Otras, las personales, las enmarcaron. Son las que se hicieron con la Zenit de Leta, la que compraron con el dinero de su primer cuadro vendido.
       —Dichosa espátula, ¿dónde...? —Le da una última calada al cigarrillo. Busca el cenicero y lo aplasta—. ¡Ah!
        Ahí la tiene, delante mismo de sus narices.
        A los pies de la cama hay un rimero de libros, catálogos, discos de Ella Fitzgerald, Violeta Parra, comprados en el mercado negro. La espátula está encima. Hay un tratado de arte, un par de biografías de intelectuales del régimen, oficialmente aburridísimas, y una colección de recetas, pero la mayoría de las obras son antologías poéticas. Y casi todas de Roza. Leta se mete la espátula en el mono y coge un libro al azar. Es pequeño, no llegará ni a las cien páginas, pero está encuadernado con esmero, con tapas de cuero repujado con sobredorados. Florilegio poético, lleva por título, con un lema debajo en letra más pequeña: Poemas del amor hermoso. ¡Uf! Lo hojea por encima, sin fijarse demasiado, pero quedándose con algún verso de pasada. Nerval: «y, como un ojo naciente cubierto por sus párpados», que le hace pensar en el principio de Un perro andaluz. Whitman: «Estábamos juntos. / Olvidé lo demás». No tiene muy claro si aventarlo en medio del cuarto o devolverlo a su sitio, cuando se escurre entre las páginas una foto que debía hacer las veces de punto de lectura. Leta la coge del suelo. Son Roza y ella montadas en bicicleta, con una sonrisa que es además una mueca, porque el sol les daba en la cara. Deja el librito a un lado y se sienta en la cama. ¿Cuánto hace de? Dos, no. Tres años..., ¿Ya? Bebieron un par de cervezas en el parque de la Libertad y alquilaron un tándem. Puede que fuese por el calor, o porque era su cumpleaños y les apetecía hacer algo distinto. Ella va con pantalón corto y tirantes, camisa de rayas; siempre se ha sentido cómoda con ropa de hombre. Roza, con canotier y caftán de lino, se sienta delante. Rodearon el lago y pedalearon hasta la fuente del oso y los pingüinos. Iban silbando, canturreando estribillos patrióticos a los que les cambiaban la letra o la melodía, sustituyéndola por los éxitos que habían oído a escondidas en las emisoras turcas. En el paseo de los olmos centenarios una ardilla atravesó el sendero y se escabulló por un tronco. Por seguirla —«¡Lety! ¡Leeety, mira!, ¿la ves? ¿La estás...?»—, a punto estuvieron de llevarse por delante el carrito de un bebé. Roza giró bruscamente y se fueron de cabeza a un seto, ¡qué desastre!, mientras la dueña del carrito, una morsa nariguda con cuatro pisos de moño, se quitaba las gafas de sol (unas enormes, de carey), soltaba un bufido y, volviendo a ponérselas, ofendidísima, se marchaba en sentido contrario, echando pestes sobre esta juventud de ahora. Lo que dijo en realidad fue echta chu-ventú d’ahoa, porque arrastraba la voz como si hubiera desayunado brandy con tranquilizantes o le patinara la dentadura postiza. Roza se sacudió las hojas de los brazos y las piernas, se puso una ramita en los labios como si fuera una pipa y, guiñando un ojo, se echó el sombrero hacia delante. Imitaba a un lobo de mar, y lo más cercano a un lobo de mar que conocía era a Popeye. Se puso una mano en la frente como si oteara el horizonte desde la cofa de un barco y, señalando el carrito, que se iba perdiendo a lo lejos, exclamó: «¡Por allí, capitán!, ¡por allí resopla!».
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       Así era Roza. Tenía siete años más que ella y siempre había ejercido como hermana mayor, solo que una hermana desacomplejada y rebelde. Su padre, aviador del Cáucaso al que las purgas de Stalin dejaron sin familia y sin patria, se ganaba la vida como piloto de acrobacias en la Italia septentrional, la Costa Azul y los Alpes. Roza era una muchacha regordeta, no muy alta, de ojos saltones y pelo corto, que andaba de una manera especial; había nacido con las dos piernas rotas. Su madre se desangró durante el parto y ella se crio con unas tías de Kokiche, un pueblecito de la bahía de Burgas, de donde salió para ir a estudiar a Sofía. Despierta y vivaracha, en ocasiones un tanto deslenguada (lo que justificaba por el ejemplo de sus tías, momias en vida, tres santurronas que no levantaban la vista del suelo), se burlaba de todo y de todos, de sí misma la primera; la tomaba con sus piernas arqueadas, una más larga que la otra, y se imitaba exagerando la cojera, a veces hasta la crueldad. Roza hablaba por los codos. Le encantaba chismorrear con cualquiera, en cualquier parte, mentía con descaro y se sentaba al piano en cuanto había ocasión. Aprendió a tocar en el convento de Sveta Skholastika a instancia de sus tías, que le ponían lazos colorados en las trenzas y la llamaban su pequeña monjita, en un mamotreto roñoso lleno de flatulencias con el que hizo sus pinitos entre villancicos y salmos, y, si se daba la ocasión de que la madre organista saliera a liarse un cigarrillo, aprovechaba para ensayar las coplillas no demasiado edificantes que había sorprendido en los labios de las mujeres de los pescadores, mientras zurcían las redes.
        Roza se reía continuamente: con la mirada, a carcajadas, sin motivo ninguno. Todo lo contrario que Leta, tan reconcentrada y seria. «Ven aquí, Cara Vinagre —le dijo cuando se cansó de imitar a Popeye, y acercándose a ella le tendió la mano—. Lázaro, levántate y anda..., y deje usted de gruñir tanto. Veintisiete añazos ya, ¿eh? —Dio un silbido—. Estás hecha oficialmente toda una cascarrabias, ¡ja, ja, ja! —La atrajo hacia sí y le puso una flor en la oreja—. Per la ragazza più bella. Feliz cumpleaños», añadió, besándola con fuerza, mordiéndole los labios.
         En una esquina de la fotografía hay una cita de Tolstoi: «incluso en la ciudad, la primavera es siempre la primavera».
         —Roza... —musita, acariciando las letras con la yema de los dedos—, Rozetka...
         Estábamos juntas, olvidé lo demás.
         Olvidaron la radio, así que no escucharon los pasos. Podrían haber visto el Volga negro con matrícula de la DS, la Seguridad del Estado, que aparcaba frente al edificio, y a los tres agentes que salían del interior solo con haberse asomado a la ventana, pero estaban charlando, siempre andaban charloteando, discutiendo sobre alguna bobada. Roza bailaba. Hay que reconocer que lo hacía con gracia, siguiendo de forma natural el compás de las canciones, a pesar de la cojera. Leta no le quitaba la vista de encima; puede que la estuviera dibujando. No sintieron el retumbar de los pasos en las escaleras, y para cuando los gritos irrumpieron en el cuarto, ¡Abran, abran!, aquellos berridos acompañados por unos golpes que amenazaban con arrancar la puerta de las bisagras, ya era demasiado tarde.
          ¡Abran de una vez!
        ¿Qué estaba ocurriendo? Leta llegó con el corazón encogido. ¿Fuego?, ¿algún enfermo? Al abrir se encontró con dos tipos enormes, de cejas espejas y ojos romos, que olían a col fermentada y estiércol; sendos especímenes de troglodita vestidos con impermeable. El que asomaba entre ellos, con sombrero gris y abrigo de pieles, fumaba con parsimonia un purito largo y fino que olía a tabaco turco. Se volvió para mirar a una cuarta persona que se había quedado atrás, junto a las escaleras, y le hizo un gesto, señalando a la muchacha. Era el señor Semerdzhiev, el casero, a quien se dirigía. Leta lo vio entonces. Llevaba el batín y las pantuflas de siempre. El señor Semerdzhiev gruñó algo que nadie entendió, se ajustó las gafas con mano nerviosa, sin acabar de mirar hacia delante, y negó brevemente con la cabeza: no, no.
          —¿No? —afirmó el del abrigo de pieles, chupando el purito y soltando nubecillas de humo. Se encogió de hombros—. Vamos.
        Uno de los agentes apartó a Leta de un empujón y entraron. Todo fue muy rápido, como suele ocurrir en estos casos. Roza insulta a alguien. La tienen cogida de un brazo, se sacude y se queja: le hacen daño. Ella corre para ayudarla, pero se topa con una bofetada, ¡plas!, que la lanza al suelo. Un silbido en el oído. La nariz empieza a sangrarle. Contempla fascinada las formas extrañas, de un rojo siena intenso, que traza la sangre en la palma de la mano. Lo demás no importa. Quiere levantarse, pero está aturdida y resbala. Le duele el hombro, le duelen mucho las costillas y el labio. Cierra los ojos y ve a uno de los neandertales arrojando libros y discos contra las paredes..., por la ventana. ¿Quién la ha abierto?, ¿cuándo? Vuelca las sillas, coge el colchón y lo lanza a la otra punta del cuarto, no tanto porque esté buscando algo en concreto como por el simple placer de destrozar. Se ríe. Romper por romper. Su lengua es gruesa como una oruga, tiene los dientes cuadrados. El placer infantil de aplastar a una hormiga. Se ríe, se ríe. Nada tiene sentido. El hombre del puro mira los lienzos y las acuarelas, los paisajes urbanos. «Cheshki, aquí. —Señala algo. Añade—: Slovashki, esto otro». Debe de ser el cabecilla del grupo. Sopesa un desnudo de Roza, mira a la modelo, que sigue forcejeando entre lágrimas e insultos. Acaba por meterse el cuadro debajo del brazo y sale. Leta no puede levantarse. Le han dado una patada en el vientre, está mareada. Vomita. Dentro de la buhardilla va cayendo la tarde.
          Estábamos juntas.
          No consigue olvidarla.
          Se la llevaron a la Casa del Pueblo, que hacía las veces de estación de tránsito y clasificación para los detenidos, y de ahí salió aquella misma noche hacia el campo de concentración de Klanitsa-5, un matadero para mujeres en el óblast de Targóvishte, a siete horas en autocar de la capital. Leta no lo sabría hasta mucho más tarde. Se pasaba el día de una comisaría a la otra, preguntando a los policías, a los militares, a todo aquel que pudiera saber algo, cualquier cosa. Llamaba por teléfono a las oficinas de la Seguridad del Estado, aunque la mayoría de las veces le colgaban antes de que terminara de hablar. No sabemos nada, clic. No vuelva a llamar, clic. Se ha equivocado, clic. Clic..., clic..., ¡clic! «No se preocupe, y no cierre con llave. Cuando menos se lo espere, aparecerá —le aconsejó una secretaria con voz de cáncer de garganta, antes de soltar un gargajo de tos—. ¿Ha mirado debajo de la cama? A veces no nos acordamos de dónde hemos puesto, ¡jaaaa, ja...!, ¡argggh!». Los policías se cansaron pronto de verla, que no, que no, de oír una y otra vez las mismas preguntas. ¿Es que está sorda? La amenazaban con detenerla, le decían que era una desviada, una enemiga del pueblo, la arrastraban sin miramientos hasta la calle entre las filas de personas que esperaban su turno, quietos todos como estatuas. Pero a ella le daba igual, a pesar de su congénita timidez. Y volvía. Finalmente fue el tío K., el heladero, el único que se apiadó de ella. Habló con su cuñado, bedel en el Ministerio del Interior, que lo hizo con un antiguo compañero de seminario que trabajaba en los archivos. Descubrieron que Roza contrajo fiebres tifoideas nada más llegar a Targóvishte. Leta había oído hablar de las condiciones de los deportados, de la degradación y las humillaciones cotidianas, del trabajo extenuante y la comida sin sustancia, incluso de los fusilamientos sin juicio previo; pero cuando el tío K. le preguntó si quería conocer la fecha exacta del fallecimiento y dónde estaba el cuerpo enterrado, Leta tuvo que sujetarse al carrito de los helados para no caer redonda al suelo.
          La cabeza le da vueltas.
      Respira profundamente una, dos..., varias veces. Al abrir los ojos tiene la sensación de no haberlos abierto. Está en una mecedora. La buhardilla se balancea hacia un lado, hacia el otro, como un barco a la deriva. La foto sigue en su regazo, la bicicleta de un rojo brillante sobre una degradación de grises. Leta apoya los codos en las rodillas y se tapa la cara con las manos. Tiene ganas de llorar, de lanzarse en picado como un aeroplano, pero el tiempo pasa. Tictac, tictac. Son más de veinte metros, suspira.
          Y no se decide.
          Ni por una cosa, ni por la otra.
        Las paredes vuelven a su sitio. Abre el libro al azar y mete la fotografía. «¡Es necesario vivir!», clama Paul Valéry desde su cementerio marino. El café se ha quedado frío. Había dejado el vaso en el suelo y casi lo tira de un puntapié. Lo pone en la silla sobre la antología poética y se levanta. Es necesario vivir. Retiene las palabras sin tragarlas, les da vueltas en la boca como si fueran un jarabe amargo.
          El caballete está fuera, a la intemperie.
          —Hay que acabar el cuadro.

Foto
DOMINGO ALBERTO MARTÍNEZ (Zaragoza, España, 1972). Ha colaborado con revistas y páginas literarias como Almiar, Narrativas, Letralia, Resonancias o Proyecto Sherezade. Es autor de las novelas Las ruinas blancas, Hojas de hierro y Esto no es una novela. Su libro de relatos Un ciervo en la carretera fue finalista del premio Setenil 2020. Es responsable de la bitácora literaria La hoguera de los libros.
1 Comentario
cam márez
29/10/2023 05:09:49 am

¡Hola, Fondo Sur!

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