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EL COLOQUIO DE LOS PERROS

FICCIONES

PEQUEÑOS RELATOS PARA ENTENDER EL MUNDO

JESÚS GARDEA

14/9/2020

1 Comentario

 
AQUELLOS BAMBA
        Cuando comenzó a oscurecer la mañana, la madre de Calendario Bamba aseguró que su hijo sería otro al volver la luz. La mañana de la tempestad de tierra, Candelario Bamba cumplía cuarenta años. El alcalde del pueblo, Ángel Bautista, y algunos vecinos notables, acordaron obsequiarle a Bamba un juego de herramientas de hortelano. Hubo, antes, música de guitarra y canciones. El alcalde esperaba el momento más feliz de la fiesta para poner en manos del festejado el regalo. Pero entonces, las cosas se aplanaron. Y todos, medrosos, aleteando, huyeron despavoridos del patio oscuro de los Bamba.
        Candelario Bamba, al día siguiente, como si recién despertara, arrastró su mecedora desde el tejaván al centro del patio, junto a un viejo tronco. Luego llamó a la madre, y con voz tranquila le dijo:
         —Consígame usted un cuchillo de monte y barniz.
         La madre quedó alucinada por el sol de estas palabras. A ciegas salió a la calle, hacia la tienda de Ángel Bautista. En la tienda contó el milagro, recordando cómo lo había profetizado sin proponérselo; porque sí.
        La noticia dio varias vueltas al pueblo. Nadie podía creer que el zonzo de Candelario se hubiera puesto a hablar de pronto, tras una existencia de entero silencio. Esa misma mañana, todo el pueblo acudió a admirarlo; a ver en qué trabajaba y cuál era su voz.
      Más tarde, a la hora del crepúsculo, la madre de Candelario Bamba comprendió que la noche no detendría los afanes del hijo. Cortaba éste la madera del tronco y la convertía en largos cañutos. Le acercó, para que combatiera las tinieblas y la sed, un quinqué, una jarra de agua y un vaso. Después, desde una ventana de la casa lo estuvo contemplando hasta el amanecer. La visión de su hijo coronado por las libélulas le atrajo a la memoria el recuerdo del único hermano de ella: Neftalí Bamba. Por boca de unos viajantes supo que Neftalí era un gran carpintero de instrumentos músicos, en otro pueblo, corazón de unos bosques. Neftalí debía estar bastante viejo y atiborrado de manías. Y tal vez la hubiera olvidado ya. Contando con esto decidió, sin embargo, escribirle. Neftalí llegó al pueblo un sábado.
     La madre de Candelario lo vio venir por el camino, ágil como un joven, tocado con un sombrero negro de seda. Abrió la puertita del patio. Fue directo a Candelario.
      —¿Qué estás haciendo sobrino? —le preguntó.
      Candelario alzó los ojos para verlo:
      —Quiero una flauta —le dijo.
      La madre de Candelario Bamba no logró que su hermano entrara a vivir en la casa.
      —Se te agradece, Magdalena —le decía mientras ahuecaba uno de los cañutos de Candelario.
      —Pero hay cosas mejores en el mundo que cuatro paredes.
      La madre se cruzaba de brazos, respiraba fuerte.
      —Es que te vas a insolar, Neftalí —le argüía.
      —No, porque ya he pensando en eso. Tú me prestarás una sábana, mi cobertizo, Magdalena.
      Disgustada por la testarudez del hombre, volvía a la casa, removiendo con sus manos el aire intensamente luminoso de la tarde. Pero una vez que estaba dentro, se calmaba e iba luego a comprobar la cantidad de petróleo que había aún en el depósito del quinqué. Y si el depósito no necesitaba combustible, entonces pasaba a preparar la merienda de los dos hombres. Cubría la merienda con un trapo y, con el sueño en el cuerpo, se retiraba a dormir. El alcalde le decía que era una tontera desvelarse cuidando al parecito. Pues él los tenía estrechamente vigilados no a causa de Candelario, claro, sino por el visitante, cuyas costumbres el cabildo no podía avalar.
      El tañido de una flauta despertó a la madre de Candelario. Con una mano desbandó los moscos que la asediaban. Al parecer, la flauta se oía en el patio, mansa y ajena a aquellos lugares. El resplandor azul de la noche inminente entraba por la ventana. La madre de Candelario se puso de pie y espantó de nuevo a los moscos. Pensó que el flautista era hombre de vastos pulmones porque no decaía su hermoso trabajo un segundo. Cuando entró a la cocina por la merienda y el quinqué, la música de la flauta estaba aposentada ya en sus huesos. Tomó a tientas los cerillos de la mesa para encender el quinqué. Y ahora sentía el tañido en el vientre, llamado de macho en celo.
      —Candelario fue la raya —dijo en voz alta—. El fin de las noches de amor.
      A la luz del quinqué, Neftalí Bamba paró de tocar.
     —Sabía —le dijo la madre de Candelario— que eras maestro de carpinteros; no músico. Me levantas cenizas. Dime, Neftalí, ¿de dónde has sacado eso?
     —Sé pulsar diversos instrumentos, Magdalena.
     —Yo no estoy preguntando por la extensión de tu gracia, Neftalí —dijo la madre de Candelario, y luego insistió:
     —¿De dónde? Neftalí.
    La flauta de Neftalí Bamba estaba labrada con figuritas que la hermana no alcanzaba a ver bien. Neftalí Bamba se golpeó un muslo con ella y contestó.
     —De ninguna parte, Magdalena; ésa es la queja de la madera hembra.
     —Tú la atormentas entonces, Neftalí —dijo la madre de Candelario, medio llorosa.
     —Yo no sé —respondió Neftalí Bamba—. Yo digo que la enamoro.
     La vigilia de esa noche transcurrió para la madre de Candelario Bamba lentamente. Necesitaba del sol y los panes del siguiente día. En su hermano había diablo escondido. El pan sería el cebo que iba a atraerlo a la clara superficie. Mentiras lo de la madera. A la edad de Neftalí los hombres que eran incapaces de cejar en el empeño dulce, para coronarlo se valían de medios de gran figura. Y muy probablemente Neftalí perteneciera a tal tipo de apetitosos. La madre de Candelario sentía que la vejiga le pesaba peor que la bola de plomo. Apretó las piernas, que se le pegaron con el sudor como dos cuerpos. Por nada de este mundo iba a levantarse a orinar. El retrete de noche era siniestro, un ruidero de láminas y tablas podridas; si los orines querían salir que salieran, pero sin incomodarla. En el patio, Neftalí le daba a Candelario, uno tras otro, los cañutos para que los probara.
     Neftalí escuchaba los pitidos como si fueran las voces de Dios. Cuando Dios no era diáfano en su lengua de pájaro. Neftalí lo llamaba por segunda vez a la boca del cañuto y le recomendaba no atropellar las notas. Entonces Candelario se le quedaba viendo a Neftalí. Y después, echándose contra el respaldo de su mecedora comenzaba a reírse de él, anchuroso como un río de mayo. Neftalí no miraba más a su sobrino con ojos de maestro; se había transformado en el viejo compañero de afortunadas nataciones.
Imagen
Autor: Iván Gardea. Título: ‘Paroxismo’, de la serie Girard. Técnica: Grabado en linóleo. Año: 2015.
     Impulsado por la risa, Candelario iba y venía en el columpio de la mecedora. Algunos cañutos  rodaron de la mesita al suelo. Las virutas del pan de la merienda brillaban como pesca de gambusino en el plato de barro.
     Pero a la madre los ataques de hilaridad no le hacían gracia. Era sólo el modo que su hijo y su hermano tenían de ahogar el sueño. A veces el ataque se continuaba por media hora, con fugaces intervalos de cordura que los reidores aprovechaban para secarse el llanto. No le hubiera extrañado nada ver entrar a los espías del alcalde al círculo de luz, exigiendo silencio.
     El alcalde le había advertido:
     —Procure, señora Bamba, que sus gentes no lleguen nunca a la estridencia; recuerde que el reposo de mis paisanos lo tengo por sagrado.
      Ángel Bautista era un niño.
     —Correcto —le dijo—, pero no olvide usted que yo soy una anciana que apenas pesa lo que el otoño en una sola de sus hojas, y que a mí esos estridentes con su viento de risas me arrancarían en un santiamén del árbol de la vida. Si perturban la paz, cargue con ellos, llévelos a vivir a la cárcel; al umbral de su casa, Bautista, como quien dice.
     Pasados tres días, el alcalde volvió para anunciarle que conmutaría, si lo obligaban, la prisión por el destierro.
     Neftalí estaba recogiendo del suelo los cañutos caídos. Candelario lo observaba atentamente.
     Candelario quizás se convirtiera, andando las noches, en célebre flautista.
     Habría que vivir para verlo.
     Sin levantarse de la silla, la madre de Candelario aflojó despacio los muslos y comenzó a orinar.
     —¡El océano que traía yo dentro! —dijo aliviada del plomo.
     Se inclinó sobre el marco de la ventana. El aire del patio estaba hecho un bagazo por tantas horas de sol, de polvo. Llevaba una semana y días de centinela de Candelario.
     Siendo la víspera del cumpleaños de Candelario, el alcalde vino a hablar con ella. Le obsequió un retazo de cretona descolorida y comestible. Ella le dio las gracias, abrazando contra el pecho huesoso la cajita con la mercancía.
     —Considéreme usted, señora Bamba —empezó el alcalde—, enemigo del clima que rodea a su hijo. Administraciones precedentes encontraron natural semejante atmósfera. Error, señora Bamba.
     El alcalde se había desabrochado y abierto la camisa. En el pecho le hervía de calor la pelambre entrecana, rizada al pie del cuello. Las mujeres del pueblo decían que esos rizos eran el producto de los deditos aburridos de la esposa, cuando el alcalde la montaba. “Bautista —confesaba la esposa—, de hombre tiene solamente lo felpudo que luce entre las tetillas. No le importa que yo no dé flores”.
     —Error —repitió el alcalde—; su hijo, señora Bamba, es una fuerza de trabajo a la que debemos apartar del ocio. Grava con el ejemplo nuestra proverbial laboriosidad, señora Bamba.
      Hipócrita Bautista. Aceptó, no obstante, su proposición: por la música y las canciones que traería gratis al patio de la casa. ¡Oh, la tontería del alcalde, pretendiendo expulsar a Candelario a lejanos lugares, como si ella no contara para nada!:
     —Ángel Bautista —no se cansaba de advertirle—, no te engolfes en tu cargo porque, al desmandarte, no serás sino odioso peludo.
     La madre de Candelario se desnudó detrás de la puerta del cuarto. Mantuvo, apoyándose en la perilla, abierto el compás de sus piernas. La piel por donde habían corrido los orines le ardía como una quemadura. Giró un poco el cuerpo hacia la ventana, ávida de aire. Luego se miró el sexo. Otro, irreconocible a la luz del amanecer. Pensó en el bosque de Neftalí y en la mujer sin flores del alcalde. El vestido que iba a ponerse lo había usado para el cumpleaños de Candelario la semana anterior. Olía a mueblo viejo y le faltaban el moño y los botoncitos de fantasía, todo arrancado por el viento de aquella mañana.
     —Desde hoy —le dijo  Neftalí Bamba a su hermana— entraremos a vivir a tu casa.
    La madre de Candelario se le quedó viendo, azorada. Neftalí tomó la mecedora de Candelario y caminó rumbo a la casa. No había tocado el pan.
     —Desayunaremos adentro, madre —le dijo Candelario.
    El alcalde, acompañados por dos hombres, observaba la escena desde el barandal del patio. El reflejo del sol en su camisa amarilla le producía a la madre de Candelario mucho ofuscamiento. Los acompañantes mismos, de lentes ahumados, debían sufrirlo también.
     —Llévate pues el pan y el café —pidió la madre a Candelario—; ahí voy. Antes quiero preguntarle a Bautista qué anda buscando aquí a horas de cabildo.
     Candelario Bamba volteó a mirar entonces al alcalde y dijo:
     —El tío Neftalí ha dicho que por causa de ese hombre, la primavera es casi un sueño entre nosotros.
     Cuando estuvo frente al alcalde, a la madre de Candelario se le volvieron de agua los ojos.
     El alcalde mandó a sus hombres que se retiraran.
     —No llore usted, señora Bamba; ¿en qué puedo servirla? —le dijo.
    —En nada, Ángel Bautista —le dijo la madre de Candelario—; estoy llorando nomás de pensar en los años que viví sola en la casa.
————--
(*) Jesús Gardea, Los viernes de Lautaro, Siglo XXI, México, 1979. pp. 9-17.



Imagen
JESÚS GARDEA (Delicias, Chihuahua, 1939 - Ciudad de México, 2000). Dentista por la Universidad Autónoma de Guadalajara, fue uno de los narradores más prolíficos y originales de la literatura mexicana hacia finales del siglo XX, autor de catorce novelas, seis libros de cuentos y uno más de poesía. En 1981 obtuvo el prestigiado premio Xavier Villaurrutia por el libro de cuentos Septiembre y los otros días. También fue el primer galardonado con el premio Fuentes Mares, en el año 1985, el cual declinó. En los años 2000 y 2001 aparecieron las novelas El biombo y los frutos y Tropas de sombras, ambas póstumas; una más, Bugambí, continúa inédita. Entre los primeros estudiosos del trabajo de Jesús Gardea, destaca Dickon Hinchliffe, integrante de la banda de rock Tindersticks, quien elaboró su tesis de doctorado acerca de la obra del narrador chihuahuense y que tituló Histories of luminous motion: the space, language and light of Jesus Gardea’s ‘Placeres’.

1 Comentario
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