FICCIONES
PEQUEÑOS RELATOS PARA ENTENDER EL MUNDO
NIEVE SOBRE SALAMANCA No era por pocos conocido el rumor de que, por los nevados riscos de la Sierra de Béjar, una zona montañosa al sur de Salamanca, la Cruz estaba siendo desplazada por símbolos de origen pagano desconocido, probablemente célticos, y se rumoreaba, asimismo, que tal disidencia de la Palabra Sagrada estaba ganando adeptos fuera de las fronteras de las cordilleras, en las calles de la ciudad. No era extraño incluso ver cómo aquí y allá las gentes murmuraban ocultándose tras las esquinas, tratando de confundirse con las sombras, cubriéndose la boca con las manos para que sus labios no pudieran ser leídos o sus palabras escapar, y luego, comunicado el chisme, miraban a su alrededor suspicaces, quién sabe si temerosos de ser escuchados por los oídos de la Inquisición o por miedo a esos monstruos herejes de las montañas que habían dado la espalda a Cristo. Aunque a pesar de todo aún no se había demostrado la realidad de tales nuevas, fueran estas portadoras o no de verdad, lo que sí era cierto es que comenzaban a compungirse los espíritus de los ciudadanos salmantinos. Pues los rumores, es sabido, son más contagiosos y se expanden más rápido que cualquier epidemia, y casi podríamos decir que son más peligrosos, ya que, a diferencia de una enfermedad, el rumor se alimenta de la imaginación humana, y cada boca añade o quita aquello que más le parece adecuado a su historia. ¡Pero cuántas personas mueren en una epidemia! Podrían ustedes argüir, y sería lícito. Pero yo les respondería ¿y cuántas no acabaron en la hoguera enviadas por boca de otros, apuñaladas, lapidadas, torturadas o enterradas por culpa de las palabras? Quién podrá jamás saber la cifra exacta... Y, claro está, no fue diferente el caso con los ciudadanos de Salamanca, quienes, como es natural del alma humana cuando algo le resulta misterioso y oscuro, se lanzaron a dotar y revestir a tales herejes de las montañas con los atributos más diabólicos, pérfidos y retorcidos a que sus imaginaciones alcanzaban. Prácticamente, ya no eran considerados humanos. Tal circunstancia no podía menos que convertirse en un miedo de fondo continuo que, más tarde o más temprano, podría traducirse en algún tipo de delirio colectivo. Ejemplos de esto no nos faltan en la Historia. Pero aún más grave, todo esto podría acabar resultando en un agravio al respeto y la integridad de la Santa Iglesia, incluso a un cuestionamiento de su autoridad. Se imponía, pues, la necesidad de acabar con la situación cuanto antes y de raíz. En coyunturas de este género, que salpicaban la reputación y prestigio de la Iglesia, el asunto se abordaba en dos direcciones. En primer lugar, las fuerzas de la Santa Inquisición entraban en juego para juzgar y deshacer por la fuerza la herejía que se estuviese fraguando. Con esto se conseguían dos cosas a su vez; por un lado, tranquilizar a las masas del pueblo, en cuyas miradas, bajo una lluvia de ceniza y nieve, el fulgor candente las hogueras prendidas en las plazas parecía hacer desaparecer el miedo a los herejes con la misma suavidad y sencillez que las llamas reales degustaban los cuerpos agonizantes; y, por otro lado, con la elocuencia de este ejemplo se mantenían a raya posibles nuevas heterodoxias. En segundo lugar, posteriormente era necesario escribir una refutación a la herejía, para compartirla entre letrados e intelectuales y que estos la difundieran entre el pueblo. Pues bien, en lo que respecta a esta segunda parte del proceso era previsto, por opinión casi unánime, que sería un nuevo trabajo del prestigioso fray León de Castro lo que fulminaría con gravedad profética el desvío de aquellos impíos, ya que no sería esta la primera vez que dicho fraile se había encargado de desmontar herejías surgidas en la Península Ibérica. Fray León de Castro era catedrático de Griego en la Universidad salamantina y, como tal, ampliamente instruido en lo todo lo concerniente al mundo antiguo. De la misma manera, y como correspondía, era gran conocedor de los pensamientos paganos, ya fueran estos griegos, romanos o bárbaros, así como de sus subterfugios y los peligros que estos podían, o no, representar a la cristiandad, e incluso detalle de mayor importancia, en qué circunstancias tenían tales desvíos del alma y la Razón el poder necesario como para ser capaces de atraer corazones de creyentes necios y estúpidos. Fue así que fray León de Castro, anticipándose a la petición del Reverendísimo Padre, el Inquisidor General Fernando de Valdés, se volcó con devoción en la escritura de un códice donde, haciendo uso de las mencionadas dotes eruditas, refutaba, no solo aquella posible herejía en la Sierra de Béjar, sino a cuantas pudieran existir parecidas a esta en todo el suelo europeo y pusieran en duda las palabras de los evangelios. Seguro como estaba de su éxito, la pluma de fray León parecía dotada de vida propia, se deslizaba con suavidad sobre el papel hilando argumentos de tinta sobre la necesidad de la existencia divina, sobre la cualidad de atributos de Dios, sobre cómo el uso acertado de la razón y la lógica, ambas elogiadas por filósofos tanto paganos como cristianos, nos guían, inexorablemente, a la conclusión de la existencia del Dios del catolicismo... Así pues, al cabo de pocas semanas tuvo fray León culminado su trabajo. Ciertamente no le había resultado una tarea compleja, pues la experiencia le había enseñado que las herejías que realmente hacían peligrar los pilares cristianos eran aquellas que podían confundirse con la misma ortodoxia. Y esa supuesta herejía en las montañas de Béjar de la que se rumoreaba, parecía demasiado disímil de las enseñanzas de Cristo como para que realmente supusiera un peligro. Acaso una amenaza real hubiera sido el surgimiento de alguna nueva rama derivada de una de esas venenosas lacras europeas, como el protestantismo, el erasmismo o, ¡el Señor nos libre! de un nuevo judaísmo..., los cuales ya adolecían de numerosos seguidores por toda España. Culminada, pues, la obra y orgulloso de su trabajo, fue a mostrársela a Fernando de Valdés, quién, en nombre de la Santa Iglesia, habría de darle el visto bueno para su publicación. No obstante, poco duró la dicha en el pecho henchido de nuestro fraile, pues, al mostrar su nuevo trabajo al Reverendísimo Padre, este, sin apenas haberla ojeado, le dijo que, aun agradeciendo enormemente el esfuerzo, su obra ya no era necesaria, que otro manuscrito había hecho el trabajo de forma sorprendentemente elocuente. A fray León aquellas palabras le resultaron ajenas, como si no hubieran sido dirigidas a él, quizás a alguien que estuviera a sus espaldas. Pero ante la incipiente impaciencia del Padre Valdés no pudo menos que encajar tal noticia fingiendo aplomo, mas en su fuero interno sintió una honda puñalada en su orgullo. No era capaz de imaginar quién, de entre los intelectuales de Salamanca, habría sido capaz de atreverse a perpetrar ese atrevimiento, tal cuestionamiento de su popularidad, tal enfrentamiento directo a su persona... Preguntó por el nombre del admirable académico que fuera el autor de tal trabajo. Querría conocerlo y felicitarlo en persona, dijo. La respuesta fue “fray Luis de León”, nuevo catedrático de Teología de la Universidad de Salamanca, un joven y prometedor fraile jesuita proveniente de Cuenca. Esta novedad también sorprendió a fray León, que no era conocedor de que hubiera un nuevo catedrático de Teología en su universidad. Había sido encarecidamente recomendado por el anterior catedrático, respondió el Padre Valdés encogiéndose de hombros, observando sus uñas a una distancia de la cara a la que pudiera verlas bien en detalle, con la indiferencia ante los asuntos terrenales que ha de ser propia de quien es brazo ejecutor de los designios divinos. Aquel desafortunado evento, para gran irritación de fray León, hombre, como ya vamos viendo, altamente soberbio, fue solo el primero de muchos. El nombre de fray Luis era ya algo sonado en la academia por un comentario que el joven fraile había escrito acerca de las Cinco tesis sobre la existencia de Dios, de Tomás de Aquino, pero en adelante, aquel nuevo catedrático comenzó a cruzarse una y otra vez en el camino de fray León. Casi parecía obcecado en usurpar el trono de popularidad que ostentaba nuestro fraile. Parecía ser que, al igual que fray León, fray Luis era un experto en las culturas griega y romana, cuyas lenguas dominaba a la perfección, así como el hebreo. Era, además, conocedor escrupuloso de la Historia y la Teología y, no contentándose únicamente con escribir documentos académicos en tales ramas del saber, era también poeta, arte con el que era capaz de dotar a sus trabajos de una fluidez, una retórica y una belleza admirables, cualidades de las que fray León carecía, y que nunca antes había odiado con tanta visceralidad. Finalmente, una blanca y plomiza mañana de invierno hubo de ocurrir lo inevitable. En los claustros de la universidad, tuvieron ambos frailes, el veterano y el novicio, su primer encuentro. Fray Luis hablaba al estilo socrático ante un pequeño grupo de colegas de la universidad, que se habían congregado a su alrededor, acerca de los beneficios de estudiar la Biblia hebrea, para así poder compararla con la Vulgata, su traducción latina, y de esta manera tener una mejor valoración sobre la Palabra divina. Fray León, que pasaba cerca, puso la oreja y alcanzó a escuchar parte del discurso. Viendo en aquel momento, como caída del cielo, la oportunidad idónea para ridiculizar a aquel arrogante, fray León decidió interrumpir. Con una altanería mal o nada disimulada, fray León advirtió a todos los oyentes de la carga herética de las palabras pronunciadas por fray Luis, pues podían ser confundidas con el dogma del protestantismo. Traducir la Biblia era justamente lo que había hecho Lutero, y ahora Europa entera estaba escindida en dos. Además, las traducciones al hebreo eran incluso peor. Convertirse al cristianismo no era un menú de donde uno pudiera escoger aquello que más gustase, y aprender el latín era necesario. Y tras todo esto, culminó fray León que, ¡Dios no lo quisiera! pero que, con tanto hablar sobre la lengua hebrea y el antiguo testamento, quizás empezara a decirse que fray Luis fuese uno de esos “marranos” que decían haberse convertido al cristianismo, pero continuaban sus cultos judíos en secreto, y que ya algo se comentaba acerca de las raíces de sus padres... Ante tales palabras el silencio se apoderó de los jardines de la universidad. La nieve caía suavemente y los copos, una vez en el suelo, se fundían con el resto de la blancura. Todos miraban a fray Luis, expectantes a su reacción ante tales acusaciones. Este, con una inusitada expresión de calma, miraba fijamente a fray León, mas no parecía haber desafío en sus ojos, más bien parecía estar tomándose el tiempo necesario para responder con la debida elocuencia. Finalmente dijo: «Fray León de Castro, amigo mío y hombre al que admiro. Creo que, al haberos unido de forma tardía a esta, nuestra pequeña tertulia, no habéis escuchado todo lo que en ella se ha dicho, lo que os ha llevado a sacar conclusiones erradas, hermano mío. En ningún momento he mencionado traducir la Santa Biblia al hebreo. En primer lugar, porque fue escrita antes en esta lengua y, segundo, porque como vos bien decís, las Escrituras han de estar en latín, idioma de nuestra Santa Madre Iglesia. Mis argumentos eran en referencia a nosotros, los ilustrados, los que hemos de educar y evangelizar a nuestra gente. A todos nosotros, decía, nos vendría bien conocer el hebreo, así como leer y estudiar la Biblia en tal lengua. Nosotros, no el pueblo. Pues nosotros somos quienes tenemos el estudio necesario y las herramientas para no desviarnos del camino de nuestro Señor Jesucristo. Y digo esto, que aprender y estudiar la Biblia en hebreo sería bueno para la Iglesia, porque con tal capacidad por nuestra parte, habiendo entendido los matices de las escrituras de los judíos mejor incluso que ellos mismos, seremos más capaces de mostrarles su error y que la verdad está en seguir el camino de Jesús. Creo firmemente, amigos míos, hermanos, que así es como realmente conseguiremos evangelizar a los herejes y heterodoxos, pues ninguna conversión es válida si no es sincera, y no será sincera si es por la fuerza. ¿No dio Dios al hombre la capacidad de la Razón? ¿Para qué haría tal cosa, en su infinita sabiduría, son fuese para que el hombre la usase? Mi mayor deber es para con Dios nuestro Señor, y creo que el uso de nuestra razón no podría jamás ser muestra de herejía, queridísimos hermanos». Entre tales y otras palabras, el debate prosiguió sin decantarse claramente por uno de los contendientes, así como proseguía la nieve cayendo sobre las cabezas de los allí reunidos. Pero cada vez que fray Luis hablaba, las mismas cabezas asentían mostrando aprobación a su discurso. Y cada asentimiento producía, en fray León, una rabia que le coloreaba las carnes y crepitaba en sus ojos. Aquel encuentro fue, pues, desesperanzador para el veterano catedrático, que veía cómo su lugar privilegiado en la universidad y entre las gentes del pueblo llano le iba siendo usurpado, y cuyo orgullo ardía herido al ver la osadía de aquel joven. Fue entonces, aunque que pueda resultar extraño por lo tardío de tal resolución, que fray León comenzó a leer las obras de su oponente con la finalidad de hallar incoherencias en su discurso, preparar debidamente sus réplicas y, así, poder aplastar al joven fraile agustino. Sin embargo, se topó, muy a su pesar, con una realidad harto distinta. Como parecía ocurrirle a todo aquel que leía sus obras, fray León quedó absolutamente prendado de la pluma de fray Luis. Sus palabras, pulcramente escogidas cada una de ellas, se hilaban en elocuentes frases que, a su vez, se enlazaban de una forma bellísima y sumamente simple. Sus disertaciones y razonamientos se seguían lógicamente unos de otros creando una estructura firme y robusta que guiaba al lector por el camino de su prosa filosófica. Y, por último, la sublime suspicacia y profundidad de sus meditaciones eran deslumbrantes. En resumidas cuentas, fray Luis no era únicamente un joven prometedor, era un genio. Sin embargo, todo esto, lejos de abatir a fray León, hizo que la llama de su arrogancia se avivara aún más. Desde entonces, se dispuso a sobrepasar a fray Luis para superar el rencor que este le infundía. Optó por no coincidir con él en nada, escribió vastos e inextricables textos llenos de complejos silogismos valiéndose, más que nunca, de argumentos de filósofos griegos y escolásticos para reforzar sus hipótesis y trató de extender las teorías de grandes maestros del pasado como Tomás de Aquino, Escoto Eriúgena o San Agustín. Jamás la obra de fray León había sido tan prolífica. Mas una y otra vez se topaba con nuevos textos de fray Luis, a quien había llegado a considerar su némesis, cuya sutileza y elegancia se mantenían insuperables. No cabía duda de que fray Luis, aquel joven venido de Cuenca, había llegado para quedarse y, sin siquiera pretenderlo, usurpar su popularidad y reconocimiento. La inevitabilidad de tal situación quebró y hundió, finalmente, la moral de nuestro fraile. No obstante, ¡qué de vueltas pueden dar los hechos que conforman el destino de los mortales, y cómo es la naturaleza humana, que no varía entre plebeyos y eruditos! Siendo así que, como ya comentamos al comienzo del presente relato, así como las habladurías y la difamación se extienden entre las gentes del pueblo, también hacen lo propio entre intelectuales, y más aún cuando un individuo sobresale por encima de la media, pues, por desgracia, los pecados de la envidia y la codicia no son inusuales en las personas. Fue, de esta manera que, un rumor que se extendía entre los muros de la universidad llegó a los oídos de fray León cuando más abatida se encontraba su alma. Decían que fray Luis tenía una prima entre las Carmelitas descalzas, en el convento de Sancti Spiritus, la cual no sabía latín y que, a petición de esta, el joven catedrático estaba, en secreto, transcribiendo al español un texto bíblico. A fray León le dio un vuelco el corazón al enterarse de aquella noticia. ¡Traducir la biblia del latín al alemán había sido el sacrilegio cometido por Lutero! Y la Reforma protestante era la mayor herejía contra la que se enfrentaba la cristiandad. Fue entonces que comenzó a gestarse el germen de una venganza en el corazón de fray León, pero necesitaba pruebas fehacientes. Aquella noche, pues, cuando la universidad estaba vacía, fray León volvió. Recorrió los oscuros pasillos del edificio hasta llegar al despacho de fray Luis. Pasó horas fisgando entre los libros y manuscritos del fraile agustino hasta que dio con unos papeles no escritos en latín. Leyó y su rostro se iluminó aún más tras el candil que portaba frente a sus ojos. Era, sin lugar a dudas, un fragmento del Cantar de los Cantares, del Antiguo Testamento. Fray León casi saltó de alegría al descubrir aquello. «Hereje, hereje» susurraba sin poder contener su júbilo. Se guardó en la túnica varios de los papeles que conformaban el escrito y, tras dejar todo como lo había encontrado, desanduvo en silencio el camino recorrido. A la mañana siguiente, se encontraba fray Luis dando clase a sus alumnos, como de costumbre, cuando la puerta de la clase se abrió de par en par con virulencia y entró un grupo de inquisidores. Tras ellos estaba nada menos que el Reverendísimo Padre Vives. Ante la sorpresa de los alumnos y el resto de los catedráticos que habían seguido al grupo de inquisidores y se encontraban al otro lado del umbral, el Padre Vives pronunció las siguientes palabras: «Fray Luis de León, quedáis arrestado, en nombre de la Santa Inquisición, por herejía, por haber traducido sin permiso y en secreto textos bíblicos que jamás deben ser mancillados con vocabulario profano. Ahora debéis ahora acompañarnos». Fray Luis, sin mediar palabra, observó a sus alumnos y, seguidamente, obedeció y se retiró de la clase escoltado por los inquisidores. Juntos, acusadores y acusado, abandonaron la universidad. Al poco, alumnos y maestros fueron sobreponiéndose de su asombro y se retiraron entre murmullos para proseguir con sus tareas. En el jardín, bajo la nieve que caía del cielo, solo quedaba ya fray León, quien, por algún motivo que no alcanzaba a comprender y lejos de lo que había esperado, no se sentía aliviado por haber derrotado a su rival. Tras los acontecimientos acaecidos, alegó encontrarse enfermo y se retiró a su casa. El tiempo, imperturbable, transcurría. Pasaron las semanas y el malestar de nuestro fraile no parecía tener intenciones de abandonarlo. Sumido, pues, en una suerte de melancolía, no podía dejar de pensar en fray Luis. Releía los textos del joven fraile agustino junto con los suyos propios. Curiosamente, aquellos escritos elaborados durante el tiempo que había durado su batalla personal contra fray Luis, se le antojaron los más bellos y elocuentes que había escrito en toda su vida. Y ciertamente, tras este periodo no consiguió recobrar la vitalidad y el ímpetu que habían cobrado cuando argumentaba contra su oponente. Esta cuestión lo confundía sobremanera... Una tarde, en su casa, a la lumbre de un fuego encendido en la chimenea, fray León terminó de escribir una serie de disquisiciones sobre el “argumento ontológico” de San Anselmo de Canterbury. Tras haberlo concluido y revisado, recogió todos los papeles que lo constituían y, en lugar de ir a enseñárselos al Reverendísimo Padre, los entregó al fuego de la chimenea. Los mordiscos de las llamas lo fueron consumiendo sin misericordia, alimentándose de los argumentos trazados por la pluma de fray León con la misma vehemencia que lo hacía cuando consumía libros heréticos. Al cabo, cuando el fuego ya se había extinguido, nuestro fraile se asomó a la hoguera y observó que un fragmento del manuscrito se había salvado del fuego. Con sumo cuidado y delicadeza lo recogió y leyó lo que en él había. Era una frase que le había inspirado uno de los textos de fray Luis. Al ver esto, fray León de Castro sintió cómo las fuerzas lo abandonaban. Se arrodilló ante a los restos carbonizados en la chimenea y, con el trozo de papel apretado contra su pecho, no fue capaz de contener las lágrimas.
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El Coloquio de los Perros. ALFARO GARCÍA, ANDREA
ALMEDA ESTRADA, VÍCTOR ALBERTO MARTÍNEZ, DIEGO ÁLVAREZ, GLEBIER ANDRÉS, AARÓN ARGÜELLES, HUGO ARIAS, MARTÍN ÁVILA ORTEGA, GRICEL AYUSO, LUZ BAUK, MAXIMILIANO BEJARANO, ALBERTO BELTRÁN FILARSKI, OLGA BOCANEGRA, JOSÉ BORJA, NOÉ ISRAEL CABEZA TORRÚ, JUAN CÁCERES, ERNESTO CAM-MÁREZ CAMACHO FERNÁNDEZ, GREGORIO CANAREIRA, A. D. CASTILLA PARRA, JOSÉ DAVID CASTRO SÁNCHEZ, JUAN CATALÁN, MIGUEL FONSECA, JOSÉ DANIEL
FORERO, HENRY FORTUNY i FABRÉ, CESC FUENTES, FRANCISCO FRARY, RAOUL GALINDO, DAVID GARCÉS MARRERO, ROBERTO GARCÍA-VILLALBA, ALFONSO GARCÍA MARTÍNEZ, AMAIA GARDEA, JESÚS GIORGIO, ADRIÁN GÓMEZ ESPADA, ÁNGEL MANUEL GUILLÉN PÉREZ, GLORIA GUTIÉRREZ SANZ, VÍCTOR HACHE, MYRIAM HAROLD BRUHL, KALTON HERNÁNDEZ, JOSÉ HERNÁNDEZ, JUAN FRANCISCO HERNÁNDEZ NAVARRO, MIGUEL ÁNGEL HINOJOSA, PAZ HIRSCHFELDT, RICARDO HIRSCHFELDT, RICARDO [EL ABANDONO] JUNCÀ, JORDI KOUZOUYAN, NICOLÁS LÓPEZ, DOMINGO LÓPEZ-PELÁEZ, ANTONIO LÓPEZ LLORENTE, JORGE LÓPEZ VILAS, RAFAEL MAHTANI, VIREN MARDONES DE LA FUENTE, ALEJANDRO MARTÍN, RAIMUNDO MARTÍNEZ COLLADO, GUILLERMO MÉRIDA, JAVIER / BARRETO, SERGIO MEROÑO, ANTONIO MILLÓN, JUAN ANTONIO MIRELES, JUAN MONTERO ANNERÉN, SARA MONTOYA JUÁREZ, JESÚS NORTES, ANDRÉS OLEZA FERRER, CARLOS (DE) ORMEÑO HURTADO, AARÓN OSORIO GUERRERO, RODRIGO OTAMENDI, ARACELI OUBALI, AHMED PANZACOLA, ELIOT PARDO MARTÍNEZ, SAMUEL PÉREZ ALONSO, ALBA PIQUERAS, CARMEN PUJANTE, BASILIO QUINTANA, JULIO RECHE, DIEGO REMEDI, ROBERTO A. RODRÍGUEZ GARCÍA, JUAN AMANCIO RODRÍGUEZ OTERO, MIGUEL ROSADO, JUAN JOSÉ RUCHETTA, MAURO SÁNCHEZ LOZANO, PILAR SÁNCHEZ MARTÍN, LUIS SÁNCHEZ SANZ, PEDRO SCHUTZ, LOLA SEGURA, ALEJANDRO SEVILLANO, ATILANO TOMÁS, CARMEN TORTOSA, JAVIER TRENADO, ENRIQUE URTAZA, FEDERICO VIDAL GUARDIOLA, NATXO Hemeroteca
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