FICCIONES
PEQUEÑOS RELATOS PARA ENTENDER EL MUNDO
LOS CAMINOS Y, para asombro de todos, detallaron con qué ingenio habían superado el océano de arena triste, cómo habían sobrevivido a los géiseres de espuma, a los bosques de fango y niebla, a las cimas, a las trincheras, al ondular áspero de ciertos mares interiores que hubieron de surcar. Dijeron que no volverían, jamás. Pero mintieron. Y solos ya ante los manjares ofrendados, con los ojos llenos de sabores, manchados los rostros de las dulces mugres de los alimentos, solos ya como nenúfares orillados, y colmados con los licores eruditos de todas las sabidurías, se dijeron que bueno, que tal vez pudieran curiosear, una sola vez más. Al sur. —Puede que sea hacia allá. —Puede. Los habían recibido ansiosos los vecinos, al alba de algún sol de levante, atentos a las nuevas que traían y a los gestos que esbozaban, novicios de las tierras incógnitas que eran todos ellos, con las manos colmadas de las bagatelas de la bienvenida y los rostros pudorosos de los que quedan al calor de las lumbres y al amparo de las ventiscas. Preguntaron y se les dijo, desbarataron como niños las ofrendas, palparon como barraganas, escrutaron como centinelas celosos los restos de la incursión, las palmas de sus manos y el unto de sus pies. Revelaron ellos entonces que aquello era hermoso, que se habían revolcado en apacibles campiñas de papel, remontado mansos arroyos de néctares multicolores, yacido en joviales minas de algodón. Relataron cómo eran los montes de piedras preciosas, las extrañas construcciones de coral que fecundan las cuevas de allá, las torpes alas de los monstruos de los que tuvieron que escurrirse. Volvieron, desde luego, para pisar las margaritas, para mancillar los suaves descampados donde aún florecen las amapolas y los tarros vacíos de almíbar que motean los senderos, para alisar con dulzura las serpentinas ensortijadas en las malezas, descalzos como sólo se está descalzo de deseo. Volvieron, y siempre lo habrían de negar, sólo por acariciar los valles lúgubres desde las lomas, por mirar las lunas encarnadas y mustias, por besar los restos amontonados de lienzos y artificios en las colinas, los aperos descalabrados de los tiempos de los que tanto habían oído hablar. —Por aquí no es, se decían, pero es tan bello. —Sí. Volvieron una sola vez, para recolectar apenas un saco de memorias que llevar a sus familias, y acallaron la avidez de decirse que habrían de atesorar los aromas, los guijarros, la humedad. Y juraron que no regresarían jamás a sentir esas brisas gélidas, esas opulencias apiladas, esas estrellas sofocadas. —Será por allí, se dijeron, más al Sur. —Es posible. Les despidieron como a moribundos y como a moribundos los miraron atajar por las laderas de plata, lentamente, y llegar a los imposibles acantilados de metal y perderse, lentos insectos, en las altas selvas del segundo atardecer. Vagaron días enteros, aligerando las provisiones y los ropajes, acurrucándose en las simas para reposar, danzando en los prados, gritando en los despeñaderos. Antes, mientras preparaban la expedición, los ancianos les habían revelado insólitos artilugios que debían buscar, dibujado extrañas marcas que debían esquivar, retratando increíbles criaturas a las que sortear. Y a los pocos días descubrieron una aldea, una enorme y deshabitada villa florecida de musgo, de roca, de vacío. Y anduvieron en ella y holgazanearon y treparon a colosales armazones, bromearon en vanos inmensos al quejido de la melodías vespertinas y la paz de las ausencias. Estaban solos como los monstruos en sus guaridas, y abrazaron, como dicen que ellos hacen, la osamenta de los muertos, el polvo de los utensilios, lamieron los labios abatidos de los retratos hasta rodar, como soles de ocaso, por los suelos rasos y desternillarse de risa sobre los enseres blandos en los habitáculos. Subieron a las azoteas y apaciguaron en la más alta el sueño de los dioses que decretaron los albores, que pintaron las estrellas, que esculpieron los frutos primigenios y tiñeron las flores de los valles. —¿Ves algo?, preguntó uno. —Nada. Arrojaron después cachivaches sólo por el placer de escuchar el lloriqueo de la colisión, otearon los horizontes sólo por complacerse en el radiante lamento de la distancia y les embobó la breve virulencia de una tormenta que les obligó a cobijarse en las alacenas y soportar las sacudidas de las ramas errantes, las aves sometidas, los retales desorientados que se les venían encima. Divisaron algo más tarde una corta hilera de personas. Y bajaron los peldaños mugrientos de descuido y éxodos para esperarlos. Los apresaron, claro, en cuanto depusieron las sonrisas con las que aguardaban a la avanzadilla de hombres bastos, tras rendir las palmas de las manos a los giros cacofónicos de las ramas talladas con las que los apremiaban. Eran extraños estos hombres, los sentaron contra un muro mientras los examinaban y palpaban con temor, a pequeños golpes de los báculos primero y con los dorsos de las manos después. Los circundaron entonces con víveres y lascas de oro y pétalos lacios, y pusieron agua a calentar en grandes tinajas que encontraron en los subterráneos, y derramaron en ellas hierbas húmedas, yescas secas, costras de árbol que traían consigo, y sumergieron esponjas en la pócima para asearlos con usura hasta que no quedó en sus pieles ni una brizna del camino. Las hembras eran hermosas como las marismas, suaves como arena negra vertida con prudencia, y los reconfortaron cadenciosamente para que volvieran a iluminarse con la paz de sus delicadezas, a relampaguear, a enmarañarse, a expiarse. Los dejaron marchar entonces, tras canjear sedas por aullidos, regazos por alhajas de papel, tras señalarles ellos los cobijos del norte y los otros la manera de fundirse con las cordilleras para evitar a los cancerberos alados del sur. Y siguieron el camino durante lunas demediadas, con el ansia de alcanzar las quietudes de los confines del mundo, los manantiales de confeti, los iracundos cráteres de canela y algodón de los que tanto habían oído hablar.
—¿Será aquello?, se interesó uno. —Probemos. Pero no lo era. Y se nutrieron, apurados ya los alimentos que habían racionado hasta la nada, de los barrizales de miel en las alturas, abrevaron en los viscosos charcos de caramelo, masticaron por distraerse las cortezas de las plumas caídas de las aves errantes, o perdidas, o desertoras que merodeaban por los cielos atormentados. Y contemplaron divertidos durante el día grandes campos de girasoles que viraban enloquecidos hacia el sol más propicio y por la noche luciérnagas danzarinas que los abarcaron con sus mil colores y sus cándidos garabatos. Y siguieron caminando más aún, durante incontables jornadas, y en cada cumbre de las cordilleras nevadas de añil a la que escalaban, en cada cúpula de las urbes despobladas a la que trepaban, en cada abismo al que resbalaban, continuaron con el ritual de preguntarse el uno al otro: —¿Por allí tal vez? —Quizás.
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El Coloquio de los Perros. ALFARO GARCÍA, ANDREA
ALMEDA ESTRADA, VÍCTOR ALBERTO MARTÍNEZ, DIEGO ÁLVAREZ, GLEBIER ANDRÉS, AARÓN ARGÜELLES, HUGO ARIAS, MARTÍN ÁVILA ORTEGA, GRICEL AYUSO, LUZ BAUK, MAXIMILIANO BEJARANO, ALBERTO BELTRÁN FILARSKI, OLGA BOCANEGRA, JOSÉ BORJA, NOÉ ISRAEL CABEZA TORRÚ, JUAN CÁCERES, ERNESTO CAM-MÁREZ CAMACHO FERNÁNDEZ, GREGORIO CANAREIRA, A. D. CASTILLA PARRA, JOSÉ DAVID CASTRO SÁNCHEZ, JUAN CATALÁN, MIGUEL FONSECA, JOSÉ DANIEL
FORERO, HENRY FORTUNY i FABRÉ, CESC FUENTES, FRANCISCO FRARY, RAOUL GALINDO, DAVID GARCÉS MARRERO, ROBERTO GARCÍA-VILLALBA, ALFONSO GARCÍA MARTÍNEZ, AMAIA GARDEA, JESÚS GIORGIO, ADRIÁN GÓMEZ ESPADA, ÁNGEL MANUEL GUILLÉN PÉREZ, GLORIA GUTIÉRREZ SANZ, VÍCTOR HACHE, MYRIAM HAROLD BRUHL, KALTON HERNÁNDEZ, JOSÉ HERNÁNDEZ, JUAN FRANCISCO HERNÁNDEZ NAVARRO, MIGUEL ÁNGEL HINOJOSA, PAZ HIRSCHFELDT, RICARDO HIRSCHFELDT, RICARDO [EL ABANDONO] JUNCÀ, JORDI KOUZOUYAN, NICOLÁS LÓPEZ, DOMINGO LÓPEZ-PELÁEZ, ANTONIO LÓPEZ LLORENTE, JORGE LÓPEZ VILAS, RAFAEL MAHTANI, VIREN MARDONES DE LA FUENTE, ALEJANDRO MARTÍN, RAIMUNDO MARTÍNEZ COLLADO, GUILLERMO MÉRIDA, JAVIER / BARRETO, SERGIO MEROÑO, ANTONIO MILLÓN, JUAN ANTONIO MIRELES, JUAN MONTERO ANNERÉN, SARA MONTOYA JUÁREZ, JESÚS NORTES, ANDRÉS OLEZA FERRER, CARLOS (DE) ORMEÑO HURTADO, AARÓN OSORIO GUERRERO, RODRIGO OTAMENDI, ARACELI OUBALI, AHMED PANZACOLA, ELIOT PARDO MARTÍNEZ, SAMUEL PÉREZ ALONSO, ALBA PIQUERAS, CARMEN PUJANTE, BASILIO QUINTANA, JULIO RECHE, DIEGO REMEDI, ROBERTO A. RODRÍGUEZ GARCÍA, JUAN AMANCIO RODRÍGUEZ OTERO, MIGUEL ROSADO, JUAN JOSÉ RUCHETTA, MAURO SÁNCHEZ LOZANO, PILAR SÁNCHEZ MARTÍN, LUIS SÁNCHEZ SANZ, PEDRO SCHUTZ, LOLA SEGURA, ALEJANDRO SEVILLANO, ATILANO TOMÁS, CARMEN TORTOSA, JAVIER TRENADO, ENRIQUE URTAZA, FEDERICO VIDAL GUARDIOLA, NATXO Hemeroteca
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