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EL COLOQUIO DE LOS PERROS

FICCIONES

PEQUEÑOS RELATOS PARA ENTENDER EL MUNDO

GABRIEL MARTÍNEZ BARRE

24/4/2021

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LA ILEGIBLE MEMORIA DEL PRADO
A Emma, que en otra vida fue tigre y león.

        —¡Qué bien te ves, campeón! —exclama un hombre.
     Ernesto no sabe quién le ha hablado así que saluda en todas direcciones. Se suma a la procesión que va al ayuntamiento, ve a una virgen que un vecino carga en brazos. De pronto, alguien le toca el hombro, se trata de dos muchachos:
        —Don Ernesto, véanos luchar —le piden al tiempo que se alejan y empiezan a forcejear. Uno derriba al otro sobre su espalda.
         —Los felicito, chavales, ¿van a participar más tarde en la demostración de lucha leonesa? —pregunta Ernesto.
         Los muchachos contestan que sí y se despiden.
       Durante el trayecto restante hacia el ayuntamiento, Ernesto recuerda otra época de su vida: en su juventud fue campeón de aluches en la ribera y en la montaña. Se cuela entre sus memorias el rostro, viejo y fiero como el suyo, de Ismael: el antagonista de su historia de gloria. «Hoy tengo la oportunidad de ser el mejor campeón», piensa, pero las preocupaciones no esperan: ¿su cuerpo soportará el trajín?, ¿qué dirá su esposa? Se lamenta al reconocer que la vejez y las cuatro paredes de su hogar lo han domado.
         —¡Ernesto!, ¿dónde está tu esposa: doña Carmen? —pregunta una señora sacándolo de su ensimismamiento.
         —Se ha quedado en casa a recibir a mi hijo y a mi nieta que nos visitan hoy.
        Con disimulo, Ernesto sale de la calle y camina por el prado, a simple vista, con dirección a ningún lado, ya lejos mira sobre su hombro: nadie lo sigue. Sonríe: se siente libre.

 
******
 
        
         Ismael baja de la camioneta a estirar las piernas. Le duele la espalda y la cadera por el viaje. Sabe que la decisión que ha tomado puede lastimarlo. «Mi cuerpo no es el mismo que hace cincuenta años», dice en su mente, pero su voluntad tiene mayor fuerza que la duda. Gente pasa junto a él y no reparan en su presencia: van al ayuntamiento con saxofones, trompetas y las banderas de León y Valdefresno.
         Vuelve a poner en marcha la camioneta, en el camino piensa en por qué ha bajado a la ribera: «La última vez, Ernesto subió a la montaña y me venció en mi propia tierra, esto no quedará así».
        Después del último enfrentamiento de Ernesto e Ismael, los años corrieron con mayor velocidad, nacieron los hijos y las familias crecieron haciendo que aquel duelo dejara de ser físico, empezaron a batirse en las cabezas de los leoneses: ahí se han vencido en incontables ocasiones. Pero ambas leyendas todavía están atadas a la tierra, pueden desempatar y definir quién es el mejor. Por eso, días atrás, Ismael telefoneó a Ernesto y pactaron el encuentro en un terreno cercano a Valdefresno.
         Ernesto aguarda en las afueras de una casa en la que vivió en sus años de ganadero. Ve llegar a Ismael. Se saludan y se dan un único abrazo sin intenciones lúdicas.
         El prado es el único testigo infranqueable de los aluches.

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*******
 
         —Si tuvieras tres delfines mascotas, ¿qué nombres les pondrías? —le pregunta Manuel a su hija Beatriz mientras él conduce el coche.
         Ella se acomoda los anteojos y observa por la ventana el paisaje colmado de árboles y matorrales antes de hablar:
         —Suimi uno, Suimi dos y Suimi tres.
         —¿Por qué los mismos nombres, hija?
         —Es que todos los delfines son iguales, creo que cada uno es un fragmento de uno solo más grande que ha decidido repartir su alma en los océanos.
         El padre ríe y el rostro de Beatriz denota seriedad.
      —¿Y los demás delfines del mundo llevarían los números siguientes? ¿Se cumple algo parecido con los otros animales?
         —Sí.
         El silencio reina por un rato, luego Beatriz pregunta:
         —¿Cuánto falta para llegar donde los abuelos?
         —Tranquila, hija, en minutos estaremos en Valdefresno.

 
*******
 
        Se ponen ropa apropiada: camiseta ligera y pantalón corto. Caminan descalzos buscando una zona en la que sus pies se sientan cómodos.
         —Que sea la última vez, Ismael —pide Ernesto.
         —Así será... Y ya que no hay árbitro, seguiremos hasta que el otro ya no pueda.
         Estiran las extremidades y trotan en sitio para calentar los músculos.
         —Estoy listo, anciano —informa uno.
         —Lo mismo digo —dice el otro.
         Se acercan y ajustan los cinturones del otro. Comienzan a forcejear.
       Ismael es de brazos fuertes, levanta con facilidad a su adversario. Ernesto es ágil con las piernas y evita que lo volteen.
        Al hacer fuerza, Ernesto observa cómo los pies de su rival se separan del suelo, lo gira y deja que la gravedad los guíe a ambos al césped con la espalda de Ismael por delante. El local pasa a ganar.
         Se ponen de pie y, sin decir nada, se agarran de nuevo del cinto.
        A los pocos segundos, se les enredan las piernas. Ismael desata el nudo levantando y haciendo girar varias veces a su oponente. Teme marearse y que, por una maña contraria, vuelva a caer, pero no, consigue dejar la marca de la espalda de Ernesto en el prado. Están empates.
         Antes de continuar, se miran: jadear no los avergüenza, saben que es por la edad.
         —¿Te cansaste, Ismaelito?
         —No es sorpresa: los viejos vivimos cansados.
         —Dime una cosa: ¿por qué me pediste luchar?
         —Por la gloria.
         —¿Cuál gloria? Si hoy el corro es imaginario.
         —Aun así está lleno: no cabe un alma más. Y la gloria que deseo es sin alarde, es silenciosa.
         —Bueno, veremos quién se queda con ella.
         Se toman de la cintura otra vez.

 
*******
 
         Doña Carmen recibe a su hijo y a su nieta.
         —¿Dónde está el abuelo? —consulta Beatriz.
         —No lo sé —responde la abuela con preocupación—, fue al ayuntamiento esta mañana y no ha vuelto.
         —¿Estará con algún vecino, mamá?
         —No, hijo, nadie lo ha visto. ¿Pueden ir a buscarlo a nuestra casita de campo? No se me ocurre otro lugar donde pueda estar.
         Manuel y Beatriz regresan al coche y van hasta donde la carretera les permite. Continúan a pie.
         Beatriz ve dos cuerpos a la distancia. Ha olvidado ponerse sus anteojos. Dice:
         —¿Qué es eso de allá, padre? Parecen leones.
         Manuel ve en esa dirección.
         —No, hija, parecen personas peleando.
         —¿El abuelo es uno de ellos?
         —No sé, desde acá no los diferencio, ¿tú cómo los ves?
         —Como dos figuras borrosas que se unen y se separan.
         Mientras se aproximan, Beatriz pregunta:
         —¿Crees que llevan mucho tiempo así?
         —Supongo que sí, hijita.
         —¿Qué le diremos a la abuela?
         —Eso es problema de tu abuelo.
         Los luchadores se detienen al ver que tienen compañía. Manuel dice:
         —Bueno, ¿quién ha ganado?
         —Todavía no hay ganador —contesta Ernesto: está sudado y agitado.
         —Yo voy ganando —comenta Ismael unos metros más allá.
       Beatriz centra su atención en el suelo, hay tantas huellas de espaldas y pies que podría decirse que ha habido innumerables combates.
          —Si el prado hablara, qué historias nos contaría —dice Beatriz entre suspiros.


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GABRIEL MARTÍNEZ BARRE (Guayaquil, Ecuador, 1992). Trabaja como ingeniero mecánico. Está pendiente de participar en diferentes antologías de relato en México y Argentina. Ha publicado sus relatos en diferentes revistas, como Pluma o El Narratorio (Argentina), Elipsis (Colombia), Matapalo y Máquina Combinatoria (Ecuador), Intervenciones (España) y Zompantle (México).
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MARTA LEDRI

24/4/2021

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LA VENDA DE DIOS
       Hace un tiempo se dio cuenta. Sí, el peón que duerme en el galpón la mira. La mirada es pesada, húmeda. La incomoda. Tiene conciencia de que su cuerpo, como una yema de naranjo, está a punto de ser azahar. Pujan los fluidos de la vida y la turgencia de sus pechos duele cuando corre junto a su perro. El cabello enjuagado con manzanilla es un destello de sol despeinado. Estrías de pino. Cae sobre sus hombros y llega desparejo a la cintura que se ahueca...
         Los pies en el agua, los pies sobre el pasto pisoteado por los cachorros, sobre la arena que bordea el arroyo. Todo se vuelve una fuente de goce.
          Pero todavía hace colgantes de flores de paraísos y se esconde entre los cardales azules cuando vienen sus primos.
         La madre la observa desde la ventana, también observa al peón. “No me gusta ese hombre. A fin de mes le pago la changa y que se vaya”.
         Ahora le prohíbe a su hija que se quede afuera en las siestas.
        Las cigarras la encantan desde el aire, las sábanas se pegan al cuerpo inquieto, una mosca de las verdes zumba a pesar de la oscuridad del cuarto.
         Afuera están los genios de luz empoderados de calor. La llaman. Su madre fue al pueblo temprano. Va a venir su primo Andrés.
         Sale. Un benteveo insiste en estrellarse contra uno de los vidrios de la galería y las lagartijas se esconden entre las piedras que han puesto alrededor de la casa. Tras la plantación de los citrus empieza el campo. Cruza por la zona ácida y naranja y se sienta justo entre los pomelos. Alguien le tapa la boca y la arrastra hasta el pajonal.
        No lo ve, pero puede sentir las manos que raspan su piel. Ahora le vendan los ojos. Es suave la tela ciega. Los juncos le lastiman la espalda. Las manos redondean sus azahares y el jadeo la ensucia.
          Una mano en su boca, la otra hace fuerzas para abrirle las rodillas.
         La siesta es un estallido de sonidos, aleteos y la solapa disfruta con su sonrisa desdentada. El dolor profundo. Está rota.
         Otro grito. Ella no ha gritado. No tiene fuerzas, apenas si llora, si se queja. El peso sobre su cuerpo queda inmóvil.
         Gritan su nombre entre luciérnagas. El peón ha desaparecido. El capataz va para el arroyo y su padre por el monte.
         El peón está en las vías aplastado por un tren de carga. Tiene los ojos limpios.
         En la mano de la niña brilla apenas la medalla del Sagrado Corazón.
         Ese día el cura les había traído la comunión a los patrones y la peonada.
         Es mejor creer que fue el croto.
         En la complicidad de la noche, el perro aúlla y Dios se venda los ojos como siempre.
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MARTA LEDRI (Entre Ríos, Argentina). Licenciada en Letras. Profesora de Castellano, Literatura y Latín. Investigadora y escritora de crítica literaria.

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LUIS SÁNCHEZ MARTÍN

5/4/2021

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MURIÓ MI HERMANO. LUEGO VI LA LUCHA LIBRE EN INTERNET

         MIÉRCOLES, 18 DE NOVIEMBRE DE 2020
             Por la mañana
 
        Hoy ha amanecido lloviendo, algo poco habitual en Murcia. Estoy de buen humor, lo estoy siempre que ocurre. Quien vive en otras zonas donde el sol es casi un mito no lo entiende, pero cuando se vive, para bien, para mal o para nada, en una zona donde el cielo brilla trescientos sesenta días al año, la ruptura de lo convencional siempre se presenta en forma de oportunidad.
         Lo inusual de la lluvia hace que los recuerdos asociados a ella cobren fuerza sobre el resto. La lluvia me retrotrae de inmediato a mi infancia, época que quien me conoce sabe que no me gusta recordar y de la que apenas hablo, pero con la que me permito hacer un aparte bajo el cielo gris. Mis veranos de niño son dignos de incineración y olvido inmediato; el aburrimiento alcanzaba cotas insoportables que pronto derivaban en verdadera tortura. Todos mis amigos se iban a la playa con sus familias y, por más que la imaginación sea el arma más poderosa de un niño, llegaba un punto a mitad de vacaciones en el que me aburría de crear mundos en cualquier punto de la solitaria replaceta de mi barrio; además, la diferencia de edad con mis hermanos hacía que estos jamás me contemplaran para sus quehaceres (que, dicho sea de paso, es probable que tampoco me interesaran, pues mis hermanos se emborrachaban e iban al gimnasio y mis hermanas rezaban y se pintaban las uñas). Y entonces llegaban las primeras lluvias. Y lo hacían en forma de tormenta, lo que aumentaba mi ya de por sí casi irracional arrojo a la contemplación. Es curioso, me aburría corriendo por las calles, dibujando países imaginarios en la arena, creando ejércitos, equipos de fútbol o simples grupos de amigos con chapas y canicas, pero la tormenta de verano invertía la realidad y era feliz contemplándola sentado en el brazo del sillón del salón que solía ocupar mi padre (a esa hora en el trabajo), sin hacer nada más. Me maravillaba el tono anaranjado que tomaba el cielo visible a través de la ventana, el característico olor de aquellos días (ambas cosas me siguen maravillando, a mí o al niño que se niega a desaparecer por el bien de quien lo alberga) y hoy creo entender que aquella fascinación podía deberse a saberme cerca del final del verano: el colegio empezaría en menos tiempo del que llevaba transcurrido desde que acabara el curso anterior, y eso significaba de nuevo amigos, se acababa la soledad de un hogar de esos que ahora llaman desestructurados donde todo lo que dijera o hiciese tenía grandes posibilidades de convertirse en un grito o insulto de mis hermanos y hermanas (estas también me lanzaban un guantazo de vez en cuando), una paliza por parte de mi madre, que después se pasaría en la cama dos días seguidos para terminar de alegrar el bodegón, o el total y absoluto desinterés de mi padre, que vivía por y para fumar, comer y ver la televisión.
        MIÉRCOLES, 18 DE NOVIEMBRE DE 2020
           Por la noche
 
       Tras una semana bastante aburrida, hoy se ha roto un poco la monotonía: por la mañana ha llovido, por la tarde he estado estudiando las escuelas éticas helenísticas (cínicos, estoicos y epicúreos) y he terminado de corregir un poemario de un autor alicantino que publicaré en mi sello en breve. Luego, mientras cenaba viendo una serie policíaca inglesa, he recibido un whatsapp de mi hermana anunciando que mi hermano mayor ha fallecido. Tras acostarse Teresa, he estado viendo la lucha libre en internet hasta que me he ido a la cama yo también.
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         JUEVES, 19 DE NOVIEMBRE DE 2020
            Por la mañana
 
      Hace años que no hablo con nadie de mi familia. Guardo mucho rencor, pero tampoco puedo decir que odie a nadie, salvo a mi hermano mediano (no el que ha fallecido, ese era el mayor) al que deseo todos los males que puedan acontecerle despacio y de uno en uno.
        El no hablar con el resto de mi familia fue una decisión dolorosa, sobre todo por decir adiós a mis sobrinos, pero, ahora lo sé, la mejor que pude tomar. Llevaba años sintiéndome un inútil completo, alguien que no podía si quiera opinar. No sabía a qué se dedicaba mi padre ni cuánto ganaba, no sabía si vivíamos de alquiler o en propiedad. Mi madre echó de casa al hoy fallecido y estuve casi diez años sin saber nada de él, viviendo ambos en la misma ciudad. Estudié (sin terminarlas) dos carreras que no me gustaban, obligado en el primer caso por mi madre y mi hermano (el despojo humano que, por desgracia, continúa vivo), y en el segundo por dos de mis hermanas que, avergonzadas por mi falta de titulación universitaria, curaban su frustración tirándome las migajas de sus sueldos cada mes para que me sintiera querido y valorado. No sé cómo esperaban que pudiera sentirse valorado alguien a quien se le refutaba absolutamente todo de manera sistemática, siempre al compás de la misma cantinela: «no dices más que tonterías». A cambio sólo tenía que coger el teléfono de vez en cuando (pero nunca para decirles que estaba mal, yo estaba muy bien pero no me daba cuenta) y dejarme fotografiar junto a ellas en Navidad y algún cumpleaños. Mientras tanto, me pudría en trabajos de nueve a dos y de cuatro a ocho mientras ellas me reprochaban que no estudiaba porque era un gandul. Y así era mi vida hasta que un día exploté y les dije que podían meterse su ayuda (que sólo me ayudaba a comprar más cerveza y hundirme en una espiral de baja autoestima y autodestrucción) por donde les cupiese y me borraran de sus vidas. A dos de ellas, en realidad; contra la tercera y el recientemente fallecido no tenía nada en contra (tampoco a favor, nuestras existencias parecían tener lugar en distintos planos), pero, al igual que con mis sobrinos, la única forma de salir de ese camino que me llevaba irremisiblemente al suicidio era romper con todo y con todos.
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        JUEVES, 19 DE NOVIEMBRE DE 2020
           Por la noche
 
       Mi hermana lleva desde ayer bombardeándome a whatsapps a raíz de la muerte de mi hermano. Le encanta escuchar su propia voz, y supongo que leer sus propios mensajes le producirá la misma satisfacción. Me da igual todo lo que me cuenta de lo buena que ha sido con mi hermano (a quien ha estado años sin hablar) en sus últimos días. Un calco fotograma a fotograma de lo que hizo con mi madre. Creo que hace todo eso para lograr la admiración de su hija y no morir sola, pero me da igual, ni me importa ni es asunto mío. El caso es que ha habido un mensaje en particular que ha estado a punto de hacerme responder. Ya digo que no quiero odiar a nadie, mi respuesta a esta familia que nunca debió existir es y será siempre el silencio, salvo temas administrativos de herencias, propiedades y demás, siempre que sea del todo imposible emplear a intermediarios.
       En el mencionado mensaje, que casi me hace romper mi sagrado voto de ignorancia hacia ella y cualquiera que se apellide como yo, me contaba que guardaba un recuerdo muy bonito de cuando ella y el fallecido eran pequeños y mi padre los llevaba a pescar, y que ese recuerdo era suyo, quería conservarlo y nadie se lo iba a arrebatar. Y ha sido entonces cuando he estado a punto de contarle yo otra historia, también un recuerdo.
        Hace muchos años mi hermana pasó unos días en mi casa y pudo ver de primera mano cómo me encontraba, esto es, sintiéndome la última mierda que se arrastraba sobre la tierra, obsesionado con la idea de que mis amigos, todos con la carrera recién terminada, empezaban a tener buenos trabajos, buenos coches e incluso daban la entrada para una casa y yo, que había pasado toda mi vida estudiando, no tenía dónde caerme muerto. Cabe decir que ella y otra de mis hermanas pagaban la casa donde vivía «para que no me preocupara por eso y pudiera estudiar», pero trabajaba de nueve a dos y de cuatro a ocho, con lo que era imposible ya no ir a clase, sino simplemente fotocopiarme un libro. Siempre me ha parecido muy curioso que ninguna de ellas, licenciadas ambas, comprendiera algo tan simple.
         El caso es que la mañana que se marchó no pudimos vernos, porque yo me había ido a trabajar, y al volver a casa a mediodía para comer de pie y volver a salir corriendo, encontré una nota en la cocina en la que me decía: «Sabes que en mi casa siempre habrá una habitación para ti».
       Unos días después creí que me habían robado el coche, aunque simplemente se lo había llevado la grúa. Pero aquello fue determinante para ver que mi vida se iba a la mierda. De repente me paré a pensar, algo que nunca me ha sentado nada bien, y me vi sin coche. Y si a mi coche le pasaba algo no podía comprar otro, mi capacidad de ahorro era nula (tampoco podía ir al dentista, por cierto). Y sin coche no podía ir a mi trabajo en un polígono mal comunicado. Y sin trabajo no podía comprar comida, y así comenzó una espiral de sudor, temblor y miedo que acabó conmigo en urgencias, donde fueron poniéndome pastillas debajo de la lengua hasta dar con la que al fin me sacó de aquel ataque de pánico o crisis de ansiedad, nunca supe lo que fue.
         Al salir me fui directo a casa y llamé a mi hermana para pedirle que me alojara un tiempo, mientras me preparaba una oposición.
         Me dijo que no.
         Y ese recuerdo es mío, quiero conservarlo y nadie me lo va a arrebatar.

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LUIS SÁNCHEZ MARTÍN (Cartagena, España, 1978). Estudió Ciencias Empresariales en la Universidad Politécnica de Cartagena y ejerce como contable desde hace más de quince años. Además, dirige el sello editorial Boria. Ha publicado el libro de relatos Sin anestesia (Hades, 2014) y la novela Bebop Café (Boria, 2016). Colabora habitualmente en el blog Literatura+1 y en la sección cultural ‘Leer el presente’ de eldiario.es (Murcia).
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    Ricardo Hirschfeldt
    Roberto Bernal
    Roberto Garces Marrero
    Roberto Mascodagama
    Rodrigo Lopez Romero
    Rodrigo Osorio Guerrero
    Ruben Lopez Ferandez
    Sara Montero Anneren
    Sergio Barreto
    Victor Almeda Estrada
    Victor Gutierrez Sanz
    Viren Mahtani

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