FICCIONES
PEQUEÑOS RELATOS PARA ENTENDER EL MUNDO
GÜEÑEGÜEÑE I Es el primer día del verano; la primera tarde y la primera luz. Estoy junto a Samara, pero tan solo es pasajero. Su vida parece tan vacía como la mía, o quizá incluso más. Sé muy bien que habría otros tipos que se alegrarían por ello: de que su ex esté peor que ellos. Son mediocres y tristes gentes. Aunque, no sé... Tal vez no puedan evitarlo. En todo caso, agradezco no ser así. Llegamos a la pasarela y en su estrechez nos arremeten Bruce y el resto de su tropa. A veces aún detesto que mi hijo lleve ese nombre, que yo hiciera esa concesión. Hoy es de este modo, quizá porque Bruce corre por la pasarela y demuestra ser uno más del barrio. Como yo, pero nunca como su madre. Al menos no del todo. Ella era una estrella venida desde el Oriente cuyo brillo nunca terminó de encajarnos del todo. Pasaban los años y aún parecía que estaba de veraneo. Salvo que no es justo que sintiésemos eso, porque no lo estaba. Porque, por mucho que sus costumbres fueran en gran parte foráneas, hacía todo lo posible por adaptarse. Sin embargo, ¿quién logra controlar lo que siente? Desde luego, yo no. —Voy con tu padre a tomar un té y luego para casa... —dice Samara. --a casa irá sola-- —...Ten cuidado y no saltes desde las rocas. —¿Un té con este calor? —espeta uno de los miembros de la tropa con retintín. Creo que le llaman Piggy. El pobre maldecirá una y otra vez esa ocasión en la que pusieron El Señor de las Moscas en clase. —El té es muy saludable —asegura mi esposa (que no mi pareja) con desidia y aires franceses. —Valeeeee —dice Bruce, expresando un considerable hartazgo. Y, pese a todo, si su madre no lo advirtiese por enésima vez, estoy seguro de que lo echaría de menos. Luego me mira, porque sabe que debo decirle algo. Pero no es así exactamente. Le meso el pelo. —Diviértete y no la líes. Te recogeré el viernes... —Quería venir a la playa... Y el domingo es el cumpleaños de Itahisa —asegura señalando en su dirección. Es una chica algo larguirucha que le saca media cabeza a casi todos. Esta asiente en mi dirección. —El sábado iremos a la playa... A Los Jables. Puede venirse alguno de estos contigo si quiere. Siempre que les den permiso. Y el domingo podemos venir por aquí un rato. —¡Vale! —grita, aliviado. Y sale disparado. Samara mira cómo se alejan con cierta preocupación y luego me mira a mí de un modo que no sé si quiero desentrañar. Pero yo me asomo a la pasarela y nos veo a ambos corriendo en dirección a la playa hace ya tanto tiempo... Veo el agua verde turquesa de los charcos, siento el musgo resbaladizo que amenaza con hacerme caer una vez más, y oigo la cháchara de mis amigos y del resto de los bañistas a lo lejos. Pero sobre todo veo a Samara... Sobre todo la veo a ella. Tal como fue. Volviendo la vista hacia mí y sonriendo bajo el sol sin motivo aparente. Despertando mi alma a las mayores empresas y desvelos. II Para chavales como nosotros, tan arraigados a una minúscula porción de tierra marinera (de patria), el invierno y el verano representaban una diferencia tan marcada, tan dramática, como la distancia entre la noche y el día. No, eso no. Tal vez como encontrarse sano y salir a pasear, sentir la brisa, ser partícipe del bullicio, de la vida del pueblo y su rutina (y aquello que marca su rutina y provoca excitación)... Y, por otra parte, el encontrarse enfermo y no poder ni abrir la ventana, no tener ni apetito, andar con la mente mortificada en los achaques... Me he hecho mayor. Y aunque mi rango de movimiento es mayor (y hasta hace poco lo era por muchísimo) siento que mi mirada se ha estrechado. Todo se estabiliza, pero pierdes muchos colores; muchos matices. Eso es lo que pasa con la edad: el tiempo se escurre, las distancias se acortan y se acepta lo que un día fue inaceptable. Güeñegüeñe era un pequeño poblado pesquero, tan antiguo como la presencia humana en esta isla. El topónimo le viene dado por el particular sonido que la pardela cenicienta hace durante la noche. Y del hecho de que llegaron a vivir por cientos en la zona, logrando con sus coros que las noches fuesen más vivas aún que las mañanas. Y mil veces más extrañas. Viven en los agujeros de las laderas y eran tema de conversación. En la escuela se reían mucho de los que vivíamos por aquí y se sorprendían de que alcanzásemos a conciliar el sueño con semejante algarabía. Tras decaer notablemente debido a las agresiones sobre su hábitat, hoy la colonia vuelve a estar en plena forma. Quizá más felices y con total seguridad más libres. Ellas nos salvaron. Se lo merecen. Primero estaba el poblado, en las cuevas de la ladera. Luego llegó la conquista y se pasó a pescar con caña y pequeños barcos de madera. Posteriormente el puerto se expandió y la capital casi nos absorbe. Y ya no quedaban sino seis o siete barcos, tripulados por algún sentimental ocioso y los cuatro jacosos entrañables que todo el mundo conoce. Pero desde la playa y desde nuestras casas terreras no se veía el puerto, ni los grandes cruceros, ni los yates, los ferrys o las fragatas de guerra. No... Tan solo nuestros pequeños barquitos de madera calafateados en mil ocasiones y las acechantes gaviotas. La gaviota es un animal que nunca debe ser tomado a broma: resistente, independiente y sin miedo. Antes de nacer yo hicieron dos edificios de hasta seis plantas, feos como la madre que los parió. Grises y con una desastrada de balcones de rostro cutre, con pitorro a modo de nariz. Algunos acristalados, otros llenos de macetas, con ropa tendida, aparejos oxidados, pájaros, sillas de jardín... Pero su altura impedía, por suerte, la vista del resto de la ciudad. Con la ayuda de la orografía de la costa, ya que aquel extremo en el cual se asentaba era alargado y se adentraba en el mar. Cuando yo contaba apenas unos años regularizaron gran parte del terreno. El terreno original, polvoriento y repleto de oquedades. E hicieron la pasarela que conecta con la playa, la cual lució ya totalmente oxidada desde el segundo año. Y por aquella misma época nos amenazó un proyecto que pretendía reducir aquel pedazo mágico de costa que nos pertenecía en un resort-anfiteatro tan artificial como cualquier otro. No sé con qué coño comparar aquella idea absurda... Una vez la comparé con cierta actriz de rostro singularísimo y hermoso que optó por someterse a todo tipo de operaciones para entrar en el canon y finalmente terminó hecha un espantajo. Había un tipo muy famoso a cargo del proyecto de profanación (de la profanación de Güeñegüeñe, no de la actriz). El caso es que la presencia de las pardelas nos salvó y ahora todo el mundo mira atrás y suspira de alivio. El hábitat de las pardelas era importante; el nuestro no tanto. Porque cuando demasiadas cosas se tornan artificiales, en parte tú también lo haces. Y porque la belleza arbitraria de nuestro pedazo de costa, sus reflejos, su alejamiento, su convivencia, su luz... Eso no hay urbanista que sea capaz de replicarlo. Hay por allí una montaña no demasiado alta, que se extiende hacia el extremo contrario respecto a las casas, con dos picos y pendientes laterales la mar de indulgentes si uno se encapricha en encaramarse a ellos (cosa que de niños solíamos hacer). La fachada que ofrece al mar es abrupta y surcada de grietas en la parte superior. Y en cambio muy suave y casi perfectamente lisa en el resto, debido a la aglomeración natural de sedimentos y a los sucesivos derrumbes. Por debajo hay un bajío que es una verdadera maravilla, casi una planicie triangular cuyo vértice superior se adentra en el océano como quien no quiere la cosa. La arena amarilla se cuela entre las grietas de las rocas allí donde estas contactan con las aguas, formando algo parecido a una pasta de aspecto saludable. Pero aún es mejor allí donde la plataforma pétrea se encuentra al descubierto, bien pulida y de un amarillo abetunado. En algunas partes aún se aprecian las huellas de las diversas oleadas de magma que debieron formar el lugar, avanzando siempre un par de centímetros más abajo, enfriándose, recibiendo más material... Y de nuevo es un espectáculo cómo brillan en un día soleado, con sus tonos ocres y el aderezo de las costras de sal marina. A mí siempre me recordaron a un plato de tortitas, amontonadas una sobre la otra. No es que por allí las comiésemos, pero las que se veían por la tele siempre lucían un aspecto de lo más apetecible. III Con la pasarela llegaron algunos turistas. Aún muy pocos, pues la ciudad tenía su propia playa edificada sobre plano y con sombrillitas de paja. Por el momento, esta vendía mejor. Pero llegaron algunos y entonces era divertido. Era divertido ver a gentes tan distintas por allí, preguntando con sus acentos rimbombantes y haciendo gala de un claro afán de fraternidad. En algún momento empezaron a ser mayoría y ya no fue tan divertido. El ambiente había mutado por completo. Ahora, éramos los extraños. Pero en el principio estaba bien. Había un tipo que se colocaba a media tarde junto al único chiringuito de la zona (una cantina de metal con cuatro sillas y mesas desgastadas) y tocaba la guitarra acústica. Era un hombre gordo y alto, de densa melena cana, que vestía amplias camisas floridas y se concentraba en su arte. Colocaba un sombrero frente a él y normalmente sacaba apenas lo justo para unas cuantas copas posteriores. No es que no tuviese otras fuentes de ingreso ni nada... Él decía que le gustaba tocar para los demás. Y que si, además, las copas le salían gratis, pues mejor que mejor. También formaba parte de un grupo que hacía homenajes en algunos clubes, creo. Cuando se sentaba en la cantina hablaba con gran pasión de los más diversos temas, pero sobre todo de la música. Y, esto es lo más asombroso de él: le gustaba escuchar. Hubo una canción. La escuché una vez y ya no pude sacármela de la cabeza. Para mí se convirtió en la banda sonora de algún que otro verano. Aquella melodía hipnótica... aquel canto de sirena que me mordía el corazón. Y yo pedía a mi padre una moneda para escucharla una vez más. Un día el viejo guitarrista desapareció y me dejó sin ella (yo nunca lo habría imaginado). Y tal vez así entendáis, como es que un día, bastantes años después, mientras regresaba a casa desde el trabajo, la oí una vez más y me eché a llorar. Supe, al fin, que aquella canción tenía por nombre Albatross y que la había compuesto un tal Peter Green. ¿Había estado alguna vez Peter Green en Güeñegüeñe y le había compuesto una canción? Tal vez fuese alguno de aquellos primeros turistas... Tal vez sí. IV En el principio no estuve solo, sino que formaba una tribu disfuncional con el resto de los chavales del barrio. Éramos muchos y teníamos nuestros altibajos; nuestras pequeñas guerras. Cuando Bentor se mudó yo quedé de facto como líder. Y he de decir que, al contrario que él, era un líder justo. Y bajo mi mando la tribu ya no se metía con los débiles... Aunque sí que castigaba la disidencia con mayor contundencia que nunca. Y seguíamos haciendo nuestras trastadas. Nos gritábamos desde lejos y buscábamos un nuevo plan que seguir. Estaban el fútbol, la exploración, la pesca, la lucha, el escondite, el tirarnos piedras... En el verano estaban el buceo y la playa. ¡Qué gran nadador era yo! ¡Y lo que aguantaba bajo el agua persiguiendo sepias y viejas! Yo tenía un bañador negro a rayas azules, y uno de los viejos del lugar me apodó La Fula. Las fiestas del barrio eran en julio. Incluso teníamos una hermosa imagen de San Telmo en la capilla y la sacábamos en procesión hasta el mar. Era tradición que el cura diese la misa metido hasta la cintura en un charco, mientras dos monaguillos le sostenían las galas para que no se mojasen. Un año llegó una ola de improviso y lo hundió hasta la coronilla. Era precioso, de veras. Y llegaban algunas atracciones de feria que no estaban nada mal. Se montaba un escenario y venían varias orquestas. Mientras muchos otros bailaban, a los más tímidos los acosaban para que se sumasen a la multitud. Solo hubo una cosa que me dio mucha pena: un día Gara (una chica con pecas que apenas salía de casa), después de conversación en corro con otras chicas del barrio, se acercó a Jonay y lo invitó a bailar. Este la correspondió con un gesto poco amable y todos pudimos ver cómo la hacía polvo. Ese tipo de cosas son difíciles de encajar cuando se es tan joven. ¿Qué habrá sido de ella? V Luego, Samara. Samara, la chica de nuestros sueños. Y aún no lo sabíamos. Samara, con su piel de marfil y sus grandes labios color bermellón. Samara, con su cabello enrevesado y cejas rubias, sus pómulos profundos, su nariz afilada y sus ojos agresivos que replicaban el océano. Samara, con sus ataques de risa incontenible, sus trabas de mariposa y su manía de responder sacando la lengua. La campana del despertar; el último ingrediente del paraíso. ¿Cuántas veces vi a los diablillos de la tribu ayudando a la madre de Samara a llevar la compra, haciéndole recados y siendo buenos? Y yo, mientras, nada de nada. Solo alguien más. Solo una chica. Fue el martes tras las fiestas. El sol comenzaba a caer y ella estaba haciendo equilibrios sobre las rocas, al borde de unas bonancibles aguas. Entonces se gira y me sonríe. De pronto, mi ser parecer ser consciente de la estadía en el paraíso y de la amarga posibilidad de un destierro. La amé entonces y la soñé durante un tiempo. En algún momento, cuando hacía tiempo que era mía, comencé a darla por sentado. Ese es mi pecado. Ese es el peor pecado de todos. VI Seguro que habéis oído hablar de los amores de verano. Aunque tal vez deberían decir “amores de un verano” porque es eso a lo que se refieren. El sueño surge y te atrapa. Y, si se te concede el don de ser correspondido, ambos disfrutáis un presente de juventud que tal vez parezca infinito. Porque sólo cuando se es tan joven se puede disfrutar de verdad un amor de verano. Sólo cuando se es tan joven uno logra ignorar totalmente su futuro. Disfruta de las caricias, la calidez y el ensimismamiento. Luego el otro se marcha y... No diré que no duela, pero se pasa muy pronto. Y te quedas con un bonito cuento al que regresar; una suerte de pintura que cuelgas en algún lugar privilegiado de tus recuerdos. En un amor de un verano no debes hacer frente al futuro ni a las consecuencias. Samara y yo sí tuvimos que hacerles frente. Ambos renunciamos a nuestros respectivos y posibles amores de un verano y pasamos toda la adolescencia juntos. Pero entonces no importaba nada, porque nos amábamos y el sueño permanecía incólume. Entonces nada más importaba. Samara se licenció en bellas artes y yo lo aposté todo a mi carrera como futbolista. Un zote como yo... ¿Qué otra cosa podía hacer? Luego llegó Bruce y mi lesión de rodilla. Ambos habíamos vivido al amparo de perspectivas muy frágiles. Ella no encontró trabajo en aquello que la apasionaba y a mí no me quedó más remedio que convertirme en mula de carga por cuenta ajena. Demasiadas horas, demasiadas responsabilidades y demasiada presión. Y la certeza exacerbada de estar viviendo una vida que no queríamos vivir. Y entonces llegaron las discusiones, las dudas, la incomprensión y un resentimiento creciente e injusto. Una noche, después de un día horrible en todos los sentidos, fallé. Fallé a Samara; fallé a mi hijo. Un par de días más tarde llegué a casa y los vi juntos, acurrucados en el sillón, aguardando por mí para ver una película. No pude soportarlo. Se lo conté. Se lo conté todo a ella. Bruce no debe saberlo nunca... los niños jamás deben ser rehenes de los errores de sus padres. Y... ¿Sabéis qué? Aquí viene lo peor de todo: Samara quiso perdonarme, pero yo no la dejé. Fui yo quien no pudo perdonarse a sí mismo. Había arruinado nuestra pintura; lo había arruinado todo. VII —¿Cuándo dejarás de hacer el idiota y volverás a casa? —dice ella, intentando mostrarse despreocupada, antes de dar otro sorbo al té. —No lo sé —digo yo—. Necesito... Necesito sentir que lo merezco. Ella suspira. Ya no hay músico en el chiringuito. Ya no lo lleva nadie del barrio. Ya apenas va nadie del barrio por allí. —La vida no es perfecta. No nos castigues doblemente por tu error. Charlamos un rato más. Yo le prometo que lo pensaré. Y antes de regresar a mi hogar vacío, muy lejos de mi patria chica, regreso una vez más a la pasarela. Durante un instante veo a mi hijo abajo, en la playa, corretear y lanzarse una docena de veces al mar. Pero pronto todo eso desaparece. Es otra vez el primer día del verano y la tribu al completo está reunida. Vuelvo la vista para ver a Samara y suena aquella canción. Una gaviota alza el vuelo y nos sobrepasa; bate las alas con gran fuerza y determinación. Se lleva mi alma; pone rumbo hacia el horizonte.
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FICCIONES
El Coloquio de los Perros. ALFARO GARCÍA, ANDREA
ALMEDA ESTRADA, VÍCTOR ALBERTO MARTÍNEZ, DIEGO ÁLVAREZ, GLEBIER ANDRÉS, AARÓN ARGÜELLES, HUGO ARIAS, MARTÍN ÁVILA ORTEGA, GRICEL AYUSO, LUZ BAUK, MAXIMILIANO BEJARANO, ALBERTO BELTRÁN FILARSKI, OLGA BOCANEGRA, JOSÉ BORJA, NOÉ ISRAEL CABEZA TORRÚ, JUAN CÁCERES, ERNESTO CAM-MÁREZ CAMACHO FERNÁNDEZ, GREGORIO CANAREIRA, A. D. CASTILLA PARRA, JOSÉ DAVID CASTRO SÁNCHEZ, JUAN CATALÁN, MIGUEL FONSECA, JOSÉ DANIEL
FORERO, HENRY FORTUNY i FABRÉ, CESC FUENTES, FRANCISCO FRARY, RAOUL GALINDO, DAVID GARCÉS MARRERO, ROBERTO GARCÍA-VILLALBA, ALFONSO GARCÍA MARTÍNEZ, AMAIA GARDEA, JESÚS GIORGIO, ADRIÁN GÓMEZ ESPADA, ÁNGEL MANUEL GUILLÉN PÉREZ, GLORIA GUTIÉRREZ SANZ, VÍCTOR HACHE, MYRIAM HAROLD BRUHL, KALTON HERNÁNDEZ, JOSÉ HERNÁNDEZ, JUAN FRANCISCO HERNÁNDEZ NAVARRO, MIGUEL ÁNGEL HINOJOSA, PAZ HIRSCHFELDT, RICARDO HIRSCHFELDT, RICARDO [EL ABANDONO] JUNCÀ, JORDI KOUZOUYAN, NICOLÁS LÓPEZ, DOMINGO LÓPEZ-PELÁEZ, ANTONIO LÓPEZ LLORENTE, JORGE LÓPEZ VILAS, RAFAEL MAHTANI, VIREN MARDONES DE LA FUENTE, ALEJANDRO MARTÍN, RAIMUNDO MARTÍNEZ COLLADO, GUILLERMO MÉRIDA, JAVIER / BARRETO, SERGIO MEROÑO, ANTONIO MILLÓN, JUAN ANTONIO MIRELES, JUAN MONTERO ANNERÉN, SARA MONTOYA JUÁREZ, JESÚS NORTES, ANDRÉS OLEZA FERRER, CARLOS (DE) ORMEÑO HURTADO, AARÓN OSORIO GUERRERO, RODRIGO OTAMENDI, ARACELI OUBALI, AHMED PANZACOLA, ELIOT PARDO MARTÍNEZ, SAMUEL PÉREZ ALONSO, ALBA PIQUERAS, CARMEN PUJANTE, BASILIO QUINTANA, JULIO RECHE, DIEGO REMEDI, ROBERTO A. RODRÍGUEZ GARCÍA, JUAN AMANCIO RODRÍGUEZ OTERO, MIGUEL ROSADO, JUAN JOSÉ RUCHETTA, MAURO SÁNCHEZ LOZANO, PILAR SÁNCHEZ MARTÍN, LUIS SÁNCHEZ SANZ, PEDRO SCHUTZ, LOLA SEGURA, ALEJANDRO SEVILLANO, ATILANO TOMÁS, CARMEN TORTOSA, JAVIER TRENADO, ENRIQUE URTAZA, FEDERICO VIDAL GUARDIOLA, NATXO Hemeroteca
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